12: Aquellos años

12

Aquellos años

Bajé con Domínguez a la cafetería del hospital. Yo estaba impresionado por las declaraciones del profesor Llago y él se dio cuenta.

—Da la impresión de que está disfrutando con el relato del profesor —me dijo.

—Para qué se lo voy a negar. Nada más hay que verle describiendo todo. Tengo la impresión de que está encantado con lo que nos cuenta. Es como un niño que nos narra sus aventuras. Da la sensación de que, mientras habla, no le duelen sus heridas. Estoy deseando que nos llamen para que nos siga contando todo. Y tengo la intuición de que él también.

—Yo les voy a dejar —dijo con cierto escepticismo—. Tengo cosas que hacer en el despacho y muchos asuntos pendientes. Continúe usted, al fin y al cabo es quien lleva el peso de todo.

—Como ordene —estaba encantado, me dejaba a mí solo. Yo sabía cómo hablar con él, yo también había conocido el mundo de la mina desde que me parieron y sabía cómo era todo. Lo que él narraba no me era desconocido.

—No se olvide del informe. Antes de marchar hacia Vega déjemelo encima de la mesa.

—Lo estoy grabando —saqué mi diminuta grabadora.

—Bien, mándeme las cintas. No, espere, mejor el informe, las cintas quédeselas usted.

Y me dejó solo en la cafetería. Ni siquiera percibía el olor a yodo. Todos los hospitales huelen igual, te impregna las ropas, el mismo ambiente lo contiene, es ese olor que tú sabes que es aséptico pero no agrada, hasta la cerveza se me antojaba con gusto a medicamento. Por los ventanales vi alejarse a Domínguez. Él no conoce el mundo de la mina, por eso la historia de la cuadrilla le resultaba extraña. Es un buen investigador de homicidios pero de aquel mundo todo le era ajeno. A mí me entusiasmaba, me recordaba parte de mi niñez. Sabe usted, comisario, mis compañeros de instituto y yo, cuando en la cuenca del Nalón se iniciaba una huelga, nos poníamos los pasamontañas e íbamos hasta donde se encontraban los antidisturbios y con gomeros de fabricación casera les lanzábamos bolas de acero de rodamientos. Eran como balas, podían matar a alguien. No teníamos conciencia de hacer nada malo, sólo defendíamos a nuestra gente. Nuestros padres comenzaban la huelga, nuestras madres les apoyaban, a veces salían a la calle con cacerolas, otras se tumbaban en mitad de las carreteras, y nosotros salíamos de noche con bolas de acero. Yo había conocido muchas cuadrillas como la de Picas en el valle del Nalón y siempre soñé con pertenecer a una. Cosas de la edad, cosas del ambiente en el que uno nace y vive, no lo sé.

Pedí el menú del día y esperé. No había pasado ni una hora cuando vi a la hija del profesor dirigirse hacia mí. Era una muchacha de no más de dieciocho años, muy educada y bonita. Creo recordar que se llamaba Vanesa.

—Dice mi padre que pueden subir.

—¿Ya comió? ¿Durmió la siesta? —pregunté extrañado.

—Ha comido y tomó las pastillas, pero no es capaz de dormir. Dice que necesita continuar hablando con ustedes.

Era lo que yo había presentido, estaba disfrutando con lo que nos contaba, ni siquiera sentía los dolores, se le veía en los ojos. Entré en la habitación detrás de su hija. Su mujer me miró extrañada.

—¿Y el comisario? ¿No viene?

Comprendí lo que había pasado por la cabeza de aquella mujer: «Es usted demasiado joven para llevar la investigación». Lo comprendí en cuanto vi su gesto. Intenté tranquilizarla y le conté una mentira piadosa.

—Viene ahora. Se ha tenido que marchar a otro asunto urgente. Además, no esperábamos que nos llamaran tan pronto. De todas formas no se preocupe, todo lo que nos diga el profesor quedará grabado —le enseñé la grabadora de mierda que llevaba.

Pareció que había quedado tranquila. Ambas, madre e hija, me dejaron a solas con el profesor. Puse la grabadora con una cinta nueva encima de la mesita de noche y le dije, después de sentarme a su izquierda:

—Cuando quiera, profesor.

—Perdóneme, estaba pensando en otra cosa. ¿Dónde quedamos?

—Nos estaba contando que habían ido, usted y Picas, a escuadrar a don Tirso, al cura.

—Ah, sí.

«Nada más que Picas me dijo aquello de “vamos a escuadrar al cura”, mi cara se iluminó. No entré en su furgoneta, literalmente salté en ella. Nos dirigimos hacia la iglesia y aparcó el vehículo en la parte de atrás, oculto entre los árboles de la ribera del río. Se puso su mono azul y me arrojó otro para mí, nos pusimos las gorras negras y los pañuelos oscuros, tapándonos la cara. Él cogió su recortada. De esa guisa nos dirigimos hacia la puerta de acceso a la casa de don Tirso. Al llegar, Picas le dio una patada a la puerta, que se abrió como si nunca hubiese tenido cerradura y chirrió suplicando aceite. Entramos en la vivienda. No había nadie. Continuamos hasta el fondo. Nadie. Entramos en la sacristía. Allí estaba el cura. Palideció cuando nos vio entrar, pero Picas no le dio tiempo ni a respirar. Lo agarró por el cuello con su zarpa derecha y lo elevó del suelo casi una cuarta. Con la mano izquierda empuñaba la recortada, que le apuntaba directamente a los ojos. La expresión de terror en la cara de don Tirso no se me olvidará jamás, mientras Picas con su voz grave le espetaba: “Dios ha visto lo que has hecho. Nos ha enviado para recordarte que has abandonado a tu pueblo. Y la próxima vez volveremos para llevarte al infierno”. Yo apenas contenía la risa, aunque se borró de repente cuando miré para el suelo: el cura se estaba meando de pánico. Picas le soltó y cayó al suelo intentando respirar. Nosotros abandonamos el lugar. Don Tirso estaba escuadrado. Nunca más volvió a cerrar la iglesia a su pueblo.

»Yo comencé el PREU. Cuando tenía un poco de tiempo iba en busca de Picas; bueno, también de Zurdo. Ellos me habían acogido como si fuese su hermano pequeño. Para mí Picas era como mi padre sustituto, mi padre idealizado, un modelo a imitar. Zurdo era un amigo, mi mejor amigo. El resto de la cuadrilla también eran amigos, pero no tan directos como ellos dos.

»Después de la huelga, la cuenca quedó tranquila, no se movía nadie, el ritmo era el habitual: por las mañanas y a primera hora de la tarde se veía la masa de obreros con monos azules dirigirse hacia el tajo, algunos salían de sus casas incluso con los cascos puestos, pocos se cambiaban en los vestuarios de las empresas. Por las noches, las tascas estaban llenas pero hasta horas prudenciales, pues al día siguiente había que ir a trabajar. Sólo se estaba hasta altas horas los sábados y los domingos. Fue un ritmo de vida que no se rompió ni siquiera cuando decretaron el estado de excepción en todo el país a finales de enero del 69. Usted no se acordará, no habría nacido, pero fue la respuesta de Franco a las huelgas de las universidades en ese tiempo.

»En aquel momento fue cuando me hice novio de Yoli, ya sabe, la hijastra de El Bicho. Éramos ese tipo de novios de entonces: yo la acompañaba a casa después de clase, incluso estábamos juntos en los recreos; los fines de semana íbamos al cine. Sólo nos besábamos en la oscuridad del patio de butacas mientras que a la vista del resto de la gente no nos arrimábamos, ya sabe usted cómo son los pueblos pequeños. Me acuerdo que me agradó cuando me dijo que su padrastro se había reconducido: nada de borracheras, ni de palizas, ni de intentos de violación. Pero me dijo que se le veía triste: “Lo prefiero triste antes que verlo como antes”. Por los muchachos de la cuadrilla sabía que en la empresa no había vuelto a dar una voz más alta que otra y que no había despedido a nadie más. Nunca le dije a Yoli lo que había ocurrido con él.

»Fue el día de mi cumpleaños, el 15 de marzo. Cumplía dieciséis años, por eso me acuerdo. Había quedado en ir a buscar a Yoli, la iba a invitar en Bembibre a merendar y a tomar unos refrescos. Cuando me acerqué a su casa, me extrañó lo que vi: todos los vecinos se arremolinaban alrededor de su casa, incluso estaba la Guardia Civil. Me acerqué y pregunté lo que pasaba: “El Bicho se ha colgado”. No me lo podía creer, ni siquiera sé lo que pasó en ese momento por mi mente. Eché a correr sin rumbo. Cuando me detuve estaba en el mismo lugar del que lo habíamos colgado, mi inconsciente me había llevado hasta ese sitio. Me senté en el borde del puente, con mis piernas colgando. Vomité. Y comencé a llorar. ¡Qué ironía! Fui la única persona del pueblo que lloró la muerte de El Bicho. Yoli y su familia abandonaron el pueblo, nunca más la volví a ver.

»A partir de aquel día caminaba como un alma en pena por las calles del pueblo, ni siquiera me concentraba en lo que hacía. Creo que esa fue la razón por la que Picas y Zurdo me invitaron, en mis vacaciones de Semana Santa, a ir con ellos hasta Asturias. Acepté sin pensármelo dos veces. Me alejaría unos días de Vega y así conocería Asturias. Para mí Asturias era un sueño, siempre creí que estaba bañada por el mar, además siempre nos llegaba la imagen de una tierra combativa, fuerte, que no tenía miedo a nada. Quería conocer Asturias, quería conocer ese mito.

»Íbamos en la furgoneta de Zurdo. No se puede imaginar la sensación que experimenté cuando atravesamos el Pajares. Vi las montañas, todavía nevadas, y tuve la impresión de que atravesaba la barrera del tiempo, hacia otro mundo, tal vez al futuro. En fin, no sabría describírselo.

»Llegamos a Turón, Figaredo, Mieres y cogimos una carretera que nos llevaba hasta Langreo. Subimos por otra montaña, Santo Emiliano, leí. Entramos en Sama. Nos pararon. Era una patrulla de la Policía Armada. Yo tenía miedo. No sabía por qué habían detenido nuestra furgoneta. Pidieron la documentación; yo no tenía ninguna. Nos detuvieron, sabe usted, nos detuvieron. Nos llevaron a los calabozos de su comisaría. Los tres acabamos en una celda más pequeña que una habitación, con dos pequeñas literas. “Andan buscando algo”, dijo Picas, “pero se han equivocado con nosotros”. Nos tuvieron allí casi una hora sin darnos explicaciones. Al cabo de ese tiempo dos policías uniformados abrieron las rejas y se llevaron a Picas. “¿Dónde se lo llevan?”, le pregunté a Zurdo. “Tú tranquilo, andan buscando algo o a alguien y van a preguntarle, luego me preguntarán a mí, seguro”, dijo Zurdo para tranquilizarme. Había oído demasiadas historias de la Policía y sospechaba que iban a hacer algo más que preguntarnos. Todo se volvió realidad al cabo de dos horas, cuando devolvieron a Picas a la celda. Venía sangrando por la nariz, le habían roto el tabique nasal, además tenía un ojo hinchado, aún no se le había puesto negro pero quedaba poco. Lo peor era que venía con los pies arrastrando, lo traían agarrado por los brazos. Entraron y lo tumbaron encima de una de las camas. “Acompáñanos”, le dijeron a Zurdo, “esperemos que colabores más que tu amigo”. Zurdo no dijo nada, simplemente les acompañó, pero vi su gesto: era duro, algo maquinaba. Picas estaba tumbado en la cama. “No te preocupes por mí, guaje, estoy bien”, dijo; pero mentía, nunca le había visto tan destrozado. Cerró los ojos e intentó relajarse, el silencio se apoderó de la celda. Con Zurdo duraron menos, por lo menos él venía andando por su propio pie, pero su nariz también estaba rota y sangraba. Los policías lo introdujeron en la celda y me dijeron: “Ahora, acompáñanos tú”. Picas y Zurdo saltaron sobre los dos policías. Al guaje, no, por Dios”, gritaban. Pero no pudieron impedir que me llevaran. Estaban débiles, no eran oponentes; les golpearon con sus porras en la boca del estómago y en la nuca y allí quedaron tendidos, impotentes mientras me llevaban a mí. Me metieron en una habitación iluminada por un solo foco en el techo, al igual que un ring. En el centro de la habitación, una silla manchada de sangre. Un individuo gordo, no muy alto, con la pistola en la sobaquera y una camiseta de tirantes impregnada de sangre que dejaba ver los pelos de su pecho me ordenó que me sentase. Hice lo que me mandaba. Uno de los policías uniformados me colocó unos grilletes en las muñecas, que quedaron sujetas por detrás del respaldo. “Muchacho, ya has visto lo que les ha pasado a tus amigos, espero que tú colabores”, me dijo, mientras se apretaba los nudillos de su mano derecha con la izquierda, emitiendo ese ruido de huesos que se ajustan. “¿Qué hacéis por Asturias?”, preguntó. Le expliqué que era un estudiante de PREU, que estaba de vacaciones y que había venido con esos dos amigos del pueblo a conocer Asturias. “¿Sabes quién es El Paisano?”. Negué; era la verdad, no sabía nada de esa persona que denominaba El Paisano. “Si dices la verdad, no te pasará nada. Sé que habéis venido a buscar a El Paisano. ¿Dónde está?”. Yo no sabía quién era El Paisano, desconocía de qué me hablaba. Daba igual, no me creía. Me amenazaba, pero aunque quisiera decírselo no habría podido, no sabía nada de nada. Dejó de amenazarme y me golpeó. Sentí mi tabique nasal saltar por los aires y clavarse las astillas del hueso en la carne. Aquello dolía, vaya que si dolía. Seguía insistiendo, volvió a golpearme. De repente sacó una toalla mojada de un caldero que había en el suelo y comenzó a golpearme con ella. Me oriné encima. No era miedo, era terror. Continuaba golpeándome y preguntándome por ese tal Paisano, que yo no sabía quién era. Perdí el conocimiento. Cuando desperté estaba en la celda con Picas y Zurdo a mi lado limpiándome la sangre y preguntándome qué tal estaba. Sentía que un tren me había pasado por encima, no me podía mover. En la celda sólo se respiraba el olor a sangre y a dolor pero se imponía el silencio.

»Serían sobre las tres de la mañana cuando los dos policías uniformados volvieron. Abrieron la celda y nos dijeron que nos podíamos marchar. Salimos. Nos dirigimos hacia la furgoneta. Íbamos en silencio, pero los ojos de Picas y Zurdo estaban encendidos, rojos de ira. Entramos y yo me tumbé en la parte de atrás. El vehículo arrancó y aparcó en una esquina, en la oscuridad. Desde allí se divisaba la puerta de acceso a la comisaría. Esperamos. Al cabo de media hora aquel policía que nos había golpeado salió a la calle. Iba trajeado. Le seguimos en la oscuridad. Nadie hablaba en la furgoneta; “lo van a escuadrar”, pensaba. Después de tres bocacalles se introdujo en un club nocturno, La Gata Negra se llamaba, no se me olvidará jamás. Esperamos. Los dolores me inundaban el cuerpo, las heridas enfriaban, casi no me podía mover.

»Sobre las seis de la mañana el policía salió de La Gata Negra; iba bebido, daba traspiés. Zurdo y Picas salieron de la furgoneta; “quédate aquí, ahora volvemos”, me ordenaron. Yo me incorporé y vi lo que pasó. Los dos se acercaron por detrás a aquel policía, lo empujaron contra la pared y le quitaron la pistola. Zurdo le dio un puntapié en los testículos, se retorcía por el suelo. Lo cogieron por los brazos y lo introdujeron en la furgoneta. “Vete para adelante”, me ordenó Picas, mientras él se metía, pistola en mano, con el policía en la parte de atrás. Zurdo arrancó y condujo la furgoneta fuera de la ciudad. Amanecía. Cuando llegamos a una escombrera, Zurdo detuvo el vehículo. Bajaron y sacaron a aquel policía a punta de pistola. Yo quedé en el asiento delantero contemplando la escena. El policía estaba de rodillas suplicando por su vida. Picas, a su lado, con la pistola colocada en la sien de aquel verdugo. Zurdo estaba más distanciado. “Reza a tu Dios”, le dijo Picas. Y disparó. A continuación se pusieron a ocultar el cadáver debajo de la pizarra de la escombrera. Yo bajé para ayudarles. ¿Sabe lo que le digo? Aquel día no lloré. Amanecía».

Silencio. La mujer y la hija del profesor, que habían entrado de nuevo en la habitación sin que nos percatáramos, salieron al pasillo, no dijeron nada, estaban ¿escandalizadas? ¿Perplejas por lo que habían oído? No se lo podría decir. El profesor respiró profundamente y me pidió que lo incorporara. Di a la manivela hasta que él me dijo que era suficiente.

—¿Le estoy escandalizando? —me preguntó.

—Profesor, yo no estoy aquí para escandalizarme. Quiero oír todo, por si me da una pista para encontrar al asesino que busco. No estoy aquí para juzgarle.

Cerró los ojos. Y prosiguió:

«No crea que soy una persona insensible. Mire, de lo que le he contado, me dolió lo del Bicho, tal vez los muchachos y yo nos extralimitamos con él y nuestra conducta provocó su suicidio, posiblemente, no lo sé. Pero era una mala persona, lo que le hacía a su mujer, a su hija, a su hijo, el desprecio hacia los trabajadores de su empresa… merecía lo que le ocurrió, aunque yo vomitara, aunque llorase su muerte. El asunto de don Tirso, el cura, se lo merecía, no me arrepiento. Y de ese policía, qué quiere que le diga, tampoco me arrepiento de lo que pasó.

»A partir de aquel día leía la prensa con detenimiento, buscando las noticias del hallazgo de su cadáver, pero no apareció nada. El 22 de mayo leí lo de la detención de El Paisano en Asturias. Al final me enteré de quién era aquel hombre que habían estado buscando, Horacio Fernández Inguanzo, alias El Paisano.

»Como le estaba diciendo, amanecía, por eso nos alejamos del lugar. Y llegamos a Caso. Allí fuimos hasta una casa apartada del pueblo. Tocaron a las grandes puertas de madera, pintadas de verde. Un hombrecito trabado, de unos sesenta años, con boina calada, chaleco de lona y pantalones de pana nos abrió la puerta. “¿Qué os ha pasado?”, preguntó. “Nos encontramos con la pasma”, respondió Picas. “¿Y quién ganó?”, volvió a preguntar. “Nosotros”, respondió Zurdo. “Me alegro, cerró la conversación el anciano. Allí me enteré del objeto del viaje: habían ido a ver a aquella persona para que les suministrase armas.

»En eso consistió nuestra excursión a Asturias, en buscar armas. No llegué a ver el mar, pero le puedo asegurar que en aquel momento carecía de interés para mí. El viaje sólo tuvo una cuestión positiva: cuando llegué a Vega. Todo lo que me tenía deprimido desapareció de mi mente: la marcha de Yoli, la muerte del Bicho, mi culpabilidad por lo ocurrido… Desde aquel momento hasta el final del curso sólo me preocupé de estudiar. Pero yo quería trabajar con los muchachos de la cuadrilla, me sentía a gusto con ellos. Por eso, aquel verano del 69 entré de nuevo a Infierno».

—Creo que debería dejarlo por hoy —era la mujer del profesor, había entrado de nuevo con su hija—. Se acerca la hora de cenar, ya sabe que aquí se cena pronto, y debe dormir. Hoy no ha dormido la siesta.

—No se preocupe, ahora mismo le dejo descansar, mañana podemos continuar.

Recogí la grabadora y me despedí del profesor, de su mujer y de su hija. Al llegar a la puerta una asquerosa duda me corroía, por eso me giré y le pregunté al profesor.

—Perdone, profesor. Una sola pregunta, antes de marcharme: ¿para qué querían las armas?

—¿Para qué las querían? —se pasó la mano por la cabeza, como pensando si debía decírmelo; unos segundos de silencio—. Para formar el Ejército Revolucionario del Pueblo, el ERP, inspector.