22: Una solución a medida

22

Una solución a medida

A las nueve y diez de la mañana estaba entrando en la calle en la que se encontraba aquel supermercado. Aparqué en zona de ORA, sin ticket. Pana no se hizo esperar; como cada mañana acudió a aquel peldaño como una parte del mobiliario urbano que nos rodeaba.

—Buenos días, ipetó. ¿Cómo uté por aquí?

—Vengo en tu búsqueda, Pana.

—¡Toy blanco, ipetó! Toy con la largueta.

—Ya sé que estás con la condicional. No vengo a detenerte, relaja. Quiero pedirte un favor.

—Lo que uté mande, ipetó.

—Vamos hasta esa cafetería. Te invito a desayunar.

Recuerdo que casi se me cerraban los ojos, pedí un café bien cargado. Pana no se anduvo por las ramas, pidió una cervecita con medio bocadillo de lomo.

—Uté dirá.

—Quiero que vigiles a una persona. Debes dirigirte hasta Serrano, puedes instalarte a pedir en la puerta de la iglesia del número 38. La persona que me interesa vive enfrente. En una mansión con un jardín enorme.

—Cuente con ello, ipetó. Pero recuerde que Pana come y tiene hijos —sabía a lo que se refería. Saqué trescientos euros que llevaba para la ocasión, se los puse encima de la mesa y los recogió a la velocidad de la luz.

—Ten, otros cien para que compres un móvil, así estaremos en contacto.

—No necesito comprarlo, lo sirlo. Tengo un primo que…

—¡De eso nada, Pana! Lo compras.

—Lo que uté mande, ipetó.

—Debes vigilar los pasos de un norteamericano que vive en esa mansión. Tendrá, si no me equivoco, un par de escoltas. Necesito que me informes de todos sus pasos: salidas, entradas, adónde va, de dónde viene. Me interesa todo.

—Ta hecho. ¿Hay lechuzos?

—No, la casa no tiene vigilantes. Sólo los gorilas que le acompañan.

Me dio la mano. Malo. Cuando un expresidiario te da la mano como me la había dado Pana hay que estar en guardia. No me la había soltado cuando me interpeló.

—Ipetó, ¿no me comeré ningún marrón? Yo nunca fui de confite.

—No es nada de eso, Pana. Se trata de los niños desaparecidos, entre los que está tu ahijado. Todo hace sospechar que ese yanqui tiene algo que ver. Y no tenemos gente para vigilarlo —le mentí, pero qué más le daba—, por eso te pido el favor. Sé que me ibas a ayudar para localizar a tu ahijado.

—Ah —se quedó pensando, metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó los billetes que le acababa de entregar—. Ipetó, yo vivo de las sirlas y de los loros. Esto no le costará nada.

—Habrá gastos, tendrás que moverte por la ciudad, coger taxis, comer, tomar copas, necesitarás ese dinero.

—¿Me dará una chata?

—Nada de armas, Pana. Te limitas a vigilar y a contarme lo que hace.

—Confío en uté. Sé que no me derrotará.

Aquel día Pana levantó su campamento y cambió la puerta del supermercado por el pórtico de la iglesia de Serrano. Deseaba que no tuviera problemas con la nueva ubicación, ya sabe usted que el de los mendigos es un submundo dentro de otro y nosotros no nos enteramos de nada. Esperaba que aquel lugar no estuviese siendo explotado por alguna banda que lo expulsase de allí.

Eran las doce de la mañana, estaba en Madrid y no podía dar la vuelta sin ver a Asun. La llamé para decirle que me acercaba a casa.

—No vengas. Mis padres han venido a verme. Me notaron baja de moral y se han acercado hasta aquí.

—Quedamos en algún sitio y les pones una disculpa.

—No puedo, ya sabes cómo son de controladores, me seguirían.

—¿Qué quieres decir?, ¿qué tengo que dar la vuelta sin verte?

—Lo siento. Pero ya sabes que ellos no deben verte.

Así era siempre aquello. Tomé otro café cargado y emprendí de nuevo rumbo a Vega. Todo se desmoronaba alrededor de Asun y de mí. Nuestra relación tenía los días contados.

Llevaba dos noches sin dormir, los ojos se me cerraban. Tenía aún trescientos y pico de kilómetros por recorrer. No lo pensé más, me necesitaban en Vega. Tuve que detenerme varias veces a pasear y tomar café. La vuelta se me estaba haciendo eterna. Sólo la esperanza de que la vigilancia que efectuase Pana diera sus frutos era suficiente para justificar la paliza corporal que estaba soportando. Pero no sólo era eso, también estaba que me había perdido el funeral de Zorro, no había realizado la protección de Zurdo y la teniente me andaría buscando por todos lados. Llegué a Vega como un zombi. Llamé a Rosario.

—¿Dónde te has metido, Ramalho? No contestas al teléfono, no dejas avisos de nada.

—Perdona, Rosario, no me he dado cuenta hasta ahora de que me había quedado sin batería. Tuve que ir a Madrid, me llamaron ayer —mentí, pero no tenía otra forma de justificar mi ausencia—. Acabo de llegar, estoy reventado. ¿Hay algo nuevo?

—Nada. Pero se me están hinchando los ovarios con este caso. ¿Dónde tienes las muestras para comprobar el ADN de aquellos cuatro?

—Las dejé ayer en mi habitación. Las recojo y te las llevo.

—Déjalas para mañana y descansa. Mañana te necesito fresco. Ya te dije que se me han hinchado los ovarios y voy a pedir mañana órdenes de entrada y registro en las viviendas de los doce sospechosos. Lo voy a poner todo patas arriba. Este asunto me tiene harta.

Necesitaba dormir. Llegué a la habitación, fui quitándome la cazadora. Allí estaban mis dossieres, el libro que me había prestado Rosario, pero ¿dónde estaban las muestras para la comprobación del ADN? Bajé de tres en tres los escalones para preguntarle a Pacita.

—¡Ja!, ¿las bolsas de qué?

—De pruebas.

—De pruebas, dice. Serán de basura. Las tiré todas, no me gusta ver porquería por ahí.

—¿Dónde las tiró, Pacita?

—Al contenedor.

Salí disparado hacia la calle con intención de volcar el contenedor.

—Ya se lo llevaron al vertedero municipal —me gritó Pacita.

Todo parecía que se ponía en mi contra, comisario. ¿Qué le iba a decir a Rosario al día siguiente? Me tumbé en la cama. No me desperté hasta catorce horas más tarde, pero nada más abrir los ojos lo primero que hice fue llamarla.

—¡Joder, Ramalho! Es que no sale bien nada en este caso. Ahora se van al contenedor las cuatro muestras. ¿Sabes lo que te digo? Que esto se acabó. Voy a pedir las órdenes de entrada y registro en el domicilio de todo quisqui. En cuanto las tenga en mi mano te llamo.

Me acordé en ese momento de que no había ido a solicitar la baja al médico y llevaba dos días sin ir a Infierno, podían despedirme. Pero en realidad la pregunta era: ¿qué más daba si me despedían? En fin, cumplí con mi obligación. El médico ni siquiera me examinó. «¿Le duele la espalda?», preguntó. Dije sí, y extendió la baja por siete días. Presenté aquel papel en las oficinas de Bembibre, las mismas que había asaltado meses atrás. Me fijé por curiosidad en la persona sentada al ordenador en el que había fusilado toda la información, era un joven, supuse que un becario. Ya sabe, a las empresas les está resultando muy rentable ese asunto de los becarios: cobran cuatro duros y hacen el trabajo de un empleado fijo.

—Ya tengo dos órdenes de entrada y registro —la voz de Rosario sonaba a satisfacción a través del teléfono.

—¿Por dónde comenzamos?

—Lo echamos a los dados. El primero será el que más nos da el tipo —sabía a quién se refería: metro ochenta, entre treinta y cuarenta años, gastando un cuarenta y cuatro, estaba claro muy claro.

—¿Por Calabozo?

—Por Calabozo.

En media hora nos personamos en la puerta del domicilio. Una pareja ya le había notificado la orden en el bar y lo traía para que estuviese presente en el registro. Venía colorado, no sabía si era por el alcohol que había ingerido o por la impresión al ver aquel despliegue. Pero mis dudas se disiparon de inmediato.

Cuatro números de la Benemérita registraban la casa al mando de un cabo. Dos de la científica buscaban microbios hasta en las paredes. Todos bajo el mando de la teniente. De repente un guardia subió del sótano con una escopeta de dos cañones.

—Abajo tenía esto —le dijo a la teniente.

Rosario miró el número de serie y llamó por emisora pidiendo comprobación. La respuesta nos dejó helados.

—Esa arma es robada. Y por el calibre pudiera ser una de las empleadas en los asesinatos.

¿Así de fácil? ¿Ya estaba? ¿Ya teníamos al asesino de la cuadrilla? No, no podía ser alguien tan estúpido como Calabozo.

Lo siguiente fue la lectura de derechos, la acusación de asesinato y la detención. ¿Todo se había terminado? Algo no encajaba en todo aquello. Necesitaba estar presente en el interrogatorio. De repente me sobresaltó una llamada de un móvil desconocido para mí.

—Dígame.

—¿Ipetó?

—Dime, Pana.

—Primero, jipié el número del parato.

—No hace falta, acaba de quedar grabado.

—¿Ya está grapado? ¿Cómo?

—Olvídate, y larga.

—Ayer le pegué un toque pero salió un macandé que decía que le dejase el mensaje. Yo no largué, sólo hablo con uté.

—Desembucha.

—Por la noche, el paquete salió a darse unos canutazos con sus lechuzos. No chané nada raro. Fueron al Alcoba, que estaba lleno de parquelas.

—¿Parquelas?

—Jibionas, ipetó —¡Dios!, en ocasiones me costaba trabajo seguir esa mezcla de talegario, caló y cheli que manejaba Pana—. Salieron con un camarero a la hora de pechar, para mí que es otra jibiona. Están todavía en la chaluta, no han salido.

—Sigue vigilando la casa. Si ese camarero sale, intenta ver si larga algo de lo que vio dentro.

Había sido una buena idea lo de Pana. Podía estar informado de todos los pasos que Graus iba dando sin necesidad de que yo estuviese pisándole los talones.

Me acerqué hasta el cuartel de la Guardia Civil, iban a comenzar los interrogatorios de Calabozo. Allí se presentó el abogado que había conocido en el puticlub, parecía que le tocaban todos los casos de oficio del valle. O a lo mejor nadie los quería y se los pasaban a él. Faltaba la comprobación de balística pero estaba claro que aquella arma estaba registrada como sustraída. El resultado de las pruebas decidiría el futuro de Calabozo.

—Calabozo, ya tiene claro de qué se le acusa. ¿Qué nos dice del arma? —la teniente comenzó el interrogatorio.

—La encontré en el monte —temblaba—. Ni siquiera he disparado un tiro con ella. La recogí hace unos meses y me la llevé. Sé que hice mal, que tenía que haberles avisado, pero siempre deseé tener una como esa, por eso no les dije nada.

Dónde estaba usted tal día, a tal hora, tiene coartada, testigos… Las preguntas se sucedían como si fuese un carrusel. Calabozo se derrumbaba, nunca había estado ante una tesitura parecida.

—¡No he matado a nadie! —gritaba.

Diez horas, nada en claro. Era de noche.

—Mañana seguimos a las ocho —dijo Rosario, dirigiéndose al abogado.

Calabozo quedó en el calab… perdón por la broma, quedó en el depósito municipal de Bembibre, custodiado.

Acompañé al abogado hasta Vega.

—No sé por qué pensé que era usted minero.

—Todos cometemos equivocaciones —dije sin darle más explicaciones.

—¿Sabe lo que pienso? Que Calabozo dice la verdad. Se están ustedes equivocando —me había quitado las palabras de la mente, eso era lo que yo llevaba pensando desde que se le arrestó.

—¿Y adónde deberíamos dirigir los tiros, según usted?

—A La Castañeda. Dediquen sus fuerzas a los Vallona.

—¿Y eso por qué?

—Mire, yo fui el abogado de Manco, uno de los asesinados. Él tenía deudas con la Financiera Berciana. Cuatro meses antes su asesinato recibió la visita de dos matones que trabajan para una agencia de detectives cuyos miembros también ejercen como cobradores de los Vallona. Al parecer, le instigaron para que convenciera a los otros arrendatarios de la mina La Castañeda para que renunciaran a su contrato. Si así lo hacía sus deudas quedarían condonadas.

—¿Qué ocurrió al final?

—El dinero apareció, no sé cómo. Cerró la deuda. Pero me consta que alguna de las víctimas también recibió esas visitas.