19: Zorro asesinado

19

Zorro asesinado

Salí de Infierno como si mi vida peligrara. Llegué a la ebanistería, donde me habían dicho que había ocurrido el asesinato. Estaba rodeada de curiosos que intentaban franquear la cinta colocada por la Guardia Civil. Allí vi a Zurdo tratando de pasar, le carcomían la curiosidad y el dolor. Le abracé, nos abrazamos, ni una palabra, sólo dolor. No sabía nada de lo que acababa de ocurrir. Pregunté por la teniente, un guardia que custodiaba la cinta me dijo que se encontraba dentro con el juez y el forense.

—Dígale, por favor, que está aquí Ramalho.

Zurdo me miró extrañado por la familiaridad con la que hablaba de la teniente. El guardia cogió su emisora e informó a la teniente. Nada más terminar de hablar, se acercó a mí, me levantó la cinta y me dijo:

—Puede pasar.

Zurdo me seguía, pero el guardia se lo impidió.

—Sólo él —le dijo.

Allí estaba la teniente con el juez, el forense y dos de la científica que pululaban por el lugar recogiendo huellas y haciendo fotografías. El cuerpo de Zorro yacía encima de la sierra mecánica. Le colocaron el cuello en la hoja, pusieron la sierra en funcionamiento y le segaron la cabeza, que se encontraba al otro lado con los ojos cerrados. Todo el soporte de la sierra estaba lleno de sangre. Miré a los de la científica sacando fotos a un pequeño reguero de sangre que iba desde la puerta de acceso hasta la sierra mecánica.

—¿Cómo ves esto, Rosario? —le dije casi al oído, evitando que me oyeran el juez y el forense, que parecían estar conmocionados por la escena.

—No sé, Ramalho. Por un lado, el asesinato de Picas, hace unos días, y ahora este indican que el asesino está nervioso, por alguna razón nos estamos acercando, sin saber a qué. Pero, por otro, todo es un verdadero desastre, están matándolos sin que nos enteremos de nada.

—¿Cómo ocurrió?

—Tengo la impresión de que Zorro abrió la nave, como cada mañana hacia las ocho y media. Alguien le estaba esperando y le dio un golpe en la cabeza que le hizo perder el conocimiento. Debió de ser más o menos en la puerta de acceso, donde comienzan las primeras manchas de sangre. Después arrastró el cuerpo hasta esta sierra. Colocó su cabeza en los dientes de la hoja y la puso en funcionamiento. El cadáver lo encontraron sus hijos hacia las nueve y nos llamaron.

Busqué la lista de los doce sospechosos en mi bolsillo, allí estaba. El asesino estaba allí, o muy cerca. Aquello se había acabado, mi tapadera en la mina se podía ir al carajo. Necesitaba tiempo para investigar y mi trabajo en Infierno, al límite al que había llegado, ya no tenía sentido. Tenía que dedicarme a la investigación. Al fin y al cabo, el objetivo por el que ingresé en Infierno ya estaba cumplido: integrarme en el pueblo para que me abrieran sus puertas.

Iría al médico y pediría una baja por la espalda, es una lesión fácil de diagnosticar y casi imposible de comprobar, los médicos se creen lo que les dices. Salí a la calle y miré a Zurdo. Lo necesitaba a mi lado más que nunca.

—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Rosario.

—Mi trabajo —le respondí, traspasando la cinta.

Agarré a Zurdo por su brazo y le dije que me acompañara. Nos subimos en mi coche y lo acerqué conmigo a la pensión. Por el camino le confesé que era policía y que había venido a Vega a investigar los asesinatos, que lo de trabajar en Infierno había sido una tapadera. Me sorprendió su respuesta.

—Ya lo sabía. Lo supe el primer día que comimos juntos. Desde Madrid habían mandado a aquel policía, que hacía de malo, y en el pueblo te tenían a ti, que hacías de bueno. Todavía no habéis evolucionado, seguís con la misma película de siempre: poli bueno, poli malo —sentenció.

Lo subí hasta mi habitación, quería enseñarle los informes que teníamos de todos los asesinatos así como los que yo tenía de las ramificaciones económicas de los Vallona. Estuvimos allí toda la mañana, repasándolos.

—Una vez me dijiste, Zurdo, que si la Policía te diera a ti o a Picas los datos que tuviera, seguro que dabais con el asesino. Ahí los tienes todos. Como verás, se tiene muy poco. El resumen podría ser: varón, de complexión fuerte, entre treinta y cuarenta años, calza un cuarenta y cuatro y puede ser aficionado a la caza, nada más. Salvo que esta lista puede contener su nombre o el de su cómplice.

Releyó la lista. Me miró.

—¿Necesitas ayuda, verdad?

—¿A ti qué te parece? Por mucho que me integre en el pueblo, tengo las manos atadas. Necesito ayuda y tengo muy poco tiempo.

—Cuenta conmigo. Las ovejas me las pueden atender. ¿Por dónde empezamos?

—En principio, deberíamos llamar al profesor y contarle lo ocurrido.

—Ya llamé yo al Guaje, bueno, a Adrián, nada más que me enteré —miró su reloj—. De eso ya hace casi tres horas. Quedó destrozado. Me dijo no sé qué de que se iba a ver al psiquiatra de la Dirección General de la Policía para que le hipnotizara.

—Sé a lo que se refiere. Después del intento de asesinato, el profesor, mientras estaba en coma, tenía una pesadilla sobre un reloj sin dígitos. Al parecer se le repetía todas las noches sin saber el porqué. Supongo que el psiquiatra le ofrecería en su día una sesión de hipnosis para interpretar esa pesadilla. Sé que él se negó a ella en su momento, le daba miedo. Pero supongo que los acontecimientos le han obligado a ocultar sus temores.

Bajamos hasta la taberna, no antes de que recogiera mi placa y mi arma reglamentaria. Nos sentamos a comer, la idea era ponernos a trabajar nada más terminar. Zurdo seguía leyendo los informes. Se detuvo un momento en la transcripción que yo había realizado de la grabación de las declaraciones del profesor.

—En este tema, el Guaje, bueno, el profesor, desconoce lo que verdaderamente ocurrió. Me refiero a las declaraciones sobre que Picas quería formar el ERP para pagar deudas de juego, según lo que le había dicho Verónica. Ella obró por despecho. Había quedado embarazada de Picas y quería casarse. Picas le dijo que él reconocería a la niña pero que no pensaba casarse. Eso fue un jarro de agua fría para ella. Ya sabes cómo son estos pueblos pequeños, enormes avernos en lo que se refiere a juzgar a las mujeres. Ella no quiso abortar, pero si no se casaba no pensaba quedarse en el pueblo expuesta a las críticas. Por eso se marchó de aquí. Y con ella se llevó un odio desmesurado hacia Picas.

—¿Qué quieres decir? ¿Que Verónica mintió al profesor aquel día que se lo encontró antes de llegar a la estación?

—Sí. Pero cuando el Guaje fue a ver a Picas y le dijo que no seguía, él se dio cuenta de que no se podía proseguir con la operación. Verónica conocía los entresijos, él se los había contado, había metido la pata. El tema de las deudas era mitad verdad, mitad mentira. Picas había caído en manos de aquel usurero por deudas, pero tenía dinero para pagarle. Lo que ocurrió es que Picas se hartó de que tuviese una red de préstamos y de extorsiones a gente necesitada de la cuenca. Lo que le hizo explotar fue que un muchacho que trabajaba en la mina, algo familia de él, se tiró al tren por las deudas que tenía con aquel prestamista y porque no podía hacer frente a sus presiones. Y no eran deudas de juego, había sido un dinero que le había pedido para arreglar la habitación del hijo que esperaba. Entre eso y lo de Verónica a Picas, ya te digo, le saltaron los fusibles. El resto ya lo conoces.

—¡Qué ironía! El despecho de una mujer provocó el aborto de una organización terrorista.

—Te equivocas, el ERP nunca pretendió ser una organización terrorista al uso. Era la materialización de la violencia de clase organizada.

—Zurdo, ¿qué diferencia hay entre una organización terrorista, la lucha armada, la violencia de clase organizada, como tú la llamas, y la simple delincuencia?

—Mucha. No viviste aquellos años, por eso nunca lo entenderías. Contéstame a una pregunta: ¿fueron los maquis una organización terrorista?

—Supongo que no.

—¿Lo ves? Al final todo depende del punto de vista del poder. Para Franco lo eran, para la oposición democrática eran héroes. ¿Te das cuenta?

—No sé, Zurdo. Tal vez tengas razón, pero no estoy para pensar en ello.

—Mira, como conclusión a esta conversación: el mundo se divide entre los que creen que la realidad está hecha, acabada, y los que defienden que la realidad se puede cambiar. El problema es que los que estamos en este último apartado seguimos divididos en cómo se hace ese cambio. Llevamos muchos años discutiendo y aún no nos hemos puesto de acuerdo.

Supuse que tendría razón, pero no estaba yo en aquellos momentos en condiciones de reflexionar sobre el poder, sus tentáculos y la ideología que genera para idiotizar al personal. ¿La realidad estaba acabada o se podía modificar?, esa parecía la disyuntiva. Esas reflexiones podían esperar, teníamos cuestiones más importantes que resolver y la principal era ir a buscar e interrogar a los doce de la lista.

Pacita nos puso la comida. Apenas la saboreamos, ni siquiera le dimos cancha para que se sentara con nosotros. De repente recibí una llamada en mi móvil.

—¿Ramalho?

—Sí.

—Soy Adrián Llago.

—Ah, dígame profesor —lo dije en voz alta para que me oyera Zurdo.

—Mire, me decidí a someterme a la hipnosis. El psiquiatra ha sacado poco en claro. Al parecer, en mi inconsciente guardaba la imagen de ese reloj sin dígitos porque, tras atropellarme, el asesino bajó del vehículo para asegurarse de que estaba muerto y me dio una patada; en ese gesto se le cayó el reloj al suelo y lo hizo delante de mis ojos. La imagen se me quedó grabada. Era un reloj sin dígitos con tres agujas y una especie de manecilla en la parte de arriba. No recuerdo nada más. Siento no ser de mucha ayuda.

—Gracias, profesor. Se lo conté a Zurdo.

—No, no conozco a nadie en el valle con un reloj así.

—No deja de ser otra pista —apostillé—, aunque ayude poco. La verdad es que no se ve mucha gente con relojes así. Habría que averiguar qué modelo de reloj posee una manecilla de ese tipo. En fin, poco nos ayuda. Lo más sólido es comenzar por la lista que tenemos.

—Una cosa, Ramalho. ¿Esta lista de cuándo es?

—Son los que trabajaban con Zorro en el momento en el que le pusieron la puerta a Picas. Es decir, de hace tres años.

—Me ha llamado la atención un nombre.

—¿Cuál? —pregunté.

—Fernando Álvarez Vélez.

—¿Y quién es ese? —pregunté, desconcertado.

—El marido de Verónica.