27
Punto…
Conducía en dirección a Vega sin ni siquiera saber qué era lo que iba a hacer. Mi coartada había sido destruida por la prensa y carecía de pistas sólidas sobre el asesino de los muchachos de la cuadrilla. Sólo teníamos aquella lista de doce nombres que nada nos decía. Según me alejaba de Madrid tenía la sensación de que huía, quería alejarme de todo aquel barrizal de muerte. Ingerí otras dos cápsulas de anfetas y otras dos de Anavar. Por mis venas circulaba una mezcla extraña de sangre y de química que hacía reacción con la adrenalina: mis músculos se tensaban y los sentidos se agudizaban, apenas sentía el cansancio. Era como un ciclista en lo alto del Angliru una tarde de niebla intensa, con cien competidores detrás de mí.
Recuerdo que paré en la gasolinera del puerto de Manzanal, necesitaba llenar el depósito y comer algo. No tenía hambre, pero necesitaba meter algo en el estómago para no desfallecer. Demasiadas horas sin dormir, demasiadas sin comer. Recuerdo que entré en los servicios a mojarme la cara, contemplé mi rostro en el espejo, no me acordaba del momento en el que me había rasurado la cabeza, ya no era el inspector Ramalho, era El Trini, dispuesto para el combate.
Me senté en una mesa del rincón esperando a que me atendieran, sin muchos deseos de que eso ocurriera. Mi mente no estaba allí, se perdía en todos los que habían ido perdiendo la partida de la vida cuyo final a mí me había tocado presenciar. Pedí una hamburguesa, por pedir algo. Me la pusieron, demasiado rápido para mi gusto; al lado, un bote de mostaza y otro de ketchup. Cogí este y lo exprimí, para que cayera sobre la hamburguesa, hasta le di unos golpes en su base. Varias gotas saltaron sobre mi mano. De repente me di cuenta: No era ketchup, era sangre, sangre de Picas. Fue como si se hiciese la luz en mi mente trastocada. Todo comenzó a tener sentido. La mancha de ketchup, el reloj de bolsillo, la fotografía, las razones de la venganza, todo desfilaba ante mí. Ketchup, reloj, foto, venganza.
Venganza, foto, reloj, ketchup. Todo comenzaba a cuadrar en mi mente. De los tres filósofos de la sospecha era Freud el que tenía razón. Todos matamos a nuestro padre simbólicamente y lo sustituimos por otro padre símbolo. ¿Pero qué pasa si te lo matan? Careces de referencia, de padre. Alguien es culpable.
En aquel momento me hubiese gustado que no hubiese sido Freud el que tuviese la razón. Le puedo asegurar que habría preferido a Marx, y que todo tuviese su origen en la cloaca social. Y que los Vallona estuviesen detrás de todo y que La Castañeda fuese la causa y que hubiese un eslabón que uniese todo. Pero Freud vencía en esa ocasión.
Pagué la hamburguesa sin comerla y salí a la calle, tenía que llegar a Vega cuanto antes.
Arranqué el coche y llamé a la teniente.
—Rosario, soy Ramalho.
—Ya conocí tu teléfono. Y ya te vi en la prensa. Tu disfraz se ha ido al traste.
—Eso es lo de menos, Rosario. Sé quién es el asesino y por qué lo hizo.
—¿Quién?
—Espérame en Casa Pacita, llegaré en media hora.
Colgué. Marqué el número de Zurdo, deseaba que tuviese cobertura allá donde estuviese.
—Zurdo, soy Ramalho.
—Te vi en la prensa y en la tele, espero que no vengas de minero, ya no cuela.
—Olvídate de eso, Zurdo. Sé quién mató a los muchachos de la cuadrilla. Llego en media hora. Nos vemos en Casa Pacita.
Y colgué por segunda vez. La mezcla sintética que corría por mis venas me impedía sentir el cansancio y la adrenalina que se sumaba hacía casi imposible que fuese consciente de ello. Cuando llegué a Casa Pacita nadie me esperaba, ni la teniente, ni Zurdo. Sólo los tres abuelos de siempre en el portal. Cuando Rocky me vio llegar se puso de pie y comenzó a lanzar ganchos al aire y a gritar: «¡El Trini, El Trini!». Les saludé y subí hasta la habitación. Necesitaba repasar algunas de las notas que había tomado esos días atrás. Cuando entré vi los espejos de la habitación llenos de recortes de periódicos con mi foto en ellos saliendo de los vagones en Madrid, con la madre de Lorena en brazos y ella agarrada a mí. Los había pegado Eriko y con rotulador había escrito encima: ES MI AMIGO. Puse la mano sobre los recortes y volví a llorar. No diga nada, comisario, ya lo sé, en el fondo soy un sentimental. Repasé mis notas y comprobé que todo estaba allí. No lo dudé más y salí a la calle a esperar a Zurdo o a la teniente. Cuando atravesé la taberna, en la que no estaba Pacita, cosa que agradecí, y llegué a la calle, dos individuos que parecían sacados de una mala película de gánsters me abordaron.
—¿Ramalho da Costa?
—Sí, ¿qué desean?
—Somos de la Financiera Berciana. Acompáñenos —y me agarraron cada uno de un brazo con la intención de introducirme en un mercedes gris que estaba allí aparcado.
Librarme apenas me costó trabajo. Me zafé de ellos y cuando trataron de reducirme a golpes no les di ni una oportunidad: un jab directo al rostro de uno, un gancho al vientre del otro; barbillas de cristal, abdominales de arcilla. Cayeron al suelo retorciéndose. De repente, uno hizo un amago de coger una pistola que llevaba en el cinturón. Pero a mi espalda se oyó: ¡crash!, ¡crash! Miré: era Zurdo, el sonido de la corredera, su repetidora estaba cargada.
—¡Ni te muevas! —le dijo al que pretendía coger su pistola.
Y aquellos dos aprendices de matones subieron a su mercedes gris y abandonaron el pueblo mientras Rocky saltaba a mi lado lanzando ganchos al aire y gritando: «¡El Trini, El Trini!».
—Tenemos que ir a La Silva —le dije a Zurdo.
—Entonces, mejor vamos en mi cuatro por cuatro.
—En cuanto llegue la teniente Mijas, le dicen que hemos ido a La Silva —dejé el encargo a los tres abuelos que custodiaban la entrada a la taberna.
Mientras el todoterreno subía por aquellas pendientes, le iba explicando a Zurdo cuál era el resultado de mis pesquisas. Tragué otras dos anfetas, me mantenía en pie gracias a ellas. Tardamos casi media hora en subir por aquella pendiente escarpada, surcada por un sendero de tierra que apenas dejaba pasar un solo vehículo. Desde lo alto se podía ver La Silva, quedaba poco para la solución de todo aquel galimatías. Entramos en el pueblo. Llegamos a la casa de Yoli y Zurdo aparcó su vehículo.
—Espérame aquí. Si llega la teniente le dices lo que ocurre.
Golpeé el picaporte contra la puerta. Yoli no se hizo esperar.
—Ah, sois vosotros. No te había conocido, con ese corte de pelo —por sus palabras sospeché que no me había visto en los periódicos.
—Yoli —dije mientras le mostraba mi placa—, ya sabes, soy policía. Estoy investigando los asesinatos del valle y…
—¿Y qué tengo yo que ver con todo eso? —me dijo sorprendida.
—Tú, nada —le dije—, pero me gustaría hacerle algunas preguntas a tu hermano.
—¿Mi hermano? ¿Qué tiene que ver él?
—Eso es lo que quiero que él me diga —dije, intentando calmarla.
De repente, detrás de mí oí la corredera de una repetidora, sonaba como la de Zurdo poco antes: ¡crash!, ¡crash!
—¡No te muevas, madero! —me ordenó.
Miré de reojo hacia él, me estaba apuntando, no me había dado tiempo a sacar mis armas. Se abalanzó sobre mí y me quitó las dos pistolas de mis sobaqueras. No me registró, por eso no localizó el revólver de mi tobillera. Era él, su hermanastro, el de la foto, el de cara angelical. El que el día del asesinato de Picas estaba en la gasolinera de Manzanal inundando de ketchup la hamburguesa. Pero no era tomate transgénico lo que parecía que tenía en sus brazos y que había impregnado su camisa. Era sangre, sangre producida por las heridas que le había infligido Picas defendiendo su vida. Todo coincidía, las muertes de cada uno de los miembros de la cuadrilla y sus salidas del psiquiátrico, todo era producto de la locura, de su venganza. La muerte de su padre, su suicidio, creyó que era culpa de la cuadrilla, les responsabilizó de ello. Todos eran culpables. Tenía que terminar con ellos. Vengar a su padre.
—¿Qué haces? —gritó Yoli.
—Vengar a papá.
—Por favor, Carlos, no sabes lo que dices. Tu padre maltrataba a tu madre, me intentó violar…
—¡Calla, puta! —le gritó, mientras con la culata de la escopeta le golpeaba la cara.
Yoli cayó al suelo sangrando.
—Camina —me ordenó, colocándome los dos cañones en mi espalda—. Primero acabaré contigo, luego iré a por Zurdo —dijo mientras recogía mis dos pistolas y se las colocaba en el cinto—. Sal por la puerta de atrás.
Detrás de la casa estaba aparcado un vehículo pequeño, me pareció un AX. Me dio las llaves y me conminó a que condujera yo. Arranqué el coche. Metí primera y aquel pequeño cacharro salió de forma brusca, derrapando. Lo había hecho adrede, con la intención de que Zurdo lo oyera y comprendiera lo que ocurría.
Seguía en primera bajando aquella pendiente.
—Cambia de marcha. Sin jueguecitos.
Miraba por el espejo retrovisor, confiaba en que Zurdo se hubiese dado cuenta de todo y viniese detrás de nosotros, pero no veía nada. Confiaba en que Yoli se hubiese arrastrado hasta la puerta y le hubiese alertado. Confiaba en que la teniente estuviese llegando. ¿Sabe?, confiaba en muchas cosas, tenía esperanza y cuando aún te queda algo de ella en tu interior es que tienes miedo. Tenía miedo, comisario.
Habíamos llegado casi a Vega y en lo alto de la montaña tuve la impresión de que bajaba el cuatro por cuatro de Zurdo, hasta me pareció ver una luz que parpadeaba; pensé que eran las luces de emergencia del coche de la teniente, pero no podía ser ella, ¿por dónde había subido? No me había cruzado con ella, la maldita esperanza, anhelaba que hubiese otro camino a La Silva, por eso no me la había cruzado. Atravesamos Vega, vi a los abuelos en las escaleras de acceso a la taberna, contemplé a Paula saltando a la comba en el parque, me hubiese gustado gritarle, decirle algo, pero no podía.
—Cuando salgas de Vega tuerces en el segundo camino a la derecha, hasta el puente del ferrocarril.
Estaba claro, quería llevarme hasta el puente en el que habían colgado a su padre hacía más de treinta años. Yo sólo necesitaba un breve descuido en aquel combate para coger mi revólver de la tobillera, sólo un ligero despiste. Seguía mirando por el retrovisor, seguía sin ver a Zurdo ni a la teniente. La esperanza se desvanecía, y con ella el miedo. Ya no quedaba salida en aquella encrucijada, era él o yo. Llegamos al puente.
—Aparca aquí —me ordenó—. Y sal del coche —dijo mientras abría su puerta y se disponía a bajar.
Me perdió de vista una fracción de segundo y la aproveché. Me abalancé sobre mi tobillera, mi mano derecha ya empuñaba el revólver, pero no me dio tiempo a sacarlo. Disparó. Un disparo a quemarropa desde la puerta del acompañante que atravesó mi hombro derecho. Sentí la bala entrar: dolía, dolía más que un hook, que un golpe de puñalada de Noriega. Se abalanzó sobre mí, me quitó el revólver de la tobillera y lo tiró al río. Mi hombro sangraba, las anfetas en mi sangre impedían que sintiese todo el dolor. Me agarró de la cazadora y me obligó a salir. Aquel disparo sólo había tenido un punto positivo: habría alertado de nuestra posición a todos los que nos estuviesen buscando. Me arrastró hasta el puente llevando una soga en su otra mano. Pudo haberme matado allí mismo, pero fue su locura la que me salvó, pues quería colgarme del puente al igual que le habían hecho a su padre. Al llegar a la mitad del puente me ordenó que me pusiera de rodillas; le hice caso, despacio, tenía que seguir ganando tiempo. De espaldas a mí presentía lo que estaba haciendo: un nudo corredizo en la soga y ataría el otro extremo en las vías. Iba a colocarme la soga en el cuello cuando se oyó a Zurdo al otro extremo del puente.
—¡Quieto o disparo!
Error, Zurdo, error. Tenías que haber disparado en aquel momento. Carlos giró su cabeza y le vio, sonrió, se dio cuenta de que Zurdo estaba a demasiada distancia para poder disparar sin alcanzarme a mí. Dio media vuelta y me utilizó como escudo, apuntándome a la cabeza.
—Baja el arma, Zurdo, o le mato ahora.
—Me quieres a mí, deja que se marche —gritaba Zurdo.
—Todo a su debido tiempo, Zurdo. Tú ya caerás.
Zurdo fue bajando su arma y la dejó en el suelo. No hagas eso, no hagas eso, gritaba para mis adentros. ¿Por qué bajaba el arma? Lo comprendí en seguida: la teniente acababa de llegar. Apuntó a aquel demente y le dijo de forma pausada.
—Es mejor que bajes el arma, Carlos. No agraves aún más tu situación, sabes que no puedes salir vivo de aquí. Entrégate, sabes que en el juicio siempre podrás alegar locura transitoria y sólo…
—¡No estoy loco! —gritaba; las palabras de la teniente no consiguieron calmarlo, al contrario, lo enfurecieron más.
Me dio un puntapié en el abdomen, un golpe que hubiese hecho perder el sentido al más pintado. No lo consiguió, pero dolía, ¡vaya que si dolía!, aunque no lo sintiese en su totalidad por la porquería que llevaba en mis venas. Me colocó la soga alrededor del cuello y con el pie me intentaba obligar a que me tirase del puente. Su maniobra estaba clara: al tirarme quedaría colgado por el cuello, Zurdo y la teniente se lanzarían a rescatarme lo más deprisa posible para evitar que la caída me estrangulase y eso le daría un tiempo precioso para escapar por el otro lado del puente.
—Lánzate o te mato aquí mismo —repetía, mientras continuaba golpeándome con el pie.
La teniente efectuó un disparo, no tenía intención de darle, sólo de intimidarle. Además, dudo que a la distancia a la que se encontraba le hubiese acertado.
—El próximo será para ti —le gritó la teniente.
—No habrá próximo, teniente —y comenzó a golpearme como un loco.
Me estaba obligando a arrimarme al extremo, al borde del puente. Unos golpes más y lo habría conseguido. Pero de repente se oyó otro disparo, había sido la teniente y en esta ocasión le había alcanzado, brotó sangre que me salpicó en la cabeza. Comenzó a disparar como un loco en dirección a la teniente y a Zurdo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… El disparo de la teniente no le había dado en ninguna zona vital y volvió a golpearme con más saña.
—Tírate o te mato.
Era lo que deseaba en su locura, verme colgado de aquel puente. No deseaba matarme de un tiro, lo que esperaba era reproducir la situación que vivió su padre. Me revolví y le golpeé en una pierna con el codo, el golpe le hizo doblar la rodilla. Me golpeó en el hombro herido con la culata del arma. Aquello dolía. Alcé la vista, vi a la teniente apuntando su arma con las dos manos, apoyada en un árbol. Pero no le sirvió de nada, el demente le disparó, lo que la obligó a guardarse. Zurdo había bajado por la ladera del río, quería atravesar el agua y colocarse en la retaguardia, cerrándole el paso. No se había dado cuenta, pero a cada segundo se volvía más loco.
Se debió de cansar de aquel juego y me puso la pistola en la nuca y la amartilló. Oí amartillarse la pistola y sentí el acero caliente del cañón. Me quedaban segundos de vida, cerré los ojos.
Corría la sangre por mi cabeza, por mi cara, creí que era la mía, pero no había sentido la bala en mi cerebro, no sabía si estaba muerto. No, el cuerpo de aquel demente cayó encima de mí. Nadie había disparado. Su cuerpo cayó a mi lado y lo vi: su cuello estaba atravesado por un puñal. Eriko. Su puñal. Desde algún lugar de aquel bosque había presenciado lo que estaba ocurriendo y lanzó su puñal. Certero. El cuello de aquel psicópata fue su objetivo.
Recuerdo que vi a la teniente acercarse, que la sangre recorría mi cara, que los dolores del hombro no me dejaban moverlo, había perdido demasiada sangre, los golpes en el abdomen enfriaban, el dolor era monstruoso. Tenía la cara de aquel loco casi en mis rodillas, por su cuello manaba sangre sin parar. No recuerdo más, perdí el conocimiento.