20: Siguiendo pistas

20

Siguiendo pistas

No especulamos más y salimos en dirección a Bembibre con el objetivo de interrogar a Fernando, el marido de Verónica. De entrada se presentaba como alguien que podía tener motivos para el asesinato de Picas, pues su hijastra heredaría todos los bienes: una casa que parecía un chalé, cuyo valor podía ser de unos cuarenta millones, bueno, doscientos cuarenta mil euros, con su enorme huerto, la participación en la mina La Castañeda, aunque eso no daba ni para pipas, y una cuenta corriente saneada, con no más de veinte mil euros. Motivos tenía, pero los económicos no parecían muy fuertes teniendo en cuenta que la heredera sería su hijastra, que ya era mayor de edad desde hacía muchos años. Si a eso uníamos el odio de Verónica, que posiblemente le hubiese transmitido, entonces había un motivo aunque fuese muy pequeño, pero ¿qué relación podría tener con el resto de la cuadrilla? Aquello era muy dudoso.

Por el camino Zurdo me iba contando la historia de Fernando. Al parecer conoció a Verónica en Madrid. Él era mecánico de la Suzuki. Se casaron cuando la niña tenía cuatro años, siempre la aceptó como suya. Hacía unos cuatro años que la empresa había optado por la reconversión y él fue uno de los afectados. Dejaron Madrid y acudieron a Vega, a la casa de los padres de ella. Zorro le había dado trabajo en su empresa para conducir los vehículos de transporte y como mecánico de mantenimiento de todos ellos. Aquello no dejó de ser una medida momentánea, hasta que Fernando se fue haciendo con la comarca. En ese momento dejó el trabajo e instaló un taller mecánico en Bembibre, con el que subsistía desde entonces.

Talleres Álvarez, rezaba el rótulo de tabla y pintura desgastada que pendía de la parte superior de aquel portón de madera. Cien metros cuadrados escasos, todos ellos cubiertos de aceite quemado. Dos coches en el interior, uno encima de un foso en el que se divisaba el serpenteo de una luz. A la izquierda del local, una pequeña oficina sucia y desordenada: la contabilidad no era lo de aquel hombre.

Preguntamos por él al individuo que con un mono grasiento pululaba por el foso.

—Soy yo —nos dijo, con cara de extrañeza.

—¿Podemos hablar un momento con usted? —le mostré la placa, su desconcierto iba en aumento.

—Sí, no tengo inconveniente —salió del foso y se puso enfrente de mí, mirando a Zurdo con perplejidad. Supuse que se estaba preguntando qué hacía él allí.

—Soy el inspector Ramalho, responsable de la investigación de los asesinatos que están ocurriendo en Vega. Sólo quería hacerle un par de preguntas.

—Dispare —dijo, mirándome a los ojos.

Fue ahí cuando me fijé en él: metro setenta escasos, no más de sesenta kilos, de rostro afilado. Miré para sus pies: calzaba un treinta y nueve corto. No era nuestro hombre, lo tenía claro.

—Sabe que con la muerte de Picas su hija va a heredar todos sus bienes.

—Me enteré ayer —se limpiaba la cara con una toalla, pero lo que en realidad hacía era esparcir el aceite por el rostro.

—Esta mañana, entre las ocho y las nueve, ¿dónde se encontraba usted?

—¿Qué es, por lo del asesinato de Zorro?

—Sí —le respondí, con cara de pocos amigos.

—Me enteré a la hora de la comida. Pero a esa hora que dice usted yo estaba en el banco, negociando un crédito para poder mantener a flote esta mierda de negocio. Que por las ganas lo cerraba ahora mismo.

—¿No le va bien? —cambié mi tono, por otro más cercano.

—¿Bien? Todo esto es una porquería. Mire, las grandes compañías de automóviles sacan al mercado los coches preparados para que nadie pueda meterles mano, salvo ellos. Tienen sus claves de acceso, desconocidas para el cliente y para nosotros. Eso obliga a que todo lo que sea mecánica no se pueda reparar en ningún lado salvo en los concesionarios. No sólo venden el coche, también se aseguran el mantenimiento y las reparaciones de por vida. Eso nos está hundiendo. Hasta los talleres de chapa se hunden. Hoy es más barato cambiar en el concesionario una pieza que arreglarla en un chapista. En este mundo del automóvil sólo sobreviven los de los neumáticos. Pero le digo una cosa: dentro de poco, hasta ellos tendrán que cerrar.

—Reflexione la respuesta antes de contestarme. Hace tres años usted trabajó para Zorro. En aquella época colocaron la puerta de seguridad de casa de Picas; ¿recuerda quién manejaba las llaves de aquella puerta?

—Yo me limitaba a transportar los materiales en las furgonetas. De lo que usted pregunta no tengo ni idea, supongo que sería Zorro.

Además, Picas no me caía muy simpático, por eso le puedo asegurar que no me detuve demasiado en su vivienda. Me limité a dejar el material para los carpinteros y a marcharme.

—Ya veo que Picas no era de su agrado; ¿cuál era su opinión sobre Zorro?

—Zorro era buena persona. A mí me hizo un favor cuando me echaron de la Suzuki, me hizo un contrato sin hacer preguntas, sólo le interesaba ayudarme.

Sé a lo que se estaba refiriendo, a la solidaridad minera. Lo más parecido que he encontrado en este mundo es lo que Andrea Camilleri en sus novelas denomina la solidaridad siciliana: no necesitas pedir nada, el otro te lo da. Sentía que estaba perdiendo el tiempo con aquel pobre diablo, ni tenía la complexión física para poder matar a Picas ni a Zorro, ni creo que tuviera las agallas suficientes ni, lo que era peor, tampoco motivos. Me fijé en su reloj, era de publicidad de una marca de neumáticos. Decidí dejar aquella conversación, por lo menos de momento.

—Si recuerda algo de aquella época le agradecería que me lo comentara. Le dejo mi teléfono móvil para que me llame con lo que sea.

Le anoté el número en una tarjeta en la que figuraba mi nombre con la dirección de la comisaría de Vallecas. Mi identidad secreta se estaba yendo por los sumideros del río Tremor. Le dejamos allí, es posible que sospechase de alguien, pero él no había sido.

—¿Quién es el siguiente? —le pregunté a Zurdo, mientras nos dirigíamos al coche.

—Este no ha sido —dijo Zurdo, como si leyese mi pensamiento—. Demasiada poca cosa para asfixiar a Picas. A ver, el siguiente de la lista es Luis Calabozo Barnes, calle La Pon…, sé donde está. Conduzco yo.

Teníamos que visitar a ocho, que eran los que ya no trabajaban en la empresa. De los cuatro que todavía estaban allí se iba a encargar la teniente. ¿Sabe una cosa, comisario? Cuando miro para atrás pienso que aquellas ocho personas a las que íbamos a interrogar eran una especie de pequeña muestra del rumbo seguido por la mayoría de las gentes de aquella cuenca minera.

El siguiente de la lista, Luis Calabozo, era otra especie en vías de extinción: propietario de un pequeño bar al que dedicaba una jornada de más de doce horas. Por las paredes del local colgaban banderas del Real y de la Ponferradina, algunas fotos de jugadores dedicadas, una bandera del Partido Berciano y botellas llenas de polvo añejo. Me detuve en su reloj, una imitación buena de un Rolex, tenía dígitos y era dorado. Con él comencé el interrogatorio de otra manera, con Fernando había sido muy brusco.

—Cuando usted trabajó para Zorro, ¿se acuerda de haber colocado la puerta en casa de Picas?

—No. Yo no colocaba puertas. Mi trabajo consistía en cortar los grandes troncos en piezas.

—¿Quién colocaba las puertas?

—Había varios carpinteros. Pero yo creo que a Picas se la colocó el mismo Zorro, no me acuerdo.

—¿A qué hora abrió usted el bar hoy?

—Como siempre, a las siete para dar los desayunos.

Su complexión física encajaba con la que teníamos del sospechoso, pero algo me daba en la nariz que el señor Calabozo no tenía nada que ver en todo aquello.

—Una pregunta más, ¿es usted aficionado a la caza?

—No. No me gusta.

Miré las cabezas de los venados que colgaban por la pared del bar; me estaba mintiendo. Le dejé mi tarjeta por si recordaba algo que creyera de interés. Poco estaba avanzando. Sólo me servía para comprender un poco más a Zorro: había sido una especie de empresario paternalista, y su empresa, un refugio para damnificados de la cuenca. Todo el que tenía alguna necesidad podía contar con él. De Calabozo me contaba Zurdo que era un borrachín, un enfermo, a las ocho de la tarde ya estaba como una cuba. Nadie le daba un empleo en la cuenca hasta que Zorro lo acogió en su seno, le dio trabajo y le permitió ordenar su vida. Después instaló ese pequeño bar en el que daba menús del día por cinco euros y fue levantando cabeza en su desparramada vida.

Seguimos con la lista, aún nos quedaban seis por visitar. La siguiente fue Eva Matilla, trabajadora de la Caja, cajera para más señas. Una muchacha gordita y pequeña, de no más de uno cincuenta, soltera, que aún vivía con sus padres.

—Me enteré de lo de Zorro en el trabajo, alguien que fue a realizar un reintegro —lenguaje bancario, con lo fácil que es decir: sacó dinero— nos lo dijo. A Zorro le tenía mucho afecto. Cuando terminé el bachillerato y estaba preparando estas oposiciones me dio trabajo a media jornada para que ganase algo de dinero y tuviera tiempo de estudiar. Yo trabajaba en la oficina, ya sabe, llevaba las facturas, llamaba a los clientes que se retrasaban en los pagos y hacía las nóminas del personal.

—Una pregunta, Eva, ¿te acuerdas de que alguien pidiese una copia de las llaves de la puerta de seguridad que se colocó en la casa de Picas?

—Fue muy curioso eso. Alguien llamó a la fábrica solicitando unas copias de las llaves de esa puerta. Cuando llegaron yo las recibí y se las di a Zorro, que quedó muy extrañado por la llegada de esas copias. Recuerdo que fue hasta la puerta, que estaba en el almacén, y fue cuando se dio cuenta de que faltaban. No le dio más importancia, pensó que habría sido él o alguno de sus hijos, ya sabe, llevaba muchas cosas en la cabeza.

—¿Nunca se preguntó quién las había pedido?, ¿o quién las pudo robar?

—No, nunca volví a reparar en ese tema hasta que usted lo ha mencionado.

La pista era buena, el asesino estaba trabajando para Zorro en aquel momento. Nos quedaban cinco y se estaba haciendo de noche; decidimos hacer la última visita y dejar a los otros cuatro para el día siguiente. En aquel momento teníamos muy poco.

—Si sólo vamos a visitar a uno más lo mejor es que cojamos uno de la lista que esté cercano a Vega. Después vamos a cenar —sentenció Zurdo.

—Elige uno.

—Este, Carlos Mateo, La Silva. Mateo, Mateo… —repetía Zurdo— ¿de qué me suena? Claro, el hermano pequeño de Yolanda.

—¿Yolanda?

—Sí, te tienes que acordar. La tienes en las declaraciones del profesor. Fue aquella novia que tuvo, que era la hija del…

—Del Bicho. Ya me acuerdo. La que dijo el profesor que cuando su padre se suicidó ella y su familia se marcharon de Vega. Entonces, ¿ese Carlos era su hermano pequeño? Aquel que decía Yoli que su padre un día, borracho, estuvo a punto de tirar por la ventana.

—El mismo, en aquella época debía de tener unos tres o cuatro años.

—Por lo que veo, al final se quedaron por el valle.

—Anduvieron por diferentes sitios. Su madre no quería volver a Vega, le traía recuerdos dolorosos de aquella época.

Llegamos a La Silva, nadie en el pueblo salvo el carbón. No teníamos el nombre de una calle, ni de una plaza, para orientarnos. Pero allí no tienen nombres las calles, el pueblo es un conjunto, en la dirección de las cartas se pone La Silva y el cartero ya sabe dónde está el destinatario, pero aquello no era una carta. Preguntamos a una señora mayor enlutada que iba hacia su casa en madreñas sorteando el barro y el carbón de la calzada. «La última de la derecha», nos dijo. Tocamos el picaporte; desde detrás de la puerta, una voz femenina nos preguntó:

—¿Quién es? —siempre es así en los pueblos. Si es de día se asoman a la ventana y desde ella comprueban quién es, si es de noche lo preguntan.

—Soy Zurdo, Yoli.

Una mujer rubia de unos cincuenta años, con una bata de color rosa, nos abrió la puerta.

—Hola, Zurdo. ¿Cómo por aquí a estas horas?

—Queríamos preguntarte por Carlos.

—¿Carlos? No está, ya sabes, sigue en el hospital. Pero pasad, no os quedéis ahí fuera, comienza a hacer frío.

Entramos. Nos condujo hasta un salón pequeño, con una mesa circular en el centro cubierta por un enorme mantel que llegaba hasta el suelo. Debajo de la mesa, un brasero de picón, ya sabe comisario, allí todo es de carbón. Nos sentamos en la mesa, pusimos el mantel por encima de nuestras rodillas y el calor del brasero nos inundó hasta la cintura, íbamos entrando en calor. Yoli nos sacó café, sin que se lo pidiéramos. La solidaridad de la cuenca de la que le hablaba, vio nuestras caras de frío y no preguntó si lo queríamos, se limitó a ponerlo. Yo miraba la pequeña salita, en la que aquella mujer debía de pasar mucho tiempo en invierno sentada en la mesa camilla, al calor del brasero, viendo la televisión, una televisión en blanco y negro que sólo podía coger la primera y la segunda, qué más daba, para lo que hay que ver. Los muebles que la adornaban eran de un estilo barroco, no creo que se encuentren ya en ningún lugar, pienso que lo más moderno era un bargueño sobre el que tenía varios jarrones y fotos de la familia. Su madre, su hermano, ella y el que parecía su marido, su padrastro en ningún lugar. Me quedé mirando aquellos rostros, sonreían. Rostros que no me decían nada.

—¿Su hermano? —le pregunté.

—No, ese era mi marido. Se hizo esa foto unos meses antes de morir en un accidente en la mina.

—¿Cuánto hace ya de eso, Yoli? —preguntó Zurdo.

—Va para siete años —una lágrima solitaria se deslizó hasta posarse en su mejilla—. La desgracia se ha apoderado de esta familia. Pero, decidme, ¿para qué buscáis a Carlos?

—Mira, este es el inspector Ramalho, de la Policía de Madrid, y quería preguntarle a tu hermano si se acordaba, cuando trabajó para Zorro, de unas llaves de una puerta que desaparecieron.

—Pero de eso hace muchos años.

—Ya —intervine—, estoy preguntando a todos los que trabajaron con Zorro hace tres años por esas llaves. Es posible que si damos con el que mandó hacer una copia lleguemos hasta el asesino de Zorro y de las otras personas de la cuenca.

—¡Qué desgracia para esta zona! No sólo se muere, también matan a la gente, sin saber el porqué. Mi hermano no sé si les podrá ayudar, está en León en el hospital. Creo que Zurdo ya conoce la historia…

—Sí —dijo Zurdo para evitar que ella continuase, pues parecía que iba a romper a llorar, pero yo no me estaba enterando de nada.

—Zorro se portó muy bien con nosotros. Mi hermano trabajó en varias empresas, pero cuando caía malo le tenían que ingresar.

—¿Qué le pasaba? —pregunté directamente, pues parecía que nadie me lo quería contar.

—Depresiones, creo —me contestó Zurdo.

—Sí —apostilló ella—. En aquel tiempo le faltaban unos meses de cotización a la Seguridad Social para poder acceder a una jubilación por enfermedad. Zorro lo contrató por ese tiempo, para que sumase el período mínimo necesario y pudiese conseguir la pensión. Era muy buena persona, siempre le estaremos muy agradecidos.

—¿Qué tal va tu hermano? —preguntó Zurdo.

—Con altibajos. Cuando sale del hospital y viene medicado parece que camina unos meses muy bien. Pero como deje de medicarse vuelve a recaer, se encierra en sí mismo, no habla con nadie y se hunde. Lo bueno que tiene es que cuando cae en esos baches él mismo acude al hospital. Pero es la medicación, no debe dejarla.

Seguimos hablando un rato más; preguntó por el profesor, se alegraba de que todo le fuera bien y de que estuviese restablecido. Había algo, cuando lo citaba, una especie de amor contenido, no en balde fue su primer amor y esos son los más difíciles de olvidar.

Lo único que iba sacando en claro era que la empresa de Zorro, más que una ebanistería, se había ido convirtiendo en un gran centro de caridad del valle: un obrero reconvertido de la Suzuki; un borrachín al que nadie daba trabajo; una muchacha que preparaba oposiciones y no tenía medio de sustento, y un enfermo que necesitaba unos meses de cotización para cobrar la pensión. Nada. No teníamos nada. Aún nos quedaban otros cuatro, pero tendrían que esperar al día siguiente. Deseaba que la teniente hubiese tenido mejor suerte. Nos dirigimos hacia la taberna de Pacita.

Al llegar se me cayó el alma a los pies. Allí estaba Paula con Eriko, había quedado con ellos para proseguir las clases, pero se me había olvidado por completo. Me dispuse a pedirles perdón, pero comprobé que no era necesario. Eriko estaba narrando la historia de su vida en su tierra, Paula le escuchaba con la boca abierta y Pacita no atendía la barra, estaba sentada con ellos y sus ojos abiertos denotaban que no se perdía ni un detalle. Era increíble, era la primera vez que a Eriko se le había soltado la lengua.

—Tengo diez años, Ejército de Museveni, prisionero —se refería al Ejército Nacional de Resistencia, el NRA, del que hoy es presidente de Uganda, Ioweri Museveni—. Padre, madre, muertos. Hermana, once años, enseñan a matar. Violan todos los soldados.

—Ay, ay, esta niña no debería oír esto. Hay que llevarla para casa —dijo Pacita cuando oyó aquello de boca de Eriko, pero Paula estaba pegada al suelo con ventosas y nadie la hubiese podido despegar.

Escuchaba a Eriko y mis pensamientos se remontaron a mi niñez. ¡Qué estúpido era! Pensar que yo había tenido una infancia difícil porque recorría los montes como un salvaje, estaba siempre metido en líos con los otros muchachos y las broncas y peleas eran algo propio de mi ser. Todavía me acuerdo de aquel día que tres mozalbetes me rodearon, yo no debía de tener más de doce años, y comenzaron a insultarme: «Trini, Trini, tienes nombre de niñita», decían. Salté sobre ellos, a uno le partí el tabique nasal, a otro la mandíbula y el tercero consiguió huir. «Dificultades de adaptación social, demasiada violencia contenida», dijo la psicóloga del colegio. Fue aquel día cuando me enteré de que mi padre no había muerto en ninguna guerra colonial y de que aún estaba vivo. Mi mãe me entregó el retrato robot que había hecho la Policía de él. Nadie lo había encontrado, un mal trabajo policial. Fui el producto de una violación, comisario. Dejé de pensar en mis miserias y continué escuchando a Eriko.

—Hermana y Eriko, nos dan fusil, matar enemigos Museveni. Selva, enemigos Museveni, pum, pum —mientras Eriko narraba aquellas atrocidades vi que tenía algo en la mano derecha que de vez en cuando lanzaba al aire y volvía coger, era una especie de escapulario con un cordel negro—. Escapamos de noche. Frontera.

De repente Zurdo recogió al vuelo aquella especie de escapulario, lo miró y le espetó:

—¿De dónde has sacado esto, Eriko?

Toda la taberna giró su cabeza hacia Zurdo por el tono en que había pronunciado aquellas palabras.

—De la cueva.

—¿Qué cueva?

—Tranquilo, Zurdo —intervine—. ¿Qué es eso?

—Es el escapulario de Manco. Él era muy supersticioso. Lo llevaba siempre consigo. Cuando encontraron su cadáver, alguien se lo había quitado —mi mirada volvió de forma brusca a Eriko.

—Contesta a Zurdo, ¿dónde lo encontraste?

—En la cueva.

—¿Qué cueva? —volvió a preguntar Zurdo, alzando la voz.

—En Calvario.

—¿La cueva que está en el monte Calvario? —preguntó de nuevo Zurdo. Eriko asintió aturdido—. ¿La que está excavada en el suelo? —Eriko seguía asintiendo—. ¿Tenía un techo de madera cubierto de piezas de uralita? —Eriko volvió a asentir—. ¡Mierda! ¡Lo que faltaba! —exclamó Zurdo, levantándose de golpe.

—Tranquilízate, Zurdo.

—¿Es que no te das cuenta?

—¿De qué? —le pregunté, extrañado.

—En la cueva estaba este escapulario de Manco. O él lo dejó en la cueva antes de que lo mataran o su asesino lo puso allí para que lo encontráramos.

—Sigue.

—Esa cueva, en el monte Calvario, era el zulo en el que la cuadrilla guardaba las armas y explosivos para formar el ERP. Lleva así más de treinta años, nadie más que nosotros sabía de su existencia.