21
La cueva
La tensión crecía en la taberna. Eriko quedó desorientado por la violencia verbal de Zurdo, no sabía a qué venía todo aquello. Pacita se enfadó con Zurdo por dar voces a Eriko. Paula comenzó a sollozar al ver que los mayores discutían y la marginaban. Luci llegó al poco rato a buscarla, la invité a cenar pero declinó la oferta, se respiraba demasiada tensión. Zurdo quería subir hasta el zulo para ver lo que había dentro. Se lo prohibí. Le dije que hasta que la teniente no subiera allí y lo viera nadie iba a decidir nada sobre aquel asunto. Llamé a Rosario, le conté lo ocurrido.
—Es muy tarde, no se verá nada y podemos borrar huellas. Mañana a primera hora, en cuanto amanezca, subiremos. Lleva a Zurdo contigo, él sabe dónde se encuentra el zulo. Ah, que suba Eriko también, tenemos que hablar con él. Os esperaremos al final del cortafuegos. Otra cosa, Ramalho, no se os ocurra esta noche preparar otro funeral vikingo. Nada de apagones ni de historias, no me hagas deteneros.
Aquella noche no iba a poder dormir y a Zurdo le ocurría igual. Cogimos todos los expedientes y bajamos a la taberna con ellos. Comenzamos a revisarlos. Buscábamos datos parecidos a la desaparición del escapulario. La declaración de los familiares que habían revisado los cuerpos era lo que más nos interesaba, por si habían detectado la falta de algún objeto. Allí estaba todo: había pasado desapercibido por insignificante. Un escapulario a Manco, un anillo de Desgracias, una pulsera de… a todos les faltaba algo. Miré el informe del profesor, le faltaba un botón de su camisa pero nadie le había dado importancia a aquel pequeño detalle después del temible atropello. El asesino no sólo había bajado del vehículo a asegurarse de su obra, también lo había hecho para coger su trofeo. Quedaban Picas y Zorro, algo se tenía que haber llevado. Pero estaba claro que en la vivienda de Picas ningún familiar había efectuado una evaluación de lo que había y lo que faltaba. Y en la serrería de Zorro todo era más complicado; además, no había dado tiempo a una revisión exhaustiva de la misma. El asesino se llevaba recuerdos y, si creíamos lo expuesto por Eriko, los guardaba en el antiguo zulo de la cuadrilla.
Eran las seis de la mañana cuando Zurdo y yo nos preparamos el desayuno en la cocina de Pacita. Nadie se había levantado aún pero nosotros estábamos impacientes por subir hasta la colina. Despertamos a Eriko, que se limitó a beber un vaso de leche, y nos dirigimos hasta lo alto de Calvario.
Faltaba casi una hora para que amaneciera. Llegamos hasta el cortafuegos y esperamos a la teniente. La vimos subir por la ladera casi tres cuartos de hora más tarde, venía seguida por dos todoterrenos de la Guardia Civil. Dejamos los vehículos en el cortafuegos y continuamos a pie. Zurdo y Eriko iban en vanguardia, ellos eran los únicos que conocían el lugar exacto de la ubicación del zulo.
Llegamos al lugar. Apenas se distinguía en la superficie del terreno, estaba perfectamente disimulado. La nieve cubría del todo la zona y era nieve reciente; cualquier tipo de huellas se habría borrado. Los muchachos de la cuadrilla habían hecho un buen trabajo, se podía pasar por allí quinientas veces sin que se detectase nada. Los números de la Guardia Civil comenzaron a vallar la zona. Nos adentramos en el zulo quitando las piedras que lo cubrían y las piezas de uralita. Era una fosa de casi tres metros de profundidad, dos de ancha y cinco de larga. Dentro se encontraron cinco cajas de veinticinco kilos de dinamita, varios revólveres, dos pistolas y diez escopetas. Todo estaba inservible por la humedad y los años. Los dos de la científica que acompañaban a la teniente comenzaron a sacar fotos y a echar esos líquidos raros para ver si afloraban huellas. Sobre un lateral de la fosa se podían ver colgados los objetos que el asesino había robado de los cuerpos de las víctimas. Eriko nos dijo que allí encontró el escapulario, que le llamó la atención por su forma, le recordó a ciertos colgantes de su tribu. Estaban los demás objetos, todos colocados en fila, con una vela apagada en medio. Era fácil suponer lo que ocurría: el asesino, cada vez que se cobraba una víctima, se llevaba hasta la fosa un recuerdo del muerto y encendía la vela en una especie de ritual macabro. Zurdo fue reconociendo los objetos que había atesorado el asesino. De Picas había recogido un pequeño ángel de escayola que tenía en un mueble del pasillo, de Zorro una vulgar pegatina que anunciaba su negocio. Todo estaba muy claro, la cuadrilla era su objetivo por alguna razón oculta y que en aquel momento nos era desconocida.
Dejamos el lugar poco antes de la hora de comer. Eriko tenía que acompañar a la teniente para explicarle cómo había encontrado aquello. Aunque tenía poco que explicar, él estaba siempre por las montañas, nada de lo que ocurría allí arriba le era desconocido. Que encontrara aquel zulo no era nada más que una cuestión de tiempo.
—¿Tuviste suerte con el interrogatorio de la gente? —me preguntó Rosario.
—En realidad fue un simple tanteo. Pero los cuatro que pude localizar no nos han aportado nada nuevo. Dentro de un rato seguiremos con el resto. ¿Y tú?
—Poco puedo añadir. Los cuatro que aún quedan trabajando de aquella época no recuerdan nada y lo poco que han declarado ya lo sabíamos.
—Espero que los de la científica sean capaces de localizar alguna huella y esto comience a tener algún sentido.
—Sube a mi coche, que Zurdo y Eriko vayan en el otro. ¿Les has dicho que tienen que ir hasta el cuartel a hacer una declaración?
—Sí, ya lo saben.
Todo se retorcía a nuestro alrededor, pero lo que más me llamaba la atención eran las palabras de Rosario hacía unos días sobre que el asesino estaba nervioso y estaba cometiendo errores; no se podía decir que fuese así, en realidad no aparecían por ningún lado. Si nos ateníamos a los hechos sólo le quedaba Zurdo para completar su supuesta venganza; bueno, también el profesor. Había que vigilarlos más que nunca. Adrián Llago no me preocupaba tanto, el Ministerio le había puesto escolta. A Zurdo la escolta se la iba a ofrecer yo. ¡Qué ironía! Abaddón, el arcángel del Abismo, reconvertido en ángel de la guarda.
Me llamó la atención el libro que la teniente tenía en el salpicadero del coche: Hay algo que no es como me cuentan, de Juan José Millas. Le di la vuelta y leí la contraportada; curioso, El caso Nevenka Fernández contra la realidad, se subtitulaba. No sé qué ocurre, comisario, pero ni siquiera sé qué es eso que llaman realidad. «Nos dividimos entre los que creen que la realidad está terminada y los que creen que se puede cambiar, pero estos últimos no nos hemos puesto de acuerdo en el cómo», me había dicho Zurdo. «La realidad está rara», suscribiría el subcomandante Marcos. Y allí estaba aquel libro que, por lo que veía, hablaba de aquella comarca y de las vicisitudes que tuvo que pasar aquella concejala para enfrentarse a una sociedad que no la creía y denunciar a ese acosador.
—Acaba de salir al mercado. Llévatelo, si quieres.
—No tengo muchas ganas de leer. Lo dejaría a la mitad. ¿Ya lo has leído?
—Sí, se lee bien.
—¿Te gustó?
—Sí, pero me gustaría que lo leyeses tú y me dieras tu opinión.
—De acuerdo, pero no te prometo nada.
Las declaraciones en el cuartel duraron poco. Rosario había despertado a todo el personal de la judicial, que nos tomaba declaraciones sin parar ni un instante. Todo había quedado en manos de la científica. Necesitábamos encontrar alguna huella, ya teníamos el grupo sanguíneo y el ADN del supuesto asesino pero eso no nos llevaba a ninguna parte si no podíamos cotejarlo con algo. Me fijé en la mesa de Rosario: tenía cuatro bolsas de plástico precintadas. En una había introducido un vaso, en otra un lápiz mordido, en la tercera un chicle y la cuarta contenía un cigarro. En todas había colocado una cinta que ponía: «Asesinato - cuadrilla».
—¿Y esas bolsas, Rosario?
—Son de los cuatro que fui a interrogar ayer. En cuanto se descuidaron les cogí estos restos para analizar su ADN y comprobarlo con la muestra que poseemos.
—¡Mierda!
—¿Qué te pasa, Ramalho?
—Que soy un imbécil. Llevo tanto tiempo en Infierno que me he olvidado de mi profesión. No recogí ninguna muestra de los cuatro de ayer. ¡Soy un imbécil!
—No pasa nada, aún estamos a tiempo.
La dejé allí, y con Zurdo y Eriko me dirigí a la taberna de Pacita. Por el camino me sonó el móvil. Era el teléfono de la comisaría de Vallecas.
—Dígame.
—¿Ramalho? Soy Vélez —Vélez había sido compañero mío en la Academia y coincidimos en la comisaría de Vallecas, la verdad era que congeniábamos muy bien en muchos puntos de la profesión.
—Ah, dime.
—Ramalho, te llamo para informarte de un asunto que no me ha gustado nada.
—Espero que no sean malas noticias, las cosas por aquí están que arden.
—Lo siento. Pero creo que debo contártelo. Es sobre el caso de los niños desaparecidos que tú llevabas, supongo que sabrás que han desaparecido tres más.
—¿Qué pasó?
—¿Te acuerdas de que el caso se lo dieron al inútil de Darío? ¿Y de que antes de que fueras enviado a esa misión enviaste un fax a la Interpol y al FBI sobre Graus?
—Sí, la última vez que pregunté por él me dijeron que no había llegado, y de eso ya hace meses.
—Te engañaron. El fax llegó a la semana de pedirlo. Darío lo guardó en un cajón. El caso le importa una mierda. Sólo está preocupado con coger la segunda actividad e irse para casa jubilado. Darío cayó con gripe y el jefe me dio momentáneamente su mesa de despacho. Estaba revisando los cajones cuando vi el informe.
—¿Qué decía?
—Que Graus fue sospechoso en la desaparición de siete menores en Chicago hace cinco años. No tuvieron pruebas sólidas contra él hasta que su mayordomo confesó. Al parecer abusaba de los niños y luego un doctor les extraía los órganos y se vendían en el mercado negro.
—¿No le procesaron?
—No. El mayordomo desapareció y no se presentaron cargos. Al cabo de un año apareció cosido a tiros en el Gran Cañón.
—¡Lo sabía! Sabía que Graus era culpable.
—Ya sé que no podemos hacer nada, el caso es de Darío y sabes que tiene el apoyo del jefe. Te lo he contado porque sabía que querrías saberlo.
—Gracias, Vélez, muchas gracias.
—Suerte, Ramalho.
Lo que me faltaba. El caso de los niños desaparecidos estaba abandonado a su suerte y a la holganza de Darío. ¿Por qué le habría dado a él ese caso el jefe? Aquel día la comida no me sentó bien, estaba desganado. Por un lado estaba el asunto de Vega y por otro ahora volvía a mí el caso de los niños desaparecidos. Todo me daba vueltas. Y, para colmo de males, me había olvidado de recoger alguna muestra de ADN de aquellos cuatro sospechosos. Tenía que volver y recoger alguna. Pero eso sería al día siguiente, esa tarde nos quedaban aún cuatro por ir a visitar. Otra vez el teléfono.
—¿Señor Ramalho?
—¿Sí?
—Le llamo de la Financiera Berciana sobre una deuda que tiene con nosotros. Quisiéramos saber cuándo la va a pagar usted.
—A finales de mes, cuando cobre y ande un poco mejor de dinero.
—O sea, ¿dentro de cuatro días?
—Dentro de cuatro días.
—Esperamos que así sea.
Lo que me faltaba. No tenía problemas encima para que se añadiesen los de la financiera. Decidí olvidarme de todo y centrarme en el caso de la cuadrilla. Después del café, Zurdo y yo emprendimos camino en busca de los cuatro que nos quedaban. Tenía la impresión de que nos íbamos a encontrar con otros damnificados. Esa vez no me olvidé de coger varias bolsas para guardar algunos indicios que nos ayudasen a comparar los ADN.
El primero al que fuimos a visitar se llamaba José Mayo. Era un carpintero que había trabajado para Zorro durante tres años, hasta que se instaló como autónomo.
—¿Las llaves? Ni idea. Yo coloqué la puerta de Picas, de las llaves de la cerradura ni me preocupé. Creo que se las dio Zorro. ¿Por qué son tan importantes esas llaves?
No contesté. Cambié de tema.
—¿Qué opinión le merecía Zorro? ¿Y Picas?
—Con Picas nunca tuve relación, era un tipo muy raro. De Zorro sólo tengo buenas palabras. Es más, le diré que llevaba varias semanas deseando ir a hablar con él para que me volviese a dar trabajo y dejar de ser autónomo. Pero bueno, supongo que ahora tendré que ir a ver a sus hijos.
Tampoco nos daba el tipo para ser el asesino, demasiado gordo, demasiado bajo. Cuando se marchó me agaché y recogí la colilla del Ducados que acababa de tirar. La guardé en una bolsa. Es lo bueno que tiene el ADN, da igual si mientes o no, el ADN no lo hace nunca.
El segundo era un tal Rosendo… no me acuerdo del apellido, bueno, da igual. Aquel sujeto no podía ser tampoco el asesino aunque coincidiese el ADN al cien por cien. Estaba jubilado y pasaba la mayor parte de su tiempo jugando a las cartas en una cafetería de Bembibre. Demasiado mayor; además, le habían dado dos infartos. Simplemente no podía ser él.
—¿Llaves? Ni idea.
La respuesta se repetía. Pero no podía fiarme. En cuanto se levantó un momento al servicio recogí su taza de café.
La tercera persona a visitar sí levantó mis sospechas. Era Gonzalo Aguirre, un exlegionario, metro ochenta y portero de una de las discotecas de la zona. Había trabajado para Zorro durante unos meses, después de venir del Tercio. No se adaptó bien al trabajo, al parecer no hacía más que rememorar sus años en la Legión en las tascas del valle. Varios antecedentes policiales por reyertas y lesiones. Era un tipo violento que encontró su lugar en el mundo en las puertas de las salas de fiestas, impidiendo el paso a moros y gitanos y expulsando a borrachos en el nombre del Cristo de la Buena Muerte.
—¿Llaves, dice usted? Ni puta idea. A mí qué me cuenta de unas llaves —escupía por aquella bocaza mientras mordía un palillo—. Yo era el mozo de carga. Allí todos eran una pandilla de lisiados y de inútiles, el trabajo pesado me tocaba a mí. ¿Mi opinión de Zorro? Un blandengue, no ponía orden en su empresa, allí cada uno hacía lo que le venía en gana. Mano dura era lo que necesitaban esos curritos. ¿Por qué me dio trabajo? La vieja le fue a llorar. Que si mi hijo viene del ejército y no tiene trabajo, qué va a ser de él, que si patatín que si patatán. Le echó unas lagrimitas y Zorro se ablandó y me cogió.
No necesitaba interrogarle mucho, su neurona no hubiese dado para nada más. Con recoger su palillo en cuanto lo tiró al suelo fue suficiente. El resultado lo daría el laboratorio.
El último de la lista era Bernardo Ramírez, exmuchas cosas, desde mozo de gasolinera a peón albañil, de taxista a plantador de pinos por los montes con los servicios de ICONA. Actualmente seguía con las brigadas de ICONA y pertenecía a una asociación de voluntarios de Protección Civil. No me explayé mucho en preguntas, no las necesitaba, lo que me preocupaba era su ADN. No fumaba, no bebía, no mascaba ni chicle ni palillos, no encontraba la forma de recoger una muestra. Utilicé un truco muy viejo.
—Perdone, Bernardo, no se mueva, tiene un bicho en el pelo. Quedó parado. Hice ademán de quitarle el supuesto bicho, pero mi objetivo era arrancarle un pelo.
—¡Ay! ¡Cojones! ¿Qué hace usted?
—Me parece que era un piojo, se enganchó en su pelo y se lo tuve que arrancar.
—Es de los pinos, desprenden todo tipo de parásitos y de porquería.
—Seguro.
Me sentía frustrado con todo aquello: un carpintero demasiado grueso, un jubilado demasiado débil, un exlegionario y un ex de la vida. Aquello daba para muy poco. Pensé en los que había interrogado ayer: un reconvertido del sector del metal, una cajera, un chigrero, un enfermo internado… En ningún manual de criminología aparecerían como arquetipos de asesinos. Era un elenco de pobres desgraciados que pululaban por las calles de las ciudades y pueblos sin definir su rumbo. No podía dejarme llevar por las apariencias, cualquiera de ellos podría ser un asesino, pero ¿qué les unía o separaba de la cuadrilla?, ¿tendrían alguna relación con la financiera?
Se hizo de noche y acompañé a Zurdo a su casa. Al fin y al cabo yo era su ángel de la guarda. Estábamos cansados los dos, apenas habíamos dormido la noche anterior. Necesitábamos unas cuantas horas de sueño. No era muy tarde, las diez y media, pero el agotamiento nos enroscaba en la nulidad.
Dejé las bolsitas con los objetos recogidos encima de la mesita de noche. Al día siguiente tendría que llevárselos a la teniente para que los remitiese al laboratorio. Me tumbé en la cama, necesitaba leer algo antes de coger el sueño, si es que podía, pues por mi mente todo se cruzaba: la financiera, los interrogatorios, la cueva, la cuadrilla, el repaso de las declaraciones y la llamada de Vélez sobre el caso de los niños desaparecidos.
Abrí el libro que me había dejado la teniente; tenía razón, se leía con facilidad. Cada treinta páginas hacía un alto y fumaba un cigarro, no estaba en mi mejor momento para realizar un análisis de su contenido. La mente se me fugaba por los recovecos de lo que tenía entre manos. Tampoco acudía el sueño. Eran las tres de la mañana cuando terminé de leer a Millas y aquella descripción suya de una lucha contra la realidad. Algo había quedado pendiente por plasmar en el libro, pero no sabía lo que era, lo dejé estar. Eriko dormía plácidamente, supongo que la tensión del día también le derrotó. Apagué la luz. ¿Sabe?, nada más que la oscuridad inundó aquella habitación acudieron a mi mente los rostros de los padres de aquellos niños desaparecidos en Madrid, yo les había dado mi palabra de honor de que los iba a encontrar. Y había estado muy cerca del culpable. Pero ¿cómo vigilar a Graus desde Vega?
No podía dormir pese al cansancio. Todos los rostros de las víctimas acudían a mi mente. Me retorcía en la cama. De repente, como si fuese una revelación, surgió Pana en la oscuridad. Claro, Pana. ¡Esa era la solución!
Me levanté, cogí mi placa y mi pistola y salí hacia Madrid, en busca de Pana. Si apretaba el acelerador llegaría en el mismo momento en el que abriesen el supermercado y Pana se sentase en su puerta a mendigar.
La solución estaba en Pana.