26
Caos
«La entropía conduce al universo hacia su muerte», me acordaba de las palabras del profesor en un pasado no demasiado lejano. «Del caos nacerá un nuevo mundo», decía un antiguo profesor de Filosofía recordando a los nihilistas. Ay, cuánto nihilista se cree en posesión de la verdad, comisario. No sé lo que era, si el exceso de estimulantes que circulaban por mis venas o el elevado peso de mi conciencia, lo desconocía. Desde que me había apostado con mi vehículo al otro lado de la calle Serrano, mi vida transcurría por mi mente sin que pudiera controlarlo: mi niñez, mis sueños, mi futuro aniquilado, los amigos perdidos en los caminos escarpados de la vida, Picas, Zorro, Pana; los cadáveres que contemplé esparcidos por doquier; Asun, sus padres, y un hijo que no llegó ni a ser. «Algo hay en el sótano, está cerrado y no se puede abrir», había dicho Pana, «la clave de acceso para que no salten las alarmas es lb2mt». Todo pasaba a ráfagas, sin orden ni concierto, era el caos en mi cerebro. Me miré en el espejo interior del coche y me vi: unas ojeras crónicas, una mirada perdida… me di miedo, comisario.
La espera era interminable, eran más de las diez. Escuchaba la cadena SER sin prestar demasiada atención, la autoría de ETA quedaba descartada, hablaban de trama islámica.
Vi llegar el coche de Graus con uno de sus gorilas al volante, lo iban a recoger. Veintidós horas cuarenta minutos: Graus salió de su mansión y cruzó con paso dificultoso el jardín ayudado por otro de sus gorilas, estaba demasiado gordo, cualquier día explotará, pensé, ojalá ese día esté cerca y yo lo vea, me repetía.
Graus me vio al otro lado de la calle en el interior del coche. Extrajo de su abrigo el móvil y marcó un número de teléfono que debía de tener guardado en su agenda, pues apenas se detuvo en teclear. Estuvo menos de un minuto hablando con alguien, y luego, con el móvil en la mano, sin colgar, cruzó la calle dirigiéndose hacia mí.
—Buenas noches, inspector. Hay alguien al otro lado que quiere decirle algo —bajé extrañado la ventanilla y recogí el móvil que me ofrecía Graus.
—Inspector Ramalho da Costa, dígame —dije esperando reconocer la voz al otro lado.
—Da Costa, soy su comisario jefe, haga el favor de dejar de presionar a ejemplares ciudadanos que son huéspedes en nuestro país. ¡Me tiene hasta los cojones, Da Costa! ¿Me quiere decir qué hacía ayer en la estación de El Pozo? Cuando esto termine le voy a abrir un expediente que… —no seguí escuchando, lo había entendido todo, cerré el móvil y se lo devolví a Graus.
—Espero que haga caso a su jefe y no me presione —me dijo mientras se alejaba. De repente giró su cabeza y me espetó—. Ah, y no me mande más sujetos con dragones tatuados.
«Más sujetos con dragones tatuados», era lo que ya sospechaba: Graus había matado y vejado a Pana. Pero había algo más, en aquel momento lo comprendía todo: mis sospechas sobre Graus me convirtieron en molesto, tenían que alejarme de la investigación y por eso me enviaron a Vega, al interior de Infierno; en realidad lo que pasase en Vega les importaba poco, lo que querían era alejarme de la investigación. ¿Estaría implicado en algo el comisario jefe? Esa era una pregunta sin respuesta. Arranqué el vehículo y me alejé. No era más que una estratagema: estaba dispuesto a entrar en la mansión y comprobar qué era lo que había en aquel sótano. Aparqué dos calles más adelante y me dirigí hacia la puerta de la valla que circundaba el jardín. Todavía vi el coche de Graus detenido en el semáforo, arrancó y se alejó de allí. Me dirigí hacia la puerta de entrada. Esperaría a que nadie pasase o a que la noche se cerrase para saltar. De repente, alguien a mi espalda me dijo:
—Buenas noches, ipetó —me giré sobresaltado, por un momento pensé que era Pana el que hablaba, pero no, era su compadre Horacio.
—¿Qué haces aquí, Horacio? —dije desconcertado.
—Voy a entrar, ipetó. Quiero saber si mi niño está en ese sótano. ¿Se viene conmigo?
No respondí, le vi extraer de su gabán una horquilla que introdujo en la cerradura, le di la espalda ocultándole de cualquier mirada inoportuna. De repente la puerta se abrió.
—¿Me acompaña, ipetó?
Entré sin pronunciar palabra y cerré la puerta por dentro. «Los perros, los perros», la idea vino como un mazazo a mi mente. Allí estaban los dos pit bull, frente a nosotros. Eché mano a mis dos sprays de pimienta, pero no fueron necesarios. Horacio abrió la bolsa de plástico y extrajo unas chuletas de carne que arrojó al suelo. Los dos perros se lanzaron a por ellas: aquello iba a durar poco, muy poco, sólo nos daban unos segundos de ventaja. Corrimos hacia la puerta de la mansión y Horacio marcó la clave de acceso, lb2mt: todas las alarmas quedaron desconectadas. Los perros se lanzaron hacia nosotros. Rocié un spray sobre sus hocicos y salieron corriendo, me estremecía pensar lo que estaban padeciendo, su olfato y sus ojos sufrirían durante casi diez minutos, los que necesitábamos. Aullaban y se retorcían sin entender qué estaba ocurriendo, corrían sin cesar por el jardín, daban saltos sin dirección definida, creían que cuanto más corrieran antes desaparecería el picor de sus ojos, de su hocico. La puerta se abrió. Entramos y cerramos por dentro. Seguimos las indicaciones que nos había dado Pana: a la derecha, la escalera de acceso a la planta superior; enfrente, un pequeño hall que comunicaba con otro más amplio con chimenea y cocina americana; al fondo, un pasillo que conducía a la puerta trasera que daba al jardín, y a su derecha, otra puerta, la que buscábamos, la que nos conduciría al sótano.
Horacio se quedó mirando la cerradura que nos impedía acceder a la bodega.
—¡Mierda!, no la puedo abrir. Este tipo de cerradura no se abre con una horquilla.
Ni siquiera lo pensé, extraje de mi sobaquera la Walter P99 con silenciador y efectué dos disparos certeros. La cerradura saltó por los aires. El sótano nos esperaba. Bajamos despacio por los escalones de madera casi podrida, vimos gotas de sangre en algún escalón. Recuerdo que pensé: «Luego recogeré una muestra». Iluminé el interior de aquella estancia: nada, muebles viejos apilados de cualquier forma, las calderas de la calefacción y varios bidones de gasoil para abastecerla. No había nada. Seguí los rastros de sangre con la luz de la linterna y me condujeron a la puerta de una cámara frigorífica. La abrimos e iluminé su interior. Yo había visto los cadáveres esparcidos por la estación el día 11, aquellos cuerpos sin vida, mutilados, con sangre por todos lados en los vagones resquebrajados. Creí que aquello me habría vacunado para el resto de mi vida, que no podría ver nada más horrible. Me equivoqué. Allí, ante nosotros, aparecía un espectáculo que no tenía nombre. Horacio vomitó.
—¡Dios! ¡Qué horror! —bajé la linterna, caí de rodillas y me incliné para vomitar. No pude, no tenía nada en el estómago.
Horacio se sentó en el suelo y comenzó a llorar. Me armé de valor y dirigí el haz de luz de nuevo hacia el interior iluminándolo. Cuatro cadáveres desnudos, abiertos en canal, colgaban boca abajo de ganchos que se incrustaban en sus piernas. Allí, como si fuesen reses en un matadero, sin órganos internos y sin extremidad alguna. Recorrí la cámara con la linterna, luego iluminé el exterior, hasta que encontré el interruptor. Todo se iluminó con una luz azulada, de morgue, de santuario inhóspito, de vaya usted a saber qué. En una esquina un bloque de madera, un tronco de árbol de casi medio metro de grosor, con un hacha incrustada, como si fuese la espada de la leyenda del rey Arturo, Excalibur. Sobre el tronco había restos de sangre y trozos de carne y de hueso. Intuí lo que ocurría, sólo lo intuí. Ya sabe, comisario, intuir, una forma de entender sin razonar. Lo entendía sin comprenderlo, pues no existía forma de explicar racionalmente aquello. Sobre aquel tronco cortaban los miembros de los cadáveres, que posiblemente daban posteriormente a comer a los perros para no dejar huellas. Los órganos internos eran misión del doctor Cano: los extraía y conservaba en su maleta, que sería una nevera portátil, totalmente listos para el mercado internacional de órganos. Raptaban niños sanos, de familias de baja extracción social, para que se diera poca importancia a la investigación. Después de matarlos, sus vísceras y órganos internos pasaban a manos del doctor Cano. El resto se daba en dosis a los perros para no dejar huellas y lo que quedara se introduciría en un pozo con cal viva. Esto no era intuición, había visto un saco de cal al fondo de la bodega. También había un arcón frigorífico, era lo único que nos quedaba por mirar. ¡Dios!, ¿sabe lo que había? Cabezas, cabezas de niños en bolsas de plástico, y huesos. Todo lo que allí ocurría pasó por mi mente a la velocidad de la luz. Rapto, asesinato, tráfico de órganos y la fase final: la eliminación de los cuerpos; los miembros troceados, a los perros, y sus restos y las cabezas, en pozos de cal viva. Horacio se abalanzó sobre el arcón y removió deprisa las cabezas. Allí estaba la de su hijo. La cogió y la abrazó, se sentó con ella en su regazo. No sé qué pasa en esos momentos por la mente de un padre, pero yo ya había tomado una decisión.
Rellené los cargadores de las pistolas hasta el máximo de capacidad, ajusté los silenciadores y comprobé que el revólver Taunus de la tobillera estaba en su lugar. Salí de la cámara y apagué la luz. Dentro quedó Horacio, con la cabeza de su hijo en su regazo. Subí hasta la primera planta y busqué un hueco para sentarme y esperar. Me agazapé detrás de una columna, con la cabeza apoyada sobre una cara del pilar, sentado en el suelo y con una pistola en cada mano. Había que esperar. Dejé una pistola en el suelo y busqué el tarro de centraminas en mi bolso, extraje dos, las tragué, no podía consentir que el sueño me asaltase. Llevaba muchas horas sin dormir, había visto mucha miseria humana. Guerras, vidas inocentes segadas en vagones de trenes, sin motivo, sin razón, sin lógica, y ahora vidas de seres inocentes cambiadas por lujo, por dinero, por esa alcahueta universal que nos permite adueñarnos de todo.
La una en el reloj de cuco del salón; no me movía, sujetaba las pistolas y a mi mente volvía todo sin poder evitarlo: el asesinato de Picas, el de Zorro, la muerte sin sentido de Asun, las víctimas de Atocha, de Santa Eugenia, de… los cuerpos de los niños en aquel sótano. «Precedes a la tempestad, Ramalho», «Abaddón, regresa a Belial». La desgracia en mi existencia acudía puntual a su cita.
Horacio entró en el salón, llevaba una bolsa de mano que debía de haber cogido de la bodega. No pregunté qué llevaba en ella, lo presentía, era la cabeza de su hijo para darle sepultura. Se sentó a mi lado, en silencio, y extrajo su faca: la hoja de más de veinte centímetros brillaba por los reflejos de la luna. Silencio, esperábamos.
Las dos en el reloj de cuco, nada se movía, ni siquiera nosotros. Esperábamos. De repente, los perros; habían entrado por algún hueco.
—En pie —ordenó Horacio.
Había oído que los perros huelen el miedo, ponerse en pie significaba que se les iba a hacer frente. Horacio sabía lo que hacía, demasiada vida en caravanas, en chabolas de mala muerte, rodeadas siempre de perros y otros animales. Encendí la linterna y dirigí el foco de luz directamente a su cara. La luz les impedía ver con precisión, se guiaban por el olfato. El primer perro titubeó algo antes de saltar, el recuerdo del spray de pimienta le hacía retardar unas décimas de segundo el salto. Suficiente tiempo para Horacio, que saltó sobre el animal, se agachó y le clavó la hoja curva de la faca entre las costillas. La hoja se hundió hasta la empuñadura, la sangre brotó y se esparció por la bella alfombra turca de Graus. Al otro perro no le dio tiempo a saltar, le disparé en medio de los dos ojos. Los canes se retorcían en el salón dando sus últimos alaridos hasta que cayeron muertos en el centro del hall. Los apartamos a una esquina. Y seguimos esperando.
Las tres, las cuatro, las cinco, todo seguía igual. Las cinco y treinta y cinco minutos, entonces fue cuando les oímos llegar. Graus llegaba borracho, casi inconsciente de alcohol o coca o vaya usted a saber de qué. Los gorilas lo sujetaban arrastrándolo escaleras arriba hacia su habitación. Lo debieron de meter en la cama en menos de dos minutos, pues eso fue lo que tardaron en volver a bajar las escaleras. Los dos bajaban alegres y recordando lo ocurrido en la velada. Se dirigían hacia el salón. Allí nos verían, y verían también los cuerpos de los perros. Por eso salí del hueco de la columna y les esperé de pie. Crucé mi brazo izquierdo sobre el derecho y esperé. Iban a buscar el interruptor, no les dejaría. La luz de las escaleras iluminaba a su espalda. El contorno de sus siluetas me ofrecía un blanco perfecto. Disparé. Tiros cruzados. Los de balística pensarían que habían disparado dos personas, por las trayectorias de los proyectiles. Los impactos fueron directos a sus pechos, cayeron. Sólo el sonido de los cuerpos cayendo en el piso de madera rompió el silencio, los disparos apenas se habían oído amortiguados por los silenciadores. Me acerqué. Les disparé en la frente, para asegurarme.
Agarré un perro por el collar y lo arrastré escaleras arriba. Horacio presintió lo que iba a hacer y cargó con el otro animal. Los arrastramos hasta la habitación de Graus. Sus ronquidos se oían más que nuestros pasos firmes. Iluminé su cama. No se percataba de nuestra presencia. Pese a que le iluminaba de forma directa con la linterna, su antifaz le impedía ver la luz. Agarré al perro y se lo arrojé encima de la cama y Horacio hizo lo mismo con el suyo. Graus se incorporó de repente y se retiró el antifaz.
—¿Qué pasa?
Dirigí el foco de luz hacia los perros para que los viera. Los cogió por la cabeza y comenzó a llorar su muerte. ¡Qué asco, comisario! Lloraba por la muerte de sus perros y disfrutaba con el asesinato de niños. Cada vez entiendo menos este mundo que nos ha tocado vivir. Me acerqué a él, quería que viese mi rostro, que pudiera ver a su verdugo. Me senté a su lado y permití que el haz de luz diera en mi rostro para que me viera.
—Es usted, Da Costa, ¡está loco! Salga de mi casa inmediatamente.
—Graus, mataste a mi amigo Pana. Ultrajas, asesinas a esos niños, ¿y lloras a unos animales?
—No me da miedo, Da Costa. Esto es entrada ilegal en domicilio, no tiene orden de registro, todo lo que consiga no le valdrá en ningún tribunal.
—Usted no irá a ningún tribunal —coloqué la Walter P99 sobre su sien.
—Da Costa, usted es policía y la Policía no asesina —lo decía casi gritando.
—Pero yo no soy policía —dijo Horacio mientras le mostraba la hoja de la faca pasándosela por su nariz.
—¿Quién es usted? —gritó Graus.
—¡¡El padre de este niño!! —extrajo la cabeza de su hijo de la bolsa y se la puso delante de su rostro.
Me levanté de la cama y continué apuntando a la cabeza de Graus.
—¿Haces los honores, Horacio? —le dije, seguro de que entendía a qué me estaba refiriendo.
El rostro de terror de Graus reflejaba perfectamente lo que se le avecinaba. La hoja de la faca se clavó en su estómago; gritó, nadie le oyó. Horacio giró la hoja en su interior y con la almohada le tapó la boca; no hubo más gritos, mejor dicho, no sé si los hubo. La hoja se clavó dos veces más en su pecho, hasta que Graus dejó de moverse. Horacio se irguió y se quedó contemplando el cadáver. Me acerqué al cuerpo tendido de Graus y le disparé en mitad de la frente.
—Por si acaso… —me acuerdo que dije.
A continuación subimos las dos garrafas de veinte litros de gasoil de calefacción que estaban depositadas en el sótano. Les desenroscamos el tapón y las dejamos en la habitación de Graus. Abrimos las estanterías del bar y las botellas de whisky las vaciamos sobre la cama de Graus. Después corté los cables de la alarma antiincendios. Recogí con guantes el teléfono móvil de Graus que reposaba en su mesita de noche. Encendí un cigarro y lo arrojé encima del whisky, este prendió y el fuego se fue extendiendo. Bajamos a la primera planta, abrimos la espita del gas. Y dejamos que todo siguiese su curso.
Salimos despacio de la mansión, esperando que el gas se acercase a la llama. En el jardín arrojé el móvil de Graus detrás de una piedra, para que no lo dañasen las llamas. Tenía la esperanza de que alguien lo comprobase algún día y encontrase las llamadas que Graus había dirigido al teléfono particular del comisario jefe.
Estábamos en medio de la calle, no pasaba nadie, nada se movía. Horacio y yo nos abrazamos.
—Nunca hemos estado aquí —le dije a Horacio.
—Cómo voy a estar con usted aquí, si no le conozco.
Sonreí, último abrazo de despedida. Le vi dirigirse calle abajo con la bolsa en la que llevaba la cabeza de su hijo. Miré mi abrigo, estaba lleno de sangre, me lo quité, no quería que nadie me viese. De repente sonó la explosión, la llama debió ser alcanzada por el gas y la primera deflagración alcanzó las garrafas de gasoil que reventaron: el primer piso estaba ardiendo. Veía a los vecinos encender las luces, asomarse a las ventanas y sospechaba que estarían llamando por teléfono a los bomberos. Tardarían tres minutos en llegar, pero cuando consiguiesen sofocar aquel desaguisado los cuerpos de los perros estarían entremezclados con los de Graus y sus gorilas. Trabajo extra para los forenses, si es que querían identificarlos perfectamente. Pero esos días tenían demasiado trabajo como para dedicar un minuto a alguien como Graus. El fuego eliminaría cualquier huella de Horacio o mía, pero no llegaría al sótano. Cuando los bomberos terminaran su trabajo aparecería la cámara frigorífica. Todo quedaría claro, eran los cuerpos de los niños desaparecidos en Madrid. Los cadáveres pertenecerían a los supuestos asesinos de los menores. El brazo ejecutor lo buscarían en un ajuste de cuentas. Con los antecedentes de Graus y la cantidad de trabajo que se acumulaba esos días nadie se iba a molestar demasiado en buscar culpables. Alguien de la científica encontraría el teléfono de Graus en el jardín, comprobarían las llamadas, pensaba, y le pedirían algún tipo de explicaciones al comisario jefe. Eso rumiaba mientras me dirigía hacia el coche. Aún me quedaba por hacer una llamada.
—¿Vélez? Soy Ramalho. Ya sé la hora que es, no me lo tienes que recordar. Atento: ¿quieres ganar tu primera medalla?
—Joder, claro que sí.
—Vete a detener al doctor Cano, su domicilio figura en nuestros ficheros. Te lo llevas a comisaría. Le interrogas sobre los niños desaparecidos. Para presionarle dile que Graus ha confesado y que le echa a él todo el marrón. Dile que sabemos que trafica con sus órganos. Solicita una orden de registro de su casa, allí encontrarás las pruebas. Confesará todo, tendrá miedo de la mafia y querrá protección.
—¿Eso es verdad, Ramalho?
—Por desgracia, sí.
—¿Y tú, qué vas a hacer?
—Leer en la prensa tu éxito.
Y lo leí, en todos los diarios de los días posteriores: «El joven inspector Vélez pone al descubierto una red de tráfico de órganos», y titulares parecidos. Pero, usted también se acordará, la autoría del incendio y del asesinato la prensa se la adjudicó a Cero: «Cero, el justiciero, vuelve a impartir justicia». ¿Se acuerda? No fue Cero, comisario, fui yo, y también Horacio, pero no me gustaría que a él se le mezclara en esto.
Aquella noche, después de colgar con Vélez, fui hasta el coche y guardé mi abrigo en el maletero: necesitaba una limpieza. Guardé las armas en la guantera del vehículo. Me tragué dos pastillas más de anfetas y arranqué. Mucho tiempo sin dormir, demasiados estimulantes en mi cuerpo. Si seguía así, desfallecería, moriría pronto, qué más daba, todos los días morimos un poco, todos los días muere algo en nosotros. Iba en dirección a Vega. Aún me quedaba trabajo por resolver y un asesino por descubrir.
Ah, se acordará de que la primera llamada que le hice a usted para contarle lo ocurrido es de ese mismo día, una hora antes de llegar a Vega. Fue en el momento en que me di cuenta de que conocía quién era el asesino, que sabía quién había estado exterminando a la cuadrilla.