8
La caja de los ratones
Edificio de los juzgados. Diez de la mañana. Espero que me llamen de la sala. No entiendo por qué han citado al Coronel, si el vigésimo condecito de Comillas me ha denunciado no querría testigos a mi favor. Esto es un poco extraño. El que faltaba… Castañeda oliendo.
—Buenos días, Da Costa. ¿Cómo por aquí?
—Nada, una tontería —digo, para disimular y conseguir que se evapore cuanto antes. Pero tiene que arrimar su nariz al papel clavado en la puerta de la sala de vistas.
—Ah, pero si estás citado a un juicio de faltas.
—Debe de ser eso —lárgate, Castañeda, lárgate.
—Pues me quedo a presenciarlo. Total, hasta las once no tengo que llevar estas diligencias al fiscal —¡la madre que me parió!, sólo queda que me condenen y vaya de inmediato con el cuento al comisario y me empapele.
Veo llegar al conde con su pantalón blanco, su polo azul, su jersey beige de lino sobre sus hombros, su reloj de miles de quilates y unas gafas de sol sobre la cabeza. Hasta el color del esparadrapo que lleva en la nariz va a juego con el resto de su vestimenta. Le escoltan dos abogados con maletines, enfundados en sus respectivas togas. Evita mi mirada y me da la espalda.
—¡Qué pase el siguiente condenado! —grita alguien desde el interior. ¿Ha dicho condenado? Esto parece una película cómica en vez de un juzgado.
—Juicio de faltas mil doscientos treinta y dos… —vocea la agente judicial, una muchacha regordeta con una gran cola de caballo, chaqueta azul de punto y falda gris hasta las rodillas— Señor Trinidade Ramalho da Costa —le muestro el DNI y accedo a la sala, el lameculos de Castañeda detrás de mí—. Señor Santiago Gomillas… —oigo decir a la agente a mi espalda.
Camino hacia el primer banco, el de los procesados. En la mesa del tribunal dos individuos con togas, supongo que uno será el juez y otro el secretario judicial. El supuesto juez es calvo, moreno y cejijunto, tiene cara de pocos amigos. Miro al lateral, me ha tocado una fiscal, malo, las mujeres suelen ser más estrictas. Los dos abogados del conde se colocan en el lugar opuesto a la fiscal, esto es un poco raro. Permanezco de pie, a mi derecha el condecito y a mi izquierda… el Coronel, ¿pero qué carajo hace aquí? Se descubre ante el tribunal y coloca la boina en la mano. Es la primera vez que veo su cabeza al aire libre y aseguró que sólo se descubría para fornicar. ¿A quién se irá a fornicar ahora? El secretario parece que comienza la lectura del procedimiento.
—Juicio de faltas número… Se presenta denuncia de don Santiago Gomillas contra el señor Trinidade Ramalho da Costa por supuesta agresión. A la denuncia se acompaña parte facultativo y factura de consulta y atención sanitaria por importe de cuatrocientos euros —este hijoputa, ¿qué fue, hasta Houston a que le curaran?—. Asimismo reclama la cantidad en concepto de daños morales de… —no sigo escuchando, me dan arcadas. Miro el reloj y espero que todo termine cuanto antes. ¿Pero qué dice ahora?—. Asimismo se ha unido al procedimiento, por orden de su Señoría, denuncia interpuesta por el señor Coronel —el secretario detiene su exposición y se acerca al juez como preguntándole si es correcto lo de Coronel, el juez asiente y el secretario prosigue—, como decía, se une denuncia del señor Coronel contra Santiago Gomillas por atropello hacia su persona en una calle peatonal de Oviedo, así como denuncia de que con el auto rompió las gafas de la estatua de Woody Allen del paseo al colisionar con ella.
—¡Eso es mentira! Esas gafas llevan rotas meses —grita el condecito. Esto se está poniendo muy divertido. No me esperaba esta jugada del Coronel.
—Le ruego al condenado que debe tener la boca cerrada hasta que el presidente del tribunal, o sea, yo, le ordene hablar —dice el juez y repite lo de condenado, debo pellizcarme para comprobar que no estoy soñando—. Señor Coronel, haga una breve exposición de los hechos.
—Con la venia —el Coronel ha visto muchas películas—, Señoría. Los hechos ocurren cuando el denunciado, aquí presente, conduce su Porsche negro biplaza descapotable —esto último lo recita con cierto retintín— con auténtico desprecio hacia la vida e integridad de las personas que paseábamos por la zona peatonal y lo introduce en las aceras. Lo primero que provocó fue una colisión con la estatua del ínclito Woody Allen, despojándole de sus gafas. A continuación me atropello provocándome lesiones en la cadera que soportaré durante el resto de mi vida, según los médicos de la Seguridad Social.
—Explique a este tribunal cómo se causaron las lesiones en el rostro del señor Santiago Gomillas.
—Es muy fácil, Señoría. Para salir de su Porsche negro biplaza descapotable —sigue con el retintín—, no abrió la puerta, saltó chulescamente por encima de ella. Y, claro, tropezó, ya que parece muy patoso —miro el rostro del conde, está rojo de indignación ante tanta majadería del Coronel—, y se estampó contra el empedrado de la acera —debo morderme el labio para no explotar en una carcajada.
—Explique el papel del inspector Ramalho en todo esto.
—Es fácil, Señoría. El señor Gomillas, cuando se estampó contra el suelo, fue ayudado a levantarse por el señor Ramalho, que me estaba socorriendo a mí en aquel momento. El señor Gomillas se levantó enfurecido contra todos por la vergüenza que había pasado y huyó del lugar del atropello —¡hala!, Coronel, así me gusta, las mentiras para que sean creíbles cuanto más espeluznantes mejor.
—Señor Gomillas, explique los hechos a su bola —¿ha dicho a su bola el juez? Esto es una astracanada, no un juicio.
—Verás, tronco… —mal asunto, condecito, que la estás cagando.
—¿Tronco? —Al juez se le escapan los ojos de las órbitas y su uniceja se coloca en mitad de la frente—. ¿Ha dicho tronco? —pregunta al secretario para cerciorarse, este asiente. El juez parece que hace amago de remangarse, pero el secretario le contiene—. Me cago en la madre que… —el secretario le sujeta fuerte por el brazo, parece que su Señoría se tranquiliza. El conde tiembla—. Señor Gomillas, diríjase a este tribunal con el debido respeto o pongo su culo al mejor postor en una celda. Prosiga.
—Ejem… Señor juez, esto… Señoría… Verá… El policía aquí presente me introdujo en un portal y me dio dos bofetones que me provocaron un derrame en la nariz…
—Ya, claro, y yo me lo tengo que creer, le dio al niño dos bofetones por no hacer nada. Como siga en esa línea le condeno por falso testimonio, ¿se entera?
—Sí, señor juez —responde Gomillas con pánico.
—A ver, señor Ramalho, ¿cuáles fueron los hechos? —me lo han puesto en bandeja.
—Todo ocurrió tal y como ha narrado el señor Coronel —miro para el Coronel, sonríe, giro la mirada hacia el conde, que parece suplicar su desaparición del mapa.
—Perfecto. Conclusiones del ministerio fiscal.
—Señoría, el ministerio fiscal solicita la condena del señor Santiago Gomillas por una falta de… —pobre condecito—, interesa también la condena por una falta de lesiones y otra por daños a un monumento del patrimonio histórico. Por ello se solicita una pena de… Asimismo, se interesa la absolución del señor Ramalho.
—Visto para sentencia —remata el juez. Un abogado de la defensa protesta.
—Señoría, la defensa del señor Gomillas no ha hablado.
—Ah —exclama el juez encogiéndose de hombros—, es verdad, hala, digan lo que quieran, pero sean breves que tengo partido de polo —ha dicho digan lo que quieran, esto es el colmo.
—La defensa interesa la libre absolución del señor Santiago Gomillas y la condena del señor Ramalho da Costa por… —el juez bosteza—, en concepto de indemnización para nuestro cliente.
—Como me han hartado, la sentencia será in voce. Tome nota señor secretario: Condeno, porque debo condenar, al señor Santiago Gomillas por una falta de daños por el 625, a veinte días de multa a razón de 40 euros por día. Ah, y como responsabilidad personal subsidiaria a diez días de reclusión en caso de impago. Asimismo, en concepto de responsabilidad civil debe abonar al Ayuntamiento de Oviedo la cantidad de 400 euros por las gafas de Woody Allen. Asimismo… —vaya retahíla que te está cayendo, condecito—. Y absuelvo, porque debo absolver, al señor Ramalho da Costa.
—Apelaremos —dicen los abogados del conde.
—Hagan lo que les dé la gana. Hala, que pase el siguiente condenado.
Esto no parecía una sala de vistas, más bien era un manicomio. Está claro que el Coronel ha preparado una de las suyas. Me golpean en la espalda, es el lameculos de Castañeda.
—Siempre supe, Da Costa, que tu fama de matón de barrio era infundada. Así se lo trasladaré al comisario —sí, vete corriendo por ahí con el cuento.
Me sigo preguntando qué maniobra haría el Coronel. ¡Claro! Aquellas amistades a las que había ido a visitar. La duda me asalta. Pregunto al agente judicial en el pasillo.
—Perdone, ¿cómo se llama el juez?
—El juez de la horca.
—Le he preguntado cómo se llama, no cómo lo llaman.
—Pedro Falcone Gangioli.
—¿De ascendencia italiana?
—¿A usted qué le parece, que esos apellidos son de Cáceres?
Lo que me temía. El juez es el nieto de aquel maquis siciliano que acompañó al Coronel en la incursión del Valle de Arán. Caminamos por los largos pasillos de los juzgados sin decir nada. El Coronel ya ha colocado el pitillo en la boca y se dispone a utilizar su mechero de guerra. Al condecito se lo ha tragado la tierra.
—Supongo que algún día me contará lo de sus amistades sicilianas.
—No hay nada que contar, Ramallito. Nuestro amigo el juez está ahí porque yo salvé la vida de su abuelo en los Pirineos. ¿Qué crees, que sólo tú sabes menear la caja de los ratones? Bueno, ¿dónde vamos ahora?
—¿Dónde vamos? De eso nada, Coronel. Ya le dije que usted a lo suyo y yo a lo mío.
—No, no, y no. Me debes una. Si no es por mí, ahí dentro te crujen —lo malo es que tiene razón.
Dicen que el creador del esperpento fue Valle Inclán, que partió de ciertos pinitos que habían ideado antes Góngora y Quevedo. Pero eso es porque nadie conoció al Coronel y sus amistades.
Entramos en un chigre. Los primeros culetes de sidra han comenzado a correr. La televisión a todo volumen y los parroquianos incrementan su tono para dejarse oír. Un camarero grueso transpira por todos los lados, su camisa supura por los sobacos y la barriga, e incluso el pecho muestra gotas de sudor. Su cara enrojece a cada botella que escancia. Pero… ¿qué carajo dice la televisión?
«El asesino conocido por Cero ha vuelto a actuar en las calles de Madrid. En esta ocasión la víctima era un supuesto traficante de armas que por un tecnicismo legal había quedado libre hacía cuatro días. Con este ya suman diez los asesinatos en el haber de Cero. Hay quien dice que es una especie de justiciero, al estilo de ese personaje del cómic de nombre The Punisher…».
¡Maldita sea! He de recuperarme rápido, esa es mi próxima pieza. Ya sólo quedaba que lo compararan con The Punisher, es el colmo. Está claro que tiene que ser alguien relacionado con las fuerzas de seguridad o con el Ejército. Pero cuanto antes quiero incorporarme al trabajo parece que mi clavícula me lo niega. Los dolores comienzan en cuanto me descuido, y con todo este asunto del asesinato de Clara y la fosa común estoy descuidando mi medicación y mi rehabilitación.
Le cuento al Coronel lo de mi entrevista con don Marcos y le facilito los datos del novio que tuvo Rosa en el 34, así como el nombre del compañero de celda del cura que aún vive.
—Sabía que me ibas a ayudar.
—Considérelo la devolución del favor que me ha prestado en el tribunal.
—Ya se va resolviendo el puzzle, Ramallito.
—¿A qué puzzle se refiere?
—Al puzzle de la investigación, ¿investigar no es resolver uno?
—No se confunda, Coronel, una investigación no es un puzzle, como dicen por ahí, en el que a usted le dan todas las piezas y tiene que ir casándolas. En una investigación sólo se posee una pieza: la víctima. Y alrededor de ella tiene que ir colocando otras, que ni se sabe si son de ese rompecabezas o de otro. Saber qué piezas pertenecen al puzzle y cuáles no es lo que conocemos como demarcación del campo de investigación.
—Y se colocan por intuición.
—No sea chorra. Se colocan aplicando la deducción, la inducción, la comparación, la semejanza o la diferencia, la lógica, la causalidad y no la casualidad.
—Vale, vale, pero yo he leído en las novelas policíacas que los detectives resuelven los casos por sus altas dosis de intuición.
—Cuando usted lea, Coronel, a un autor que dice que su personaje tiene una gran intuición, es que el autor no tiene ni pajolera idea del método de investigación criminal. Es como si le dijesen que tiene poderes extrasensoriales.
—Coño, a ver si me entero —extrae una ficha de su mochila—. Las fases del método son: demarcación del campo de investigación, reconstrucción de la vida de la víctima y menear la caja de los ratones.
—No, Coronel. La caja de los ratones sólo hay que moverla cuando todos los demás caminos queden bloqueados. Al meter ruido, algunos roedores que hasta ese momento están muy tranquilos se moverán y nos darán alguna pista o información.
—Ah, ya entiendo. Fierro te dijo que no había pistas, que todos tenían coartada, que todo parecía muerto. Por eso tú vas a provocar a los posibles sospechosos para que alguno dé un paso en falso. Y al primero que le ha tocado es al condecito.
—Veo que lo va comprendiendo.
—Coño. ¿Y cuándo aparece la solución del acertijo?
—Usted se refiere al conocimiento.
—El conocimiento, la verdad, el asesino o la madre que lo parió, como quieras llamarlo.
—Decía Einstein que el conocimiento es como una chispa, que salta de repente.
—¿Y cuándo salta?
—Cuando la cantidad de datos, pruebas o pistas nos dé otra visión de la realidad. Es decir, cuando la cantidad se convierta en calidad.
—Joder, Ramallito, qué dolor de cabeza. A mí háblame en román paladino o no me entero de nada. A ver, ¿qué vas a hacer ahora?
—Esperaré a que anochezca y me dirigiré al pub en el que trabajaba Clarita y tendré una conversación con el dueño y sus compinches.
—Vamos, que vas a seguir moviendo la caja de los ratones.
—Así es, Coronel.
—Pensaba que, como aún falta mucho para que anochezca, podrías acompañarme a interrogar al novio que Rosa tuvo en el 34, el que te dijo el cura que siempre estaba en el Miramar.
El camarero sudoroso nos sirve por fin unos culetes. Bebo la sidra despacio, tal vez deba ayudar al Coronel. Un cadáver en medio de la nada, sin saber el porqué de su muerte, es un ser que no es de aquí ni de allá, ni de esta época ni de otra.
Bebo otro vaso, más despacio que el anterior, mi mente se zambulle en la fotografía que la señora Encarnita nos enseñó de Rosa.
—Este es de los míos —exclama el Coronel, refiriéndose a un nuevo camarero que se ha colocado en nuestra parte de la barra. No sé qué quiere decir. Ah, ya le entiendo, es por la leyenda de la camiseta: «No malgastes el agua, bebe sidra».
«Un asesinato sin explicación abre los caminos de lo irracional», me dijo en cierta ocasión un profesor en la Academia. «Es necesario explicar las muertes para que la realidad no la construyan a base de irracionalidades», repetía sin parar. Eso es lo que está ocurriendo con los homicidios de ese asesino en serie de Madrid, Cero. La falta de explicación y respuesta provoca que se le compare con The Punisher de los tebeos.
Está claro que el ser humano necesita respuestas, porque si no las tiene se las inventa. Bebo otro culete de sidra. Mi mente se clava en la fosa del Valle Negro. Esas muertes también han de ser explicadas.
—Coronel, apure el vaso de sidra. Nos vamos a menear a los roedores del pasado.