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La misión
Todo comenzó el día 5 de septiembre del año 2003, viernes, lo recuerdo perfectamente. Tal vez usted se pregunte la razón por la que estoy tan seguro. Pues verá, el día 8 de septiembre es la fiesta del Principado de Asturias y había pedido permiso para poder ir hasta mi pueblo. Es la única fecha en la que se da cita mucha gente conocida que el resto del año no puedo ver. Por eso siempre pido ese día para disfrutarlo con mi gente. Pero me lo anularon, el día 5 a las quince horas y quince minutos, mediante una llamada telefónica. Querían todos los efectivos disponibles en la comisaría. Se había producido el asesinato del banquero Norberto Lesme en una calle de Madrid. Supongo que usted se acuerda de ese asunto, fue el primero en el que hizo su aparición ese asesino que la prensa bautizó como «Cero», ya sabe, por aquello de la «tolerancia cero», nombre con el que se conoció la política contra la delincuencia del anterior alcalde de Nueva York. Si no recuerdo mal, el banquero estaba parado en un semáforo de la calle Princesa. Alguien en una motocicleta, una Kawasaki 1100, vestido de cuero negro, con casco negro y pantalla de cristal de espejo, disparó más de veinte tiros contra él y sus dos guardaespaldas. Norberto Lesme murió en el acto, sus escoltas quedaron heridos. Ni siquiera las cámaras de Tráfico pudieron detectar la presencia del asesino. Se alejó a más de ciento cincuenta kilómetros por hora hacia la N-VI, nadie tuvo tiempo de ver nada más. Todo el mundo, en aquel momento, pensó en un atentado de ETA, hasta que Cero lo reivindicó. Cero, una especie de justiciero que desde aquel momento se incorporó a la fauna de nuestra ciudad. Pero bueno, esto sólo se lo cuento para situarle en el tiempo. En realidad, lo que le tengo que contar no tiene nada que ver con ese asesinato.
Como le decía, el día 5 de septiembre, hacia las diecisiete horas, estábamos todos en la comisaría de Vallecas pendientes de las noticias de la radio y de los avances que iban dando por las cadenas de televisión, en los que hablaban del asesinato del banquero.
Estupefactos, escuchábamos que al día siguiente tenía la intención de decretar la quiebra de sus bancos, que los tenía asegurados. De esa manera él cobraría una cantidad colosal de dinero que provocaría la ruina de varias compañías de seguros. Toda la operación le habría supuesto convertirse en la persona más rica de este país, e incluso de Europa, pero iba a condenar a más de veinte mil personas al paro. Era curioso; aunque suene duro, a casi nadie le molestó su muerte, creo que nos dolieron más las heridas de sus escoltas.
Sobre las diecisiete horas, el comisario jefe me hizo llamar a su despacho. Creí que tenía que ver con ese asunto del banquero, pero no era así. Al entrar contemplé que a su lado estaba el comisario Domínguez, ya sabe, el jefe del departamento de homicidios de Madrid. Pedí permiso antes de entrar, creía que el comisario jefe estaba hablando con Domínguez y que yo debería esperar a la puerta a que terminasen. No era así, los dos querían hablar conmigo.
—Pase, pase, inspector —me dijo en voz alta el comisario jefe.
—Buenos días, ¿me mandó llamar?
—Le presento al comisario Domínguez, del departamento de homicidios.
Los dos se mostraban muy amables conmigo. El jefe, ante la atenta mirada de Domínguez, extrajo mi expediente personal del cajón derecho de su mesa de despacho y lo abrió.
—Inspector, voy a ir leyendo algunas partes de su expediente personal; si usted cree que algo no es correcto, me lo indica —no dije nada, me limité a asentir con la cabeza. La verdad es que estaba desconcertado por la presencia de Domínguez y por esa comparecencia en el despacho del jefe—. Usted se llama T. Ramalho da Costa. ¿Teodoro?
—No, Trinidad —respondí, esperando el desconcierto, pues ya estaba acostumbrado.
—¿Trinidad? —había comenzado la perplejidad.
—Sí, pero pueden llamarme Ramalho o Da Costa, o si quieren Trinidad o Trini, o Portu. Me da igual, ya estoy acostumbrado.
—O Abaddón, ¿no? —sonrió.
Le clavé la mirada, sin pestañear. Si era una gracia, no me gustaba. De todos los sobrenombres por los que se me conoce, ese es el único que me ofende. «Abaddón, Abaddón, regresa a Belial», me gritaba fuera de sí don Roque en la iglesia el día que le explotaron los petardos que le coloqué en el altar. Fue el primero que me llamó así.
—Me he despistado. ¿Por dónde iba? —dijo, intentando disimular la violenta situación—. Ah, sí. Señor Ramalho, vamos a ver, aquí dice: hijo de María de os Anjos y de…
—Hijo de María de os Anjos Ramalho da Costa y punto —dije de forma contundente. Nadie apostilló nada.
—Según estos datos —prosiguió, intentando eludir el tema de mi padre—, nació usted en el año 1975. En septiembre del año 2000, presenta instancia para el acceso a la escala de Inspección del cuerpo. ¿Qué licenciatura adjuntó? —yo creía que eso también figuraba en el expediente, pero por lo visto estaba equivocado.
—Filosofía —mis respuestas eran secas, había conseguido cabrearme.
—Ya, Filosofía —prosiguió el comisario jefe—. Usted aprueba las oposiciones en una posición discreta, número sesenta y cinco de setenta y seis aprobados. Pero en la Academia se superó de forma espectacular. Hasta tal punto que fue el número uno de toda la promoción: el primero en tiro policial, en defensa personal, en medicina forense, en… —hizo un silencio—. En todo. Impresionante expediente —le pasó mis calificaciones a Domínguez, que apenas las revisó, como si no le interesara ese particular—. Al terminar la Academia fue destinado en prácticas a Barcelona. En ese período usted resolvió el famoso caso del asesino del bucle, tal y como se le conocía internamente, por esa manía que tenía el asesino de rizar el pelo de sus víctimas. Eso le valió una felicitación pública y su primera medalla al mérito. Hace tres meses usted tomó posesión en efectivo como inspector y fue destinado a esta comisaría. ¿Qué caso lleva en este momento?
—El jefe de brigada me ha encargado que investigue la desaparición de dos menores en nuestro barrio.
—¿Qué tal lleva la investigación? —me preguntó de repente, sin dejarme terminar.
—De momento algo estancada. Mantenemos la hipótesis de que están relacionados con la desaparición de otros cuatro en diferentes distritos de Madrid, se repiten pautas parecidas.
—¿Sospechosos?
—Uno, sólo uno. Un norteamericano que se ha instalado en Madrid desde hace apenas un año. Al parecer la Policía de Chicago ya le detuvo en cierta ocasión por un asunto parecido, pero no pudo demostrar nada. Hemos pedido información al FBI y a la Interpol; aún no nos ha llegado.
—Entendido —el comisario jefe miró a Domínguez. Le cedía la palabra.
Domínguez abrió una carpeta que hasta ese momento estaba a sus pies y de ella extrajo un archivador con anillas que desplegó encima de la mesa pausadamente.
—A mí me interesan algunos extremos de su vida anterior —aquello me desconcertó. A partir de aquel momento no sabía qué estaba ocurriendo, ni lo que pretendían los dos comisarios de mí—. Usted nació en Asturias, concretamente en Ciaño, en el concejo de Langreo. Su padre, perdón, su tío, Álvaro Ramalho, fue, mejor dicho, es un minero del pozo María Luisa. Usted ha vivido casi toda su vida al cuidado de su tío. Y fue él quien le enseñó a hablar el portugués: dice su expediente que es usted bilingüe. En fin, su vida ha estado relacionada con la minería, ¿me equivoco? —el comisario Domínguez me clavó la mirada; esperaba una confirmación.
—No sé a qué viene todo esto —dije—. Pero si quiere saber si lo que acaba de decir es cierto, le diré que sí. Y desde que nací, nada de lo relacionado con el mundo de la mina me es ajeno. ¿Es eso lo que preguntaba?
—No se enfade —dijo Domínguez—, todo se lo explicaré a su debido tiempo. Si usted tuviese que ir a trabajar a la mina en este momento, ¿cree que podría pasar por uno más?
—No entiendo lo que quiere decirme.
—Le haré la pregunta de otra manera. Si a usted se le enviase en una misión secreta a una mina, ¿cree que podría pasar por un minero?
Me daba igual la forma que tuviese de hacer la pregunta, me estaba dejando perplejo. Pero seguí con el juego para ver el punto final. Me miré las manos, las levanté y coloqué las dos, vueltas sobre sus palmas, delante de la mirada del comisario.
—¿Usted ha visto alguna vez las manos de un minero? Yo sí las he visto. Y le aseguro una cosa, cualquiera se daría cuenta de que estas manos no han tocado un átomo de carbón en su vida.
—¡Olvídese de sus manos! —Domínguez alzó la voz, se había molestado con mi rotundidad—. ¡Olvídese de sus manos, por favor! —volvió a su tono más conciliador—. Siempre se puede decir que usted estuvo trabajando en un McDonald’s, y que lo dejó, pues ya cumplía tres años de contrato y decidieron echarle a la calle para no hacerle fijo.
—Planteado de esa forma, yo creo que sí. Conozco lo suficiente de ese trabajo como para dialogar de tú a tú con cualquiera. Pero ¿a qué viene esto?
—Ahora se lo explicaré. Pero antes, una pregunta más. ¿Estaría dispuesto a aceptar una misión especial? Una en la que tuviera que pasar inadvertido, sin que lo supiese ni siquiera su familia.
Sonreí. ¿Adónde me querrían mandar? Reconozco que estaba intrigado. Pero estaba decidido a llegar hasta el final.
—¿Qué quieren, que vaya camuflado de minero? —pregunté con sarcasmo.
—No, queremos que entre a trabajar en una mina.
Debí de abrir en exceso mis ojos ante esa propuesta, pues mi extrañeza hizo que ambos se miraran y sonrieran.
—Explíquense —les dije, casi exigiéndoselo.
—Mire —Domínguez apoyó sus codos en la mesa, mirándome directamente a los ojos, y el comisario jefe se echó hacia atrás en su sillón para escucharle—, desde hace un año, aproximadamente, han asesinado a una serie de personas, concretamente cinco, en la cuenca minera de León. No sé si usted conoce la comarca del Bierzo.
—Sólo de paso. Alguna vez paré por allí, pero no conozco mucho —respondí sin salir de mi asombro.
—Seguiré contándole. Esas personas fueron asesinadas todas en un pueblo de esa comarca, en Vega del Bierzo. Todos habían sido mineros y, concretamente, todos habían trabajado en la misma empresa, Carboníferas del Bierzo.
—Espere un momento —interrumpí su exposición. Había algo que no entendía—, esa zona no es de nuestra competencia, es de la Guardia Civil.
—Sí y no. Verá —Domínguez levantó los codos de la mesa y se inclinó hacia atrás, como para explicarme la lección—, los cinco asesinatos se han cometido en Vega del Bierzo. Eso convierte el asunto en competencia exclusiva de la Guardia Civil. Nosotros, de momento, ahí no pintamos nada. Cuando se inicia la investigación surgen datos que nos permiten entrar en su terreno. Al parecer, todos los asesinados trabajaron juntos en el mismo pozo de Carboníferas entre los años 1969 y 1975; formaban lo que llamaban la cuadrilla de Picas. Esto no desvía las competencias de la Guardia Civil; al contrario, siguen siendo los únicos competentes. Pero, al parecer, todos los asesinados tenían créditos con la Financiera Berciana, a la que, da la casualidad, se lleva vigilando desde hace tiempo por la ilegalidad de algunos préstamos y los métodos que suelen utilizar para el cobro. Este punto hace que nosotros podamos entrar en la investigación, pues se trata de delitos económicos, que son exclusivamente nuestros.
—Está también el asunto del profesor Adrián Llago —le interrumpió el comisario jefe.
—Sí, a eso iba —replicó Domínguez—. Hace dos días, en la Casa de Campo, alguien atropelló al profesor Llago. No fue un accidente. Diversos testigos aseguran que el todoterreno que lo atropello dio marcha atrás y le pasó varias veces por encima. Todo hace suponer que ha sido un intento de asesinato.
—Perdone —le interrumpí—, ese profesor Llago del que habla ¿es el mismo que tenía aquel programa divulgativo sobre ciencia en la televisión?
—Efectivamente —me contestó el comisario.
—¿Qué tiene que ver el profesor en todo eso?
—Mire —respondió Domínguez—, el profesor Llago es una persona que se hizo a sí misma. Se pagó los estudios trabajando en la mina, en el mismo pozo que todos los demás. Y también perteneció a la cuadrilla de Picas.
—¿También tenía créditos con esa Financiera Berciana? —parecía que todo formaba una red de intereses y misterios, o eso creía.
—No. Pocas pistas más tenemos.
—¿El profesor Llago ha fallecido?
—No —esta vez era el comisario jefe el que respondía—, está en coma. Desconocemos si podrá salir de él. No se le ha podido interrogar y en ese estado nos sirve de bien poco, de momento. Su mujer y su hija carecen de más información.
—¿Y la Guardia Civil no ha progresado en la investigación?
—Están estancados —Domínguez resopló—, llevan meses detrás del asunto pero no han avanzado nada. Hay como una barrera, infranqueable, si usted quiere, entre el mundo de la mina y la Guardia Civil. Frente a ellos no hay minero que hable de nada, es una especie de omertá, no han sido capaces de ganarse su confianza. Es una cuestión extraña, pero es así.
Lo que me decía no me resultaba desconocido. Han sido muchos años reprimiendo a los mineros. En mi tierra, desde el año 34 o antes. Cada vez que había una protesta laboral siempre los mandaban a ellos con órdenes de doblegar voluntades, y si no eran suficientes, iban acompañados del Ejército. Eso queda en el imaginario colectivo: son sus enemigos. Eran la imagen represiva del régimen, de cualquier régimen. Colaborar con ellos sería declararse somatén. Nadie ayudaría a la Guardia Civil, eso lo tenía muy claro. O lo haría, en el mejor de los casos, a disgusto.
—Bueno —continuó Domínguez—, por resumir todo esto un poco. Este caso, con el asunto hipotético de la Financiera Berciana y el intento de asesinato, o asesinato si fallece, de Adrián Llago en Madrid, nos pertenece al mismo rango que a la Guardia Civil. Por eso queremos entrar. Pero necesitamos alguien dentro para no cometer los mismos errores. Alguien que sea capaz de ganarse la confianza. Que sea visto como uno más, pero al mismo tiempo que esté en relación estrecha con nuestra gente de delitos económicos y con la Guardia Civil. Y, para eso, es imprescindible que conozca perfectamente el mundo de la mina, que se introduzca, que pase inadvertido. Pero también necesitamos un buen investigador, alguien que sepa cómo canalizar lo que oiga y deseche lo que no sirva, y que todo lo vaya cotejando con los de delitos económicos, con los de homicidios, o coordinándose con fuerzas de la Guardia Civil. Además, usted tiene la ventaja añadida de que habla portugués. Ya sabe, en esa cuenca minera hay muchos ciudadanos portugueses o de sus antiguas colonias trabajando. Su misión principal es averiguar todo lo que pueda sobre el caso y, si es posible, detener al asesino o asesinos. Pero tiene otra misión: debe proteger, sin que se enteren ellos, a los tres de la cuadrilla que aún quedan vivos. ¿Comprende usted lo que queremos?
—Creo que sí —dije, sin mucha convicción.
—Entonces, sólo nos queda una cuestión: ¿acepta usted el caso?
—Antes de responderle me gustaría que me explicasen cómo se llevaría a efecto todo eso que usted me ha explicado.
—Vamos a ver —volvió a colocar los codos encima de la mesa—; si acepta, se dirigirá a Vega del Bierzo y buscará alojamiento: esto es importante, debe quedarse a vivir en Vega para irse haciendo al terreno. Nosotros, dentro de un par de días, le tendríamos gestionado lo del trabajo en Carboníferas del Bierzo. Recibirá su nómina actual en su cuenta corriente, más dietas. Debe, pues, abrir otra cuenta corriente en una sucursal de Vega, en la que le ingresarán el sueldo de la mina. Dispondrá de una cuantía para el pago a confidentes. Si necesitase algo más, debe decírmelo y justificármelo. A partir de ahí, tiene que ponerse en contacto con el inspector jefe Bustillo, de la comisaría de Ponferrada, para que le dé instrucciones de cómo se debe guiar con el tema de la Financiera Berciana. Al mismo tiempo, deberá ponerse en contacto con la teniente de la Guardia Civil, Rosario Mijas, para ir intercambiando información. Serán sus contactos y su apoyo directo. Ni que decir tiene que le daremos cuenta de todo lo que el departamento de homicidios vaya conociendo del caso. Por lo demás, usted debe localizar a los tres exmineros que aún están vivos y que pertenecieron a esa cuadrilla. Responden a los sobrenombres de Picas, que fue el jefe, Zorro y Zurdo. Debe protegerlos y hacerse su amigo, ganarse su confianza, saber qué fue esa cuadrilla, a qué se dedicaba, qué relación hay entre todo esto.
Picas, Zorro y Zurdo, qué ironía, me pareció que estaba de vuelta a mi tierra. Allí era difícil que a nadie le llamasen por su verdadero nombre. Muchos conservaban su nombre de guerra de la dictadura, el sobrenombre forjado en la clandestinidad, que en ocasiones se confundía con el mote que les ponían sus compañeros del tajo. Todo aquello me sonaba como si volviese a mi tierra a trabajar. Eso fue lo que me animó. Pero había otra razón: de todo el cuerpo de Policía era a mí a quien se lo habían ofrecido. No me podía negar.
—¿Cuándo quieren que empiece? —dije sin una expresión en mi rostro que denotase algún sentimiento.
—¡Ya! —dijo Domínguez, frotándose las manos y cerrando el archivador—. Le daríamos un par de días para que se fuese familiarizando con el caso y conociese todos los pormenores del mismo. Ese tiempo es el que necesitamos para gestionarle el contrato de trabajo a través de nuestro contacto.
—¿Ha dicho usted nuestro contacto? —pregunté sorprendido. Según todo lo que me habían dicho, no tenían a nadie allí, y en ese momento me hablaba de un contacto.
—No sea susceptible —Domínguez sonrió—. No me estoy refiriendo a ningún topo. Es un accionista de Carboníferas que vive en Madrid y que nos debe algún favor. Él nos hará las gestiones. Usted en la empresa aparecerá como el enchufado de don Benito Vallona.
—¡Cojonudo! —exclamé sin contenerme—. ¿No podríamos ocultar ese extremo? Si corre la voz de que soy un enchufado de alguno de los patronos, pueden verme como un chivato, nadie me ofrecerá su confianza. Sé de lo que hablo. Por favor, debería ocultarse ese extremo todo lo que se pueda.
—De acuerdo, a nosotros también nos interesa que esto salga bien. Se hará como usted dice.
Sentí que los músculos se me llenaban de energía y el cuerpo entero de adrenalina. Estaba dispuesto a comenzar cuanto antes, lo estaba deseando.
—Sólo una cuestión más —añadí—. ¿El caso de los niños desaparecidos? ¿Qué pasará ahora con él?
—No se preocupe —dijo el comisario jefe—, a ese caso le daremos prioridad uno. Lo llevará alguien experimentado. Ya verá cómo se esclarece todo.
A partir de aquel momento, no tuve más que cuarenta y ocho horas para ponerme al día en el caso de los asesinatos de Vega y explicarle a mi sucesor los pormenores del caso de los niños desaparecidos.
—Perdone —el comisario general interrumpe mi declaración—, ¿quiere un café?
Miro el reloj, sólo ha transcurrido media hora desde que comencé mi narración, pero tengo la sensación de que ha pasado más tiempo.
—Con leche, por favor.
Antonio Marco me trae el café con leche; él lo toma solo, sin azúcar. Silencio en la sala de interrogatorios. Bebe despacio, me mira, y, dejando el vaso de plástico sobre la mesa, me espeta:
—¿No hubo ninguna razón personal para que usted aceptase el caso?
Touché. ¿Qué ha pasado? ¿Me ha leído el pensamiento? No digo nada. Se me hace cuesta arriba la contestación, pero debo hacerlo. Para eso estoy aquí.
—Algo hubo también de eso. Llevaba casi tres años con Asunción y la relación iba a saltos. Tal vez esa fue otra razón para aceptar. Era una buena oportunidad para alejarme de Madrid. Una buena ocasión para que los dos descansáramos. Tengo que reconocer que, en ese aspecto, mi situación afectiva también pesó algo.
—De acuerdo —el rostro del comisario general no admite bromas. Enciende un cigarro y me lanza una mirada que tengo la impresión de que me traspasa—, pero no se lo voy a repetir más. No importa el tiempo que estemos aquí encerrados, no me importa escucharle todo lo que tenga que decirme, pero ni me oculte nada ni me diga verdades a medias. ¿Está entendido?
—Perdóneme, no volverá a ocurrir.