17: El accidente y la huelga

17

El accidente y la huelga

A finales de enero recibí la llamada de Asun. Estaba histérica. Al parecer «había tenido una falta», me dijo. Luego lo había comprobado en una farmacia y le dio positivo el famoso test del embarazo. Ahí estaba la guasa. Meses sin hacer al amor y de repente, ¡zas!, voy a primeros de año a Madrid y se queda embarazada. Pero eso no era lo grave, lo preocupante estaba en cómo se digería aquello dentro de la cosmovisión de la realidad que tenía su familia. Y la solución sólo admitía una salida: la mentira. O abortaba, ocultándoselo a sus padres, o nos casábamos. Esos días fueron infernales, más para ella que para mí. Un día me llamaba y me decía que iba a abortar, al otro cambiaba de parecer, alegando que era un asesinato, y planteaba la cuestión de casarnos.

—Asun, ¡por Dios! Hacemos lo que tú quieras. ¿Qué quieres, que nos casemos? Pues nos casamos. Y si decides abortar, también cuentas con mi apoyo, lo entendería perfectamente. Pero, sea la opción que sea, elígela libremente, no te sientas coaccionada por tu familia.

—¿Tú quieres casarte?

—Asun, sabes que, aunque no creo en el matrimonio, te quiero. Y que si esa es la solución por la que optas, por mí encantado.

—Pero, tendría que ser por la Iglesia.

—Pues que sea por la Iglesia, qué más da.

Al día siguiente me llamó entusiasmada, había decidido que el camino a seguir era casarnos. Al parecer, se lo había comentado a sus padres y no les gustó la idea pero no podían oponerse a los deseos de su hija. En aquel momento el aborto quedaba descartado. Como se puede imaginar, el asunto del embarazo no se había atrevido a comentarlo con sus padres.

—Sabes —me dijo, después de hablar con sus padres—, me comentó mi padre que este fin de semana hay unos cursillos prematrimoniales en Madrid, sólo duran el fin de semana y nos dan el certificado para casarnos. Tienen un inconveniente: están organizados por el Opus Dei.

—¡Qué más da! —le dije para tranquilizarla, aunque aquella historia no me gustaba nada.

—¿Entonces, le digo a mi padre que nos inscriba? —en sus palabras había alegría, algo así como ver la luz a la salida del túnel.

Aquel fin de semana tenía que trabajar, pero realicé varios cambios en los turnos con compañeros para poder ir hasta Madrid. Cuando volviese tenía que trabajar lo mío y devolver las horas que me hubiesen hecho.

El sábado a las diez de la mañana estaba delante de una iglesia cercana a Tirso de Molina, en Madrid. Había salido de Vega a las seis y le había dado zapatilla al coche. Asun fue puntual. Paseábamos por la iglesia esperando a que nos llamaran, otras parejas hacían lo mismo. Me llamó la atención que, además de las efigies tradicionales de los santos conocidos, también tenían la de monseñor Escrivá de Balaguer. Era lógico, para eso era su mentor. ¿Qué hacía yo allí, en unos cursillos prematrimoniales organizados por el Opus Dei? En fin, no le di mucha importancia, al fin y al cabo todo era una cuestión práctica. En un fin de semana nos daban el certificado y podíamos casarnos cuanto antes. Así, ese niño nacería en la gracia de Dios y no en el pecado, según sus creencias.

El cursillo comenzó con una teórica de un cura más papista que el Papa: nada de preservativos, el amor sólo para procrear, ser sobrios en el gasto y en el consumo, el marido debe llevar la voz cantante y la mujer obedecer, la contabilidad debe ser exhaustiva, a los hijos había que criarlos en el temor a Dios y a la jerarquía eclesiástica… Sabe, al final todo se resumía en tres principios: austeridad, abstinencia sexual y acumular dinero para la causa. A veces tenía la sensación de que Asun hacía todo aquello por una cuestión de apostolado, ya sabe, para llevar a un ateo al redil.

Después del cura vino un seglar que nos dio otra charla sobre el bien y el mal en la sociedad, ya sabe, el bien estaba guiado por Dios y decía que era votar a la derecha. El mal era la izquierda, los rojos, el rollo de siempre. El catolicismo del Paleolítico, ajeno a los cambios sociales. A aquel seglar le anoté la matrícula del coche en el descanso que nos dieron para tomar un café. Si se pregunta por qué lo hice, la respuesta es muy sencilla: este trabajo nuestro hace que uno huela la basura a distancia. Llamé a comisaría y pedí la titularidad del vehículo y que pasasen sus datos por los archivos de penales. Me dio antecedentes penales por estafa en varias ciudades españolas y todas pendientes de juicio. Se lo dije a Asun, pero no me creyó, pensó que lo decía para menospreciarle. Pero era verdad: el tipo daba consejos sobre la moralidad y estaba pendiente de cuatro juicios por estafa a gentes a las que había engañado. ¿En nombre de quién? ¿De Dios o de él mismo?

La tarde fue un verdadero suplicio: nos separaron en dos grupos, hombres por un lado, mujeres por otro. Al parecer las recomendaciones en el matrimonio debían ser distintas para cada uno de nosotros. A nosotros nos exhortaban sobre la necesidad de ser buenos padres de familia: trabajadores, buenos católicos, amantes de la familia, la Iglesia, el Estado, si no era laico, claro está. A ellas les contaban aquello de la sumisión al marido, a la Iglesia, de que nada de sexo por placer y una sarta de estupideces que harían palidecer a la mismísima Inquisición.

El domingo era el día final: una charla de una especie de comisario político religioso que nos habían enviado, confesión, misa de doce para todos y la comunión. A la una comenzaba la evaluación; al parecer había un examen. Le digo la verdad, estaba temblando sobre qué tipo de preguntas nos iban a poner para superar aquellos cursillos. De repente lo vi, aquel cura que había escuadrado en Vega hizo su aparición, era el examinador. ¡Lo que me faltaba! La curia romana o su pastelera madre lo había enviado a esa iglesia de inspector de conciencias. Es la desgracia de mi vida: si estuviese solo en un desierto y se levantasen siete tornados, los siete confluirían en mí.

Nos iba haciendo pasar, con cada pareja duraba unos veinte minutos. Nos llamó. Cuando entramos Asun y yo, estaba leyendo nuestras solicitudes.

—Pasen y acomódense —dijo, sin elevar la vista.

Levantó la cabeza y me vio. Toda la palidez del mundo le vino de repente a su rostro, hasta Asun se dio cuenta de ello.

—Padre, ¿le ocurre algo?

—No, nada. Estoy bien.

No me dijo nada del asunto que nos traíamos a medias. Comenzó a hablarnos de la importancia del sacramento del matrimonio, de la relevancia del mismo para nosotros y para la Santa Madre Iglesia, todo ello tartamudeando. De repente dijo algo que no me gustó.

—Ya saben ustedes que, según el código de derecho canónico, si uno de los contrayentes fuese no creyente el matrimonio es nulo de pleno derecho.

Aquello era un jarro de agua fría para Asun: ella era una creyente honesta, no como toda la mierda que nos rodeaba. Fue ella la que se puso colorada en ese momento, sabía cuáles eran mis creencias. Aquel cura siguió con su perorata pero yo no le prestaba atención, me había quedado estancado en aquella frase que había pronunciado hacía unos segundos. Al despedirnos, nos dio la mano y nos deseó mucha suerte en nuestra decisión. Nada más salir, le dije a Asun:

—Espera un momento, se me ha olvidado preguntarle algo.

Dejé a Asun en la puerta y entré yo solo. El cura, nada más que me volvió a ver, palideció de nuevo. Me acerqué a él y le coloqué la mano en su barbilla, apretándosela.

—Espero que nos dé un aprobado en estos cursillos. Si se le ocurre suspendernos le aseguro que va a comprobar en su propia carne si de verdad existen el cielo y el infierno.

Salí y cerré la puerta. No llamó a nadie más hasta que no pasaron diez minutos, debía de estar luchando contra su conciencia.

Nos aprobó el cursillo, qué remedio le quedaba, pero el mal ya estaba hecho. Asun había quedado en silencio, yo sabía lo que se estaba preguntando: ¿A quién quería engañar? Yo no era creyente y nunca lo sería. Y ese matrimonio a los ojos de Dios, de su Dios, de la Iglesia, sería nulo.

Apenas hablamos después, la comida se convirtió en un velatorio. Salí en dirección a Vega por la tarde, con el objetivo de llegar a cenar antes de las once y poder descansar algo, ya que al día siguiente me esperaban seis relevos seguidos de trabajo. Estuve todo el camino pensando en lo ocurrido; los silencios de Asun eran lo que más me preocupaba. Por eso, al llegar al alto de Manzanal detuve el vehículo realizando mi sempiterna parada en la cafetería de la gasolinera y la llamé.

—Estoy bien, estoy bien. Pero no sé, creo que nos estamos equivocando los dos.

No fui capaz de sacarla de esa reflexión. Cené con Pacita, que me informó puntualmente de todo lo ocurrido en mi ausencia. En conclusión, el pueblo seguía igual. Al día siguiente iba como un sonámbulo a trabajar. Mi mente estaba en Asun, en el puñetero cura, en los padres de ella y en toda aquella parafernalia en la que me estaba metiendo. Ni siquiera atendía a las órdenes de Pantera.

—A ver si espabilas, guaje. Parece que hoy estás atontado.

Esa era la palabra, atontado. No me concentraba en lo que estaba haciendo. A media mañana me dieron ganas de dejarlo, de mandar todo a paseo y poner rumbo a Madrid. Pero lo que iba a ocurrir me lo impediría.

De repente, a las diez de la mañana, la montaña vibró. Fue un movimiento corto, débil, pero todo se movió. Del techo de la galería comenzaron a caer cascotes de piedra, costeros, pocos al principio, después lo hicieron sin parar. Me acordé de Picas: «La montaña está hueca, el día que la falla se mueva se derrumbará todo». Pensé que aquello era una especie de aviso del derrumbe que se avecinaba. Me coloqué de pie, al lado del marco de madera que formaba un enorme bastidor de eucalipto. Si todo se derrumbaba, estaba seguro de que ese sería el último lugar. Silencio. Nadie decía nada en la galería, en el pozo, hasta los compresores parecía que habían detenido su funcionamiento. Vi a algunos rezando, los rezos no ayudan, son inútiles, pensé. Había que salir de allí cuanto antes. Nada se movía, continuaba el silencio. Otra vibración más fuerte que la anterior. Las piedras caían por todos lados, era un derrumbe con todas las de la ley. Gritos de dolor. Piedras. Polvo. Sangre. La montaña se calmó. Iluminé con mi lámpara la salida de la galería: estaba taponada. No sabía los metros de aquel derrumbe, podían ser doscientos si es que estaba toda bloqueada. Iluminé al interior. Las piedras habían sepultado a varios, lo presentía, no sabría decir el número, el derrumbe nos había dejado aislados, no veíamos lo que podía haber ocurrido al otro lado. En el hueco que había quedado sólo estaban Pantera, tendido en el suelo boca abajo, con sus manos protegiéndose la cabeza, y Luis, con una pierna sangrando, al parecer por una fractura. Yo estaba ileso. Me abalancé sobre Pantera; estaba bien, aunque algo magullado.

—¡No te muevas! —le grité.

Me dirigí hasta Luis: la pierna derecha estaba rota. Necesitaba entablillarla pero no había nada alrededor para poder hacerlo. Cogí el mango del hacho; serviría. Cogí mi cinturón y con aquel trozo de madera improvisé una sujeción eficaz en la pierna.

El aire era en ese momento lo principal. Iluminé la salida, el polvo del ambiente se movía impulsado por una ligera corriente que provenía del exterior. Ese era nuestro pasaporte hacia la salida, por algún lugar estaba entrando el aire. Creo que eso fue lo que me dio fuerzas para continuar, además de pensar en mi hijo, un niño al que tenía ganas de conocer dentro de unos meses. En aquel momento tenía a Pantera tumbado en el suelo respirando con dificultad y a Luis con su pierna inmovilizada. Comencé a quitar piedras de la parte de arriba del derrumbe. Una, dos, tres… aquello podía convertirse en una eternidad. Luis, con su pierna rota, se acercó a mí y comenzó a ayudarme, dentro de sus posibilidades. Yo arrancaba una piedra y la lanzaba hasta un montón, él intentaba colocarla para que no taponase el poco hueco del que se disponía. Cuando fui capaz de abrir una abertura en la que cabía tumbado me quedé allí e iba arrastrando las piedras con las manos hasta la altura de las rodillas, luego las empujaba con los pies hacia atrás. Luis, según iba pudiendo, las apartaba de la boca del pequeño orificio al que yo las enviaba. Llevaba casi cuatro metros excavados, aún quedaba mucho trecho, lo presentía. Lo que nos salvaba era que entraba el aire por algún lugar, posiblemente entre las rendijas de las piedras, el derrumbe no había sido tan violento como para aplastar las piedras unas contra otras y cerrar cualquier paso al aire.

—Tumbados consumiríamos menos aire y daríamos tiempo a que nos rescatasen —dijo Pantera, que yacía inmóvil en el suelo, sudando y temblando, aunque vivo.

—Mientras entre el aire, hay que seguir intentándolo —apostillé.

Los minutos se convertían en horas, ningún sonido, ninguna máquina funcionando. ¿Nadie vivo? No lo sabíamos, había que seguir. Estaba exhausto, llevaba muchas horas intentando abrir paso. Pantera se repuso del terror y comenzó a ayudarme; entre los dos avanzaríamos más.

Miré el reloj, llevábamos más de doce horas tumbados, escarbando, habíamos avanzado casi cincuenta metros. Mis manos estaban doloridas, sangraban, ni siquiera los guantes me protegían. El derrumbe no había sido compacto en toda la galería, eso nos salvaba, había bolsas de aire en medio que nos permitían proseguir de forma más rápida. Había sido el eucalipto, cada diez metros estaba colocado uno, había impedido el derrumbe total. Ellos formaron las bolsas. Me desplacé con Pantera por el hueco que habíamos abierto hasta una bolsa más amplia, Luis fue arrastrándose como pudo. Yo calculaba que habíamos atravesado un tercio de la galería; si no faltaban el aire ni las fuerzas al cabo de otras doce horas podíamos estar pozo arriba. Pantera se movía con dificultad, sudaba y respiraba de forma agitada, temía por su vida, necesitaba asistencia sanitaria inmediatamente. Luis me preocupaba menos, suponía que debía de estar pasando un calvario de dolores, pero era un tipo duro, de los que sólo se forjan en las entrañas de las montañas.

Continuamos cavando y apartando las piedras de la parte de arriba del derrumbe, cada vez avanzábamos más deprisa, las bolsas eran mayores. Una piedra enorme nos estaba interrumpiendo el paso y pese a mis esfuerzos no era capaz de moverla. Pantera me ayudaba con una palanqueta.

—Tendremos que partirla —repetía. El problema era cómo.

Aquello era imposible, habríamos necesitado dinamita. Optamos por cavar en otro lateral. Nos dio resultado, fuimos capaces de desplazar aquel pedrusco y destapamos el cuerpo de un compañero aplastado.

—Es Florentino —dijo Luis—. ¡Dios! Le quedaban dos años para jubilarse.

Luis comenzó a llorar y se derrumbó en el suelo. Los hombres duros también lloran, comisario, pero no lloran por frivolidades, ni por el dolor o el miedo, gimotean como niños ante la impotencia. No podíamos hacer nada. Allí, ante nosotros, el cuerpo destrozado de aquel compañero. No soy especialista en medicina forense, pero todo hacía indicar que el golpe que tenía en la cabeza le había hecho perder el sentido, después quedaría tendido en el suelo inconsciente y no pudo huir del resto de piedras y tierra que se le vino encima. Apartamos su cuerpo y lo dejamos reposar en el suelo. Y continuamos escarbando, con más rabia, con más dolor si cabe.

—¿Qué pasara? ¿La brigada de salvamento no se ha puesto en movimiento? Llevamos casi veinte horas aquí.

—Tranquilo, Luis —dijo Pantera—. Si el derrumbe afecta a todas las galerías hay trabajo para diez brigadas durante diez semanas. Debemos preocuparnos de irnos abriendo camino nosotros.

Y continuamos. Habían pasado casi veinticuatro horas. No sentíamos el dolor, yo el de mis músculos y manos y Luis el de su pierna, pero ambos temíamos por el alma de Pantera, cada vez estaba más pálido, sudaba más y su respiración se oía en el eco de la bóveda.

—¡Ahí está! —grité.

Habíamos ido cavando metro a metro, piedra a piedra, y lo habíamos conseguido. Ya no quedaban más zonas desprendidas, el camino estaba libre hasta el comienzo de la galería. Llegamos al apartadero, la zona más ancha de la galería, donde se dejan los vagones en vía muerta. Teníamos que recuperar fuerzas para afrontar la subida del pozo. Era raro, no veíamos movimiento de ningún tipo, en algún lugar tendría que quedar alguien vivo. En algún sitio tendrían que estar los de salvamento. «Están en la galería central, se han olvidado de nosotros», repetía Pantera. Era posible que tuviese razón, o tenían demasiado trabajo en la central o no podían entrar por miedo a otro derrumbamiento que se avecinaba, alguna de esas cuestiones era la que explicaba el silencio del interior. Estábamos reventados, nos sentamos un momento a recuperar fuerzas. Pantera comenzó a sudar de una forma violenta. Le puse la mano en la frente: sudor frío. Se colocaba la mano en el pecho, se estaba poniendo pálido, un ataque al corazón. Sus pulmones llenos de polvo y su corazón no resistían la presión. Cayó al suelo. Era un infarto. Salté sobre él. En la Academia nos preparan para este tipo de cosas. «Cuatro dedos por encima del final del esternón», nos decía el médico que nos dio el cursillo, «coloquen una mano encima de la otra y comiencen a dar el masaje cardiaco: uno, dos,…». No respondía. Continué. «Es preferible que le rompan una costilla a que se les muera», esa siempre fue la sentencia. Mis masajes le podían romper alguna, pero no desistía, le insuflaba aire con todas mis fuerzas. No sé el tiempo que estuve así. Luis lloraba, «déjalo, ha muerto», decía. Yo no me daba por vencido. Tosió. Pantera había tosido, estaba vivo. Le tomé el pulso, era débil, pero vivía. No había tiempo que perder, cargué a Pantera sobre mis hombros y comencé el ascenso por la garganta de Infierno. Pantera necesitaba que lo llevasen a un hospital y rápido.

—Luis, nos vamos —le ordené.

Diez escalones, diez pasos, y me detenía a descansar pero sin descargarlo de mis hombros para no enfriarme. Ascender y descender aquella pendiente no era nada cuando se iba en el monorraíl eléctrico, a pie sólo la había subido una vez que nos quedamos sin suministro. Pero con cien kilos de peso a mis espaldas… eso era harina de otro costal.

Presentía la bocamina, mis piernas casi no respondían, había gente allí arriba, mucha, sentía el murmullo, aunque no viese nada. Seguí subiendo. Uno de la brigada de salvamento, el primero que veía, se abalanzó sobre mí para ayudarme.

—Ayuda a Luis, viene detrás —le grité.

Y se dirigió pendiente abajo en su búsqueda.

—¡Ahí sube alguien! —comenzaron a gritar desde la bocamina.

Empezaron a correr hacia mí, yo no les veía, el sudor mezclado con el carbón me cegaba. De repente, flases de cámaras de fotos. ¡Lo que me faltaba!, pensé, periodistas allí, mi identidad secreta se iría por el retrete. Llegaron más, no los pude ni identificar, recogieron a Pantera de mis hombros y me agarraban para ayudarme a subir.

—¡Dejadme! Ayudad a Luis, viene ahí abajo, detrás de mí —grité con todas mis fuerzas.

Y se lanzaron por la rampa abajo, hasta encontrarlo.

Después de un combate, cuando has recibido una paliza, no importa si has ganado o perdido, tu cuerpo huele a sangre, vaselina y sudor. Así me sentía yo. En esos momentos no debes tumbarte, ni dormirte, ni aislarte, debes lamerte las heridas, esperar que cicatricen y pensar sobre las razones que te han llevado hasta allí. Eso fue lo que hice, después de ver cómo se llevaban a Pantera y a Luis en una ambulancia, alejándolos de Infierno. No tenía heridas físicas, salvo mis manos, que necesitaban una cura con urgencia; mis dolores provenían de los muertos, de las víctimas que había provocado el derrumbe.

Al parecer, la brigada de salvamento estaba dentro realizando su trabajo, pero sus miembros no daban abasto con el horror del interior. Los voluntarios tenían prohibido entrar, habían dicho que otro movimiento de tierra estaba a punto de ocurrir. Alguien corría detrás de mí. Giré mi cabeza. Era Picas, que venía con una manta. Estaba allí y ni siquiera lo había visto.

—Tápate, muchacho. No debes coger frío.

Le miré, parecía mi entrenador. Él lo había advertido, lo que acababa de ocurrir estaba escrito. Le abracé, me abrazó, y lloré, y lloró, como lloran los hombres de mármol.

Doce muertos, veintidós heridos, ese fue el balance. El mundo de la mina quedó teñido de negro y rojo. Tres días de luto oficial decretaron desde el Ayuntamiento, banderas a media asta. Aquello no podía quedar así, alguien tendría que ser responsable. Si Vallona conocía el informe que Picas había elaborado años atrás, alguien por negligencia, por enriquecerse, por lo que fuese, era un criminal.

Pasaron los tres días. Había que volver al tajo a la mañana siguiente. Una marabunta de técnicos y máquinas trabajaron para limpiar de escombros el interior. Era hora de volver a Infierno. Pero no así, eso lo tenía claro. «Domínio ou sabotagen, filho», mi mãe otra vez en mi cabeza.

Aquella noche, en realidad, no sabía qué hacer, pero la imagen de los muertos me perseguía y las palabras del profesor sobre la cuadrilla me alentaban. Recogí mi mono de mahón y me dispuse a marchar. Eriko, que se había salvado del derrumbe al no trabajar su turno, me vio salir de la habitación a esas horas intempestivas y me preguntó adonde iba.

—¡A calmar la mala hostia! —le dije, casi sin mirarle.

Él era inteligente, aunque apenas supiera leer y escribir. Él no sería muy culto pero no era imbécil, adivinó lo que iba a suceder y sin decir palabra salió detrás. Atravesamos la taberna, los noctámbulos de todas las noches jugaban su partida. Zurdo nos vio salir, pero no preguntó ni dijo nada, siguió mirando sus cartas y fumando su entrefino.

Subimos hasta la parte de la ladera en la que estaba la cinta transportadora, la que lleva el carbón hasta el lavadero para distribuirlo según el tamaño y limpiarlo de escombros. Entramos por una ventana al lavadero. Encendí las luces, sabía que el vigilante las vería y acudiría, pero desde su puesto aún tardaría cinco minutos largos. Y eso es mucho tiempo para alguien decidido a destruir lo que pueda. Cogí una palanqueta y la incrusté en los rodillos de la cinta, bloqueándola, y comencé a arrancar los cuadros eléctricos de las paredes. La luz se fue, pero la luna estaba de nuestra parte. Era curioso el comportamiento de Eriko, no había preguntado por lo que estaba haciendo ni el objetivo de ello, se limitó a secundarme, como cuando confías ciegamente en alguien y le sigues, sin que te importe el resultado. Clavó su puñal en la cinta, tantas veces que no me dio tiempo a contarlas. La cinta se partió. Una mañana para sustituirla, suficiente para parar la mina un rato, pensé, sin saber el porqué. De repente, la puerta se abrió de una patada. ¡Mierda!, exclamé, pensé que era el vigilante. Pero no, era Zurdo, con su zurrón al hombro.

—O sea, que os habéis venido vosotros dos a esta fiesta y no me invitáis. Sois unos desconsiderados, aparte de unos aficionados, claro está. Seguidme.

Zurdo sabía moverse en la noche, era su elemento natural. Ya no era sólo lo que yo sabía por el profesor sobre la época de la cuadrilla, era algo más, aquella seguridad, su aplomo, ese saber estar que emitía, parecía que le habían parido en el sabotaje. Le seguimos. Ascendimos por la colina. Vimos al vigilante dirigirse hasta el lavadero, pero ya no nos iba a encontrar allí. Cuando llegamos a la torre del castillete, Zurdo sacó de su zurrón seis cartuchos de goma 2, los ató con cinta aislante e introdujo un detonador del 5, cinco segundos de retardo. Todo el envoltorio lo ciñó a una de las patas del castillete. Los cables del detonador los enrolló a otro que llevaba y lo fue desenroscando por la montaña arriba. A cien metros de distancia, extrajo una pila de petaca de su mochila y unió los cables a los bornes. La corriente se propagó por los filamentos de cobre. Cinco segundos: uno, dos, tres, cuatro y cinco: la dinamita explotó. Y el castillete se fue inclinando sobre su pata destrozada hasta que cayó encima de una columna del suministro eléctrico. Saltaron las chispas, se provocó un incendio. Infierno había quedado sin suministro eléctrico. Al día siguiente nadie podría entrar a trabajar.

—Si eso es lo que buscabais, ahí las tenéis, las putas condiciones objetivas —sentenció Zurdo.

No dije nada, y menos que esa expresión ya la había oído en boca del profesor. Había que esperar a ver lo que ocurriría al día siguiente.

Por la mañana, el turno entero de trabajo esperaba en los vestuarios, sin saber si debía cambiarse de ropa para entrar a trabajar o volver hacia sus casas. Nadie decía nada, silencio. La falta de los compañeros se sentía en el aire. Y del fondo surgió una voz ronca y solitaria que comenzó a cantar:

En el pozo María Luisa

murieron cuatro mineros

Mira…

De repente, todo el turno, sin que nadie diese la orden, se le unió. Y sin más, doscientas voces a coro cantaban:

Traigo la camisa roja

de sangre de un compañero

Mira…

Yo canté con todas mis fuerzas, esa letra me la sabía de memoria. ¿Quién no la conoce en Asturias o León? Miré alrededor: los ojos de aquellos hombres estaban húmedos, pero eso no les aplacaba la voz.

La canción se terminó y, sin darnos cuenta, alguien había subido a un taburete, no era del relevo, por lo menos del nuestro. Era un hombre mayor, de unos sesenta años. Me fijé en sus manos, tenía brozas negras en ellas, era o había sido minero. Y se dirigió a todos nosotros:

—¿Vais a dejar que esto quede así? No seáis corderos, han muerto doce de los nuestros y todo por la avaricia de los Vallona. Y vosotros vais a entrar a trabajar como si no hubiese ocurrido nada. Hay que exigir medidas de seguridad. Nadie debe bajar ahí hasta que se asegure que todo el interior está controlado.

Murmullos. Pregunté por él. Me dijeron que era el secretario del Sindicato de Obreros del Bierzo, Marcelo Viñas, un histórico del sindicalismo de la zona. Expulsado de una de las organizaciones sindicales mayoritarias por defender posiciones demasiado radicales. Desde ese momento fue el fundador del sindicato comarcal. Todos le escuchaban, pero nadie quería dar un paso adelante con él. Unos comenzaron a cuchichear, decían algo de remitir una carta a la Delegación de Trabajo, otros defendían la formación de una comisión para ir a ver a los Vallona, los más atrevidos, pero en voz baja, defendían una huelga, un encierro. El ambiente se estaba caldeando.

No sé lo que fue, comisario, posiblemente la sangre minera que circula por mis venas. Pero no me pregunte, no le podría decir la razón por la que en ese momento tomé la palabra.

—Compañeros, hace mucho tiempo que los Vallona conocen la existencia de una falla en el terreno que podía provocar un hundimiento como el que hemos sufrido y que segó la vida de doce compañeros. Ese informe, realizado hace más de veinte años por su ingeniero jefe, fue arrinconado, olvidado en algún despacho. Se necesitaba invertir muchos duros en la seguridad. Mucho dinero que ya no podía ir a mansiones, yates y queridas. Qué más daba la vida de cuatro brutos que se meten en la mina a sacar carbón por dos céntimos. Y ocurrió. Y mañana volverá a ocurrir. Es el momento de gritar basta a los Vallona. Propongo un encierro indefinido hasta que se firme un acuerdo que garantice la seguridad en el interior, les cueste los duros que les cueste. Con nuestra vida y la de nuestros hijos no se juega.

Silencio. Todos me miraban. Me había ganado su respeto, me había integrado como uno más en sus vidas, pero convertirme en un líder obrero no estaba en mis cálculos. Sin embargo así fue, como se lo cuento.

—Pasemos la propuesta a votación —sentenció Marcelo—. Votos a favor de la propuesta de Ramalho.

Las manos se levantaron, todas, no quedó ninguna.

—¿Votos en contra? —silencio, nada se movía—. ¿Abstenciones? —nada—. Queda aprobada la propuesta por unanimidad. Huelga y encierro indefinido.

¡Dios!, ¿sabe usted?, me sentí vivo. Sentía la sangre recorrer mis venas, la adrenalina tensaba mis músculos, comenzaba la batalla y yo estaba dispuesto a pelear, a volver de nuevo al ring, al cuadrilátero de la lucha de clases. Otra vez la voz ronca y solitaria del fondo comenzó a cantar y al llegar a «Traigo la camisa roja», volvimos a unirnos los demás. Mire, comisario, sólo recordar aquellas doscientas gargantas cantado me pone la piel de gallina, era como un pacto de sangre.

A partir de ese momento comenzó la huelga y el encierro. Los alrededores se llenaron de Guardia Civil. Fuimos quince los que nos adentramos en Infierno, con la idea de no salir hasta que alguien nos dijera que Benito Vallona había hincado la rodilla. Seis días de huelga, seis días de encierro que nos unieron a los quince como si hubiésemos sido siempre hermanos. La Guardia Civil seguía impidiendo el paso a la bocamina, no querían que nadie más se sumase al encierro. A la única que dejaban pasar era a Pacita, que venía con su sopera y con víveres para todos. Sabe usted, comisario, siempre se habla de la lucha heroica de los mineros, pero pocos hablan de su intendencia. Y el cuerpo de intendencia en su guerra son sus mujeres, sin ellas pocas batallas se habrían ganado. Ellas son las que suministran el valor cuando este decrece, ellas son las que alimentan el fuego de la hoguera en su lucha, ellas son la mitad del cielo minero y tienen a las estrellas de su parte.

No necesitaba estar afuera para saber cómo estaban sucediendo los hechos: ellos irían en marchas a protestar hasta las oficinas en Bembibre y formarían barricadas con neumáticos ardiendo en las calles, enfrentándose a fuerzas de la Guardia Civil; ellas saldrían a la calle tocando las cacerolas y tumbándose en las carreteras paralizando el tráfico; y sus hijos, después del colegio, cogerían sus gomeros con bolas metálicas y las dispararían contra las unidades antidisturbios. Una batalla de un pueblo entero contra Benito Vallona, pero él no estaba en esa gresca, la Guardia Civil, bajo la cobertura teórica de defender la seguridad pública, velaría por sus intereses. La violencia en las calles estaría llegando a un límite difícil de controlar. Si se prolongaba varios días más comenzaría a aparecer la dinamita. Y eso significaba una declaración de guerra.

Pero la dinamita no apareció. Al sexto día Marcelo entró en el pozo y nos dijo que la empresa había firmado un preacuerdo: no despediría a nadie de los encerrados, invertiría nosecuántos millones en seguridad y no se explotaría más carbón hasta que los trabajos de aseguramiento del interior estuviesen rematados.

Suficiente. Abandonamos el encierro. Abandonar un encierro es como traspasar el Cabo de Hornos y hacerlo con vida. Llegas a la bocamina, todos te esperan, abrazos, besos, lágrimas y una palmada en la espalda de alguien que quiso estar contigo y no le dejaron. Te colocan unas gafas ahumadas para protegerte los ojos de los rayos solares y caminas entre la gente como un semidiós.

—¡Ramalho! ¿Qué cojones está usted haciendo en Vega? Usted es un policía con una misión. ¿Se le ha olvidado? No es un líder obrero. Benito Vallona nos hizo el favor de introducirlo a usted en la mina para averiguar qué estaba ocurriendo allí. ¿Y qué hace usted? Le organiza una huelga y un encierro. Mañana, a las nueve en punto en mi despacho, aquí en Madrid —y colgó.

Esas fueron las palabras del comisario jefe tres horas después de abandonar el encierro. Al día siguiente me iban a leer la cartilla los jefes y posiblemente me expulsarían de la misión. Eso era lo que más me dolía. Llamé a Asun para informarle de que salía para Madrid, en cuatro horas estaría allí.

—Te tengo que decir una cosa: he abortado.

A partir de aquel momento, comisario, comenzó el punto sin retorno en mi vida.