13: El ERP

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El ERP

Me dirigí hacia la parada de taxis. Ni siquiera miré al taxista al que le di el nombre de la calle a la que me tenía que llevar. Pegué mi frente a la ventana, sentí el frío del exterior en ella, casi lo agradecí. Pensaba en el profesor, en la cuadrilla, en Picas, en Zurdo y en aquella época. Me hubiese gustado continuar hablando, sé que al profesor también, pero su mujer tenía razón, había que ser prudentes, hacía poco que había salido del coma y no debía esforzarse, ni alterarse en exceso. El taxista me dejó debajo de casa, no era muy tarde, el supermercado de la esquina estaba aún abierto. Una botella de buen vino para cenar, me apetecía, creo recordar que fue lo primero que llegó a mi mente al dejar el taxi.

A la puerta, como si fuera parte del mobiliario, estaba Pana. Él y ese supermercado eran todo uno. Se colocaba en el peldaño que daba acceso, nada más abrir, y se marchaba cuando cerraban. En cuanto recaudaba algo por la mañana, entraba, compraba algo para hacerse un bocadillo y volvía a la puerta de acceso. En otro tiempo fue un timador de medio pelo, un carterista de tres al cuarto y un aprendiz de ladrón de poca monta, lo que todo junto le llevó a Carabanchel por unos meses, que se repitieron y se volvieron a repetir. Entraba y salía de prisión como cualquiera lo hace de la peluquería, una vez cada cierto tiempo. También ejercía de confidente, pero la información que aportaba era sobre pequeños hurtos, de radiocasetes, bolsos y minucias así. Lo conocí el día que fue con su primo a presentar la denuncia de la desaparición del hijo de este. Decía Pana que era su compadre, y el niño desaparecido, su ahijado. Fue el primer niño que desapareció en el barrio; bueno, en realidad fue el primero que desapareció en Madrid. Desde el día que me conoció en la comisaría, siempre me saludaba.

—Buenas noches, ipetó. Hace tiempo que no lo jipío por aquí…

—Estoy destinado en Barcelona —le mentí, qué más le daba a él lo que le dijera—. Dentro de unos meses volveré para Madrid. Así que sé bueno.

—Ipetó, toy limpio. Pana ya no sirla nada. Blanco, blanco, mire los archivos.

—No tengo que mirar los archivos, me fío de ti.

—¿Sabe algo de mi ahijado, ipetó?

—No llevo ya esa investigación, Pana. Pásate por comisaría a preguntar, lo lleva el inspector Darío, pasa por allí —no le dije que no habían avanzado nada, pensé que si él y su compadre se pasaban por comisaría podrían espolear un poco a Darío.

—Gracias, ipetó. Y no se preocupe por mí, cuando venga de nuevo a Madrid verá que soy legal.

Sonreí, Pana nunca había sido legal y esta sociedad jamás le dejaría serlo. Cogí un buen vino y al salir le dejé un billete de veinte euros en la cajita de cartón que tenía a sus pies.

—Gracias, ipetó. Vaya con Dios.

Dejé a Pana a la puerta del supermercado y subí para casa. Asun me recibió muy efusiva, pero sentí que me había retirado los labios demasiado pronto. Hicimos la cena entre los dos mientras le preguntaba por esos días.

—Estoy harta de las clases, en cuanto apruebe para una orquesta lo dejo todo.

—Ten paciencia. Las plazas en las orquestas, tú lo sabes, son escasas, hay mucha competencia. Si te agobias es peor.

—Ya lo sé, pero es que estoy harta de tener que soportar a los padres, son peores que sus hijos. La mayoría lleva a su hijo a clases de canto, piano, violín, de lo que sea. Y todos creen que tienen eminencias, no entienden que muchos de ellos ni tienen oído ni ganas de ir a clase.

Era la conversación típica cada vez que el tema de su trabajo salía a colación. Su frustración por el trabajo, por los alumnos, por los padres. Ella soñaba con tocar en una orquesta, era su anhelo, el deseo de olvidarse de la enseñanza.

Y volvió a salir el rollo de su familia. Comenzó a despotricar sobre el fanatismo religioso de su padre, que quería influir sobre ella.

—Mi hermano no soportó la tensión y se marchó a Estados Unidos. Y ya sabes, no viene ni por Navidad.

Aquello era bueno, estaba desahogándose. La presión de su familia, la frustración en su trabajo, los dos grandes problemas que le machacaban y que generaban las tensiones en nuestra relación. Fíjese, comisario, si esos días su familia hubiese ido a visitarla yo habría tenido que ir a un hotel, para ellos yo no existía. No querían que yo existiese. Negar la realidad, la mejor fórmula de los cobardes.

Recuerdo que después de cenar nos sentamos un rato a ver la televisión. Estaban dando un programa de esos de la telebasura en los que salían chicas bailando ligeras de ropa y la entrevista a alguna vedette de aquellas. De repente se levantó y apagó la televisión y casi a gritos me espetó histérica: «¿Te está gustando, verdad? ¿Te estás poniendo cachondo con lo que estás viendo? Pues hoy no pretendas nada conmigo, pues si lo hacemos estarás pensando en alguna de esas guarras». Dios, sabe, hasta ejercía la censura en los programas de televisión. Daba igual que le explicase que si no le agradaba la programación que cambiara, que yo no había puesto ese canal a propósito. Nada servía, se marchaba para la habitación sin querer hablar. Otra noche sin hablar. Ese tipo de discusiones se estaba produciendo con demasiada frecuencia. Nada conseguía calmarla. Acababa de llegar y ya habían comenzado las discusiones por estupideces.

La conocía bien, era mejor dejarla sola con sus fantasmas. En su cabeza comenzaría el debate por lo que acababa de hacer. Era un proceso lento, pero al final se daría cuenta de lo ridículo de su actitud.

Las horas se me pasaban despacio tumbado en el sofá. Mi misión en la mina, los asesinatos de la gente de la cuadrilla, las declaraciones del profesor Llago, los Vallona, Zurdo, Zorro, Picas, Eriko, Pacita, la teniente Mijas, Paula, su madre, los niños desaparecidos… todo iba formando un batiburrillo en mi cabeza sin solución. No podía dormir, daba vueltas en el sofá. Le di un beso a Asun. Seguía en su enfado sin motivo. Puse el despertador para las ocho. Asun seguía sin hablarme. «Mándala a paseo, Trinidade, ella no pertenece a nuestro mundo, se ha forjado en otro, el mundo de la irracionalidad, que siga su camino, sigue tú el tuyo», las palabras de mi mãe sonaban como un martillo pilón en mi cabeza. «Cállate, mãe, déjame en paz, la quiero», me repetía, como si estuviese dialogando con ella. «Eres un idiota, siempre te gustaron las niñas pijas, pero al final no sabes tratarlas», insistía. «Déjame en paz». Luchaba en mi interior contra ¿la razón?, no lo sé, es posible.

Sonó el despertador y apenas había pegado ojo. Me duché, desayuné y me disponía a marcharme cuando Asun se levantó y me dijo:

—Perdóname. Ya sabes, yo soy así, es mi educación, no lo puedo remediar.

—No pasa nada, no pasa nada —y la abracé.

—Siempre hago igual y luego tengo que pedirte perdón.

—¿Y no sería mejor que evitases esos comportamientos histéricos?, así no tendrías que pedir perdón. Es esa maldita educación católica, que parece que podéis hacer cualquier cosa y, si luego está mal, con pedir perdón lo solucionáis todo —me acuerdo que le repetí por enésima vez.

No seguí insistiendo, la dejé allí. Dentro de un rato ella tendría que ir a dar clases y a mí se me hacía tarde para llegar al hospital. Ya continuaríamos la conversación otro rato.

Llegué hacia las diez, una hora prudencial; el profesor ya habría desayunado y el médico habría dado su ronda matutina. Saludé al policía de la puerta; era el mismo del día anterior, me conoció, no necesité mostrarle la identificación. En la habitación, el profesor, su mujer y su hija, al igual que el día anterior. El profesor se alegró de mi llegada, como si la estuviese esperando. Rememorar el pasado parecía que le daba energía para recuperarse.

—Pase, pase, inspector. Estaba deseando que llegase.

Me senté en la silla de su lado derecho y coloqué la cinta encima de la mesita.

—Tiene peor cara que yo, inspector. Parece que el enfermo es usted.

—No he pasado muy buena noche, sólo es un poco de cansancio, no es nada.

—¿Dónde nos quedamos ayer?

—Me contó lo del asunto de Asturias. Estábamos más o menos en el verano del 69.

—Ah, sí.

«El verano del 69. En realidad ese verano no ocurrió nada significativo. Yo volví a trabajar en la mina, con la cuadrilla de Picas. Era un mundo que me atraía; además, estaban los lazos que había establecido con los muchachos, eran como mi otra familia. Me llevaba bien con todos, pero con los dos que me sentía más cómodo era con Picas y con Zurdo, posiblemente fuese el asunto de Asturias lo que me fusionó a ellos. Los días pasaban casi con monotonía: trabajábamos como animales, las toneladas de carbón salían sin que nos diese tiempo a contarlas; unos ratos de obligado descanso en una cantina que había al lado de Infierno; todo eran bromas y camaradería. Aquel verano no escuadramos a nadie, si eso es lo que le interesa. Era como si se viviese una época de acumulación de fuerzas. Hasta el panorama social parecía estar relajado.

»Dos de los muchachos se casaron en ese período, Moro y Manco. Los otros lo fueron haciendo a lo largo del año y primeros del siguiente. Los únicos que quedaron solteros fueron Picas y Zurdo».

—¿Le aburro, inspector?

—No, es que me ha sonado el teléfono móvil, no me había dado cuenta de que lo tenía encendido —era una llamada de la teniente Mijas. Estaba deseando saber qué quería, pero no podía dejar al profesor—. Prosiga, por favor.

«Picas tenía una novia, Verónica, creo que se llamaba, pero no se le veían intenciones de pisar la vicaría de don Tirso. Zurdo era un bohemio, tenía muchas amigas que eran como él, no creían en el matrimonio. Me acuerdo que en agosto soñaba con haber podido estar en Woodstock. Fue a finales de mes cuando se celebró aquel festival de música en Estados Unidos, tres días de paz, música y amor. Me hablaba de ello con un deseo reprimido de libertad, si es que se puede decir, hubiese deseado estar allí, para protestar contra la guerra de Vietnam, contra el hambre en el mundo, todo en nombre del amor. Pero, ya le digo, el verano fue tranquilo, no hubo nada que destacar.

»A mediados de septiembre dejé la mina y marché a Madrid a comenzar mis estudios en la universidad. A principios del 70, en enero, las cuencas mineras estallaron. Primero fue Asturias, 30 000 mineros en huelga: fue la mayor con la que se encontró este país en época de Franco. Se extendió hasta León, pero tuvo menor incidencia. Comprendí lo que había estado pasando: los meses anteriores habían servido para ir acumulando fuerzas, incluso para irse armando. Franco tiene los días contados, se decía. Pero ya ve usted, contados, contados, fueron más de mil quinientos los que le quedaban. La huelga la viví en Madrid, no la disfruté en el lugar de los hechos. Si usted se pregunta si en esa época se escuadró a alguien, le diré que no, a nadie en concreto. Pero sí que los Vallona, los dueños de las minas de Vega, sufrieron la presión. El sabotaje a los bienes de la empresa fue constante: ruedas rajadas en los camiones que transportaban el menudo para la térmica de Ponferrada, camiones quemados, torres de abastecimiento de luz voladas, varios vigilantes golpeados, daba igual de día que de noche; días enteros perdidos de trabajo por la rotura de las cintas de transporte del carbón. Aquello fue una locura permanente para los Vallona, dijeron que estuvieron a punto de abandonar el valle y vender las minas. Pero estaban bien relacionados con el régimen. El gobernador civil puso vigilancia permanente en sus pozos y amenazó con militarizarlos, como había pasado en la posguerra. Poco a poco la tranquilidad volvió a la cuenca».

—Perdone un instante, profesor. ¿La cuadrilla entró en política? ¿Pertenecían ustedes a algún partido político en la dictadura, en la clandestinidad? —mi pregunta obedecía a aquel comentario de Coque, el hermano de Pacita, sobre que los problemas de la cuadrilla comenzaron cuando entraron en política.

«Tal vez se refiera a si éramos una célula comunista, como se dijo en algunos sectores. No, ni éramos una célula comunista ni pertenecíamos a ningún partido político de la clandestinidad. Si se acuerda, le dije ayer que Picas, cuando volamos los puentes, sentenciaba aquello de “ahí tenéis vuestras putas condiciones objetivas”, y eso tiene una explicación. Picas en la universidad pertenecía a las juventudes del Partido Comunista. Las huelgas de las universidades de finales de los cincuenta y primeros de los sesenta en algunos casos fueron frenadas por la dirección del partido, que sentía que se le escapaban de las manos y mandó pararlas con el argumento de que no había condiciones objetivas para ir más allá. Picas defendía que no existían las condiciones objetivas para nada, que éramos nosotros los que las creábamos. De esa forma le tacharon de izquierdista y le invitaron a marcharse del partido, cosa que debió de hacer con gusto.

»Y le digo que no se trabajaba bajo la dirección política de nadie, de ninguna organización, se iba por libre. Si se consideraba que una acción provocaría un avance del movimiento reivindicativo, se actuaba; en caso contrario, no. Aunque, si le tengo que ser sincero, hay una cuestión que era muy significativa. Melchor era un veterano minero de Infierno, había venido de Francia, sobre el 65, él si era miembro de Partido Comunista en la clandestinidad, yo lo sabía por mi padre. A Melchor la Policía secreta del franquismo le había detenido varias veces en diferentes lugares de España. Y le habían torturado. Melchor tenía carisma, por eso en el valle su palabra era respetada como la de un hombre sabio y que sabía lo que quería. Picas le tenía mucho respeto, en más de una ocasión les vi hablando, era como si Melchor le indicase algún objetivo, alguna estrategia, o le diera cierta información confidencial y Picas se encargase de la ejecución. No tengo pruebas de esto que le digo, pero estoy casi seguro de que era así. Por eso, a su pregunta de si la cuadrilla se introdujo en política, la respuesta es no, pero no es un no rotundo.

»Yo, en aquellos tiempos, estaba en Madrid estudiando, iba por el pueblo en vacaciones y algún puente largo. Mi estancia en la capital era exclusivamente para estudiar, nunca me uní a ningún grupo político universitario. No me fiaba de nadie, salvo de los muchachos de la cuadrilla. Mi actividad contra el régimen la realizaba sólo con ellos. En la universidad debieron de pensar que yo era un anodino estudiante que no quería problemas.

»Cuando llegaba a Vega, siempre me iba con los muchachos, con los dos que quedaban solteros, Picas y Zurdo. Picas era aficionado al póquer, bueno, era más que aficionado, en realidad era una especie de tahúr. Picas era el sobrenombre que le pusieron por su habilidad en guardar un as en la manga y decían que era siempre el de picas. Una vez me llevó a una partida de póquer en el casino de Bembibre. Me acuerdo de la impresión de todo aquello: una mesa redonda enorme, alrededor cinco jugadores, una luz en el techo que iluminaba la mesa, el resto permanecía en las sombras. Picas, como le decía, conocía perfectamente la psicología de la gente, la observaba y le buscaba sus tics, todos los tenemos, es nuestro lenguaje no verbal, decía. Aquella noche Picas se sentó a jugar. Las partidas se sucedían y Picas no conseguía ganar ni una, cosa que me extrañaba, pues tenía controlados los gestos de todos. De repente, a la cuarta o quinta partida Picas gritó: ¡Baraja! En un santiamén retiraron la de la mesa y trajeron una nueva. A partir de ese momento comenzó a ganar. Yo no sabía lo que había ocurrido.

»Un jugador de los que iban perdiendo se levantó y se dirigió a dos sujetos que estaban en las sombras. Uno era pequeño, con bigote y gafas, el otro era grande y gordo. Le dieron un fajo de billetes, volvió a la mesa y los volvió a perder. La partida se había terminado. En ese receso Picas me explicó lo que había ocurrido: aquel sujeto se limitaba a marcar las cartas con las uñas, pero no hacía ningún gesto que lo delatase. Cuando se cambiaron las cartas por una baraja nueva, aquello le desconcertó, pues tenía que volver a marcarlas y, antes de que lo consiguiera, Picas ordenaba que se cambiaran de nuevo, potestad que cualquier miembro de la mesa podía ejercer en cualquier momento. También me contó que el pequeño con bigote y gafas era un asqueroso prestamista, dejaba dinero a la gente necesitada y agobiada a un alto interés. Se llamaba Sapico, el Carpintero le llamaban, un tipo desagradable que se aprovechaba de la necesidad y que lo vendía como un favor. El gordo no era más que su guardaespaldas, ya que él no tenía agallas para hacer frente a nadie. Y para revestirlo todo de legalidad trabajaba con un abogado de esos de trajes caros que pagaba cuatro cuartos a sus pasantes y comía langostas en Bayona. Ya sabe usted, los indeseables se juntan y defienden entre ellos.

»Pero aquella noche, Picas se la jugó al Carpintero. El dinero que le había ganado a aquel sujeto se lo devolvió con la condición de que entregara el préstamo que le había hecho el mafioso. Se lo devolvió en aquel mismo instante, delante de testigos: no habría intereses, por eso creo que el Carpintero le dirigió aquella mirada. A Picas le daba asco. A mí, comenzó a dármelo.

»Con esto que le estoy contando no se crea usted esas estupideces que circulan por ahí sobre el mundo de la mina. Se decía que cuando se fue extendiendo la industria minera e imponiéndose al mundo campesino también cambiaron las costumbres. Se dijo que el aguardiente sustituyó a la sidra; los naipes a los bolos; la navaja al garrote; la borrachera a la sobriedad; el derroche al amor por la vida; la taberna a la vida al aire libre; la chulería a la humildad. Todo son tonterías, producto de escritores que añoraban un pasado que nunca existió, salvo en su imaginación. Los campesinos también llevaban navaja, se emborrachaban, jugaban a los naipes y bebían aguardiente. Y los mineros también jugaban a los bolos, les gustaba la vida al aire libre y el amor por la vida. Es como si algún tarado dijese que la mina, al ser sustituida por el sector servicios, ha supuesto el paso del aguardiente a la cocaína, de los naipes a las máquinas tragaperras, de la taberna a los pubs musicales y de los comportamientos chulescos a otros afeminados. Todo son chorradas. La mina fue la sustitución de la mentalidad campesina, ligada a su terruño, temerosa de las inclemencias del tiempo por sus cosechas y de la desconfianza permanente, por una mentalidad no apresada por un trozo de tierra, sin miedo al cambio de clima y confiada en un futuro que se abría a paso firme en la historia de la humanidad.

»Me he desviado un poco del tema. Pero no crea que me he olvidado de lo importante. Es más, el asunto del póquer se lo he contado para que usted entienda mejor lo que ocurrió después: la creación del Ejército Revolucionario del Pueblo, la compra de la mina La Castañeda en Ponferrada y el asesinato que cometió Picas».

—Un momento, profesor —le corté el relato, pero no podía más con mi curiosidad—, el Ejército Revolucionario del Pueblo, ¿fue algún grupo terrorista?

—¿Un grupo terrorista? Nunca había pensado en ello. Creo que para entender lo que le voy a contar usted debe saber que a finales de los sesenta y primeros de los setenta nacieron muchas organizaciones armadas: la OLP se creó en el 64; en el 70 la fracción del Ejército Rojo en Alemania, las Brigadas Rojas en Italia; el IRA en Irlanda. Y nosotros creamos el Ejército Revolucionario del Pueblo.