16: Los inmortales nos han igualao…

16

Los inmortales nos han igualao…

Seguía recopilando más y más información sobre los Vallona. Todos los hilos me llevaban a esa madeja, pero el ovillo se volvía a bifurcar en muchos filamentos que a su vez terminaban en otro rollo. Todo se entrelazaba, era el capital financiero el que mandaba, ya no se necesitaba la presencia física del patrono en las empresas, bastaba con colocar a sus mandarines, burócratas bien pagados, con contratos blindados muchos de ellos. Las empresas se controlaban desde las mansiones en cualquier lugar del mundo, aportando y retirando dinero.

Por mi parte, en esos meses fui haciendo lo que Bustillo me indicó. Devolví el recibo de la financiera del coche de octubre y también el de noviembre. Me machacaban a llamadas amenazándome con llevarme a los tribunales por la deuda impagada. Todo eran excusas por mi parte: que si a fin de mes, que este mes surgió un imprevisto y no pudo ser, que para el otro. Había llegado el tercer recibo y lo había devuelto, por incorriente; sería cuestión de días que me introdujeran en esos archivos que llaman de morosos, pero que no son más que los archivos de protección de un sistema financiero. Recibí la que se suponía era la última llamada de aviso. Tenía veinticuatro horas para realizar el ingreso o anularían la operación financiera e iniciarían el proceso judicial. Era el momento de acudir a la Financiera Berciana.

Llamé por teléfono para pedirles una cita y me dijeron que fuera a la hora que desease dentro del horario de apertura, que llevara la nómina y el DNI. No esperé, cogí el coche y me dirigí a Ponferrada. Sus oficinas estaban en una calle periférica, en la zona antigua, detrás del Ayuntamiento. Era un primer piso, con un letrero pequeño pegado en una esquina de la pared, casi clandestino, ni siquiera tenían buzón de correos, todo muy misterioso. Toqué el timbre y me abrió un sujeto gordo en mangas de camisa y con tirantes.

—¿Sí? —ni buenos días o tardes ni un saludo cortés y amable como en una oficina bancaria; se le notaba que estaba en posesión del poder, todos los que tocábamos el timbre éramos una pandilla de apestosos necesitados.

—Buenas tardes, les llamé por teléfono antes. Venía por una operación que… —no me dejó terminar.

—Pase.

Entré en aquel cubil: dos oficinas a mi derecha ocupadas por dos individuos que emitían amenazas por el teléfono; al lado, un despacho mayor ocupado por el que parecía el jefe, no tendría más de cuarenta, trajeado y con viruelas en la cara. El gordo con tirantes me indicó que pasase a una sala con una mesa redonda.

—Siéntese, ahora le atenderán.

Me senté y esperé. Cinco minutos revisando la habitación, allí no había nada de interés: cuatro expedientes encima de la mesa, un cenicero y un cuadro de mercadillo colgado en una pared empapelada con muy mal gusto.

—Buenas tardes —el individuo de las viruelas que parecía el jefe entró y me estrechó la mano—, usted dirá.

—Vengo a solicitarles un pequeño préstamo para la casa.

—¿Reforma o compra?

—Reforma.

—¿Cuánto necesita?

—Unos dos mil setecientos euros.

—Es poco, seguro que le podemos atender. ¿Trajo su DNI, su nómina?

—Aquí los tengo —le di mi verdadero documento de identidad y mi nómina retocada.

—Ahora se los devuelvo, voy a sacar fotocopias y vamos rellenando la solicitud.

Y desapareció por la puerta. Me hizo esperar un cuarto de hora, que aproveché para fumar un cigarrillo y especular sobre lo que me iba a decir. Al cuarto de hora exacto apareció.

—Disculpe que tardase un poco, pero hay un pequeño inconveniente —pensé que se había dado cuenta de la falsificación del nombre en la nómina.

—¿Inconveniente?

—Verá, he consultado la base de datos de los ficheros ASNEF y usted figura en situación de riesgo.

—¿En situación de riesgo?

—Sí, a usted ningún banco le dará un crédito porque figura como deudor en esos archivos. ¿Qué deudas tiene usted?

—Sólo las de la financiera del coche, que me he retrasado con ellas por las obras que estoy realizando en mi casa.

—Ya, pues lo sentimos. No podemos ayudarle.

Todo era igual a como me había dicho Bustillo. Ahora yo tenía que llorar un poco.

—¡Maldita sea! ¿Y qué hago yo ahora? Tengo que pagar los arreglos de la casa y pagar a esa financiera. En caso contrario me embargarán.

—Pues lo siento, pero no podemos hacer nada.

—¿Y usted no conocería alguna manera de conseguir ese dinero? —ya estaba la trampa preparada, esperaba su reacción.

—Le queda una.

—¿Cuál? —abrí los ojos y le miré con entusiasmo; él se dio cuenta de ello y sonrió.

—Verá, se le puede pagar esa deuda que usted tiene con dinero privado. Cuando a usted lo saquen de esos archivos se le concede un préstamo para que pague a su prestamista privado más el dinero que usted necesite para la casa.

—¡Me vale! —dije entusiasmado.

—Pero le va a salir un poco caro.

—¿Cómo cuánto?

—Digamos que un 25%.

—¿Un 25%? —dije sorprendido; eso era más de lo que yo podía sospechar.

—Ya le dije que era un poco caro.

Agaché la cabeza como si estuviese pensándomelo, levanté la vista despacio y dije:

—Acepto.

Volvió a salir y regresó poco después con una serie de impresos. Me entregaba mil euros y yo firmaba letras por valor de casi el doble. Extrajo un talonario y firmó un talón.

—Pague a la financiera del coche y dentro de un mes nos viene a ver. Ya le habrán sacado de los archivos y así podremos darle el préstamo para que pague esta cantidad que se le adelanta y lo que usted necesite para la casa.

Me despedí de él. Miré el talón, llevaba tres firmas: dos que estaban ya extendidas y la de él, que firmaba el último cuando la operación estaba asegurada. Me fijé en las otras dos: una era de uno de los Vallona, su nombre era ilegible, pero su apellido se distinguía a la perfección. Bien, habían caído en la trampa. No pensaba pagarles aquel dinero, lo único que tenía que hacer era esperar a ver cómo se comportaban y me presionaban para cobrarlo. La primera letra vencería dentro de un mes, en diciembre, ahí comenzaría el folclore.

La vida transcurría en Vega a la espera de que alguna cuestión rompiera su paz.

De vez en cuando subía por la ladera a saludar a Picas. Hacía una vida de ermitaño, apenas salía de casa. Me habían contado que el único rato que salía al mundo era los viernes, y no todos; se dirigía al casino de Bembibre y jugaba unas manos al póquer. En mis ratos con él no sólo me hablaba de sus tomates o de sus lechugas, también, un día, me enseñó unos planos que había realizado él sobre las tripas de Infierno. Defendía que la montaña estaba prácticamente hueca al ritmo de explotación que había sufrido durante tanto tiempo y que las medidas de seguridad eran defectuosas en grado sumo, que sólo importaba la explotación del mineral y llenar las arcas de los Vallona. La vida de los mineros era algo secundario. Además, aseguraba, una falla tocaba tangencialmente la montaña; según él, un corrimiento de tierras podía poner en peligro la vida de todos los trabajadores que estuviesen dentro.

—¿Nunca ha inspeccionado la mina alguien del Ministerio de Trabajo?

—Muchos —me dijo con una sonrisa—, y qué más da. Los informes son todos favorables para la empresa. Cualquier inspector que llega al valle tarda muy poco en ser comprado por los Vallona. Todos tienen un punto débil, y se lo encuentran por mucho que lo oculten.

A partir de aquel día comencé a mirar a Infierno con miedo, me comenzó a parecer un ser vivo, un gigante que se adentraba en el fondo de la tierra. La montaña era como su cabeza. La bocamina parecía la entrada a su garganta y las galerías los bronquios de sus pulmones. Su estómago estaba en el fondo, a muchos metros de profundidad, y su digestión comenzaba cuando toda la maquinaria se ponía en funcionamiento y los cuerpos sudorosos y dolidos de los mineros comenzaban a extraer el mineral. Hasta dos hendiduras en la montaña me parecían sus ojos, uno más cerrado que otro, como si me lo estuviese guiñando. Y su pelo era una mata espesa de encinas que cubrían la colina. A veces creía que me miraba y retaba. El agua del río se deslizaba suavemente formando una especie de gargantilla plateada alrededor de su cuello. Y el castillete de arranque de la empresa incrustaba su cinta de transporte hasta su esófago, daba la impresión de ser un instrumento sofisticado de un dentista gigante, que le extraía alguna muela de una dentadura inexistente. Hasta parecía que me hablaba: «Al final, yo os daré la solución al problema», retumbaba su voz imaginaria en mi cabeza.

Y llegaron las Navidades. Asun se marchaba con sus padres a Pamplona y mi tío había decidido ir hasta Portugal a visitar a mi abuelo y mi mãe. Yo me quedaba solo en Vega. Sería una Nochebuena y una Navidad en casa Pacita. Si le digo la verdad, no me importaba. Son unas fechas que odio con toda mi alma.

En esos días recibí una invitación que no me esperaba.

—¿Vendrás a pasar la Nochebuena con nosotras? No consentimos que pases estos días solo en la pensión —me dijo Luci, mientras Paula asentía y me agarraba por la manga de la cazadora.

—Di que sí, di que sí —repetía Paula mientras me seguía tirando de la manga.

No pude negarme. Aquel veinticuatro de diciembre de dos mil tres pasé la Nochebuena con Paula, Luci y su madre. Recuerdo que compré regalos para ellas: una Game Boy para la niña, una docena de rosa blancas para Luci y una fuente de cristal para la abuela. Eran las ocho de la tarde cuando pulsé el timbre de su puerta.

—¿Qué llevas ahí?

—Los regalos de Papá Noel —dije sonriendo a Paula.

—¿Puedo verlos?

—Después de la cena.

Aquella Nochebuena me sentí rodeado de cariño. Era como si estuviese con mi propia familia. La misión en Vega iba lenta, en realidad se estaba convirtiendo en una especie de estudio sociofinanciero del valle. El objetivo era localizar y detener a un asesino pero en aquellos momentos no deseaba que eso ocurriese, me habría quedado a vivir allí para siempre.

—¿Has comido alguna vez en un mexicano? —pregunté a Paula.

—No…

—He visto uno en la Plaza Mayor de Ponferrada. Os invito a las tres.

La abuela se excusó, dijo que fuéramos nosotros. Unos días más tarde estábamos cenando en ese restaurante. Soy muy aficionado a los mexicanos, me encanta la comida picante. Pedí un surtido variado de tacos, nachos y enchilada. Paula disfrutaba con la mesa llena de platos sobre los que podía picar cuanto quisiera.

—¿Y los mexicanos comen siempre de esto? —Paula seguía entusiasmada con aquella variedad de colores y sabores.

—Supongo que no. Es como si tú vas a un restaurante español en Noruega, a lo mejor el plato típico es la tortilla de patatas, pero no quiere decir que nosotros estemos todos los días comiendo tortilla.

—Ah —respondió como si entendiera lo que acababa de decirle, pero estaba seguro de que ella había preguntado por preguntar y la respuesta le importaba poco.

Si nos llegaba a ver alguien de Vega aquello le iba a servir para murmuraciones de todo tipo. La verdad era que parecíamos una familia paseando por Ponferrada: Luci iba cogida de mi brazo derecho y Paula agarrada a mi mano izquierda. Nadie nos vio, o eso creí. En aquella velada me narró su vida: casada con quince años, por el embarazo prematuro de Paula; su marido tenía dieciocho y murió en un accidente en la mina al año de estar casados. He conocido muchas familias así en mi pueblo. Tuve miedo, sabe usted, miedo porque Luci se estaba enamorando de mí, Paula me veía como una especie de padre y la abuela, qué le voy a contar de ella, flotaba en el aire de entusiasmo cada vez que nos veía juntos. Y yo miraba los ojos verdes de Luci, sentía sus agallas de luchadora, de alguien que no se amedrentaba por las dificultades, y me daba miedo. Sentados en aquella mesa del restaurante, retumbaba un tango en mi cabeza:

Es posible que a tus ojos

que me gritan su cariño

los cerrara con mis besos…

Me gustaba todo aquello, me gustaba Luci, pero yo tenía otra vida en Madrid, no podía perder el horizonte. Me despedí de ellas con la promesa de repetir la salida.

La misión en Vega era eventual; duraba demasiado, pero tarde o temprano se terminaría y tendría que volver a mi barrio, a Vallecas, a mi comisaría, a Madrid. Y allí me esperaban Asun y otra vida. Por eso, después de Reyes, el primer par de días que me dieron descanso me escapé a Madrid. Asun ya había terminado sus vacaciones de Navidad y necesitaba hablar con ella. Pero también necesitaba una excusa en Vega: invité a Eriko a conocer la capital y aceptó.

Me desplacé dos días con Eriko a Madrid, quería ver su reacción ante el bullicio de sus calles, el anonimato de una vida enajenada, el ruido infernal de los claxon y los tubos de escape, las luces de neón y… es verdad, también quería ver su expresión cuando viese que él no era el único africano que poblaba nuestras tierras. Creo que eso fue lo que más le impactó, ver gente de su raza por todos los lados. Aunque sé que también le entristeció, pues no todos vestían monos de mahón azul. Muchos vendían discos ilegales en las esquinas bajo el frío de un invierno cruel, otros entraban a los bares y restaurantes vendiendo o pidiendo algo. Y no hablemos de las noches, usted las conoce comisario, ninguna de las personas de raza negra que circulan por las calles de la ciudad a esas horas son ejecutivos, en realidad son pasto de redadas policiales y carne de cañón. Eriko comenzó a comprender la suerte de tener a Pacita y un puesto de trabajo esperándole.

Creo que para él aquellos dos días fueron inolvidables. Hasta me enseñó el secreto de un puñal bien equilibrado. La forma correcta es que esté hueca la empuñadura; de esa manera se le añade arena. Cada uno debe llenar la cantidad exacta de tal forma que el equilibrio sea perfecto: el peso del arma unido a la maestría del que la maneje.

El último día, antes de partir de nuevo para Vega, recibí una llamada.

—¿El señor Ramalho da Costa?

—Sí.

—Mire, le llamamos de la Financiera Berciana. Usted ha devuelto la letra que le giramos el mes de diciembre y pasado mañana le vence la de enero. Le llamaba para recordarle que haga un ingreso para hacer frente a dicha cantidad y que se pase por nuestras oficinas para abonar la de diciembre con sus correspondientes gastos. ¿Cuándo podrá pasar?

—Actualmente estoy en Madrid. ¿La semana que viene les vendría bien?

—Cuanto antes mejor, señor Ramalho.

El baile había comenzado. Hasta ese instante la vida en Vega había sido apacible, relajada, mi misión se había ido centrando en integrarme entre sus gentes e ir recopilando todos los datos que me fuera posible sobre los vecinos y sobre los Vallona. Pero la primera fase, plena de tranquilidad, había llegado a su fin.

Aquella llamada significó algo más que un requerimiento de cobro. Fue el pistoletazo de salida de mi nueva etapa en Vega, una época que duró dos meses, hasta mediados de marzo, pero que cambió mi vida. Si hoy tuviera que ponerle un título a los dos meses que me quedaban los habría denominado dos meses sin aliento. Y eso fue lo que me sucedió, me llegó a faltar el aliento para hacer frente a lo que se avecinaba.