23: Una prueba de fuerza

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Una prueba de fuerza

Encontré a Zurdo en la taberna, como cada noche. Le comenté las palabras del abogado y le pregunté qué conocía de todo ese entramado.

—Hubo una época en la que los Vallona se dedicaron a presionarnos para que renunciáramos al contrato de La Castañeda. Fue antes de que se aprobara la primera fase de urbanización de la zona. Cuando el terreno de la mina quedó excluido en esa fase cesaron las presiones. Supongo que comenzarán en cuanto el Ayuntamiento inicie la segunda fase. Aunque esta vez sólo tendrán que presionarnos a dos, a mí y al Guaje.

—¿Y no puede ocurrir que cambiaran de estrategia y se dedicaran a eliminaros antes del inicio de esa fase?

—Es poco probable. Tienen métodos legales para echarnos. El inconveniente está en el tiempo, eso les llevará años en los tribunales.

Acompañé a Zurdo hasta su casa. Me comentó que a los funerales de Zorro no había asistido el profesor, que se encontraba bajo los efectos de una depresión. Y que todo había sido muy familiar, con su mujer y sus hijos alrededor.

La noche se me volvió a hacer larga repasando los expedientes. Aquellos papeles no daban más de sí. Sólo me quedaban interrogantes: Si los Vallona estaban en el tinglado, ¿por qué facilitaron mi entrada en Infierno? Si la solución estaba en un punto del pasado, ¿cuál era? ¿Y el ritual de la cueva? ¿Qué relación podían guardar los doce sospechosos con la cuadrilla? Si la solución no saltaba a la vista, ¿dónde se encontraba guardada? ¿En el inconsciente de alguien? ¿En el antivitalismo de una cultura? ¿En las cloacas materiales de una sociedad? Los filósofos de la sospecha me servían de bien poco. Las tres de la mañana. Sonó el teléfono. Era Pana.

—Acabo de junar al dotó Cano. Entró en la chaluta con un maleto grande.

—¿Doctor Cano? ¿De qué me suena?

—Sí, ipetó. Ese dotó mercadeaba con zumo.

—¡Cojones! Ahora me acuerdo. Se le detuvo por el tráfico ilegal de metadona y morfina.

—Eso. Si quieres un buen delfín, al dotó debes acudir, decían por el barrio.

—O sea, que vende estimulantes.

—Y cerillas de duto, mogras de kiss, redondas, jaco. De to.

—Sigue vigilando. Y me llamas a cualquier hora.

—Descuide, ipetó.

Por la mañana fui a ver a Rosario. Le conté lo que me había dicho el abogado. Y todo lo que tenía encima sobre la Financiera Berciana. Sé que era un tema que sólo nos competía a la Policía, pero se lo pasé. Necesitábamos unir esfuerzos.

—¡Joder, Ramalho! Esto se me dice antes. Se abre otra línea de investigación.

Rosario fue con todo al juez de instrucción de Bembibre. Quería órdenes de entrada y registro en los domicilios de todos los sospechosos y también en las oficinas de la agencia de detectives que trabajaba para los Vallona. El juez lo presintió, tenía ante él un caso cinco estrellas. Y todo ocurría en los primeros meses de su nuevo destino. Su antecesor lo había dejado por imposible y allí estaba él, con todos los datos que le estaba ofreciendo la teniente. No se lo pensó dos veces, se veía ya coronado con las hojas de laurel en un puesto en la Audiencia. Y extendió órdenes de entrada y registro por doquier.

Aquella tarde se vivió un inusitado despliegue de fuerzas. Rosario había movilizado a toda la compañía de Ponferrada. La Guardia Civil ocupaba las viviendas particulares de los sospechosos, sus centros de trabajo. Además entró en las oficinas de la Financiera Berciana, en el guariche, perdón, comisario, se me pega el argot de Pana; le decía que también entraron en las oficinas de aquellos detectives y en sus viviendas particulares. Los registros duraron hasta medianoche. La comarca estaba siendo invadida por la Guardia Civil, pero en esa ocasión no había protestas por parte de nadie. Todo el mundo lo veía lógico. Es lo que ocurre, comisario: en caso de protesta social, todos contra ellos, pero si es un caso de asesinato todos cierran filas y les ayudan. A veces pienso que el asesinato trasciende los intereses de clase.

Llevaría días analizar todo lo incautado: documentos, archivos, ordenadores, armas… Se había iniciado un proceso del que no se sabía el resultado. Y la teniente necesitaba a toda la compañía si quería terminar aquello pronto.

—¿Dígame?

—¿Señor Ramalho?

—Sí.

—Somos de la Financiera Berciana —¡joder!, pensé, ni siquiera el registro les hacía bajar un poco el pistón—. Tiene usted una deuda con nosotros. Se comprometió a hacerla efectiva el veintiocho de febrero, estamos a dos de marzo y usted no ha cumplido.

—El viernes les pago —sabía lo que hacía al decirles el viernes, ganar tiempo hasta el lunes ocho, que sería cuando comprobarían que no había ingresado nada.

—Viernes, cinco. Queda anotado. En caso contrario nos obligaría a tomar otras medidas.

Eso era lo que quería, que tomasen otras medidas conmigo, les estaría esperando.

La teniente seguía haciendo su trabajo, y yo el mío con Zurdo. Repasamos todos los lugares donde se habían producido las muertes. Intentamos reconstruir los asesinatos. Incluso nos entrevistamos con aquel pastor que había manifestado ver algo en lo alto de la colina cuando alguien empujó a Jesús García Martínez, alias Desgracias, y cayó por la ladera de Calvario.

—Era alto, con una zamarra marrón. Lo empujó desde allí arriba y se fue por el otro lado de la colina.

—¿Sería alguien de estos doce? —le enseñé las fotos de los sospechosos.

—La chica puede quitarla de ahí, no era una mujer. No me suena ninguno de ellos, estaba muy lejos. Pero les digo una cosa, no era Calabozo. A él le conozco, he tomado muchas cervezas en su bar y sé que no era él.

Aquello confirmaba lo que ya sospechaba sobre Calabozo, que no había sido él. Aquella entrevista eliminó radicalmente a dos de la lista, a la chica y a Calabozo. Nos quedaban diez.

¿Sabe lo que aprendí de aquellos paseos por el monte, comisario? La historia del túnel del Lazo. Curioso. Resulta que cuando construyeron el primer ferrocarril que unía la Meseta con aquel valle los ingenieros tenían un problema de desnivel. No eran capaces de dar con la solución. Era imposible, demasiada pendiente en pocos kilómetros, ninguna locomotora de entonces tendría potencia para ascender. En sus cavilaciones por los montes se encontraron con un pastor que había recorrido aquellas montañas desde pequeño y no había estudiado ni la trigonometría básica. «¿Y por qué no hacen un lazo? Vayan bordeando las montañas y al llegar allí taladren la montaña», parece que les dijo. Es una de las leyendas de la zona.

Los días siguientes fueron de un trabajo agotador, con el repaso de todos los documentos encontrados en los registros. Se citó a todos para interrogatorios formales. Al hermano de Yoli se le interrogó en el hospital de León, en la sala de psiquiatría, por una pareja de guardias de la judicial.

—Está como una paraguaya —sentenciaron los guardias cuando llegaron de León.

—¿No aportó nada? —les preguntó Rosario.

—Ni sabía de qué le hablábamos. La medicación que les ponen los deja bobos. Creo que no entendía ni lo que estaba ocurriendo.

—¿Trajeron su muestra de sangre?

—En el hospital nos dijeron que la tenían de los análisis y que nos la remitirían —contestó uno de los guardias.

Miré la foto del hermano de Yoli y la pasé para el final. Uno menos. Sólo quedaban nueve sospechosos. Otra vez Pana al teléfono.

—¿Ipetó?

—Adelante, Pana.

—Mire, en estos días aquel camarero jibiona que entró a la chaluta no ha salido.

—A lo mejor no le viste y salió cuando tú no estabas.

—No —me sorprendió su seguridad.

—¿Cómo estás tan seguro?

Silencio.

—¿Pana?

—Mire, ipetó. Estoy seguro, pues cuando yo pliego me sustituye mi compadre Horacio, ya sabe, el pa de mi ahijado.

—¡Me cago en la hostia, Pana! ¿A quién más se lo has contado?

—A nadie más, ipetó, le doy mi palabra.

—Venga, sigue.

—Como le decía. Ese camarero no ha salido de la chaluta. Y fui hasta el Alcoba, al parecer se despidió.

—¿Lo ves?, entonces es que está vivo, si fue él mismo a pedir la cuenta.

—Lo raro, ipetó, es que no se despidió él. Fue uno de los lechuzos del yanqui hasta allí y dijo que ya no vendría más, que había jipiao otro curro. El dueño ni se inmutó, cogió a otro camarero y ya está.

—Sigue vigilando. Y no le digas a nadie más lo de este asunto.

—Tranqui, ipetó.

La investigación seguía su curso. La teniente interrogaba a todos los sospechosos personalmente. Aquello parecía un desfile de abogados y de familiares de los interrogados. Yo repasaba las declaraciones y en ocasiones intervenía con alguna pregunta. Aquello sólo nos permitía ir eliminando sospechosos, nada más. El siguiente que se nos cayó de la lista fue el marido de Verónica, el mecánico. Tenía coartadas para todos los días de las muertes. Al estar solo en el taller y tener él que hacer también las facturas ningún día de los señalados había faltado. Otra foto que pasaba para el final. Quedaban ocho.

Llevaba demasiadas noches durmiendo muy poco. Lo peor de no dormir es que anda uno atontado todo el día, no se razona bien y el cansancio va haciendo mella.

Al día siguiente le tocó el turno al exlegionario y matón de salas de fiestas. Se repasaron todos sus enseres. Y entre ellos se encontró una tarjeta de crédito de Picas.

—¡Joder! Yo he trabajado de portero en el casino. Allí conocí a Picas. Un día que salió muy borracho se le cayó la cartera. La recogí y me quedé con ella. Él ni se había enterado.

Otro sospechoso que pasaba al primer plano. Aquello parecía que iba tomando cuerpo.

—¿Ipetó?

—Dime, Pana.

—Ayer, cuando el yanqui se marchó con sus lechuzos a coger la pea de turno, entré en la chaluta y…

—¡No me jodas, Pana! ¿Quién te mandó?

—Tranqui, ipetó, nadie me jipió. Grapé la clave: uno, uve alta, un dos, la eme de ma y una te. Entré. No había nadie.

—¿Lo ves? El camarero saldría sin que os enterarais.

—No, no ha salido. La puerta del sótano estaba cerrada. No la pude abrir. Y eso que sé abrir marías de los bancos. Había algo de sangre en el suelo.

—¿Qué? ¡Deja la vigilancia de inmediato!