9
Inmersión en la historia
En la esquina de la calle Alonso Nart, en Sama, con un ventanal dirigido hacia el viaducto atirantado sobre el río Nalón y con otro enfrente del viejo puente de hierro forjado, aún permanece impasible el Miramar, después de haber sido testigo de una guerra y protagonista en una revolución. Parte de la historia de estos valles se concentra en él. Sus paredes llevan las huellas de la tragedia y de los impactos de metralla.
El Coronel y yo entramos empujando la puerta carcomida, pintada de azul en otro tiempo, con cristales que se sujetan con dificultad. A nuestra izquierda, una barra enorme, con un camarero que parece un desertor de un fotograma de El Señor de los anillos.
—¿Has visto al camarero? —me pregunta el Coronel—. Parece Jordi Pujol escanciando sidra —ya está con sus gracias.
La primera sala, que atiende ese camarero, tiene veinte mesas con manteles de cuadros blancos y azules salpicados de orificios de cigarros dormidos en su tela. Una cortina, que en otro tiempo debió de ser granate, se mantiene con apuros en un marco carcomido por lo que parece un congreso mundial de polillas. Detrás, un comedor más pequeño y más solemne: los manteles carecen de orificios de cigarro. Huele a rancio. Demasiada sidra sin limpiar. Demasiados dramas sin explicar.
—¿Sidra? —nos pregunta el camarero.
—Sí, pero hemos venido para hablar con un señor que se llama Ángel Gallardo y que fue guardia civil —dice el Coronel.
—Ah, sí. Vendrá dentro de un rato, siempre es puntual a las comidas.
Observo la primera sala: tres comensales en mesas separadas dan cuenta del menú del día con tintorro que parece carbón mojado. ¡Qué extraño! Un joven delgado con pelo lacio, barba de días y gafas de montura negra me hace señas desde la mesa del fondo. ¿Me conoce? ¿Lo conozco? Creo que es Manu.
Me acerco para comprobarlo. Es Manu, efectivamente, diez años más tarde. El primo medroso y pusilánime de Clarita.
—¿Manu?
—Hola, Trini —me tiende su mano sin levantarse, pero dejando su pipa plateada encima de la mesa. No es un apretón recio y fuerte como esta tierra. Es flojo, débil. No me sorprende, siempre fue así.
—Un amigo de Madrid —le presento al Coronel. Miro la mesa. Al lado de la cachimba y de la taza vacía que contuvo una menta poleo se encuentra un bloc de notas que acompaña al libro Del sentimiento trágico de la vida, de Unamuno.
—Sentaos si gustáis. Si no os apetece lo entendería, nadie se quiere sentar conmigo —nos invita con ese tono lastimero al que uno no se puede negar sin que le invada la culpabilidad por su próxima depresión.
—¿Qué tal te va la vida, Manu? —pregunto, pero intuyo la respuesta: como siempre.
—Como siempre —sonrío, sigue siendo el mismo espíritu en pena de hace años—, sufro escalofríos y palpitaciones continuamente.
—¿Has ido al médico?
—Sí, voy todos los días, pero sólo me dice que debo limpiar mi mente de ideas perturbadoras y hacer ejercicio.
—Pero, chaval, si eres joven… Lo que debes hacer es salir al mundo a comértelo con patatas. Nada de depresiones —el Coronel le da una palmadita en la espalda.
—Ah, usted es otro vitalista como Trini, como toda la gente de las cuencas mineras. A mí no me gusta ser vitalista, ya que todo lo vital es irracional.
—Pues sé racional, chaval.
—Ya, pero todo lo racional es antivital.
—Joder —el Coronel pasea su mano por debajo de la boina, ha comenzado a sudar ante los diálogos ilógicos o antivitales de Manu—, pues no hagas nada y sueña.
—Tampoco me gusta soñar. Ayer soñé con una ardilla a la que le tocaba la lotería y el premio era yo. ¿Usted sueña? —pregunta al Coronel, que está inquieto, deseando escapar de la mesa y de la conversación.
—No, yo ya no sueño. No me gustaba la programación.
—Ah, la programación de los sueños, ¡qué idea! Debo anotarlo —abre el bloc y hace unos garabatos.
El Coronel me mira, se lleva el índice a la sien y lo gira dos veces, arqueando su ceja. Sé lo que quiere decirme: está como una canasta de gatos, pero es el primo de Clarita, aquel chaval mustio y depresivo que siempre la acompañaba arrastrado por la vitalidad que derrochaba la muchacha; por eso no puedo dejar de saludarlo y hablar con él. Tal vez estoy aquí más por compasión que por otra causa.
—Manu, ¿a qué te dedicas ahora? —le pregunto.
—Estoy obsesionado con la idea de la muerte.
—¿Por lo del asesinato de Clarita?
—No, ya antes me preocupaba la muerte. Yo creo que es el odio que me profeso y que no aleja de mí la idea del suicidio.
—Vamos, chaval… Levanta ese ánimo. Todavía eres joven. Sal al mundo y cómetelo. Deja de preocuparte por la muerte, ya tendrás tiempo cuando tengas mi edad.
—Pero no sólo es la muerte lo que me preocupa —mira hacia el exterior, casi pegando su nariz al cristal de la ventana—. Quiero saber qué fue de los héroes. ¿Dónde se esconden?
—Chaval, nadie lleva un letrero que ponga «héroe». Los héroes de hoy, los de siempre, se encuentran en las fábricas, en las escuelas, en las minas, en los chigres… Y uno se entera de que son héroes en los momentos difíciles.
—¿Y los héroes de las grandes epopeyas? ¿Sólo nos queda su espíritu? —se hace un breve silencio que el Coronel aprovecha para encender un pitillo. Parece que le tiembla hasta la boina—. Quiero conocer algo sobre el alma —el Coronel se está desesperando, está inquieto, quiere escapar de la mesa.
—Deja el alma en paz. Preocúpate de pillar una buena borrachera y quedar tumbado por esos campos verdes que tenéis en Asturias debajo de una bella doncella. Así ya no soñarás con ardillas ni con la muerte.
—Cuando llegasteis me estaba preguntando si después de muerto ya no se puede duchar uno o si es el alma la que se ducha.
—¡La madre que me parió! Yo ya no aguanto más, Ramallito. Esto es excesivo para mí. Voy para la barra a tomar sidra a montones antes de que vengan las ardillas a sortearme y deba enjabonar mi alma.
—Manu, ¿qué sabes del asesinato de Clarita? —interrumpo su discurso entre lo seudointelectual y lo esquizofrénico. Deseo que me cuente lo que pueda saber o sospechar.
—Que me hace llorar si hablo de ello. Si el alma no puede explicar el universo, ¿por qué a la razón le cuesta tanto esfuerzo? Lloro si pienso en ella. ¿Por qué no utilizó el móvil para llamar al 112?
—No le hubiese servido para nada, Manu. Aunque hubiese llamado, nadie la habría podido salvar a tiempo.
—Pero podía escribir el nombre de su asesino y enviarlo por mensaje. Así su crimen no quedaría impune.
—No te obsesiones. Tal y como quedó todo, nada se podía hacer. Cualquier móvil hubiese quedado calcinado.
—¿Por qué, Trini? —pega su frente de nuevo al cristal—. ¿Por qué matan a la gente buena?
—Lo averiguaremos, Manu. Te doy mi palabra —me levanto y le coloco la mano en el hombro a modo de despedida. Su mano se une al dorso de la mía y su mirada regresa a los ventanales que dan a la calle.
—Y cuando descubras al asesino, ¿qué le vas a hacer?
—No te preocupes por el asesino. Es cosa mía.
Me dirijo hacia la barra, donde se encuentra el Coronel charlando con el gemelo de Pujol. Voy desgastado. Ese muchacho siempre tuvo la facultad de absorber energía de los que le rodeaban, pero ahora se le une la ductilidad de los seudointelectuales. Como diría el Coronel: está como una chota.
—Se te nota mala cara, Ramallito.
—Es Manu, siempre me desgasta hablar con él. Hace diez años, cuando acompañaba a Clarita, ella era la alegría personificada y él la pregunta permanente sin respuesta. Un día me preguntó: «Trini, si el sol se quema, ¿por qué no echa humo?».
—Joder, no me extraña que no duerma y, si se duerme, que sueñe esas tonterías. Él es de los que hacen realidad aquel dicho de que «con la tristeza se puede llegar lejos, si uno va solo» —bebe un culete y da una calada lenta al pitillo antes de proseguir—. Mira, cambiando de conversación —me señala a un señor alto y delgado, trajeado, de aspecto solemne y con la espalda perfectamente rígida, sentado en la mesa cercana al ventanal orientado al Nalón—, mi amigo el camarero dice que aquel que acaba de sentarse es Ángel, nuestro guardia civil.
Nos acercamos a su mesa. Nuestra presencia le extraña y aparta su mirada del río para dirigirla hacia nosotros.
—Perdone que le molestemos —le muestro mi placa. Sé que no tiene mucho sentido, pero es para darle un poco de confianza—. Inspector Ramalho da Costa. ¿Podríamos hacerle algunas preguntas?
—Tomen asiento, por favor.
—No sé si ha llegado a su conocimiento la aparición de una fosa común en el Valle Negro —sus ojos no me dejan continuar, se han cubierto de lágrimas que descienden sin control por su mejilla.
—Rosa —pronuncia su nombre como un balbuceo al mismo tiempo que su mirada se aleja de nosotros y se eleva al techo del Miramar.
—Por eso estamos aquí. Nos dijeron que en aquella época fue su novia… Nos gustaría saber algo que pueda aclarar su muerte.
—¿Por qué les interesa ahora lo que ocurrió? —sus ojos se incrustan en los míos.
—Su hermana Encarnita nos lo ha pedido.
—Ah, Encarnita —sus ojos regresan al techo. Silencio—. ¿Todavía vive? Me gustaría musho volver a verla.
—Usted no es de por aquí —le interrumpe el Coronel.
—Llevo una vida en Asturias, pero no soy de esta tierra. ¿Se me nota musho?
—Musho —me crispan las gracias lingüísticas del Coronel.
—Volviendo a lo nuestro: ¿qué nos puede decir de Rosa y su muerte?
—¿Le sorprendería si le digo que llevo más de setenta años buscando la respuesta a esa pregunta? —el Coronel y yo cruzamos nuestras miradas. Esto no lo esperábamos.
—Pues ahora tiene ayuda, amigo Ángel. ¿Qué ha conseguido averiguar en este tiempo? —el Coronel ha ganado su confianza de un golpe.
—Que la Revolución del 34 la separó de mi vida, nunca más la volví a ver.
—¿Era su novia?
—Lo era, y nos íbamos a casar el día del Pilar. Pero estalló la puta revolución —otra vez sus ojos al techo.
—¿Le importaría contarnos todo lo que sepa o lo que pudo averiguar en este tiempo?
—Voy a cumplir noventa años. Gozo de buena salud y tal vez viva otros noventa, pero les doy mi palabra de que los dedicaré a seguir buscando a quien asesinó a Rosa y al niño.
—¿Usted sabía que estaba embarazada?
—Claro que sí. Yo era el padre.
Silencio.
Cierra los ojos con fuerza y las lágrimas inundan sus pestañas.
Más silencio.
Le dejamos que luche con sus demonios interiores. Abre los ojos y prosigue.
—Rosa… Rosa me dijo que estaba embaraza —«embarazá», espero que no intervenga el Coronel con otra de sus gracias— unos días antes de que estallara todo por los aires. Nos íbamos a casar, pero todo se fue a la mierda —sus ojos están cubiertos por una capa de agua salada.
—¿Le importaría contarnos todo desde el principio?
—¿Usted cree que servirá de algo?
—Pruebe. Desahóguese.
Baja su mirada hacia la mesa, junta sus manos, entrecruza los dedos y comienza a hablar:
«Llegué a Asturias desde Cádiz con mi familia. Huíamos de la miseria que se había apoderado de aquella tierra en la que sólo quedaban dehesas para los señoritos y sus toros. Mi padre había oído que aquí encontraría trabajo en las minas. He de decirle que todo el mundo nos acogió bien, coreanos, nos llamaban. Je, me río porque no nos lo llamaban sólo a nosotros, era el término para designar a los andaluces que llegábamos hasta aquí. Nos instalamos en un barracón en medio de la montaña que construimos durante una noche entre mis hermanos y mis padres. No sé si conocen aquella reglamentación de que toda construcción que al amanecer tuviera techo no se podía derrumbar. Era la argucia legal en la que nos apoyábamos todos los que nos fuimos asentando en estas tierras para tener una vivienda o chabola o como quieran llamarla.
»A los dos días de nuestra llegada, mi padre consiguió trabajo en el pozo Sotón. Entonces teníamos un sueño: abandonar la barraca cuando ganáramos algo de dinero y trasladarnos a una casa digna, donde no durmiéramos todos en el mismo lugar en el que comíamos o defecábamos. Detrás de mi padre, mis hermanos consiguieron trabajo, uno en el Candín y otro en el Fondón. Yo era el pequeño, aún tenía que esperar un poco para comenzar a ganar dinero.
»Las cosas nos iban bien en casa. Tres sueldos, casi treinta pesetas diarias. Había hogares que no llegaban a los dos duros y tenían mushas más bocas que alimentar. Hasta pudimos comprar tres bicicletas para que mi padre y mis hermanos se desplazaran más rápido al tajo. El domingo siempre me dejaban a mí una de ellas y me iba hasta el otro valle, a Mieres. Allí conocí a Rosa. Yo creo que nos enamoramos desde el primer día. Ambos esperábamos con ansiedad la llegada del domingo para que me dejasen la bicicleta y pudiese atravesar Santo Emiliano y llegar hasta Mieres para verla.
»Llegó la República y yo cumplía dieciséis años, ella catorce. Llevábamos meses viéndonos a escondidas. Yo no quería entrar a la mina, había visto a mis hermanos regresar a casa con sus ojos llenos por el terror de la cercanía de la muerte y a mi padre, herido por la caída de un costero, estar varios meses sin trabajar y sin ganar una peseta. Por eso en el 34 ingresé en la Guardia Civil. Estuve unos meses de campamento y me destinaron a donde yo había pedido, a Sama de Langreo.
»Nuestra vida estaba encauzá. Rosa y yo nos íbamos a casar el día del Pilar, pero estalló la Revolución. Recuerdo que la consigna de huelga general revolucionaria corría por los dos valles, de Laviana a Olloniego, de Turón a Mieres… La CNT y la UGT estaban en sintonía. Hasta los partidos políticos se sumaron en las famosas Alianzas Obreras, el grito de UHP se oía en cualquier esquina. Nos dieron la orden de acuartelarnos el día tres de octubre. Ese fue el último día que vi a Rosa. Después todo saltó por los aires. La Revolución había comenzado y los cuarteles de la Guardia Civil se convirtieron en el objetivo principal de los revolucionarios para conseguir nuestras armas.
»El asalto a los cuarteles del valle del Nalón se había terminado en menos de veinticuatro horas. Todos estaban en manos de los revolucionarios, menos el de Sama. El capitán Nart, con sesenta efectivos, aún resistía. Una ametralladora barría la calle. Los grupos de Lantero y La Moral que cercaban el cuartel eran insuficientes y no podían arrojar dinamita porque los edificios colindantes eran más bajos que el cuartel. Pero a las cuatro de la tarde todos los obreros del valle se concentraron delante del cuartel de Sama. Venían con los fusiles confiscados a los guardias de Laviana y San Martín. En ese momento dos mil hombres armados rodeaban el cuartel, y Belarmino Tomás llamó al capitán Nart para que se rindiera. La respuesta fue negativa.
»A las once de la noche comenzó el asalto. Los dinamiteros se acercaron al puesto, los hombres de la mina tomaron la iniciativa. Saltaban las vallas y arrojaban los cartuchos, era todo espeluznante. Desde el interior del cuartel sólo veíamos sombras que corrían y, al rato, una gran explosión que derribaba muros enteros. No me acuerdo de la hora, pero era avanzada la noche cuando ellos detuvieron el fuego para dejar salir a las mujeres y a los niños. Respeto absoluto y silencio. Un pasillo de hombres armados de cartuchos custodiaba la salida de los niños y sus madres. Pero la ametralladora no se detenía, por eso se reanudó el combate en cuanto terminó la evacuación.
»Cuando el sol salió por aquella colina —señala la zona de Gargantada, detrás del río— e iluminó el cuartel y sus alrededores, parecía todo un cascarón de nuez ardiendo. Ni siquiera sabíamos cómo se tenía aún en pie. A las siete de la mañana, el capitán arrojó por la ventana la guerrera. Los revolucionarios lo interpretaron con un gesto de rendición, pero nada más alejado de la realidad. Cuando se acercaron a los muros semiderruidos, la ametralladora blandió su canana y comenzó de nuevo a escupir balas. Hubo un silencio que aún no sé cómo interpretar, y el capitán, seguido de sus dos tenientes y veinte guardias, entre los que me encontraba, emprendió la huida hacia las montañas. El desconcierto de los revolucionarios apenas duró unos segundos. Después, comenzaron a disparar contra el grupo. Cayeron muchos guardias.
»La ametralladora del cuartel seguía disparando para proteger la huida. En el grupo de cabeza, con Nart, iba yo. Los milicianos nos disparaban y arrojaban dinamita. De vez en cuando el capitán o uno de los tenientes arrojaba alguna granada de mano que impactaba en algún grupo de mineros. Desde aquí, desde estas ventanas del Miramar, nos disparaban. Nuestro grupo se tuvo que dispersar. Sólo quedamos cinco con el capitán y este, desesperado, arrojó su última granada contra la cristalera, contra esta —toca con su mano izquierda el cristal, como si su destino y el de ella hubiesen estado unidos—, pero no mató a ningún minero, la explosión se convirtió en fuego amigo para dos guardias de asalto que estaban aquí prisioneros.
»Emprendimos la ruta por el puente del Nalón, hacia lo que hoy es la calle Unión. Nos quedábamos sin balas ni granadas. El capitán, herido en una pierna, corría con dificultad. Cogió el fusil de un guardia muerto, su cadáver le sirvió de parapeto. Los tenientes, gravemente heridos, habían sido apresados. Nadie nos seguía al capitán y a mí, excepto las balas. Cargué con él sobre mis hombros y me escondí por las escombreras de la Casuca, pero fue inútil. El grupo de mineros armados que venía de Lada nos cerró el paso, no podíamos avanzar ni retroceder. Una bala mató al capitán. Yo me rendí a continuación, y los que resistían en el cuartel lo hicieron a los cinco minutos. Del cuartel salieron los guardias con los brazos en alto portando sus fusiles, sin guerreras, con uniformes destrozados. Eran las ocho y cuarto de la mañana. El último cuartel de la Guardia Civil que había resistido el envite revolucionario había caído y el Gobierno conservador de la República tenía su primer mártir: el capitán José Alonso Nart.
»Me apresaron y me trajeron hasta aquí: el Miramar, con una pared derrumba, se había convertido en una prisión improvisá. Aquí estuve detenido hasta que el general López Ochoa firmó la paz con Belarmino Tomás y entró en el último reducto revolucionario: Sama. En cuanto me liberaron salí hasta Mieres, en un vehículo a motor del Ejército, en busca de Rosa. Ya no estaba. Se había unido a los revolucionarios que tomaron Oviedo, me dijeron. Nadie sabía nada de su paradero. Pregunté a prisioneros en las cárceles desde Lena a Turón, de Laviana a Cabañaquinta. Las recorrí todas, nadie me pudo facilitar datos que me sirviesen, aunque me confirmaron que sí la habían visto en Oviedo combatiendo. Sobre su llegada a la ciudad y los combates al lado de los milicianos, había testigos que la situaban allí, pero su pista se perdía el día diez con el asalto al Banco de España. Ella había estado en el grupo de asalto que batió a cuatro carabineros y seis soldados que defendían los casi veinte millones de pesetas. A partir de ahí, su pista se pierde.
»Tras sofocarse la revuelta, y no saber nada de Rosa, solicité que me trasladaran, petición que me concedieron a principios del 36. Mi destino fue un puesto en un pueblo de Ávila, pero en julio estalló la guerra civil. Me pasé la vida en las trincheras del Guadarrama y del Jarama —miro para el Coronel, sospecho que va a decir algo al tener enfrente a un combatiente del otro lado de la barricada, pero no dice nada, sigue escuchando atentamente—. Terminada la guerra solicité otra vez este destino. Ya había ascendido a sargento, y me concedieron volver a Asturias. Llevo aquí desde entonces, indagando qué fue de Rosa. Y la única noticia que me ha llegado es de hace unos días, de que la habían encontrado en una fosa común en el Valle Negro.
»Me queda poca vida, tal vez unos años, pero les juro que los voy a dedicar a averiguar qué ocurrió».
Sus ojos siguen encharcados. El exsargento agarra el tarro de plástico lleno de palillos y lo aprieta con fuerza. Mira de nuevo hacia el exterior, es curioso, su mirada se distribuye en tiempos iguales entre el techo del Miramar y la calle Alonso Nart. El tarro se rompe por la presión, los palillos vuelan por la mesa. Su mano sangra. Le dirige un vistazo de indiferencia.
—Señor Ángel, de toda la gente a la que preguntó por Rosa, ¿hay alguien que quede vivo? ¿Alguien que nos pueda aportar algún dato fiable?
No me responde, sospecho que un nudo en la garganta le impide hablar, con su mano ensangrentada extrae una servilleta de papel y sobre ella, con una estilográfica de las que ya nadie utiliza por engorrosas, escribe un nombre y una dirección. Me la entrega.
El Coronel se ha quedado sin palabras, algo desconcertante en él, y yo deseo dejar a nuestro amigo el exsargento a solas, aún debo continuar la investigación de los asesinatos de Rosa y de Clarita.
En la calle, el Coronel revisa sus fichas colegiales y, cuando localiza la que está buscando, me dice:
—Joder, veinte millones de pesetas en el 34 equivalen a unos doscientos millones de euros en la actualidad. Yo creo que fue el mayor robo de la historia. Ríete tú del asalto al tren de Glasgow. Allí sólo se llevaron dos millones y medio de libras, de las del 63, que equivalen aproximadamente a unos cincuenta millones de euros de ahora.
—De ese dinero, ¿cuánto se recuperó? —revisa de nuevo sus fichas.
—Casi todo, menos trescientas mil pesetas.
—¿En euros, cuánto sería hoy?
—El equivalente a unos tres millones de euros.
Silencio. El Coronel me ofrece un cigarro sin boquilla, se lo acepto. Nos dirigimos hacia el coche. Los dolores me persiguen. El hombro no acaba de recuperarse, pero no puedo tomar la medicación, me embota la cabeza y no puedo pensar con claridad.
—¿Qué opinas de todo esto, Ramallito?
—Creo que el asesinato de Clarita es una cuestión de tiempos, de conseguir explicar qué pasó desde que sale del pub hasta la hora en que se divisó el incendio del coche.
—¿Y de lo de Rosa?
—Más que nunca sospecho que su muerte está relacionada con el robo al Banco de España y la desaparición de las trescientas mil pesetas o, si quiere, de los tres millones de euros.
—¿Siguiente paso? —desdoblo la servilleta que me ha entregado el exsargento. Leo la dirección.
—Coronel, volvemos a Mieres. Debemos seguir molestando a los roedores hasta que uno dé un paso en falso.