10: Infierno

10

Infierno

Eran las putas seis y media de la mañana del 15 de septiembre de 2003. Maldije el día que había aceptado la misión, maldije al que se le había ocurrido que la mejor forma de descubrir al asesino de la cuadrilla era desde dentro, maldije a mi mãe por haberme parido, maldije el día que amanecía y al que no le veía el sol. Salí de la pensión de Pacita con mi bolsa de deporte, pero no en dirección al gimnasio, el destino era Infierno.

Iba medio dormido y todos los monos de mi cabeza saltaban al unísono. Sólo a mí se me podía ocurrir ir de juerga con Coque e Iván la víspera de entrar en Infierno. ¡Qué resaca!, la primera de mi vida. Me prometí no volver a pillar ninguna más. No me había apetecido desayunar, tenía el estómago que parecía un estropajo y sólo tomé un café bien cargado con dos aspirinas. Mi estómago digería todo, parecía una hormigonera. Repasaba en mi mente, cuando era capaz de ello, si en la bolsa llevaba todo lo necesario: botas, el mono de mahón, guantes, el bocadillo, una botella de litro y medio de agua mineral y mis vitaminas. Casi estaba seguro de que lo llevaba todo. Los pinchazos acudían a mi cabeza a cada paso que daba.

Hombres de todos los colores iban haciendo su aparición, todos con una estampa parecida a la mía: medio adormilados, con una bolsa de deporte al hombro. Según nos íbamos acercando a Infierno se fue formando una sola hilera y fue entonces cuando el silencio de la noche se turbó. Comenzaban a charlar entre ellos, todo se convirtió en un enorme murmullo, hasta parecía que todos manteníamos el paso como si fuese un desfile militar. Pasamos por el lavadero. Las cintas y generadores ya habían comenzado a funcionar. El carbón se seleccionaría según el tamaño. Los camiones vacíos se iban colocando debajo de las tolvas y los cazos se acercaban a las cajas y, después de abrirse las compuertas, comenzaba a bascular el carbón. El taller ya había encendido las luces, los mecánicos se colocaban el mono de trabajo y se tiraban debajo de los camiones a revisarlos. Los del lavadero, los camioneros y los mecánicos del taller ya habían comenzado su jornada. Quedaba nuestro relevo por entrar.

Nos fuimos dirigiendo a una enorme nave, que debía de ser la de los vestuarios. Entré en ellos. Le puedo asegurar que nunca más volveré a protestar por los vestuarios de la comisaría, donde todo son quejas: que si no funciona la calefacción, que si los de la limpieza no pasaron hoy, que si alguien me tocó mi taquilla. Le doy mi palabra de que al próximo que oiga quejarse va a ir a los vestuarios, pero del infierno. Imagínese una nave de casi cincuenta metros de larga, cubierta de uralita, con alguna gotera que nadie se preocupa de reparar, las paredes decoradas con grandes manchas de agua y, colgados de cuerdas que penden del techo, monos de mahón secándose, enganchados a cascos y lámparas. Cada uno se dirigió a su taquilla, menos yo, que desconocía cuál era mi destino. Pregunté por el encargado de todo aquello. Me lo indicaron con el índice, no querían gastar energías en hablar. Sólo se oía el ruido de las puertas metálicas de las taquillas que se abrían de golpe y el chirriar de los bancos de madera al ser arrastrados por aquel suelo de terrazo ennegrecido.

—Perdón, ¿es usted el capataz? —le pregunté a un tipo gordo que estaba en mitad de la nave con las manos en jarras.

—Ah, tú debes de ser el nuevo. A ver —abrió su carpeta y guiándose con un bolígrafo me fue buscando en un largo listado—, aquí está, taquilla 708; quedas asignado a la cuadrilla del Pantera —me entregó una llave, la de la taquilla—. Dirígete al fondo, allí los encontrarás a los dos.

Me dirigí hasta el final de la nave. Iba mirando la numeración de las taquillas, no me fijé en los compañeros, que estaban sentados, cambiándose, por eso tropecé con el pie de alguno. Estuve a punto de caerme, comenzaron las risas. Alguien me había puesto la zancadilla, mi primera novatada. No estaba en condiciones de comenzar una bronca e hice como que no me había dado cuenta de nada. Seguí adelante. La encontré, taquilla 708, la abrí; si aquella nave desprendía humedad, aquella taquilla era la cuna de la podredumbre. Me cambié y guardé mi ropa en ella. Al salir de trabajar necesitaba limpiar aquella taquilla, no podía permitir que mi ropa apestase.

—Me han asignado a la cuadrilla del Pantera. ¿Me puedes decir quién es?

—¿Eres el nuevo? —asentí—. Yo también estoy con Pantera. Sígueme.

Metí los guantes en un bolsillo del mono. Le seguí entre aquella marabunta de hombres que iban despertándose al ritmo que se cambiaban. Volví con él al mismo lugar donde se encontraba al capataz, que en esa ocasión estaba rodeado de varios hombres que recibían sus instrucciones. Entre ellos reconocí al bravucón que había increpado a Eriko días atrás; su cabeza sobresalía entre las de los demás.

—El más alto es Pantera —me indicó mi futuro compañero de fatigas, y yo clamé al cielo por haberme concedido no sólo aquella resaca, sino también un jefe de cuadrilla que era un estúpido—. Espera a que termine de hablar con el capataz y te dirá qué debes hacer.

Las instrucciones del capataz apenas duraron un minuto, debían de ser todas muy sencillas. Cuando aquel círculo se dispersó me dirigí a Pantera.

—Buenos días, soy el nuevo, me han dicho que tengo que presentarme a usted.

—¡Qué educado es el guaje! —otra vez sus bravatas—. «Buenos días, soy el nuevo, me han dicho que tengo que presentarme a usted» —repitió mis palabras con voz afeminada, me dieron ganas de partirle la cara, pero en la vida sólo hay que esperar la oportunidad—. Coge una lámpara de aquellas y un casco. Luego esperas en aquella esquina, que es donde se concentra mi gente.

No dije nada, me limité a coger mi casco y mi lámpara. Mi compañero se dio cuenta de que no tenía mucha idea de cómo se colocaba e instalaba la lámpara y me ayudó. Nos dirigimos a la esquina que nos dijo Pantera. Se fueron agrupando más, los conté, éramos nueve. En esto llegó aquel descerebrado de Pantera.

—Vamos —nos ordenó.

—Eh, Pantera —gritó el capataz—, ayer pescaste cuatro truchas en el río con lejía. No lo vuelvas a hacer. Prefiero que utilices la dinamita, contamina menos.

—Jajajá —las carcajadas de aquel animal me molestaban más que su presencia.

Todos le seguimos. Entramos en el monorraíl, nos sentamos y cuando todos estábamos agarrados a las barras de seguridad preguntó Pantera:

—¿Algún problema?

Nadie respondió, silencio positivo, pensé. En ese momento tocó un botón que en otro tiempo debió de ser blanco y la jaula arrancó hacia las fauces del infierno. Diez luces de cascos se iluminaron, mejor dicho, se dejaron ver en la oscuridad. Elevé mi vista hacia el techo, contemplando las estructuras metálicas a modo de bóveda que servían de protección contra la montaña. La luz de mi casco lo recorría a la misma velocidad que descendíamos.

—No mires hacia arriba, guaje —me dijo el que estaba a mi derecha—. Cae agua mezclada con carbón y te puede caer en un ojo.

Demasiado tarde el aviso. Una gota había llegado a mi ojo derecho, escocía, intenté limpiarla buscando un pañuelo en mi bolsillo.

—No te toques, es peor. Deja que el ojo llore, se limpiará solo.

Mi primera lección, no mirar al techo. Luego vendrían muchas más. Descendimos del monorraíl y nos adentramos en la galería: doscientos pasos tierra adentro, los conté. Pantera iba arrimando la oreja a las paredes de vez en cuando, esperaba unos segundos y ordenaba seguir avanzando. Mi cara de desconcierto no debió de pasar inadvertida ni siquiera en la oscuridad.

—Es por el grisú —me dijo uno de los veteranos—. Pantera dice que arrimando el oído a las paredes se puede apreciar el movimiento de las bolsas de grisú, si es que las hay.

Supongo que era una técnica que no habría inventado Pantera; los indios arrimaban el oído a las vías del ferrocarril para calcular la distancia a la que se podría encontrar la locomotora, lo había visto en las películas. Aquello no era una novedad, era una propiedad física del sonido y su propagación a través de los sólidos. Sospeché que Pantera lo sabía porque alguien se lo había explicado, no porque lo leyese en ningún sitio.

Mi tarea aquel día fue de lo más sencilla, pero también de lo más ingrata: cargar los vagones de escombros, de pizarra, de tierra, de todo lo que no fuera carbón. Me acuerdo de que estaba intentando incrustar la pala en el montón de pizarra cuando otro de los compañeros de aquella cuadrilla, Luis, me miró con gesto incrédulo.

—Así, no —me dijo. Me detuve y me quedé contemplándolo.

—Debes coger la pala con la mano derecha detrás y la izquierda delante, esta última debe correr por el mango, en caso contrario trabajarás demasiado y a lo tonto. Y debes introducirla por abajo, a ras de suelo. Ah, los trozos grandes es mejor que los cargues a mano.

Mi segunda lección en mi primer día de trabajo. Le di las gracias a Luis, necesitaba amigos allí dentro; bueno, amigos, amigos, es posible que no fuese eso lo que yo necesitaba. Puntos de amistad, sería más correcto. Le hice caso y tuve una sensación extraña, era como si desde ese instante hubiese empezado a moverme y a cargar aquellos vagones como un autómata. Incluso daba la impresión de que Infierno había comenzado a hablar a su manera. El silencio de la entrada se había quebrado: el chirriar de las ruedas metálicas sobre los raíles; los golpes de los martillos; el sonido del aire comprimido; algunas explosiones controladas varios pisos más abajo; el ruido de máquinas que no llegaba a ver, y el goteo permanente del agua en charcos eternos. Daba la impresión de que estábamos en el estómago de la montaña cuando comenzaba su digestión. Todo era ruido y oscuridad.

Sobre las diez y media, los puntos de trabajo comenzaban a detenerse. Se buscaba un lugar en el que alguna losa de pizarra amplia permitiera que nos sentásemos. Todos desenfundaban sus fiambreras y bocadillos y comenzaba la media hora disponible para recuperar fuerzas, decían. Todos nos agrupábamos alrededor de unas losetas de pizarra. Bueno, todos no; los picadores no venían. En realidad, cuando lo pregunté, me dijeron que ellos no paraban en medio de la jornada, que detener su trabajo y descender desde su puesto provocaba un cambio de temperatura que no les venía muy bien a sus pulmones, por eso continuaban trabajando. Luego me enteré de que ellos comían su ración, el tortu, decían en mi tierra, antes de comenzar a trabajar y luego la jornada continuaba de un tirón.

Tomé el bocadillo que me había preparado Pacita, que era algo así como la gran madre de todos los de su pensión. Un enorme bocata de tortilla con jamón, junto a una manzana. «Si quedas con hambre, cuando vuelvas comes bien, o mañana desayunarás mejor», respondía siempre al primero que le protestaba por la cantidad. La verdad era que con la resaca que estaba espantando apenas me apetecía comer, pero el agua la fui liquidando casi al completo. El resto de la mañana pasó casi desapercibida, fue una repetición de las horas anteriores. A las tres sonó la sirena del cambio de relevo y bendije a la persona que la tocaba. Necesitaba una ducha y unas horas de sueño. Ni siquiera me detuve a limpiar la taquilla como me había prometido al entrar. Dejé todo allí, el mono lo colgué junto al casco y la lámpara del techo para que se aireara y secase. Caminé sin despedirme de nadie en dirección a la pensión. Cuatro dos, cuatro dos, cuatro dos, cuatro cinco; ese era el turno de trabajo asignado, cuatro días de trabajo y dos de descanso y así sucesivamente hasta el descanso largo de cinco días. Había fulminado mi primer día de trabajo, me quedaban otros tres y tendría dos de libranza. Comencé a soñar con ellos.

Apenas saludé a Pacita, ni a los abuelos que hacían la guardia diaria a la puerta de la pensión, ni a los jugadores de dominó. Me dirigí directamente a la habitación a tumbarme en la cama. Revisé mi móvil: un mensaje en el buzón de voz.

—Soy Domínguez —su voz rebosaba entusiasmo—, el profesor Llago ha recobrado la consciencia. Aún no se le ha podido interrogar. En cuanto pueda, llame.

Me pareció que el cansancio y los últimos estertores de la resaca se difuminaban de golpe. Marqué su número y le llamé.

—¿Dígame?

—¿Comisario Domínguez?

—Ah, es usted, Ramalho. ¿Escuchó mi mensaje?

—Sí, por eso le llamo.

—El profesor ha salido del coma a primera hora de la mañana. Los médicos nos han dicho qué le dejemos un par de días para que se vaya haciendo a la situación y que luego podremos interrogarlo. ¿Cuándo puede usted venir? Sin levantar sospechas, claro.

—Trabajo hasta el jueves. El jueves por la tarde o el viernes a primera hora puedo estar ahí.

—El viernes a las diez. Así él estará recuperado y nos dará tiempo a ir situándole en todo lo que está ocurriendo.

—¿Dónde quedo con usted?

—A las diez, en la puerta del hospital.

—Allí estaré, comisario.

Desperté a las nueve. Me duché y me sentí un hombre nuevo, dispuesto a entrar en acción y a odiar hasta la muerte el alcohol. Picas me había dicho que después de mi primer día de trabajo subiera a verle, pero era tarde y no tenía muchas ganas. Mejor lo dejaba para el día siguiente. Lo que estaba claro era que la primera parte de mi misión, integrarme en el pueblo, la estaba consiguiendo, era uno más. Bajé a la taberna y cené. Después me sumergí en una partida de dominó con un compañero que sólo conocía de vista. Era buen síntoma, cualquiera me aceptaba. A las once, como cada noche, llegaron los noctámbulos y con ellos Coque, el hermano de Pacita, y ella se perdió por los recovecos de las escaleras, no antes de dejarnos los bocadillos listos a todo el turno de la mañana.

Todos me preguntaban por mi primer día de trabajo, esa era la novedad en la taberna. Les comenté la anécdota de Pantera escuchando en las paredes de la galería. Es un método sencillo, que ayuda, comentaban casi todos. Iván, el compañero de fatigas del hermano de Pacita, se quitó la cazadora y abrió su camisa; su cuerpo estaba lleno de quemaduras. «Fue la bestia», dijo.

—Todo está oscuro, sólo tu lámpara ilumina un poco aquel sepulcro —se había hecho el silencio—. Te encuentras en las fauces de la bestia. De repente ves luz: una lengua de fuego que viene a por ti. Corres, te tiras al suelo, el demonio pasa con sus secuaces a tu lado. Oyes una explosión, crees que estás muerto, vuelve la oscuridad.

Tenía que haber estado usted allí para verlo. Iván era un borrachín que pasaba las noches enteras con el hermano de Pacita golfeando por el valle. No era un poeta, pero cuando describía aquello todos le escuchaban, parecía un discurso asimilado durante años e incrustado en su piel o lo había copiado de alguien. Así definió el grisú, al mismo ritmo que su tez se volvía blanca, pálida. Miré su piel: estaba erizada. Volvió el silencio. Alguien lo rompió, como restando tensión al terror.

—¿Sabéis la última? Me la contaron hace un rato los del taller —dijo el hermano de Pacita mientras encendía un faria.

«Cuenta», replicaron todos a coro, intentando olvidar las palabras de Iván.

—Resulta que hoy entró a trabajar al taller un nuevo guaje, un pinche. Debe de tener dieciséis años o menos, parece que está agilipollao. No sé si le habéis visto, parece tuberculoso, con la cara llena de granos de las pajas que se hace, un día va a morir de sobredosis de pajas. Es el hijo del Carlos, el mecánico de interior. Bueno, pues como os decía, los del taller le dijeron que cargara un bloque motor en un remolque y que se lo llevara a Pichi, a las oficinas, y que cuando llegase allí que le dijese que de parte de Camilón y de los del taller que allí le traía el condón que había pedido. El guaje cargó el bloque motor en el remolque y se dirigió a las oficinas, ya sabéis, ese trasto debe de pesar doscientos kilos, por lo menos. Al llegar le dijo a Pichi que allí tenía el condón que le traía de parte de Camilón y los del taller. Pichi al verlo comenzó a echar humo por las orejas —yo apenas conocía al chupatintas de Pichi, pero me recreaba con aquella historia, a la que todos prestaban atención conteniendo la risa—. «Llévaselo de vuelta a Camilón, le das las gracias de mi parte y le dices que se lo meta por el culo», creo que dijo. Y el guaje vuelta al taller con el bloque motor.

Las carcajadas de todos resonaban en el local. Las historias de novatos eran de lo que más agradaba al personal. Así transcurrieron mis primeros días allí, trabajando en el turno de mañana en la mina, viendo nacer mis primeras ampollas en las palmas de las manos, entre las anécdotas de todos los días alrededor de un café y una partida de dominó. Y deseando que llegase el viernes por la mañana para ir hasta Madrid e interrogar al profesor.

Por las tardes fui encontrando un hueco para quedar con Eriko. Me había propuesto enseñarle a leer y escribir. No necesité presionarle mucho, me bastó con una ligera insinuación a Pacita. «En vez de ir al monte, que estudie. Y si falta un día a clase, me lo dice, ya le leeré yo la cartilla», me dijo rotunda.

Fue el martes 16 por la tarde cuando me dirigí al quiosco de Luci y le pedí cuadernos de Rubio, ya sabe, de esos que se utilizan en preescolar para enseñar a escribir a los niños.

—Tienes suerte, el curso está comenzando y tengo de todo —me dijo Luci—. ¿Pero para qué los quieres?

—Voy a enseñar a escribir y leer a Eriko. ¿Dónde tienes a Paula? ¿Te contó nuestro secreto?

—No me ha contado nada, es la primera vez que contiene su lengua —sonrió—. Está ahora en la catequesis, la abuela se puso pesada y quiere que haga la primera comunión.

—Ah, ¿quién se la da, ese cura mayor que llaman don Tirso?

—No, él sólo oficia alguna misa en domingo. Han mandado un cura nuevo desde Ponferrada para impartir la catequesis.

«Un cura nuevo», dijo. En aquel momento quise tener a Paula delante para hacerle un sutil interrogatorio.

Recuerdo que hacía una tarde soleada para ser mediados de septiembre, por eso decidí quedarme en el parque sentado en uno de los bancos con Eriko, o eso quería pensar entonces. En realidad me quedé allí para esperar a Paula. Comencé las clases, ya sabe, aquello de la a, e, i, o, u. Luego pasamos a escribir los nombres de objetos que estaban allí dibujados: una vaca, una casa, un árbol… en esto llegó Paula y se dirigió al interior del quiosco. Dos minutos después venía de la mano de su madre hasta donde estábamos.

—No sé qué le pasa —dijo Luci—. No quería ni venir a jugar.

Sospechaba lo que podía ser, pero me lo tenía que decir ella.

—No estés triste, Paula. Venga, siéntate con nosotros en el banco y me ayudas a enseñar a Eriko a leer y escribir.

Se sentó a mi lado, sus piececitos quedaban en el aire, estaba enfurruscada, no deseaba hablar con nadie, tenía ese piquito que ponen los niños cuando están a punto de llorar. Luci me miró, en su gesto iba implícita la pregunta: ¿te la dejo aquí? Le hice una señal afirmativa. Seguí enseñando a Eriko a escribir casa y vaca. Ella miraba de reojo, no decía nada. Eriko se equivocó y debajo del dibujo de la casa puso vaca y viceversa. Yo, en un gesto de complicidad, se lo enseñé a Paula, que se tapó la boca para que no se la viese reír. Había conseguido hacerla reír. A partir de aquel momento se convirtió en mi ayudante. Y entre los dos le explicamos a Eriko cómo se escribía aquello. Paula pareció recobrar la alegría que le hacía ser la reina del parque.

—Burro, burro, eres un burro —le decía a Eriko y le golpeaba con sus puñitos en el hombro, pero eso a Eriko sólo le provocaba la risa.

—Paula, ponle deberes, voy a fumar un cigarro a la puerta del quiosco con tu madre.

Era una excusa para poder hablar un minuto con Luci y preguntarle una cuestión.

—Se te dan bien los niños —me dijo—. Mira Paula, parece que nunca estuvo enfadada.

—¿Le pasó algo en la catequesis?

—No me ha querido decir nada, pero algo debió de ser, alguna disputa con algún niño o que el sacerdote nuevo le llamó la atención por hablar demasiado. Siempre le ocurre igual en el colegio, no para de hablar y al final termina castigada.

Aquello no era así, estaba seguro de ello.

—Ese cura nuevo, ¿qué tal es? —le pregunté esperando que ella hubiese visto algo raro.

—No le conozco. Es mi madre quien la lleva a la catequesis, yo no puedo dejar esto cerrado.

De repente vimos a Paula que daba un salto en el banco y se dirigía hacia donde estábamos su madre y yo. Dejó a Eriko trabajando.

—Está haciendo los deberes que le mandé —dijo con el orgullo de que todo lo tenía controlado y bien controlado.

—¿Qué le mandaste?

—Tiene que escribir cinco veces «mi mamá me mima» —Luci y yo sonreímos.

—Vamos a ver qué tal lo está haciendo. Como nos lo haga mal, hoy se queda sin postre para cenar —dije en tono de complicidad con Paula, que dando saltos de alegría me acompañó hasta donde Eriko peleaba con las palabras. Aproveché para preguntarle.

—¿Qué tal la catequesis?

Bajó la cabeza y volvió a la tristeza del comienzo.

—¿No te gusta? —giró la cabeza mostrándome su repulsa—. No vuelvas.

—Pero mi abuela quiere que vaya —exclamó, como indicándome dónde se encontraba la solución del problema. Le coloqué la mano en la cabecita revolviéndole los pelos.

—Es el cura, ¿verdad, Paula? Es malo, ¿verdad?

—Sí —respondió casi llorando.

—No llores, ya sabes, soy un policía secreto y tú eres mi ayudante. No debes llorar, nosotros luchamos contra los malos y les vamos a ganar. ¿Cuándo tienes otra vez catequesis?

—Los martes. Pero él da la misa de este domingo, don Tirso está enfermo.

—El domingo voy a verle y ya verás como se arregla todo. ¿De acuerdo? Pero sin llorar.

Se secó las lágrimas y asintió con la cabeza. Se dirigió hacia Eriko.

—Muy bien, Eriko, muy bien, lo has hecho muy bien —le dijo. Yo sonreí al verla convertida en una improvisada maestra de preescolar—. Te voy a poner deberes para mañana —y comenzó a ponerle equis en las páginas que tenía que hacer para el día siguiente.

Así transcurrieron mis primeros días en Vega. Trabajaba por la mañana y por las tardes iba al parque a enseñar a leer y escribir a aquel niño soldado reconvertido en un paciente alumno. Por las noches jugaba mi partida al dominó con los noctámbulos de Vega y después me iba a dormir. Le puedo asegurar que más integrado no se podía estar en aquel pueblo de lo que yo había conseguido en tan poco tiempo.

El reloj sonó a las cinco y media el viernes. Debía salir para Madrid a interrogar al profesor y tenía dos días para ello. Cuando volviera tendría una entrevista con cierto cura el domingo por la mañana.