25
11-M
«¡Asun!», grité. Todos miraban estupefactos las imágenes del televisor. Salí corriendo de la cafetería y es el día de hoy que desconozco si llegué a pagar aquel café, qué más da, después de todo lo ocurrido aquello carece de la más mínima importancia. Corría calle abajo en dirección a la estación. Un cordón policial de más de doscientos metros impedía el paso a los transeúntes, las ambulancias se concentraban sin orden ni concierto a la entrada, todas las unidades del SAMUR parecían que estaban allí, la Policía Local hacía algo más que su trabajo, cortaba las calles y ayudaba a evacuar heridos, los bomberos en posiciones neurálgicas practicaban excarcelaciones, los TEDAX acababan de llegar y comenzaron a buscar explosivos sin activar, nadie había programado aquel dispositivo y sin embargo todos se habían distribuido como si fuera un simulacro bien ensayado.
Traspasé todas las líneas de seguridad, mostrando mi placa, en dirección a los vagones destruidos. Los alrededores del tren estaban llenos de heridos, de gente mutilada, docenas, cientos, no me detuve a contarlos, mi destino eran los vagones destrozados, mi objetivo era localizar a Asun. Me acuerdo que gritaba: ¡Asun, Asun!, y corría como un loco entre las vías. Cinco vagones, en dos una abertura producida por las explosiones, el primero y el tercero. Algo no cuadraba. Daba la impresión de que había sido sobre plano, simétrica, aunque suene macabro. La sensación que tuve en aquel momento era que tenían que haber explotado los vagones uno, tres y cinco. Es posible, pensé, que todavía hubiese una carga sin explotar en el quinto. Las vigas metálicas estaban cortadas, tampoco cuadraba, deberían estar dobladas o destruidas, pero no cortadas de un tajo seco.
—No entre, inspector. Puede quedar alguna carga sin reventar —me recomendó un integrante de las unidades del TEDAX.
—Gracias, agente, tendré cuidado.
Y salté al tren. Quedé paralizado contemplando aquel horror: cuerpos enterrados en un amasijo de hierros a lo largo del vagón; cuerpos sin vida que estaban quedando allí para lo último, lo importante era evacuar a los heridos. Olor a humo, metal quemado y sangre. El macabro sonido de los móviles esparcidos por el suelo o en los bolsillos de los cadáveres, diferentes melodías, tonos de sinfonías que no cesaban, aquello parecía una marcha fúnebre, su sonido era más estridente al ser incrementado por el eco que producían las paredes del vagón. Policías y enfermeros desplegaban una actividad frenética en el exterior. Rostros desconocidos en camillas eran trasladados a las ambulancias que se saturaban, a los heridos menos graves se les atendía en las aceras, esos podían esperar la evacuación. Corría por el vagón buscando a Asun, recorría los escombros en un estado de parálisis que sólo había conocido en los boxeadores noqueados. Escudriñaba entre los cuerpos tendidos. Una niña lloraba, arrodillada ante el cuerpo de su madre. Tomé el pulso a la mujer, aún vivía. La arropé con mi abrigo y la cargué en mis brazos, salí con ella al exterior, la niña se agarró al cinturón de mi pantalón. Recuerdo que cuando llegué a la puerta del vagón grité: «¡Una camilla!». Dos enfermeros del SAMUR aparecieron.
—La niña no puede venir —me contestó uno de ellos.
Cogí a la niña en brazos y salí corriendo en dirección a la estación. Se la dejé a la muchacha que atendía las taquillas y que miraba toda aquella masacre tiritando y gimiendo.
—Cuide a la niña, vendré a por ella dentro de un rato —le ordené.
Salté de nuevo al tren. Tenía que encontrar a Asun. Fue entonces cuando descubrí una mochila verde en una esquina del vagón. La abrí con cuidado utilizando mi bolígrafo y lo que encontré me dejó aterrado: un explosivo blanquecino y gelatinoso, con un teléfono móvil como activador, todo cableado de forma chapucera, nada que ver con la obra de un etarra. Me aparté de un salto para atrás y desde la puerta ordené a uno de los agentes del TEDAX:
—Suban aquí, hay una bomba sin explotar.
Dos agentes subieron al vagón, se acercaron a la bolsa parapetados tras dos escudos de kevlar y a través de un juego de espejos contemplaron su interior.
—Hay que evacuar este vagón —gritaron.
Fueron subiendo policías, bomberos y sanitarios del SAMUR y comenzaron a evacuar todos los cuerpos. Seguí recorriendo los demás vagones. Allí estaba, en el último, el cuerpo inerte de Asun. Me arrodillé, le tomé el pulso, estaba muerta. La miré, su pecho estaba lleno de heridas, había fallecido por el impacto de toda la metralla. Quedé allí, sin hacer nada, contemplando su rostro destrozado, sus sueños segados, su futuro hundido. No me podía mover, quedé de rodillas llorando y cogí su mano, la acaricié. Acababa de recibir, no un uppercut en mi mentón, sino miles, estaba K. O. «No es hora de llorar, filho, es la hora de la acción, mucha gente te necesita», la voz de mi mãe volvía a espolearme. Cargué su cuerpo entre mis brazos y lo bajé del vagón. Un médico del SAMUR se me acercó, le tocó el pulso.
—Está muerta. No se puede hacer nada. Deje el cuerpo en aquel hueco.
Aquella frialdad me enfureció, pero tenía razón. No era el momento de las lágrimas, había gente encerrada en aquellos vagones que aún necesitaba nuestra ayuda. Caminaba como un sonámbulo entre la vorágine de policías, bomberos y sanitarios. Deposité el cuerpo de Asun en el hueco del andén que me habían indicado. La contemplé de nuevo, la rabia corría por mis venas, nunca había sentido tanta impotencia. Un voluntario de la Cruz Roja se acercó con una bolsa negra, le miré, se detuvo, no sabía qué hacer.
—La puedo identificar —le di mi tarjeta, hizo unas anotaciones en una cartulina que llevaba y la colocó en la muñeca de Asun.
—¿Puedo cubrirla? —me dijo, con temor; asentí.
Estaba paralizado contemplando cómo cubría el cuerpo. Las últimas horas pasaron ante mí como si fuesen un anuncio publicitario. Recordaba haber salido de Vega en dirección a Madrid para localizar a Pana. Había ido a hablar con Asun, estaba decidida a marchar a Córdoba y dejar todo. Comenzar de nuevo, me dijo. La dejé en la estación de El Pozo, eran las siete y media. «Es mejor que me dejes en la puerta de la estación, será más fácil para los dos», me espetó cuando quise acompañarla. Y allí se quedó. Fui a desayunar a una cafetería y las noticias del televisor me sobresaltaron. Salí corriendo en su búsqueda. Así llegué a contemplar el horror de esa masacre.
Buscar a sus padres, pensé, pero no sabía cómo. Parte de mi mundo estaba allí tendido, habíamos roto, es verdad, pero eso no quería decir que todos los ratos juntos no pasasen ante mis ojos, ante mí. Localizar a sus padres, me repetía, pero sólo sabía que vivían en Pamplona y, además, algo en mi interior se negaba a localizarles.
Ni siquiera sé de dónde saqué las fuerzas, me sequé las lágrimas y caminé de nuevo hacia los vagones. Miré a los dos artificieros del TEDAX, habían recogido la mochila con el explosivo que había detectado antes en el vagón y la llevaban a explosionar a una zona segura. Todo el mundo avisado. El estruendo estaba controlado, por eso no sorprendió a nadie. «Humo negro intenso», balbuceé.
—Ese humo no es de Titadyne, ¿verdad agente? —le pregunté a uno de los TEDAX que había quedado rezagado.
—No, inspector, el Titadyne genera un humo gris.
Conexiones inseguras, explosivo que no era Titadyne, aquello no sonaba a ETA de ninguna manera. Me olvidé de ello, lo importante era evacuar a la gente que todavía estaba atrapada entre los hierros. Una anciana sorda por la explosión estaba tendida en el suelo, sangraba por una pierna, casi la había perdido, me rasgué la camisa y la coloqué a modo de venda, poco era, pero suficiente hasta llegar a las unidades del SAMUR.
—Agárrese a mí —le ordené.
Aquella anciana me agarró con fuerza y la evacué de los vagones. Dos muchachas del SAMUR la tumbaron en una camilla y se la llevaron. Me hizo un gesto para que me acercase, me quería decir algo. Agarró mi cabeza con fuerza y la acercó a sus labios, me dio un beso en la mejilla.
—Que Dios te bendiga —me dijo.
Me volvieron a saltar las lágrimas, miré para el cuerpo tendido de Asun, no podía hacer nada, me sentía impotente, inútil. La acción me permitió alejar mi mente del horror, no ver nada, sólo actuar. Pasaban las horas sin que nadie mirase los relojes, sólo importaba evacuar aquella estación. Eran casi las dos de la tarde y la zona de la estación de El Pozo estaba prácticamente libre de heridos. Sólo faltaba buscar entre los escombros los cuerpos enterrados. Pero esa era una labor lenta que estaban llevando a cabo los bomberos. El balance en El Pozo era aterrador: sesenta y tantos muertos y quinientos heridos. Estuve a punto de vomitar, me daban arcadas, pero no tenía nada en el estómago.
No podía seguir allí, en el lugar de la masacre, el trabajo que quedaba era de los bomberos. Entré en la estación, quería ver qué tal estaba la niña que había dejado al cuidado de la muchacha de la taquilla. Pasé al lado de unas cámaras de televisión y escuché a una locutora que retransmitía en directo decir: «Esto es un espectáculo dantesco». ¿Dantesco?, pensé, es lo que dicen todos los que no han leído a Dante, ¡qué sabría ella lo que era dantesco! Pero no pensé más en ello y me dirigí deprisa hacia las taquillas. Sanitarios de la Cruz Roja corrían delante con botellas de agua. La gente se arremolinaba, sólo dejaban un pasillo para la evacuación. Vi a un mando de bomberos enfadarse con la gente.
—Apártense —gritaba.
Mi destino eran las taquillas, allí seguía la niña con la taquillera. Había conseguido tranquilizarla, la entretenía con los ordenadores. Era necesario localizar a algún familiar. Al verme llegar, saltó sobre mí.
—¿Cómo te llamas? —le dije.
—Lorena. ¿Cómo está mi madre?
—Está bien, no te preocupes por ella.
—¿Y mi padre?
—¿Cómo podemos encontrarlo?
—Está trabajando.
—¿Dónde trabaja?
—Es albañil, trabaja en una obra, en Alcalá.
—¿Cómo se llama?
—Manuel.
—Apellidos.
—Fernández García.
—¿Tiene una guía telefónica? —le pregunté a la muchacha de la taquilla.
—Sí —me respondió—, ¿qué tomo?
—El que contenga Alcalá —me colocó el tocho delante.
Busqué el teléfono de la comisaría de Alcalá. Llamé.
—Soy el inspector Ramalho da Costa, número de placa 25 787. Estoy en medio de la masacre de Madrid, tenéis que ayudarme. Tengo una niña conmigo que iba en uno de los vagones con su madre. Su madre ha sido ingresada con heridas de la explosión. Necesito localizar a su padre, al parecer trabaja en una obra en Alcalá, se llama Manuel Fernández García.
—No tenemos patrullas disponibles, inspector.
—¡No me joda!, esto es importante.
—Comprenda, inspector, todas las patrullas están zumbando por las calles. Han encontrado una furgoneta con detonadores de cobre y una cinta con grabaciones del Corán; posiblemente esté todo relacionado con las explosiones de Madrid.
—Entendido, pero ¿no podría pasar el aviso a la local?
—Afirmativo. Si le localizamos le avisaremos a su número de teléfono.
Colgué. Sabía que localizarían a su padre. Detonadores de cobre, había dicho. Todo comenzaba a enredarse en mi mente: los detonadores de cobre, un furgón en Alcalá de Henares con cintas del Corán; humo negro intenso, no era gris, no era Titadyne; cableados chapuceros… Dejé de pensar en ello, lo importante en aquel momento era atender a las víctimas de aquella catástrofe. La niña me miró, extendió su mano y me limpió una lágrima.
—No llores —me susurró con su dulce voz en el oído—. Sabes, cuando alguien muere, sube al cielo y es otra estrella más. Mi abuelita es una estrella que brilla mucho, me dijo mi madre. A veces la miro y hablo con ella.
Le acaricié el cabello, esa ingenuidad me recordaba a Paula. Volví a los andenes, a desescombrar aquello, ni siquiera necesitaba guantes, mis manos estaban endurecidas de la mina. Ha dicho el ministro por la tele que fue cosa de ETA, dice alguien a mi lado, le miro incrédulo: detonadores de cobre, conexiones inseguras, dinamita que no es Titadyne, dobles temporizadores, móviles utilizados como mechas… Algo no cuadraba, pero yo no era un especialista en explosivos, por eso dejé de pensar en ello. Lo importante era evacuar la estación de heridos. La Policía Local de Alcalá había localizado al padre de la niña, venía de camino. Aquello se terminaba. Estaba agotado pero apenas sentía el cansancio. Vi llegar al padre de la niña, la abrazó. La niña me miró y salió corriendo hasta donde estaba yo, me abrazó y lloró. El padre me dio las gracias. Allí quedé contemplando cómo cargaban los cadáveres en furgones con dirección a la morgue. Los forenses tendrían que actuar, era su momento, aunque nos pesase a todos.
El exterior de la estación seguía acordonado. Habían pasado casi doce horas desde que aquella monstruosidad se había producido. Las cámaras de televisión seguían allí, periodistas de todos los medios internacionales continuaban a pie de calle, buscaban declaraciones. Me escabullí como pude.
Ni siquiera pensaba, caminaba como un sonámbulo por las calles de Madrid. Llegué a mi comisaría, hacía mucho tiempo que no la pisaba. Fui hasta mi mesa, se la habían dado a otro, era lógico, yo estaba en otra misión. Llamé a la Policía Local de Pamplona y di los datos de Asun y de sus padres, para que los localizaran, sería fácil, cuestión de media hora.
En la puerta, un comisario principal que el PP había destituido de su puesto hacía años por oponerse a su política policial estaba explicando su posición a un grupo de agentes.
—Los culpables hay que buscarlos en la Moncloa. Vengo diciéndolo durante años: nuestra misión es la investigación. Y no han hecho otra cosa que reducir plantillas y los pocos agentes que quedaban se destinaron a las motos de proximidad. Un policía de lunes a viernes dando imagen, vendiendo humo a los ciudadanos. Gente en investigación, eso es lo que ha faltado todos estos años. Han engañado al ciudadano con las reducciones sistemáticas de estadísticas, ¿para qué? Todo ha sido un fracaso, el proyecto Policía 2000 fue un fracaso, lo llevo diciendo desde…
Pasé de largo, no me interesaba su arenga; posiblemente tuviese razón, pero yo no estaba en condiciones de razonar. Me fui hasta la morgue. En la entrada corté un clavel rojo del jardín, no sabía la razón, el guardia de seguridad me vio pero no me dijo nada. Atravesé las puertas de aquel macabro lugar. Los cadáveres estaban en bolsas de plástico negro, en dos bloques: los identificados, que eran pocos; y los no identificados, que se agrupaban en decenas. Los identificados eran mi destino. Localicé el cuerpo de Asun, lo destapé un poco, para ver su rostro por última vez, le coloqué el clavel en el pecho y permanecí de pie, sin pronunciar palabra. Y así estuve una hora, dos, tres, cuatro, ni siquiera las conté. Toda mi vida pasó ante mí como un suspiro. La infancia en Asturias, las pandillas, las peleas. Mi adolescencia haciendo guantes con mi tío en su gimnasio. La época dorada de las Olimpiadas. La Universidad, la Academia de Policía, todo pasó ante mí como en un tráiler.
Salí de mi letargo cuando vi acercarse a sus padres. Ni una palabra, ni un gesto de saludo, ni una nota de agradecimiento, nada. No era bien visto por ellos pero nada impedía que estuviese allí. No sentía ni odio hacia ellos. Yo no soy Dios, por eso no tengo el don de perdonarlos.
Habían pasado muchas horas. Los familiares de los difuntos peregrinaban buscando a sus seres queridos. Todo era dolor, lágrimas e histerias, nadie clamaba venganza. ¡Qué pueblo más grande!, pensaba. ¡Qué gran pueblo tenemos, comisario!
Eran las dos y media de la madrugada cuando recibí una llamada en el móvil.
—¿Inspector Ramalho da Costa?
—Sí.
—Le llamo de la Comisaría Central. Hemos localizado un cadáver en las inmediaciones del Museo del Ferrocarril y…
—Ya, pero mire, no es mi competencia. Deben llamar a la comisaría de zona.
—Estamos en ello, no se preocupe. Le llamamos porque el fallecido llevaba en su cartera su tarjeta.
—¿Mi tarjeta?
—Sí.
—¿De quién se trata?
—Al parecer era un expresidiario llamado Luis Llanod Jiménez.
—Pana —susurré.
—¿Cómo dice?
—Nada, nada. ¿Dónde está ahora?
—Lo llevaban al forense de guardia, creo. En los juzgados de la Plaza de Castilla.
No seguí hablando. Allí dejé a Asun, a sus padres. Y escapé. Dirección a los juzgados de la Plaza de Castilla.
Atravesé todas las puertas, recorrí todos los pasillos. Unos policías custodiaban el departamento. Les pregunté por el forense que estaba de guardia. Rafael Báez, me respondieron. Le conocía, algún fin de semana nos había tocado juntos. Era un zamorano que había huido de su tierra. Zamora no es como Madrid, a cada paso te encuentras con gente conocida. Y Rafael Báez no quería encontrarse por las calles a su exmujer, por eso pidió destino en Madrid. Me reconoció, me dejó pasar y me invitó a la autopsia, así son los forenses, invitan a una autopsia como el que invita a un café. Acepté, quería saber cómo había muerto Pana.
Y allí estaba el cuerpo de Pana, boca arriba, cubierto con una sábana de plástico verde. Su cara parecía de cera, su barba canosa se había vuelto blanca y sus pómulos sobresalían como nunca lo habían hecho en su tez enjuta. «Yo lo metí en esto, yo lo maté», me repetía. El forense lo destapó y colocándose una mascarilla y unos guantes de látex cogió el bisturí con dos dedos y me dijo:
—Voy a abrir, si quieres quédate, pero ponte una mascarilla y una bata.
Le hice caso. El bisturí se clavó en la base del esternón y continuó abriendo hasta el pubis. Aquello comenzaba a ser demasiado para mí: demasiados muertos, demasiada miseria, demasiado horror.
El forense extrajo los intestinos y comenzó a manosearlos, dejando que la sangre contenida impregnara sus guantes.
—¿Ves esta rotura? —estiró una parte del intestino, sujetándolo con las dos manos y mostrándomelo.
—Sí.
—Se ha producido porque le introdujeron un objeto, posiblemente un palo de escoba, por el ano. Fue antes de matarlo, pues tiene sangre alrededor. Después debió de ser cuando le dieron el tiro en la nuca.
«Lo peor en la vida es que te den por el culo sin tu permiso», me había dicho Pana. El forense continuó extrayendo vísceras y abriendo por encima del esternón. Salí un momento al pasillo, a fumar un cigarro, quería darle tiempo a que terminase. Pero era mentira, quería darme tiempo para digerir todo lo que estaba ocurriendo alrededor. Volví a la media hora, todas las vísceras de Pana estaban esparcidas en una mesa de aluminio arrimada a su cadáver abierto. El forense le había dado la vuelta y examinaba el orificio de entrada en la nuca. El cuerpo de Pana estaba desnudo y se veía sangre seca en sus nalgas. «Le hicieron sufrir, mierda, le hicieron sufrir», balbuceaba.
—Es un orificio de un 38 especial, no hay duda. Mira la bala. ¿Han encontrado el casquillo?
—No lo sé —respondí.
—Fíjate, me ha causado extrañeza este tatuaje que tiene en la nalga derecha, es una especie de dragón con la llama apagada, no sé lo que significa.
—Yo sí —le respondí—. Mi culo no arde ni arderá.
—Perdón, no entiendo.
—Es un símbolo. Un tatuaje que se colocaban algunos presos para indicar que habían pasado por el talego y nadie se había atrevido a darles por el culo. Es un símbolo de hombría.
—En fin, cosas de presos —remarcó el forense.
Le dejé redactando el informe. Días malos para los forenses, estaban todos atareados con las autopsias a los cuerpos de la masacre, menos Rafael que era necesario en el juzgado de guardia. Miré el reloj, eran las seis de la mañana del día doce de marzo. Otra vez caminaba por las calles de Madrid sin deseos de llegar a ningún lugar. Mi mente no se alejaba de lo ocurrido en las últimas horas: la muerte de Asun y el desprecio de sus padres; el asesinato de Pana, era Graus, estaba seguro, todo conducía hacia él; el asesinato de Picas, el de Zorro; los asesinatos del resto de la cuadrilla; Vega del Bierzo; Paula jugando en el parque, Luci apoyada en el marco de la puerta del quiosco; los Vallona; La Castañeda, esa gran borrachera de hormigón, que diría Zurdo; el chamizo que arrendaron los muchachos de la cuadrilla, un terreno deseado por todos los especuladores inmobiliarios; Zurdo, Pacita, el resto de la gente de Vega…
Recuerdo que veía Madrid igual que siempre: mendigos en los bancos, patrullas de Policía apostadas en las esquinas de las calles, alguna prostituta ultimando la noche asaltaba a los transeúntes, un grupo de travestís esperaba un taxi, las farolas se iban apagando, un barrendero regaba las calles… parecía como si nada hubiese ocurrido. Recuerdo que un furgón arrojó un fajo de periódicos a la puerta de un quiosco. Me fijé en las portadas de los diarios. En la portada de todos estaban las imágenes de la zarracina del día anterior, pero también vi una imagen mía saliendo del vagón con la madre de aquella niña y ella agarrada a mí: «Un inspector de la Policía evacuando heridos», rezaba el pie de foto. Un desastre, mi tapadera en Vega estaba haciendo agua y aquella foto sólo indicaba que se había ido al traste. Seis meses de trabajo clandestino en Vega no habían servido de nada. Otra vez sentí la fuerza de todos los muertos caerme encima. Miré al cielo; no sé la razón por la que creí ver más estrellas brillando. Dirá que soy un estúpido, pero me pareció ver dos que brillaban dirigiendo sus guiños hacia mí. Pensé que eran Asun y Pana.
Eran más de las nueve de la mañana cuando llegué a casa. La irracional violencia me vencía a los puntos. Si quería ganar el combate no tenía otra salida que el K. O. Abrí el botiquín. Todavía quedaban inyecciones de testosterona, unas pastillas que había traído de Portugal, Anavar, propinato de testosterona oral y dos cajas de centraminas. Me puse dos inyecciones de 250 miligramos y tragué dos pastillas de anfetas. Estaba dispuesto a sentirme de nuevo entre las doce cuerdas, en el ring, en el cuadrilátero de la vida. No me había hecho adicto al doping, pero en épocas en las que la tensión me superaba recurría a él. Fue mi tío Álvaro el que me enseñó a utilizarlo sin dar positivo en los controles. Cuando peleaba, por mis venas circulaba una mezcla extraña de vitaminas, oligoelementos, aminoácidos y testosterona que me permitía luchar sin sentir el dolor. Guardé las pastillas de Anavar y de anfetaminas en el bolsillo, presagiaba que iba a necesitar más dosis.
Recogí una Walter P99 con silenciador incorporado en el cañón y linterna acoplada en la base del cargador, dieciséis cartuchos por cargador. Rellené dos. La Walter fue directamente al lado derecho de mi sobaquera. A la izquierda cargué una H. K. Compact, 9 mm parabellum. Un revólver en mi tobillera. Tres armas sin registrar, con números de serie rayados, armas ilegales, era lo que necesitaba en aquel momento. Los perros, que no se me olviden los perros, recuerdo que murmuré. Cogí dos sprays con pimienta, suficiente para alejarlos varios metros.
Me miré al espejo, no reconocía mi imagen, cuando yo subía al ring mi aspecto era otro, algo tenía que cambiar, iba de nuevo directo al cuadrilátero.
Alguien iba a pagar por lo ocurrido, por eso fui a buscar a Graus.