18
Picas asesinado
Picas había sido asesinado. Aún no era capaz de dar crédito a la noticia. Casi cinco meses en Vega sin que ocurriese nada, me ausentaba un par de días para que los jefes me leyeran la cartilla y todo se había venido abajo.
—Lleva cinco meses en Vega y no ha avanzado nada —me asestó Domínguez.
Le mentí. No podía hacer otra cosa, estaban a punto de quitarme el caso y enviarme de nuevo a Madrid con una mancha en mi expediente personal.
—La teniente y yo tenemos bastante avanzado. Sospechamos que el culpable está relacionado, de una forma u otra, con el movimiento sindical de la zona. Alguien del Sindicato de Obreros del Bierzo está detrás. Por eso impulsé el encierro, para acercarme a los miembros del comité de empresa y a los líderes del sindicato.
En eso consistió mi mentira. Sabía que mis palabras de explicación llegarían a Benito Vallona y de esa forma disminuiría su malestar conmigo. Ni en sueños hubiese pensado que se podría librar de algún miembro de su molesto comité acusándole de asesinato.
—Hoy es 15 de febrero; tiene un mes de plazo. Si el 15 de marzo no tiene resultados, será relevado en la misión —sólo conseguí esa tregua con mi mentira.
Me acuerdo que salí de Madrid como si fuera un loco furioso, sin respetar ningún límite de velocidad. Huía de las muecas de desdén de mis jefes y de la locura en la que presentía había entrado Asun. Yo quería estar arropándola, pero ella me rechazaba más que nunca, como si yo fuese el culpable de todo. Decía que desde que había abortado se le presentaba el demonio en sueños y quería llevársela consigo. Pero yo tenía la impresión de que ese demonio me representaba a mí y su inconsciente le estaba diciendo que se alejara. Ya le digo, salí huyendo de Madrid.
Por eso, a la altura de Tordesillas un vehículo de la Guardia Civil de Tráfico me dio el alto. «Va usted a ciento ochenta por hora», me dijo aquel guardia de una forma muy amable, casi con una sonrisa en los labios. Recuerdo que me limité a firmar la denuncia y continuar viaje. Dejé correr aquel incidente, ni siquiera me identifiqué, para qué. Ya sabe lo que suele ocurrir en esos casos si te identificas: «Soy compañero», les dices; «¿compañero?», te responden; «a ver, la documentación»; la enseñas; «no puedo hacer nada, está ahí el sargento»; otros son más radicales: «Si fueras compañero no andarías saltándote los límites de velocidad y dándonos trabajo». Como le digo: lo dejé correr, trescientos euros y dos meses sin carné.
Necesitaba ordenar mis ideas; por eso, al llegar a Manzanal, paré el vehículo. Combustible para mi coche y un poco de descanso para mí. Me senté en un rincón, donde no llamaba la atención. Recuerdo que a mi lado se sentó un sujeto engominado, bien vestido, de esos con aires de pijo, con un jersey por encima de sus hombros. Pidió una macrohamburguesa. Cuando se la sirvieron me llamó la atención su forma de añadirle el ketchup, había dosis de ansiedad en su gesto. Salpicaba todo de aquella porquería de tomate transgénico. De repente, la camarera le interrumpió diciendo:
—Perdone, pero le ha debido de saltar algo de ketchup en las mangas de la camisa.
—Gracias —dijo, al mismo tiempo que su rostro adquiría un tinte rojo, parecido a la porquería que estaba echando en la hamburguesa, y se colocó de inmediato el jersey para ocultar las manchas de su camisa. Me fijé en ellas, el tomate le había saltado casi a la altura de los codos y en los dos brazos.
De todas formas no le presté mucha atención, seguía absorto en mis pensamientos. De repente, aquel sujeto extrajo un reloj de bolsillo, miró la hora y se despidió de todos. Fue en ese momento cuando me fijé detenidamente en él: nada, una persona desconocida en mitad de una montaña. Necesitaba descanso para poder razonar de forma fría, sin presiones.
Tomé el café de golpe y salí en dirección a Ponferrada. La persona que más me interesaba ver en aquellos momentos era la teniente Mijas. Ella era el único ser en el planeta Tierra que tendría los pormenores del caso. Me identifiqué en la puerta del cuartel y me adentré hasta su despacho.
—Buenos días o tardes, ya no sé ni lo que son. ¿Tienes un momento? —le dije, con la puerta entreabierta.
—Pasa, Ramalho —me dijo. Y, sin más, me dejé caer en la silla.
—Cuéntame la historia, Rosario —le supliqué, poniéndome las manos en la cara para limpiarme el sudor frío que la recorría.
—Poco hay que contar. Zorro, esta mañana, fue a buscar a Picas, como cada domingo al amanecer, para ir a cazar. Zorro tiene llave de la casa y entró dando voces para que se despertara Picas. Como no respondía, se dirigió a su habitación y allí lo encontró, muerto.
—¿Causa?
—Falta la autopsia, pero todo hace suponer que fue por asfixia. Le debieron de poner la almohada encima de la cara hasta que murió.
—¿No se defendió?
—Sí, eso nos ha permitido una pista —dijo de forma pausada.
—Venga Rosario, ¡no me jodas! He dejado mucha piel en todo este asunto para que ahora me vayas contando todo con cuentagotas.
—Tranquilo, tranquilo, que aún no es mucho lo que tenemos. Falta el análisis del laboratorio, pero Picas ofreció resistencia y le causó heridas a su asesino. Las sábanas estaban llenas de gotas de sangre y eran de un grupo sanguíneo distinto al de Picas. Te digo que faltan los análisis del laboratorio, pero creo que entre las uñas de Picas encontraremos restos epidérmicos de su asesino.
—¿Cuándo estarán esos resultados?
—Hasta dentro de dos días, nada; ya sabes cómo son los del laboratorio, para ellos nada corre prisa.
—¡Joder! Luego vienen con las películas del CSI, como si ellos resolvieran los casos, cuando sólo trabajan de lunes a viernes en horario de ocho a tres. En ese horario son imprescindibles; si ocurre algo fuera de ahí, que se arregle María Santísima —en mis palabras había más impotencia que enfado.
—¡Relájate, por Dios! Así no puedes seguir, debes relajarte para poder razonar en condiciones.
—Dame tu versión de lo ocurrido —dije.
—El viernes por la noche Picas acudió al casino de Bembibre, como casi todos los viernes. Estuvo allí hasta las seis de la madrugada. Cogió un taxi que lo acercó a su casa. El taxista manifiesta que llegó sobre las seis y media y se quedó en el coche esperando a que entrase, pues dice que se le veía muy cargado de alcohol. Picas entró en su casa y el taxista se marchó. El cuerpo lo descubrió Zorro, casi veinticuatro horas después.
—Vamos a ver —dije, inclinándome hacia atrás—, su casa está al lado del cuartel de la Guardia Civil de Vega. Los que estaban de puertas, ¿no vieron nada anormal?
—Nada, ya pregunté. No vieron subir por el camino ningún vehículo, ni persona.
—Entró por arriba, por el monte, está claro. Espera, ¿y el perro?
—Muerto, degollado. Ya sé que lo vas a preguntar, por eso me adelanto. Cuando el taxista lo dejó, vio al perro arrimarse a Picas, lamiéndole. Eso debió de indicar a Picas que no ocurría nada raro. Pero luego, alguien entró y degolló al perro.
—Otra cosa. ¿Picas ganó o perdió al póquer?
—Ganó, pero ese no fue el móvil, nadie le robó. Los casi tres mil euros, entre lo que llevaba y lo que ganó, se encontraban en el bolsillo de su cazadora.
—¿Cómo entraron?
—Eso es lo curioso. No forzaron nada. Entraron y salieron por la puerta. Está claro que tenían llave.
—¿Quién tenía esa llave?
—Al parecer, sólo Zorro y él.
—Era una puerta de seguridad, Rosario, una puerta de seguridad. Llaves de esas no las hace cualquier ferretero de tres al cuarto, hay que pedirlas al fabricante. De todas las copias que se hagan queda el registro para saber la persona a la que van destinadas.
—Ya pensé en ello, pero la puerta se la puso Zorro hace tres años.
—Hace tres años —dije pensativo—. ¿Y si el asesino es alguien frío que lleva todo ese tiempo planeando el asesinato?
—Continúa, te sigo.
—Imagina que hace tres años, alguien que trabajaba para Zorro coloca la puerta para Picas o, si él no la coloca, sí sabe qué puerta es la destinada para Picas. Él mismo, sin conocimiento de Zorro, pide a la empresa unas copias de las llaves, como que se habían perdido. Es una hipótesis, Rosario, pero creo que convendría comprobarlo. Pienso que es alguien que en aquel momento estuvo cercano a Zorro o que en ese tiempo trabajó para él.
—Parece una buena conjetura, nos puede dar una línea de investigación fiable. Listado de todos los que trabajaban para Zorro en aquel momento y llamada a la empresa para que facilite el número de copias de las llaves y a quién le fueron entregadas.
—Algo es algo. Tenemos el grupo sanguíneo y posiblemente restos de piel y carne. Su ADN ya no es un secreto. Por fin, algo a lo que agarrarnos —agaché la cabeza y pasé mi mano por ella. Estaba agotado.
Me fui hacia la pensión. Fue entonces cuando miré la hora: las seis de la tarde. Me quedaban doce horas para entrar en Infierno. Y no esperé ni a cenar ni a cambiarme de ropa: me tumbé vestido en la cama y cuando desperté era la hora de ir a trabajar. Aquel día maldije la misión, tenía que estar investigando y cotejando datos y sin embargo allí estaba, en las fauces de Infierno: cargando vagonetas de carbón, separando el polvo de la paja, el carbón de la pizarra. Estaba deseando terminar y escapar, tenía mucho trabajo aún por delante.
La autopsia de Picas ya había finalizado y su cuerpo reposaba en el tanatorio de Ponferrada, Tanatorios El Bierzo, sala 12. Quedé con la teniente allí, para que me diera los resultados de la autopsia y lo que había averiguado sobre las llaves. Cuando entré en la sala contemplé el techo, me llamó la atención lo que tenía escrito, era un poema de F. Hölderlin: «Carentes de destino, como el niño dormido, suspiran los celestes…». ¡Qué sarcasmo! Decirle a Picas, que carecía de destino, él, que se había atrevido a mirar la muerte cara a cara, que había matado sin remordimientos de conciencia, que fue capaz de poner a una cuenca minera en pie de guerra tantas veces como quiso y que obligó a hincar las rodillas a todos los explotadores de Vega. «… Y sus ojos felices contemplan en tranquila y eterna claridad», así terminaban aquellos versos. Pero no hacían justicia a lo que fue Picas para el valle, a su imagen de insurgente byroniano. Si me hubiesen dejado a mí poner música a su vida, a su energía y su fuerza, no me cabe la menor duda de que la Obertura El Corsario de H. Berlioz sería lo más adecuado. Nada más que lo pienso, resuena en mis oídos, como si fuésemos empujados a la mitad de una ejecución: esa música despreocupada era como su vida, ingeniosa, deliciosa, con inventiva rítmica, con brillante orquestación, todo con salvaje libertad.
En fin, me adentré en la sala. Dos señoras, casi ancianas, vestidas de negro y con un rosario en las manos sujetaban las cuentas de una en una y rezaban. Creí que ya no quedaban plañideras, pero allí tenía delante las reminiscencias de un pasado que se resistía a desaparecer. Me acerqué al cuerpo de Picas, rígido, pálido, tenía la impresión de que su bigote nietzscheriano había perdido la fuerza de repente y se me antojaba más pequeño. Sentí la presencia de alguien detrás de mí. Giré la cabeza: era Rosario, que había entrado sin alterar un átomo del ambiente.
—¿Vamos a la cafetería? —me susurró al oído.
Venía sin uniforme para no llamar la atención. Nos sentamos en una mesa apartada de tanto sufrimiento. Mientras nos servían los cafés y Rosario rebuscaba en su carpeta los documentos que nos interesaban, me perdí en reflexiones sobre la gente que nos rodeaba. Demasiado dolor en un lugar así.
—Atento, Ramalho —Rosario me rescató del sótano en el que estaba inmerso—, observa los datos de la autopsia y el informe de la científica. No hay huellas, tenemos el grupo sanguíneo, el ADN del asesino y restos de su piel. Entró antes de que Picas llegase o un poco después, esa es la duda. Lo que parece claro es que la muerte se produjo en la hora siguiente a que lo dejase el taxista. Alguien sabía que casi todos los viernes Picas iba al casino y no volvía en buen estado. Sobre los que trabajaban para Zorro en el momento que reformaron la entrada de la casa y cambiaron la puerta, aquí está el listado.
Me extendió una lista de doce nombres, con sus domicilios y sus números de documento.
—¿Antecedentes?
—Nada, nadie de esa lista tiene nada, blanco todos. De ellos sólo cuatro continúan trabajando para Zorro. De los otros ocho, algunos continúan viviendo en el pueblo o en los alrededores; otros, los que he subrayado, se marcharon hace tiempo de aquí, la mayoría a Bembibre.
Miraba aquel listado y no me sonaba ninguno de los nombres.
—¿Puedo quedarme con una copia?
—Para eso la hice, quédate con esa.
Por los ventanales de la cafetería observé cómo de un vehículo, que tenía toda la estampa de ser oficial, salía el profesor Llago con un guardaespaldas y se adentraba en el tanatorio. En aquel instante me alegré de verle recuperado, pero por otro lado me preocupé: él sabía que yo era inspector de Policía. Si me veía, podía dar al traste con mi misión. ¿Qué misión?, me preguntaba. Llevaba meses encerrado en un pueblo minero, en Infierno, dando tumbos de una parte a otra y carecía de más datos que los que había estado cotejando con la teniente. Pensé, en aquel momento, que a lo mejor iba siendo hora de delatar mi posición a una serie de gente, necesitaba ayuda de una forma urgente.
—Otra cuestión, Ramalho. Picas dejó hecho un testamento.
—¿Cómo dices? —la teniente tenía la virtud de traerme de vuelta de golpe cuando veía que me evadía por cualquier recoveco de mis pensamientos.
—Mira, esta copia es para ti. Al parecer deja todo a una hija que tiene…
—¿A una hija? —nadie me había hablado de que Picas tuviera una hija.
—Sí, al parecer tenía una. De una antigua novia suya, que se llamaba Verónica —la recordaba, el profesor me habló de ella, había sido la que le desveló que posiblemente la creación del ERP guardase un interés más monetario que político—. Al parecer Picas la reconoció e incluso le enviaba dinero todos los meses, pero no tenían mucha relación. Si te fijas, hay una cláusula en la que dice que le deja todos los bienes, excepto los costes de su entierro y de su funeral vikingo.
—¿Funeral vikingo?
—No sé a qué se refiere. Al parecer, según dice ahí, de eso se encargarían sus amigos, a los que habría que entregar el dinero de los costes.
De repente, por la puerta de la cafetería hicieron su aparición Zurdo, Zorro y el profesor, con su guardaespaldas detrás. Le hice una seña a Rosario, que me entendió a la primera. Guardó los documentos que llevaba y salió por la puerta de atrás. No podíamos permitir que de momento descubrieran la tapadera. Tenía un cierto miedo con el profesor. Él me conocía, deseaba que no me descubriese aunque, para serle sincero, me daba igual en aquellos momentos. Los jefes me habían dado un mes de plazo para resolver aquello y posiblemente era la hora de extender mi red de informadores. Me levanté a saludarles.
—Adrián, te presento al nuevo héroe de la cuenca —dijo Zurdo, presentándome al profesor Llago.
—Le vi en los periódicos —el profesor me extendió la mano, me reconoció, pero no dijo nada. Me fijé en él, aún se le notaban las cicatrices en el rostro y una suave cojera, apenas detectable si no te fijabas mucho—. Encantado de conocerle.
—Encantado —dije, algo cohibido.
Nos sentamos los cuatro y comenzaron a hablar de la cuenca, de los años pasados, de gente a la que yo nunca había conocido. Parecía que Picas no había muerto o no querían hablar de él. De repente, el profesor cambió de tercio y preguntó:
—¿Parará la cuenca por la muerte de Picas?
—¿Parar? —dijo Zurdo, un poco extrañado—. Antes se paraba con cualquier excusa: un accidente, la caída de un costero, una nómina que no cuadraba, por cualquier cosa. Ahora no se para por nada. La individualidad ha vencido a la solidaridad —sentenció.
—¿Y si nosotros le damos una despedida? —dijo el profesor con una sonrisa maliciosa.
—Por mí, de acuerdo —Zurdo se frotaba las manos.
—Conmigo no contéis —dijo Zorro malhumorado—. Aquellos fueron otros tiempos, hoy hay que preocuparse de otras cosas. Yo tengo que atender la ebanistería.
—Yo tengo que atender la ebanistería —repitió Zurdo con sarcasmo—. El día que abriste esa mamporrería te perdiste. Nos da igual, no vengas. Pero recuerda que, si el que estuviese tumbado en ese féretro fueses tú, Picas sacaría a todos de sus casas a punta de recortada para que vinieran a tu velatorio. ¿Qué queda del Zorro de hace años? De aquel al que apodamos así por su habilidad para librar las trampas que nos ponían, para borrar huellas, por su indomable capacidad de mantener su carácter salvaje aunque lo enjaulasen. ¿Qué queda de ese Zorro?
Zorro se levantó de la mesa, ni siquiera se despidió. Se dirigió a la barra, pagó las consumiciones de los cuatro y salió de la cafetería.
—Le has ofendido —dijo el profesor a Zurdo.
—¡Qué se joda! —sentenció Zurdo, con una sonrisa maliciosa—. No os preocupéis, volverá.
No había terminado de decir eso cuando Zorro hizo su aparición de nuevo por la puerta de la cafetería, se sentó con nosotros y dándoles la mano a Zurdo y al profesor dijo:
—¿El viernes, en el sitio de siempre?
Los dos asintieron. De repente, Zorro me miró y añadió:
—¿Y qué hacemos con el muchacho?
—Que venga con nosotros. Así será cómplice y no podrá decir nada —el profesor me guiñaba el ojo, acababa de repetir las mismas palabras que Picas le había dicho, hacía más de treinta años, y que sirvieron para que él entrara en la cuadrilla.
Al día siguiente incineraron a Picas, según su voluntad. Las cenizas se las quedó Zurdo. Recuerdo que aquellos días yo iba a Infierno como un verdadero zombi, de cuerpo presente pero despistado por completo y deseando terminar el tajo cuanto antes. Eso me había valido más de una bronca del vigilante pues mis despistes podían ser peligrosos en la galería. Estaba deseando salir y continuar camino con la cuadrilla.
Y llegó el día señalado. A las once habíamos acordado vernos en la parte de atrás del cementerio. Allí llegaron los tres en el cuatro por cuatro de Zorro. Me acomodé en la parte trasera del vehículo. Zorro conducía, el profesor a su lado y Zurdo, las cenizas de Picas y yo en el otro asiento. Subimos por la montaña hasta una torre de alta tensión que soportaba los cables que salían de la central para abastecer al valle de electricidad. Salimos del vehículo al llegar a la columna y Zurdo comenzó a colocar cartuchos de dinamita alrededor de una de las patas de la torre, el profesor ajustaba los temporizadores y Zorro daba cuerda a un reloj. Yo me limitaba a vigilar. No tardaron más de diez minutos. Al cabo de ese tiempo subimos de nuevo al vehículo y emprendimos el camino de descenso por la colina. En realidad yo no sabía lo que habían hecho, sólo conocía sus intenciones. Al llegar al pueblo cogimos otro camino en dirección a la montaña de enfrente. Cuando llegamos a la cumbre nos bajamos y nos sentamos en la hierba húmeda con el jarrón de las cenizas de Picas entre nosotros y una botella de champán que había llevado el profesor. A la hora exacta, la dinamita explotó, la torre se derrumbó y todo el valle se quedó sin luz. Comenzaron a encenderse velas en las viviendas: una, dos, tres, cuatro… a la décima dejé de contar. Recuerdo que nos pusimos en pie y brindamos por Picas y los muchachos de la cuadrilla que ya no estaban entre nosotros.
—Por Picas y la cuadrilla —sentenció Zurdo.
Alzamos nuestras copas y brindamos. Allí estaba yo, encima del monte Calvario, brindando por la cuadrilla, rodeado de su versión geriátrica.
Aproveché mis dos días de descanso para acompañarlos hasta Asturias, pues aún nos quedaba por cumplir la última voluntad de Picas. Pero yo antes tenía que hacer mis deberes: que Rosario me consiguiese doscientos gramos de pólvora.
—¿Para qué los quieres?
—Ya te lo contaré.
—¿No tendrás nada que ver con la voladura de la torre?
—Ya te lo contaré.
—Ramalho, no te confundas, estás aquí para descubrir a un asesino, no para hacer gamberradas con tres abuelos.
No la escuché, me limité a sonreír. «Gamberradas con tres abuelos», decía, y tal vez tuviese razón, pero le puedo asegurar que me estaba divirtiendo por primera vez desde que estaba en Vega.
Llegamos a la costa asturiana y alquilamos una embarcación con motor en la que cargamos una pequeña barquichuela. Pusimos rumbo a alta mar hasta que sólo divisamos un acantilado perdido de la mano de Dios, nadie en lontananza. Colocamos las cenizas de Picas en la pequeña barca y la rociamos de pólvora, formando una ligera línea con ella que iba de proa a popa. Prendimos la mecha y nos alejamos. La barca en llamas de color azul se adentraba en la mar, Picas iba en ella, como un gran guerrero. A los guerreros se les mide por la grandeza de sus enemigos y él había lidiado la batalla más cruenta contra el enemigo más terrible, el sistema.
—Tu funeral vikingo, viejo amigo —dijeron casi al mismo tiempo los tres.
Estuve con ellos otro día más, caminando por los pueblos de Asturias, bebiendo sidra como si estuviésemos calmando toda la sed del mundo. Al día siguiente, el profesor se despidió de nosotros. Volvía a Madrid.
—Descubre al asesino de Picas, por favor —me dijo al despedirse de mí.
—Le doy mi palabra, profesor —le dije, dándole un abrazo.
Tenía a la teniente enfadada por haber desaparecido dos días del pueblo, pero al fin y al cabo eran mis días de descanso. Aquella mañana volví a la mina, a mi relevo de siempre. No sé la razón por la que tomaba contacto de nuevo con Vega y con Infierno cuando debía quedar con Rosario para repasar a nuestros doce sospechosos. Estaba convencido de que íbamos a dar con el asesino, comenzábamos a tener más pistas. La llamé y quedé con ella para comer al día siguiente, después de que yo saliese de trabajar. Pero aquella comida no se pudo celebrar. Recuerdo que el día comenzó como tantos otros, madrugando, colocándome a la cola de trabajadores vestidos de azul mahón y dirigiéndome a las entrañas de Infierno. Eran las diez de la mañana cuando paramos para comer el bocadillo. De repente alguien que llegaba del exterior nos dio la noticia: habían asesinado a Zorro a primera hora de la mañana en su fábrica. Dejé el bocadillo a la mitad, simulé una indisposición y escapé en dirección a la ebanistería de Zorro.
El asesinato de Picas, después el asesinato de Zorro, todo iba demasiado deprisa. Dios estaba tirando los dados y las peores jugadas eran para nosotros.