11
La cuadrilla
El todoterreno era negro, no recordaba la matrícula, y la imagen de un reloj sin dígitos se repetía en su mente sin que supiese el porqué. Era lo único que el profesor Llago repetía desde que había salido del coma. Poco era, mejor dicho, no era nada. Desde el día que había aceptado el caso, salvo integrarme perfectamente con la gente del pueblo, muy pocas pistas se me presentaban en la investigación, pero no podía decir que estaba como al principio, no era cierto. En realidad estaba esperando que algo saltase en algún lugar y estaba preparado para apresarlo e interpretarlo.
Llegué al hospital hacia las diez de la mañana. Domínguez me esperaba en la puerta. Nos dirigimos a través del hall al ascensor que nos llevaría a la planta en la que estaba Llago.
—¿Qué tal está? —pregunté a Domínguez en el ascensor.
—Recuperándose. Lo importante es que está fuera de peligro.
—¿No recuerda nada más del día que intentaron asesinarlo?
—No.
—Pero ¿quiere colaborar?
—Sí. No hay problema. Sabe lo que está ocurriendo y quiere ayudar en lo que se le pida.
—¿Conoce mi misión en Vega?
—No. No se le ha dicho nada. Lo único que sabe es que llevas el peso de la investigación sobre el terreno.
—Entendido.
Las puertas del ascensor se abrieron y caminamos por el pasillo hacia una habitación que estaba al fondo. A la puerta, un policía uniformado. La orden era de vigilancia constante al profesor por si había un segundo intento de homicidio. El policía reconoció a Domínguez y no hizo preguntas, nos dejó pasar. Allí estaba el profesor, tumbado en su cama con una pierna en lo alto y la cabeza vendada. A su lado dos mujeres. Las saludé después de que me las presentase Domínguez.
—Está muy débil. No le cansen, por favor. Además, está muy medicado, le dan muchos sedantes para los dolores. Se cansa rápido —era su mujer la que nos suplicaba que fuéramos poco a poco en el interrogatorio.
—Descuide, el inspector Ramalho sólo quiere hacerle unas preguntas y nos marcharemos de inmediato. Usted puede ir con su hija a tomar un café si lo desea, ya nos quedamos nosotros con él hasta que ustedes vuelvan —dijo Domínguez, para tranquilizarla.
—Gracias —dijo la mujer, mientras hacía una seña a su hija para que la acompañara.
Nos quedamos a solas con el profesor. Cogimos dos sillas y las colocamos a ambos lados de la cama.
—Profesor, soy el comisario Domínguez. Supongo que se acuerda de mí. Estuve hablando con usted hace dos días —asintió—. Me acompaña el inspector Ramalho, que lleva la investigación sobre el terreno. ¿Se encuentra con ánimo para responder a una serie de cuestiones que tiene que plantearle? —volvió a asentir.
—¿Serían tan amables de elevar la cabecera de la cama? —dijo, con voz cansina.
Cogí la manivela y la fui girando hasta que la cabecera estuvo en un ángulo de treinta grados.
—¿Está bien así? —le pregunté.
—Sí, me encuentro más cómodo. Ya saben, tantas horas en la misma postura molestan más que los dolores. Bueno, usted dirá.
—Sólo me interesa un tema, profesor —le dije—. Es el asunto de la cuadrilla. ¿Qué fue? ¿A qué se dedicaba? ¿Quién la componía?
Respiró profundamente, cerró los ojos y dijo:
—La cuadrilla… quiere usted saber sobre ella. ¿Por qué?
—Profesor, creemos que el caso suyo, como la muerte de los otros cinco componentes, tiene que ver con lo que fue en realidad esa cuadrilla. Creemos que estas muertes tienen que ver con el pasado. Pero no hemos avanzado nada, pues no hemos sabido qué fue, ni a lo que se dedicaba.
—Han pasado muchos años, joven. ¿A quién le puede interesar lo que fue la cuadrilla?
—Me interesa a mí y, por lo que parece, también al asesino. Nos ayudaría mucho si usted nos pudiera contar todo lo que sepa de ese asunto.
—¿Lo que sepa? Lo sé todo, joven. Lo sé todo.
—Creo que nos puede ayudar en este laberinto —no le estaba interrogando, le suplicaba.
Se hizo el silencio. El profesor cerró los ojos y comenzó su narración:
«Para mí, todo comenzó al final del curso de sexto de bachillerato. Tenía quince años, era el año sesenta y ocho. Era tan estúpido en aquel entonces que me dejaba encandilar por mis compañeros que habían abandonado los estudios y se habían introducido en la mina. Yo era, en aquellos tiempos, un estudiante del montón, pero lo había decidido: dejaría los estudios e iría con mis amigos a trabajar en la mina. Sólo me faltaba decirlo en casa, que iba a ser lo más duro. ¿Saben por qué? En las cuencas mineras nuestros padres y madres trabajaban como animales con una esperanza: que sus hijos no entrasen en la mina, que estudiasen, el estudio era el único camino para salir a flote en aquel mundo y poder escapar de él. La decisión de abandonar los estudios no les iba a gustar nada. Esperé a que llegase el domingo para dar la noticia. Era el único día que nos sentábamos todos a la mesa. El resto de la semana siempre faltaba mi padre, porque a esa hora no había salido del trabajo. Al acabar la comida, lo solté. Mi madre se levantó llorando y comenzó a recoger la mesa mientras repetía: “No sabes lo que haces, hijo. Para eso nos matamos tu padre y yo, para que tú tires todo”.
»Mi padre no decía nada. Mi hermano miraba a mi madre, desconcertado por no saber lo que estaba pasando. Sólo los sollozos de mi madre marcaban los ritmos de aquella tensión. De repente mi padre intervino: “Vamos a hacer una cosa”. Aquel “vamos a hacer” yo lo conocía; hablaba en plural y significaba que él había tomado una decisión que íbamos a acatar todos. “Vamos a hacer una cosa”, continuó, “este verano, como todos, en la empresa tienen que dar vacaciones y necesitan siempre algún refuerzo. Tú termina el curso y este verano entras a trabajar en la mina. Al final del verano, decides: o continuar en la mina o seguir con los estudios”. Aquella medida transaccional me agradó.
»Como les decía, me incorporé al trabajo un 1 de julio. Tuve que presentarme al capataz, al que llamaban El Gordo. En el momento en que El Gordo me explicaba mi lugar en los vestuarios y me asignaba mi lámpara, detrás de unas taquillas se oyó una voz grave que se dirigía a él: “Gordo, me prometiste un guaje para mi cuadrilla desde que se accidentó El Manco. Han pasado casi veinte días y no me has traído a nadie”. Quedé helado, nadie se atrevía a llamar Gordo al capataz, él era el señor Eulogio. Gordo sólo se lo llamaban por detrás. En aquel momento conocí a Picas, y él se atrevía a eso y a más. El Gordo me agarró del brazo y me llevó detrás de las taquillas, de donde había salido la voz. Allí estaba frente a Picas. Alto, con la cabeza rasurada al cero y aquel bigote enorme, era inconfundible; supongo que aún lo llevará hoy en día, un tío con estilo, se diría ahora. “Picas, aquí tienes a tu guaje”, le dijo El Gordo, y allí me dejó.
»Picas se me quedó mirando, no dijo nada. Me río cada vez que me acuerdo de la estampa que tenía: allí estaba yo con mi mono de mahón azul, alargado en las perneras y en las mangas, con mi fiambrera en una mano y la lámpara y el casco en la otra. “Nada más llegar te pondrán un mote —me había dicho mi padre—, y te gastarán alguna novatada”. Estaba esperando mi mote cuando alguien a mi espalda dijo: “Parece un pingüino”. ¡Dios!, Pingüino, pensé, vaya mote. Pero Picas sentenció: “No parece nada, es el hijo de Juan”. Todos callaron, nadie me puso mote, nadie me gastó una novatada, era como si estuviese bajo la protección de Picas».
—¿Me acercan un poco de agua?, por favor —dijo el profesor, interrumpiendo su relato.
—Si se cansa, lo dejamos para más tarde —alegó Domínguez, mientras le acercaba un vaso de agua.
—No —dijo el profesor; dio un trago al agua, hizo un receso y terminó el vaso—. En realidad me está agradando contarles a ustedes esta historia, me trae gratos recuerdos. Aunque no sé si les podrá servir para algo.
—No se preocupe por eso, usted siga —dije mientras le retiraba el vaso de la mano y lo colocaba encima de la mesita de noche.
«Desde aquel momento comencé a ser uno más en la cuadrilla de Picas. Allí estaba Zurdo, el barrenista; Zorro, que ejercía de entibador; Pupas y Moro, los segundos picadores junto a Picas; luego estaban Desgracias, Manco y Terco, que ayudaban a los demás en lo que se les mandase. La cuadrilla de Picas: se la llamaba así pues no seguían el régimen de trabajo de los demás. Miren, no sé si conocen aquello, pero la mayoría trabajaba a jornal: tantas horas de trabajo, tanto sueldo, esos eran a los que los vigilantes y El Gordo iban a supervisar para que no se escondieran por ningún rincón. A veces, si algo corría prisa, daban trabajo a tarea, en cuanto lo terminases podías marchar para casa. A nosotros nadie nos vigilaba. Aquella cuadrilla trabajaba a producción: tantas toneladas sacase, tanto cobraba. Era una especie de subcontrata que tenía la empresa con Picas. Por eso nadie los vigilaba: ellos trabajaban como animales, de aquella galería salían vagones por doquier, eran incansables. Yo tenía que seguir su ritmo de trabajo, pero no estaba acostumbrado. Los primeros días las manos se me llenaron de ampollas y el cuerpo me dolía, pero no estaba dispuesto a rendirme. Cuando las ampollas reventaron y las heridas fueron cicatrizando, los dolores por todo el cuerpo disminuyeron; eso era síntoma de que me estaba acostumbrando al trabajo. Los primeros días fueron extenuantes, más de una vez estuve por abandonar y volver a mis estudios, pero eso significaba que me daba por vencido, y no estaba dispuesto a ello.
»Llevaba trabajando una docena de días cuando se me apagó la lámpara. Miré mis bolsillos, no llevaba ni una maldita piedra de carburo que añadir al agua. Tuve que subir a ciegas. Al llegar al entronque de la galería oí decir a Zurdo: “Como te digo, Picas, ese hijoputa del Bicho le andaba buscando las vueltas y lo ha despedido”. “¿Qué pasó?”, le preguntó Picas. “Pedro, ya sabes, anda pasando un mal momento con lo de la enfermedad del chico y, al parecer, algo le mandó hacer El Bicho y le contestó mal. No se atuvo a razones, lo despidió”, le dijo Zurdo. “¿Cuántos lleva ya?”, le preguntó Picas. “Con Pedro, ha despedido en lo que va de año a tres más, es un cabrón”, aseveró Zurdo. “Hay que escuadrarlo. Esta noche todos en el mismo sitio de siempre”, sentenció Picas. En ese momento yo resbalé y me oyeron. “¿Quién anda ahí?”, dijo Zurdo, mientras arrimaba la lámpara al entronque de la galería. Allí estaba yo, asustado, sin saber qué decir, ni siquiera sabía de qué estaban hablando. “Mierda, es el guaje; nos ha oído, Picas”, dijo Zurdo. “¿Qué has oído?”, me preguntó mientras me arrimaba la lámpara a la cara: “Nada, no he oído nada”, le dije. “Nos ha oído, no lo podemos hacer, se puede chivar”, decía Zurdo, mientras Picas paseaba pensativo como un perro de caza. “Lo vamos a hacer y el guaje vendrá con nosotros, así será cómplice y no se podrá chivar”, sentenció Picas. “Estás loco, Picas, estás loco”, repetía Zurdo. “Guaje, esta noche, a las doce, detrás del cementerio, no faltes, no me hagas ir a buscarte a casa”. Aquello me sonó como una amenaza. Pero era algo más: si aquella noche no acudía, me podía dar por despedido de la cuadrilla, yo habría fracasado y no quedaría más camino que volver al estudio. Y, por otro lado, si acudía, no sabía en qué lío me podría meter. Pero a las doce en punto estaba detrás del cementerio.
»Nos dividimos en dos vehículos: Picas, Zurdo, Zorro, Moro y yo íbamos en uno; el resto salió en otro. Todos llevaban gorras y pañuelos que les tapaban la cara. A mí Picas me dio otra gorra y otro pañuelo. Y comenzamos a dar vueltas por el pueblo sin que yo supiese cuál era el objeto de todo aquello. De repente, Zurdo, que conducía la furgoneta en la que íbamos nosotros, dijo: “Ahí está”. Miré por la ventanilla. Aquello parecía tener explicación: habíamos salido a buscar a El Bicho, para escuadrarlo, había dicho Picas. Picas, Zorro y Moro salieron de la furgoneta y Picas, encapuchado, le puso la recortada en la cara obligándole a subir a la furgoneta. Tal vez al Bicho los muchachos le quisieran dar un escarmiento por el despido de varios trabajadores de la mina La Manuela, pero los muchachos de la cuadrilla desconocían algo que yo sabía. El Bicho era el padrastro de Yoli, una muchacha de la que yo estaba enamorado, ya saben ustedes, amores de juventud. Ella me había contado que él, cuando acudía a casa borracho, pegaba a su madre y en varias ocasiones había intentado violarla a ella. Al parecer en cierta ocasión estuvo a punto de tirar por la ventana a su hermano recién nacido. “Un día lo mato”, me había confesado Yoli. Y allí tenía yo a su padrastro. Los muchachos le obligaron a meterse en un saco hecho de cuerdas. Cuando se introdujo, ataron su única abertura para que no pudiera escapar. Pataleaba y daba voces, nadie le hacía caso en la furgoneta, que se dirigió hasta las afueras del pueblo. Al llegar al puente del ferrocarril, el que pasaba por encima del río, la furgoneta paró. Picas y Zurdo intentaban coger el saco para bajarlo, pero las patadas y gritos de El Bicho se lo impedían. Yo no sé qué me pasó por la cabeza, debió de ser Yoli, su madre o su hermano. Salté encima del saco y comencé a golpearlo. Le daba en la cara, en el estómago, en todo el cuerpo, hasta que sentí que perdía el conocimiento. En ese momento Picas me puso su mano encima del hombro y me dijo: “Basta ya, déjalo”. Cargaron el cuerpo de El Bicho metido en aquel saco y lo ataron en los raíles del puente. Lo que pretendían estaba claro: cuando el expreso de las siete de la mañana pasase, cortaría la cuerda y el saco caería al agua. Si alguien lo rescataba, sobreviviría; si no era así, moriría ahogado, qué más daba, a quién le importaba. Allí quedó, colgado de las vías del tren.
»Aquella forma desmedida que tuve de golpearle significó mi bautismo definitivo, era miembro de pleno derecho de la cuadrilla de Picas. Si ustedes se preguntan qué fue de El Bicho les diré que, al parecer, alguien por la mañana estaba pescando y vio el saco. Cuando el tren pasó cortó la cuerda y cayó al río y lo rescataron; no murió en esa ocasión.
»A partir de ese día comprendí lo que significaba ser miembro de la cuadrilla: no sólo era ser compañeros de trabajo, era una especie de Liga de la Justicia. Si alguien quería ir contra los trabajadores se enfrentaría a las iras de la cuadrilla. En ella se imponía el silencio.
»El verano transcurrió con pocas novedades más. Los muchachos me habían aceptado en su grupo, pese a que casi todos tenían una media de diez años más que yo. Aquel verano, con ellos, cogí mi primera borrachera y sufrí mi primera resaca. Y me llevaron a putas por primera vez en mi vida. Me estaban forjando como hombre, decían. Pero no sólo fue eso, no se confundan ustedes. Me acuerdo un día que Picas me preguntó por mis estudios; le conté que había suspendido literatura e historia. Me preguntó la razón, creo que le respondí que no me gustaban. “No has sabido apreciar su valor”, me dijo, “coge la historia, revísala, y verás que esta la han hecho cuatro tíos con muy mala hostia”. “Y la literatura, ¿también la han hecho cuatro tíos con mala hostia?”, le pregunté con ironía. “No, hay escritores que han puesto rima a esa mala hostia”, me respondió. Picas… ¡qué tipo! Saben ustedes, era estudiante de Ingeniería Superior de Minas y por los disturbios estudiantiles en la Universidad de los años anteriores le habían abierto un expediente que le prohibía estudiar en cualquier universidad española. A partir de ahí se refugió en la mina, el único mundo que conocía. En fin, no sé la razón, pero me cogió como su pupilo, se convirtió en mi tutor.
»El trabajo aquel verano transcurrió sin más incidentes. Mis manos ya se habían acostumbrado a la pala, al carbón, a empujar vagonetas llenas y vacías. No pensaba volver a estudiar, aquel ambiente me gustaba, disfrutaba con él. Fue casi a finales de agosto, algo se estaba fraguando en toda la cuenca, algo gordo se preparaba, pero yo no me daba cuenta de lo que era. Sólo me acuerdo de que las reuniones en la mina iban en aumento, en todas se hablaba de las condiciones de trabajo, de los sueldos, del trabajo de los domingos. Saben ustedes, en aquella época también se trabajaba los domingos por la mañana. Algo se estaba gestando, se presentía en el ambiente. Hasta el periódico clandestino del Mundo Obrero circulaba por todos los lados. Faltaban dos días para que terminase agosto y Picas nos citó de nuevo a todos en el mismo sitio y a la misma hora. En esa ocasión ya fui preparado, con un pañuelo negro y una gorra del mismo color. Yo no sabía a quién íbamos a escuadrar, pero allí estaba yo. Nos dividimos en dos coches, como la noche en que fuimos a escuadrar a El Bicho. Uno de ellos se dirigió al norte, otro al sur. Yo iba con Picas, Zurdo, Zorro y Moro. Nos dirigimos hacia el norte, hacia el puente de la nacional que salvaba el río; al lado estaba también el puente del ferrocarril. Bajamos de la furgoneta y llenamos de dinamita los dos puentes. Colocamos detonadores retardados de cinco segundos. A la una en punto conectamos los cables a una pila de petaca y dimos al interruptor: los puentes volaron por los aires. “Ahí tenéis vuestras putas condiciones objetivas”, me acuerdo que dijo Picas. Treinta segundos más tarde se oyó otra explosión, eran los puentes del sur, que los habían volado los otros muchachos. La cuenca entera estaba aislada del mundo.
»El objetivo estaba claro: aislar la cuenca al paso de la Guardia Civil. Hasta que restablecieran los puentes iban a pasar unos días, tiempo suficiente para que se pudieran hacer asambleas en los pozos y provocar una huelga para presionar a la patronal, por los salarios, por la seguridad, por el trabajo de los domingos. La gran huelga estaba preparada. Iba a vivir una, la primera en mi vida. Pero no fue así. Picas me cogió aparte antes de dejarme en casa y me dijo: “Mañana pides la liquidación y te vas para casa a estudiar, tienes que aprobar esas dos asignaturas y seguir estudiando”. Quedé perplejo, pensé que algo había hecho mal, pero no era así. “Picas, yo quiero estar con la cuadrilla”, le dije, buscando su compasión. “Y la cuadrilla quiere estar contigo, pero a partir de mañana esto se va a poner peligroso. Si algo nos pasa a nosotros, debes quedar tú para mantener vivo el espíritu de la cuadrilla”. Me había dado en plena línea de flotación. Aquellas palabras me trasladaban la responsabilidad de forjar otra cuadrilla si a la existente le ocurriese algo.
»Al día siguiente pedí la cuenta. Me acuerdo que el gilipollas de Carlines, el de la oficina, me dijo: “Es dura la mina; ya te cansaste, ¿eh, chaval?”. Si él hubiese sospechado aunque sólo fuese la mitad de la realidad, la cara de estúpido que le quedaría, pensé. Yo estaba fuera de todo. La paralización del trabajo en las minas, las asambleas en las bocas de los pozos se dieron por todos los lados. La seguridad de que la Guardia Civil no podía entrar hacía que se fortaleciese la unión de todos ante las reivindicaciones. Pararon todos los pozos, menos los de la Minero SA. Sin embargo, a las doce del mediodía, una explosión dio al traste con el tendido eléctrico que suministraba a toda la empresa y no les quedó más remedio que detener el trabajo. La cuadrilla, sospeché. “Ahí tenéis vuestras putas condiciones objetivas”, pensé que eso habría dicho Picas. La huelga se extendió como la pólvora, hasta el clero participó. La reivindicación de no trabajar los domingos la hicieron también suya. Hasta dejaron las iglesias para las reuniones. Bueno, todos no, don Tirso, el párroco de Vega, no se prestó. “Habrá que escuadrarlo”, pensé. Aquello me divertía, aunque a ustedes les resulte inconcebible.
»La huelga duró varios días. Incluso cuando la Guardia Civil pudo entrar al valle ya era tarde, la solidaridad y unión eran inquebrantables. Hubo disparos, varios heridos, pero también volaron por los aires varias furgonetas de los antidisturbios. El gobierno quiso terminar con aquello rápidamente. No estaba dispuesto a que se extendiera hasta Asturias. Se consiguió descansar los domingos y una mísera subida salarial. Menos era nada. Pero aquello había demostrado que los mineros unidos podían conseguir lo que se propusieran. Y demostró algo más: que aquello que llamaban las Comisiones Obreras funcionaba, aunque fuese con un poco de ayuda de los muchachos de la cuadrilla.
»Yo todo lo había visto desde fuera, me había encerrado en casa a estudiar. Me examiné y aprobé las dos asignaturas con buenas notas. En mi casa estaban contentos, yo había vuelto al redil. Me esperaba un nuevo curso y ese era el PREU. La huelga terminó el mismo día que me dieron las notas. Ese día vino Picas a verme y a preguntar cómo me había ido. “Esto hay que celebrarlo”, me dijo. “Ven conmigo, tenemos que escuadrar al cura”, y yo marché con él en busca de don Tirso».
—Ah, todavía están ustedes aquí —era la mujer del profesor, que había entrado con su hija—. Llevan dos horas, deberían dejarle descansar un rato. Dentro de un momento le traerán la comida y debe descansar.
—De acuerdo —dijo Domínguez, mientras se levantaba—, le dejamos comer y que duerma un poco la siesta. Si se encuentra con ganas, después, cuando se despierte, continuamos.
—No se preocupen, la conversación con ustedes me está relajando —dijo el profesor—. Después de la siesta y las pastillas suban, se lo ruego.
Por fin aquello iba cogiendo cuerpo. Si el profesor recordaba todas las actividades de la cuadrilla en aquellos tiempos posiblemente nos acercaría al supuesto asesino. Tenía la sensación de que estábamos más cerca que nunca de desvelar aquel misterio.