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Comienza el tango
El martes 9 de septiembre salí con dirección a Vega del Bierzo. Desde el viernes por la tarde —cuando el comisario jefe y Domínguez me explicaron lo que querían de mí— hasta el martes por la mañana, había trabajado contra reloj. Camino de Vega rememoraba esos tres largos días. El caso de los dos niños desaparecidos se lo pasé al inspector jefe Darío; no me gustaba, pero eran órdenes del comisario jefe. Darío era un inspector que abandonaba sus casos encima de la mesa y esperaba a que alguien acudiera a resolvérselos. No me fiaba de su diligencia, así que tuve la impresión de que aquel asunto no se resolvería jamás. Pero había sido mi primera misión desde que había tomado posesión como inspector en efectivo y le puedo asegurar que me prometí que iba a encontrar a esos dos niños. Se lo prometí a sus padres y no estaba dispuesto a dejarles, aunque estuviese a cuatrocientos kilómetros de distancia y con el inútil de Darío al frente de la investigación. En el asiento del copiloto llevaba los dossieres de todo lo relativo a los asesinatos de Vega, por lo menos lo que el departamento de homicidios de Madrid conocía. Llevaba las fichas de los cinco asesinados, cinco mineros jubilados, y de los otros tres que al parecer también habían pertenecido a esa cuadrilla entre los años 69 y 75. Como dijo Domínguez, no tenían nada en común, salvo que habían trabajado en el mismo pozo de la empresa Carboníferas del Bierzo durante esa época. Me llamaba la atención el nombre de ese pozo, Infierno. ¿Qué habría pasado para que recibiese ese nombre? ¿Cuál era su secreto? ¿Qué relación tenía ese pozo con los asesinatos? No sé la razón por la que vino a mi mente el padre Roque. Le veía sonreír mientras exclamaba: «Por fin, Abaddón regresa a casa».
La misión estaba clara: descubrir al asesino de cinco exmineros y proteger a los tres que aún quedaban vivos. Para ello, las líneas de investigación eran dos: la cuadrilla de Picas, ¿qué fue y a qué se dedicaba?, y la Financiera Berciana. Y mi primer paso en todo ese asunto consistía en integrarme en el pueblo como uno más.
Cinco asesinatos y ninguna pista. Cuatro de ellos fueron provocados por armas de fuego. Tres, por disparos de escopeta con munición del doce y, uno, por un tiro a bocajarro de un arma corta del 38 especial. Armas distintas, sin localizar y sin registrar. El quinto homicidio era algo diferente: fuerte golpe en la cabeza, traumatismo craneal, y, posteriormente, el cuerpo fue arrojado por la ladera del monte Calvario. En este sí hubo un testigo: un pastor que describe al supuesto asesino como un hombre vestido con una zamarra de color marrón, pelo corto y poco más. Lo vio sólo un momento, no sabría decir la edad. La complexión, normal, aseguraba. En fin, poco era, pero por lo menos eliminaba algún porcentaje de sospechosos, aunque sólo fuera una mínima parte del total.
También estaba el asunto de la Financiera Berciana; eso era algo más retorcido. Los cinco muertos tenían créditos pendientes. También los tuvieron Zurdo y Zorro. Al parecer se trataba de una financiera que se dedicaba a prestar dinero a un alto tipo de interés allí donde los bancos no estaban dispuestos a asumir el riesgo. Se sospechaba que sus métodos de cobro dejaban en tácticas escolares las empleadas por el cobrador del frac. Se rumoreaba que incluían técnicas propias de la mafia: palizas, amenazas y algún muerto. Pero nunca hubo ninguna denuncia, ninguna prueba. En estos casos puede ocurrir que sea más la leyenda difundida por la misma financiera, para amedrentar a sus morosos, que la propia realidad. Las únicas excepciones eran el profesor Llago y Picas. Pero el intento de homicidio de Adrián Llago alejaba la línea de investigación de la financiera, sin que hubiese que descartarla. En este asunto esperaba a ver lo que me decía el inspector jefe Bustillo, de la comisaría de Ponferrada. Me quedaría luego contactar con la teniente Rosario Mijas, quien me tendría que informar de los pormenores de la investigación llevada a cabo por la Guardia Civil. ¡Una mujer al frente de la judicial del benemérito cuerpo! Ardía en deseos de hablar con ella. Suponía que se le haría duro su trabajo por un doble motivo: primero, por conseguir información en un mundo de mineros, cerrado en sí mismo, cerrado al mundo, hermético a la Guardia Civil; por otro lado, porque seguro que saltaban chispas entre sus subordinados al encontrarse con una superior jerárquica que no era de su mismo sexo. Lo había visto en la Policía con alguna compañera de promoción, sus subordinados la trataban con desdén y sus superiores con paternalismo. Y esto las cabreaba hasta el punto de conseguir que fueran las mejores profesionales o, en ocasiones, que desistiesen. Deseaba conocer a esa teniente Mijas.
Bueno, sobre la una estaba llegando a Vega. Perdón, perdón, se me olvidaba. Ya sé que me dijo usted que también le interesaban mis relaciones personales. Pues qué le voy a contar. Me resultó difícil explicar el asunto a Asunción, no lo entendía. Tuve miedo de contarle demasiado, no me gusta hablar de mi trabajo, sé que le podría perjudicar; por eso sólo le narré lo básico. Fue una pequeña liberación para los dos, las tensiones habían llegado demasiado lejos: a veces estábamos juntos en casa y no nos dirigíamos la palabra. Tampoco la presionaba demasiado, sabía que ella lo estaba pasando peor que yo. No por culpa mía, era todo su mundo el que se le venía abajo.
Tal vez se pregunte qué quiero decir con eso. Verá, ella fue educada en un ambiente muy religioso, casi fanático. Su padre pertenece al Opus Dei y su madre era de otro grupúsculo católico cuyo nombre era algo así como los neocatecumenales. Las cuestiones y discusiones personales se entremezclan con los pequeños fanatismos religiosos. Pero esas diferencias de dogma, por llamarlas de alguna manera, tienen un punto en común: la educación de los hijos. Han gestado un mundo para ellos: religiosidad, castidad hasta el matrimonio, sexo sólo para la procreación, negativa al divorcio, negativa al aborto. Si tuviera que resumirlo de alguna manera sería castidad, religiosidad y dinero. Y ese mundo que han creado entra en contradicción con la realidad en la que se mueven. Eso les ha provocado un choque de creencias, un choque en la visión de la realidad.
Le voy a narrar una anécdota para que usted se sitúe. En cierta ocasión, cuando yo mantenía unas relaciones menos tensas con sus padres, en una cena de familia comenzó una ligera discusión entre su padre y su madre. El tema: cómo creer en Dios. Él defendía que a Dios se puede llegar por la razón; su mujer, que no, que sólo a través de la fe. Los dos eran creyentes y los dos reproducían el largo debate para conocer y acercarse a Dios que ha surcado la historia de la humanidad. Se les ocurrió preguntarme qué opinaba de aquello. Qué les puede responder alguien que sabe de memoria las obras de Marx, Freud y Nietzsche, los filósofos de la sospecha, que diría Ricoeur. «Pienso que se equivocan. El verdadero Dios no se encuentra por la razón, ni por la fe. Está en medio de ambos y por encima de ellos: el dinero, el capital, es el verdadero Dios». No volvieron a preguntarme sobre nada más en mi vida. A partir de entonces, y más desde que se enteraron de quién era mi mãe, me convertí en persona non grata. Asunción se encontraba, en ese momento, entre ellos y yo, había comenzado una guerra. Parecía que la víctima iba a ser ella.
Como comprenderá, ahí hay otro punto de fricción. Mi visión de la realidad y la suya. Poco a poco ella ha ido acercándose a mis posiciones, ha dejado la misa casi diaria, practica sexo, por lógica utiliza anticonceptivos, de las confesiones semanales yo creo que hace mucho tiempo que se olvidó. En realidad pienso que sólo es practicante delante de sus padres, entonces es cuando va a misa y defiende esas tesis. Cuando sus padres vienen a verla, yo tengo que coger toda mi ropa y marcharme a un hotel. Para su familia, para sus padres, ella vive sola y somos novios que nos vemos los domingos para pasear por el parque. Navegaba entre dos mundos, así no se podía vivir. Se lo estaba cuestionando todo. Al final, ¿sabe lo que ocurriría? Rompería con sus padres o conmigo. Lo tenía muy claro. Aunque yo nunca la pusiera en esa tesitura. Ambos representamos la materialización de esos dos mundos. Por eso, el destino en Vega me vino como anillo al dedo. La iba a dejar sola para que meditase, yo iba a respetar su decisión.
Como le decía, sobre la una del día 9 me desvié de la A-6 en la bifurcación hacia Vega. ¡Qué sensación! Casi todo es idéntico a mi tierra. En fin, no crea que se lo digo por lo idílico. Imagínese Berlín en el 45, así es todo aquello. Así han quedado todos los pueblos y ciudades que levantaron alrededor del carbón. Tuvieron su época de explosión, cuando había trabajo para todos, aunque fuese en condiciones laborales deplorables; en ese momento las gentes de los campos abandonaron sus aperos y se dirigieron a las minas. Ahí fue cuando pueblos como Vega tuvieron su esplendor. Su historia me recuerda a tantos lugares de mi tierra. Y luego vino la crisis, la reconversión del sector. Un mundo que se creía eterno murió. Cuando todo se termina, uno tiene la sensación de que se ha cometido un horrible delito, como si secuestraran toda la memoria de un esfuerzo colectivo.
Entré en Vega, nada se movía en su calle principal. Dos tiendas de ultramarinos pequeñas, tres tascas… Crucé el puente sobre ese minúsculo río. Río Tremor, rezaba en el letrero; otras dos tascas, una era el Hogar del Jubilado, una tienda de ropa y el quiosco del pueblo. Estaba en lo hondo del valle, paré el coche, salí y miré alrededor. El pueblo se desplegaba en las laderas de las montañas. Casas bajas, la más alta de dos plantas; debían de ser todas unifamiliares. El verde de las encinas se perdía, llegaba el otoño, el color ocre se apoderaba de ellas en ese momento. Vi las escombreras de pizarra extendidas por doquier, impacto visual, dicen algunos ecologistas que no encuentran otro término para definir la villanía cometida contra esta tierra. La una y treinta minutos, nadie en las calles, salvo un grupo de ancianos sentados a la puerta de lo que parecía una taberna. Me miraron sorprendidos. Nadie se detiene en ese pueblo.
—Buenos días, ¿me podrían informar? Busco pensión. Los tres ancianos levantaron sus cabezas. Uno de ellos sujetó su boina mientras me miraba, otro colocó su barbilla en la curva de su cachava de roble y el tercero con ojos idos me dijo:
—¡Vaya al sindicato!
—Perdón, ¿adónde dice? —le respondí extrañado.
—No le haga caso —me comentó el que sujetaba la boina con la mano—, no está bien. Entre en el Hogar y pregunte por Pacita, a lo mejor tiene alguna cama.
—Muchas gracias.
Me adentré en la supuesta taberna: varias mesas de formica marrón, el suelo de terrazo, una televisión encendida que nadie miraba, dos abuelos jugando al dominó, en la barra un borrachín que se tambaleaba. En la pared, un letrero que decía: «AVITACIONES - PENSIÓN - PREGUNTAR AQUÍ». Detrás de la barra, una mujer gruesa y guapa de cara fregaba vasos en un grifo que apenas supuraba un hilito de agua. Me dirigí hacia ella.
—Buenos días, busco habitación. Me han dicho que pregunte por Pacita.
—Yo soy Pacita. ¿Para usted solo?
—Sí, una individual.
—¡Ja! —ese ¡ja!, no me había gustado nada—. Esto no es un hotel de la ciudad. Sólo me queda una cama y tiene que compartir la habitación con otro. Es lo único libre en todo el pueblo. Tres euros diarios. Si añade el desayuno, cinco diarios. Si come, siete. Si cena, nueve. Es decir, pensión completa, nueve euros, por adelantado. ¿Le interesa?
Me dieron ganas de salir corriendo, pero no tenía más remedio que aceptar. Ya buscaría con más tiempo una vivienda. Seguro que encontraba alguna para alquilar. Saqué dinero y conté: cinco días por cinco euros. Cogí veinticinco euros y se los puse encima del mostrador.
—Cinco días por adelantado, sólo desayuno. Supongo que en estos días me dará tiempo a encontrar una casa en alquiler por el pueblo —ese era mi deseo y se lo hice saber.
—¡Ja! —volvió a repetir la mujer—, acompáñeme.
Subió con dificultad unas escaleras de madera que crujían con cada paso. Caminaba despacio. Me fijé en sus tobillos, estaban hinchados; demasiadas varices en sus gemelos. Llegamos al final, resopló y nos detuvimos en el descansillo. Se apoyó en la pared.
—Sígame.
Decía «sígame, sígame», cuando debería decir «deténgase, deténgase». Un breve pasillo, dos puertas a la derecha, dos a la izquierda y una al frente. Se dirigió a la segunda de la derecha, golpeó la puerta, nadie respondió y la abrió con una gran llave. Dos camas individuales perfectamente hechas, una sola mesita en el medio, un armario en la pared del fondo y todo abierto al exterior por una ventana sin persianas que se cerraba con dos contraventanas de madera sin barnizar. Miré el armario.
—No tiene cerradura —dije extrañado. En ese momento pensaba en dónde guardar la pistola, los dossieres, la placa…
—¿Qué pasa, no se fía del negro?
—¿Qué negro? —estaba desconcertado.
—¡Quién va a ser! Eriko, su compañero.
A mí me daba igual si era negro, amarillo, blanco, rojo o un ser verde venido de otro planeta. Sólo quería tener un lugar en el que guardar bajo llave lo mío, fuera del alcance de curiosos.
—No es por él. Tengo cosas de valor que prefiero guardar bajo llave.
—Déjemelas a mí.
Sí, a ella le iba a dejar mi pistola, la placa, los dossieres… En eso estaba yo pensando.
—Prefiero tenerlo en mi poder. ¿No puede mandar poner una cerradura en mi parte del armario?
—Si la paga usted…
—La pago yo, de eso no se preocupe. Y ya, de paso, mande poner otra cerradura en la otra parte del armario.
Le dije eso para que mi desconocido compañero de habitación no creyese que no me fiaba de él. Así parecería que los dos teníamos cosas que guardar.
—Tendré que llamar a Zorro —fue la primera vez que oí pronunciar el nombre de Zorro. Aquello era perfecto, me acordé de que su dossier decía que desde su baja en la mina había aprovechado el dinero de su jubilación incentivada para abrir un pequeño negocio de ebanistería.
—Pues llámelo —saqué cien euros y se los puse en la mano—. Si cuesta algo más me lo dice.
—¡Ja!
Bajamos las escaleras tan despacio como las habíamos subido; un fuerte olor a carne guisada mezclado con el que desprendían las húmedas paredes provocaba un picor en mi garganta que me hacía toser. Aquello me gustaba muy poco: compartir la habitación con otra persona podía poner en peligro a un inocente. Por otro lado, Zorro se iba a enterar antes de lo previsto de que alguien nuevo había llegado al pueblo. El elemento sorpresa, directo al retrete. La señora Pacita me entregó dos llaves, la grande de la habitación y una más pequeña de la puerta exterior. No me había pedido los datos para el libro de registro de los huéspedes, lo que indicaba que el hospedaje no estaba dado de alta. No pensé más en ello, en ese momento no era de mi competencia.
—El bar está abierto hasta las once. Si llega después de esa hora deberá entrar por aquella puerta lateral —me señaló una puerta de aluminio con cristales biselados.
—Entendido —le dije.
—¿Viene a visitar a algún conocido? —era la primera pregunta de ese interés generalizado de los pueblos por conocer la vida de todo bicho viviente.
—No, vengo a trabajar.
—A trabajar, dice.
Salí del bar con cierta preocupación; no era el alojamiento que yo hubiese elegido, pero las órdenes eran terminantes, debería alojarme en el pueblo para conocer mejor a la gente, para integrarme con ellos. Ante la puerta seguían los tres ancianos.
—¿Tenía camas Pacita? —me preguntó el anciano que sujetaba la boina con la mano.
—Sí, muchas gracias.
—¡Vaya al sindicato! —repetía el viejo de la mirada ida. Le sonreí.
Me despedí de ellos, que por no sé qué designio divino se me antojaron simpáticos. Debían de pasar todos los días allí, sentados, viendo pasar la nada. Hasta que un día faltaran a la cita, pues la nada se los había tragado. Iba hacia el coche cuando me percaté de las palabras de aquel viejo: «¡Vaya al sindicato!». A lo mejor no estaba tan chiflado como parecía —pensé— y necesitaba apóstoles en mi misión.
«Apóstoles», eso era lo que necesitaba. Le explico lo que quiero decir. En aquel momento me acordé de Así habla Zaratustra, de Nietzsche. No sé si usted lo ha leído. Por su gesto, me parece que no. Pues, verá, cuando Zaratustra baja de las montañas a predicar su nuevo evangelio, todos lo reciben a pedradas, lo tratan como a un loco. Retorna a las montañas a meditar y comprende que el fallo estuvo en que necesitaba apóstoles. Es decir, una serie de personas interpuestas entre él y el pueblo, personas que fuesen hablando por él. A eso es a lo que me refiero cuando hablo de apóstoles. De ahí que se me ocurriera utilizar al sindicato como un apóstol que transmitiera por el pueblo lo que yo quería. Como le decía, di media vuelta y me dirigí hacia los ancianos.
—Perdonen de nuevo. Para encontrar la sede de los sindicatos de la minería, ¿adónde debo dirigirme?
El que parecía el tonto del pueblo, el que sólo repetía aquello de «vaya al sindicato», se levantó y comenzó a caminar deprisa con pasos cortos.
—Sígale, él le llevará —me dijo el que sujetaba la boina con la mano, que parecía el portavoz de aquel curioso trío.
—Gracias —dije, mientras emprendía el camino detrás del anciano de paso corto.
Crucé la general, nos adentramos en una calle transversal y después torcimos a la derecha por un callejón sin salida. En un edificio de dos plantas colgaban tres banderas: la del pueblo, la tricolor republicana y una totalmente roja con una estrella de cinco puntas y la inscripción UHP. Nos adentramos en el edificio y el viejo golpeó con demasiada energía una puerta en la que rezaba una leyenda: PASEN SIN LLAMAR. La puerta se abrió por el impulso de los golpes. En ese momento, el viejo retornó a su lugar de origen, a la puerta del bar, junto a los otros dos. Una mujer de unos cuarenta y tantos, muy pintada, demasiado pintada, se acicalaba las uñas dentro, tarea que no interrumpió ante mi presencia.
—Pase, pase, por favor. Siéntese —me dijo con una voz embaucadora.
—Buenos días, quería afiliarme al sindicato. No sé si es este el lugar. Me ha conducido hasta aquí ese señor que ni sé cómo se llama.
—Ah, sí, es Rocky. Le llamamos así porque en su juventud practicó boxeo y ha quedado un poco sonado.
¿Un poco sonado? Pero si tenía todas las campanas de la catedral de Burgos en su cabeza. ¿Dijo boxeo? Debía tener cuidado, aunque estuviese chiflado y yo llevase el pelo crecido y barba de unos días, él podría reconocerme, podría reconocer a El Trini.
—Quería afiliarme al sindicato.
—¿Estuvo usted afiliado antes?
Ahí comenzaba mi labor de convertir a la administrativa en uno de mis apóstoles.
—Sí. Antes trabajaba en un McDonald’s, estaba en la Federación de… no me acuerdo.
—Sería la de Alimentación o Servicios.
—Sería.
—¿Ahora quiere darse de alta en la Federación Minera?
—Eso, en la Federación Minera.
—Bien, rellene estos impresos.
Los rellené deprisa, tan deprisa como estaba acostumbrado a rellenar formularios en la comisaría. Ella se extrañó un poco. Me di cuenta de que debería haber empleado un poco más de tiempo, ningún minero los rellena tan rápido. Pero aun así no se me olvidó colocar en domicilio, pensión Pacita.
—¿Pago por banco o descuento en nómina?
Otro pequeño detalle que se me olvidaba: abrir una cuenta corriente.
—Acabo de llegar, todavía no he abierto la cuenta en el banco ni me he presentado en la empresa. Mejor se lo pago en efectivo.
—Muy bien.
Le pagué un año por adelantado, setenta y dos euros. Aquella mujer ya se encargaría a partir de ese momento de difundir por todo el pueblo que el nuevo antes trabajaba en un McDonald’s haciendo hamburguesas. El primer paso estaba dado, ahora necesitaba abrir una libreta en una sucursal del pueblo.
—Sería tan amable, ¿una sucursal bancaria?
—No tiene pérdida, siga la general y al final del todo la verá.
Allí la dejé, mientras seguía acicalándose las uñas como si nada hubiese ocurrido. Cuando salí, miré el carné que me había expedido: Sindicato de Obreros del Bierzo. Federación Minero-Siderúrgica. Miré las banderas que colgaban, pensé si habrían llegado al pueblo las noticias de que la guerra civil había terminado. Tuve mis dudas. Me dirigí hacia el final de la general como me había indicado, allí estaba ubicada la sucursal de Caja España. Entré. No había nadie, excepto el cajero y un señor trajeado, sentado en una mesa. Este era el que me interesaba. Le mostré mis intenciones de abrir una libreta allí y me extendió un formulario que tuve que rellenar de nuevo.
—¿Con cuánto abre su libreta?
—¿Vale con cincuenta euros? —los dejé encima de su mesa.
—Suficiente.
Me dio una libreta de ahorro con mi nombre y mi nueva dirección, pensión Pacita. De momento todo iba despacio, pero seguro. Para ser el primer día no me quedaba nada más que hacer en Vega. El siguiente paso era llamar al inspector jefe de la comisaría de Ponferrada, el que le dije que llevaba los delitos económicos, y a la teniente Rosario Mijas, de la Guardia Civil, que hasta ese momento llevaba el monopolio de las investigaciones sobre los asesinatos. Los llamé a los dos. Con Bustillo quedé a las tres para comer, y con ella a las cinco para tomar café. Ambos en sitios diferentes, pues necesitaba sus conclusiones por separado. Sé lo que pasa entre los dos cuerpos, siempre se ocultan información si se ven frente a frente. Por eso me cité por separado.
Ya no había vuelta atrás. El baile comenzaba.