15: La vida en Vega

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La vida en Vega

Retorné a Vega, aunque no sin que antes se hubiese producido la enésima discusión con Asun. Ya ni me acuerdo del motivo.

En el viaje de vuelta todo se me enredaba en la cabeza; demasiados datos, hechos, peripecias. De aquel resumen que el profesor me había narrado de casi cinco años de su vida intentaba apresar lo esencial. De todo, lo que más comenzó a preocuparme fue lo del arriendo de la mina La Castañeda. Debía revisar todos los archivos que había extraído de Carboníferas, tenía la sensación de haber leído algo.

Pero Rosario ya tenía dos detenidos. ¿Serían ellos los culpables? ¿El caso habría quedado resuelto? Demasiado sencillo todo, no podía ser.

Antes de llegar a Vega me detuve, como siempre, en la cafetería de la gasolinera del puerto de Manzanal, ya se estaba convirtiendo en una constante. Pedí un café. Un avance informativo cortó por el medio la programación deportiva de aquel domingo por la mañana: un muerto a manos de ese asesino conocido por el sobrenombre de Cero. Ya se había cobrado varias víctimas en menos de quince días. En aquella ocasión fue un violador que por un tecnicismo legal había quedado en libertad.

Pero algo me sacó de mis pensamientos. Por el canal dos de televisión anunciaron que dentro de unos momentos iban a dar en directo la misa para impedidos que retransmiten los domingos a las doce. Me vino a la mente Paula; había quedado con ella para llevarla y escuadrar, como habrían dicho los chicos de la cuadrilla, al cura ese que se sobrepasaba. Salí zumbando de la cafetería.

Llegué a las doce y veinte a la puerta de iglesia. No aparqué, en realidad tiré el coche en un hueco que había. Y leí la inscripción: «Reservado para oficios religiosos». «Este es mi sitio, yo también voy a encomendarme al Señor», sentencié.

Se notaba que aquella iglesia estaba en medio de ninguna parte, olvidada hasta de la mano de Dios, si es que este alguna vez había pensado en ella: las paredes estaban sucias de carbón, nadie se había preocupado de limpiarlas; en el techo de pizarra negra crecía musgo y hierbajos; el canalón estaba roto hacia la mitad de su trayectoria; la cruz clavada en el campanario tenía telarañas; las campanas carecían de cuerda, nadie las tañía; y encima del campanario, en el flanco derecho de la cruz, un nido solitario y vacío. Atravesé la puerta, que chirrió, necesitaba aceite. Dos docenas de personas, en su mayoría mujeres mayores, escuchaban el sermón. Me coloqué en la parte de atrás observando a todos. Localicé a Paula con su abuela en primera fila. Me había visto, el sonido de la puerta la había alertado y había girado su cabeza: me hizo un gesto con su mano y me sonrió, íbamos a dar un escarmiento a los malos, pensaba. Aquello se acababa. El cura, joven, no más de veintiséis le calculé, debería haber salido recientemente de la academia de curas o de donde los preparasen, y estaba repartiendo la… ¿eucaristía?, creo que se llama así. Todo aquel ritual terminó. Esperé en la puerta de la iglesia a Paula y a su abuela. Paula, en cuanto me vio, salió corriendo y me dio un abrazo.

—Creí que no ibas a venir —me dijo.

—Te lo había prometido y aquí estoy.

Su abuela se acercaba.

—Usted debe de ser el señor Juan, el amigo de Paula y de mi hija Luci —dijo Luci con cierta dulzura, imaginé que ambas habían hablado de mí, empleando en ello mucho tiempo.

—Encantado de conocerla —le extendí la mano—. Soy Juan Ramalho —le di mi nombre falso, al fin y al cabo era con el que se me conocía en el valle.

No tuve que pedirle que me dejase un rato a solas con Paula, ella misma se ofreció al ver la insistencia de la niña.

—No se preocupe, señora. Dentro de un rato se la llevaré hasta el quiosco, así le compro alguna golosina.

—La está acostumbrando muy mal, señor Juan, está muy caprichosa con usted —miré para Paula y sonreí.

Esperé a que todo el mundo se hubiese marchado y entré en la iglesia. No quedaba nadie. Atravesé la sacristía. El monaguillo, un chaval de no más de quince años, apagaba las velas y se disponía a salir de la iglesia. Le pregunté por el padre y me indicó que estaba en su vivienda, a la que se llegaba por una puerta lateral de la sacristía. Entré con Paula, sin llamar. Allí estaba, dejando los hábitos encima de una silla. Al vernos quedó algo descolocado pero, con esa voz suave y ese tono monocorde que tienen todos los curas, me dijo:

—¿Qué se le ofrece? El servicio religioso ya ha terminado.

—Buenos días, veníamos a despedirnos de usted —le dije, con voz cortante.

—Ah, ¿es que se marchan del pueblo? —dijo, en el mismo tono.

—No, el que se marcha es usted.

Le agarré por el cuello, como dijo el profesor que Picas había hecho con don Tirso, pero sin tocarle la cara, no quería dejar marcas. Forcejeaba, pero daba igual, nada podía hacer. Le golpeé en el plexo solar y quedó sin respiración. Solté su cuello y repetí el golpe, pero en esa ocasión con la izquierda. Cayó al suelo. Hinqué una rodilla en su cuello y le agarré por los pelos.

—Que no le vuelva a ver por el pueblo. La próxima vez que le vea por aquí, encomiéndese a su Dios, pues lo mejor que le podría ocurrir sería que su destino fuera la cárcel, no lo dude. Ah, y no se moleste en denunciarme a la Policía, yo soy la Policía —y le puse mi placa en medio de sus ojos.

Allí quedó, lamiéndose sus heridas. Miré a Paula: estaba seria, no dijo nada. En aquel instante me pregunté si había hecho bien dejando que me acompañara. La arrimé hacia mí.

—Vamos —le dije—, este ya aprendió la lección.

Al salir se me ocurrió mirar por el ventanal. Allí estaba, a menos de veinte metros, en medio de la ladera, Zurdo con su rebaño. Lo había visto todo. Pero daba igual, Zurdo no iba a decir nada a nadie, estaba seguro de ello. Salí con Paula en dirección al quiosco de su madre.

—¿No volverá, verdad? —preguntó Paula.

—No volverá, estate tranquila. Y si vuelve, veremos lo que hacemos con él.

Paula estaba sonriendo, había asumido el papel de mi ayudante y lo hacía de mil amores. Llegamos al quiosco y saludé a Luci. Le compré unas gominolas y la niña se marchó al parque.

—Me la estás mimando demasiado, Juan —dijo Luci con ojos tiernos.

—¿Te dijo algo de que yo era policía? —estaba intrigado con la respuesta.

—Nada, no ha dicho nada, estoy sorprendida.

—Ya te dije que era nuestro secreto.

Llamé a Rosario; quería saber si el caso estaba resuelto o por el contrario estábamos como al principio.

—Sólo han confesado lo de los perros. Al parecer es una disputa particular. Querían presionar a Zurdo para que no volviese a pasar con su ganado por unos pastos que consideran de su propiedad, cuando en realidad son comunales. Tengo la impresión de que no tienen nada que ver con los asesinatos.

—¿Cómo diste con ellos?

—Fue Zurdo; siguió sus huellas alrededor de la majada, como si fuera un explorador.

—Se me ocurre una cosa, Rosario. ¿Por qué no le pasas a Zurdo los datos que tenemos del sospechoso? A lo mejor puede ayudar.

—No —fue tajante—. Él también es sospechoso.

«También es sospechoso», había dicho. ¿Estaba el asesino oculto entre las posibles víctimas? ¿Podría ser Picas, Zurdo, Zorro o el profesor?

Aquella tarde fue dura: tocaba entibar toda una parte de la galería. Allí estábamos todos arrastrando troncos de eucalipto, bastidores los llaman, de unos tres metros y cortados por la mitad para formar el maldito armazón de madera. Asegurar el nuevo tramo de galería era el objetivo. Todos dando tira, arrastrando las asquerosas piezas de madera. Si cargar vagones de escombro me pareció duro, le puedo asegurar que transportar aquellos troncos, con las astillas que se te clavaban en las manos y que no se te podían resbalar por si le caían a alguien encima, lo era todavía más. Todos hacíamos el trabajo bruto, el trabajo fino correspondía a los entibadores, esos artistas que iban colocando aquellos troncos formando cuadros de protección. Posiblemente, de los días que llevaba trabajando, aquel fue el peor. Trabajábamos a destajo, antes de marchar toda aquella parte de la galería debía estar asegurada para que el siguiente turno se colocase seguro a picar carbón en el frente.

Por la noche esperaba la llegada de Zurdo a la taberna con ansiedad, por eso al salir del relevo a las once me dirigí sin ducharme hasta casa Pacita. No había llegado. Me duché y me dispuse a cenar. No había comenzado con el primer plato cuando Zurdo hizo su aparición; preguntó por mí y todos le dijeron que fuese hasta la cocina, que allí me encontraría.

—Buenas noches, señor Ramalho —dijo, con guasa, mientras se sentaba en una banqueta a mi lado en la cocina, dejando la repetidora apoyada en la mesa—. Te vi esta mañana saludando al nuevo párroco —sonreía.

—Sí, tuvimos una pequeña desavenencia —dije, por decir algo.

—Una discusión teológica, supongo —seguía diciendo con su guasa característica.

—Sí, al parecer le convencí para que cambiara de parroquia.

—Ya, a ti te parecía que aquí tenía poco futuro, ¿es eso?

—Más o menos. Llegamos al acuerdo de que fuese a sobar el culo a los hijos de los cardenales, allá en el Vaticano —dije rotundo.

—Ya —cambió su expresión y la sustituyó por otra más grave, recogió su repetidora y apostilló—, si vuelve, me lo dejas a mí.

—Tuyo será, Zurdo.

A partir de aquel día, Zurdo y yo comenzamos a funcionar como compadres, nos entendíamos a la perfección. Siempre sospeché que él sabía que yo era policía, no me pregunte el porqué, no se lo sabría decir, intuición, ya sabe usted. Comencé a ser su compañero de las partidas al dominó, con él aprendí a perder y a ganar, éramos como dos piezas bien engrasadas de una máquina muy precisa.

Mi vida en el pueblo transcurría entre el trabajo en la mina, las partidas de dominó con Zurdo y los ratos con Eriko enseñándole a leer y escribir. Sabe, la cuestión de Eriko me permitió conseguir el respeto absoluto de Pacita. Casi todas las tardes nos acompañaba Paula, le encantaba ponerle deberes, pero sobre todo corregírselos. Pacita, cada vez que la veía entrar en la taberna, le preparaba la merienda. Y así transcurrían las tardes.

Durante todo ese tiempo la empresa nos enviaba los vales de carbón. No sé si usted sabe a qué me refiero. Todas las empresas dedicadas a la explotación del carbón, por una costumbre ancestral, pagan una parte del sueldo en especie: un cuarto de tonelada de carbón. Yo no lo quería para nada, se lo regalaba a Pacita todos los meses. Pero no crea que yo era el único, también lo hacía Eriko y otro huésped que era checo, por lo que me dijeron. Por ese detalle y por muchos más, todos éramos los chicos de Pacita, como nos conocían en el valle. Ella por su parte se comportaba con nosotros como una especie de gallina que arropa a sus polluelos: la comida a su hora, el bocadillo preparado para el tajo, la ropa planchada y lista en cualquier momento; hasta se permitía el lujo de echarnos la bronca cuando le dejábamos algo tirado por cualquier lugar.

La teniente llegó un día con todos los listados de los trabajadores de Infierno pasados por informática. No había nada, pero nada de nada. Los únicos detalles que aparecieron fueron algunas denuncias por agresiones de algún minero, alguna pelea en cualquier bar. Seguíamos como al principio. Parecía que mi entrada en las oficinas de Carboníferas no había servido para nada. Pero aún quedaba que encontrase un hueco para repasar las inversiones de la empresa y sus ramificaciones en otros campos. El asunto de La Castañeda tenía que ver en todo aquello, estaba seguro.

Y por fin llegaron los dos días de descanso de ese turno que me había tocado, dos días de asueto por cuatro de trabajo. Me quedé en Vega a repasar los archivos financieros de Carboníferas. Había una parte que era pública y que incluso se encontraba en su página web: su creación hacía más de cien años por el gran benefactor del valle, Benito Vallona; sus ramificaciones en otras minas propiedad de sus nietos y de primos de estos; hasta tenían acciones en una empresa de construcciones, Vallona se llamaba. En aquel momento ese nombre me era conocido, debía situarlo en algún contexto.

En resumen: la empresa contaba con cuatro pozos abiertos, una constructora y un almacén en Madrid, adonde iban todos los camiones a descargar y servía de suministrador en la distribución al resto de España. Los brazos de su influencia se extendían a otras ramas de servicios y alimentación, pero a menor escala. Algo me llamó la atención: la Financiera Berciana era también de ellos, de los Vallona.

Allí estaba el meollo de la investigación, todo comenzaba a casar. En aquellos archivos se encontraban las cifras de las inversiones y costes, hasta había una doble contabilidad que estaba seguro que le habría encantado conocer al inspector jefe Bustillo.

Con el nombre de las empresas y sus ramificaciones me fui a la red, internet es el gran espía de nuestro tiempo, abierto al gran público. Allí fui encontrando datos de mucho interés. El primero fue sobre un primo de Benito Vallona, dueño de la mina Carmen. Al parecer se había separado de su mujer, que en el pleito no consiguió ni un céntimo de pensión: el sujeto se declaró insolvente. Sólo tenía a su nombre un ciclomotor que la Guardia Civil ya había precintado por falta de seguro. Además, se permitía el lujo de comprar minas en Asturias y solicitar subvenciones con el chantaje al gobierno regional de que, en caso de que no se las diera, ponía de patitas en la calle a los trabajadores. Estoy seguro de que, hoy, una de las labores más lucrativas para un detective privado sería averiguar los bienes reales de ese personaje.

Pero de toda aquella rama financiera de los Vallona, el que más me erizaba la piel era el caso de Atanasio Vallona, dedicado a la construcción. Era pura mafia berciana, que creía que todo lo podía conseguir con chantajes y sobornos. Su historia no era secreta, había estado en todos los diarios de este país. Fue aquel que en el año 99 supuestamente envió a unos sicarios para que mataran al consejero de Infraestructuras de la Xunta de Galicia. También estaba implicado en un tema muy turbio que apareció con todo lujo de detalles en una revista y tenía que ver con las coacciones a otro constructor competidor suyo al que le habían arrojado cócteles molotov en su casa e incluso le habían incendiado camiones y destruido obras para persuadirle de que no se instalara en su territorio.

De todos los asuntos turbios en los que Atanasio Vallona estaba implicado había algo que me llamaba de una forma especial la atención. Por el valle se comentaba que había ayudado a financiar la campaña electoral de los antiguos inquilinos del consistorio municipal. Su objetivo estaba claro; beneficiarse de las nuevas recalificaciones de terrenos.

Aquel hilo del que estaba tirando tenía una madeja muy significativa: los Vallona. Dueños del valle durante más de un siglo, inversores mayoritarios en la Financiera Berciana, especuladores natos que no dudaban en pagar a sicarios para conseguir sus objetivos y, en medio de todo eso, La Castañeda, en la cual estaba claro que pretendían hacer negocios y no dejarse pisar el terreno por los grandes grupos inmobiliarios. Pero les había nacido un grano en medio del trasero que no les dejaba sentarse: la mina situada en medio de esa gran extensión de tierra recientemente recalificada y que tenía unos inquilinos muy molestos. Los Vallona necesitaban expulsar a los arrendatarios y cerrar la mina para que ese terreno fuese también recalificado en una segunda fase. Los arrendatarios no eran otros que los miembros de la cuadrilla y, si todos iban muriendo, no habría arrendatarios molestos ni que hubiese que indemnizar.

Todos los pasos que daba en la investigación del caso me llevaban a los Vallona como causantes de los asesinatos. Pero no sólo era mi parecer, también era el del valle. Si alguien estaba interesado en hacer desaparecer del hemisferio a la cuadrilla, todo indicaba que los Vallona no estaban muy lejos.