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Almas de piedra
«Yo no nací sacerdote, eso llegó después. Yo fui un pecador —espero que este cura no comience a entonar el Yo pecador—. El origen de todo lo que quieres saber está fechado: 4 de octubre del 34. La radio informaba de la entrada en el Gobierno de Lerroux de tres ministros de la CEDA, la derecha española más reaccionaria, la misma que había convocado un acto en Covadonga para pedir a nuestra Virgen fuerzas para cerrar España. Por Europa corría el fantasma del fascismo y del nazismo, desde Italia a Alemania. Y, aquí, la entrada de la CEDA en el Gobierno se interpretó como un paso hacia el totalitarismo —se nota que está muy aburrido y he de dar gracias al cielo de que no ha comenzado a narrar los acontecimientos desde Adán y Eva—. Todas las fuerzas políticas de izquierda se unieron para combatirlo. Así nacieron las Alianzas Obreras, en las que todas las organizaciones obreras se convirtieron en siamesas por la base, al grito de Uníos Hermanos Proletarios, las famosas siglas UHP.
»En aquel momento yo era un muchacho que trabajaba en Mieres, uno de los mil metalúrgicos que, junto a los ocho mil mineros, siguiendo las instrucciones de los comités revolucionarios, se unieron a la huelga general que derivó en política. Nos propusimos tomar al asalto los puntos neurálgicos en los que el poder reñía las armas: el cuartel de la Guardia de Asalto del Palacio de la Villa, que había pertenecido a los marqueses de Camposagrado; los cuarteles de la Guardia Civil de Murias, Rehollada y Santullano; el cuartel de la Guardia Municipal en el Ayuntamiento. También se decidió apoderarse de la planta de energía eléctrica, la armería de la calle Pasera, las oficinas de Telégrafos y Correos, la estación del ferrocarril y, por supuesto, el control de accesos a Mieres. Sesenta guardias de asalto en Mieres, siete guardias civiles en Murias, junto a cinco en Santullano y catorce en Rehollada: ese fue nuestro objetivo.
»El Comité Revolucionario me asignó al grupo de asedio al cuartel del Palacio de la Villa, donde estaban haciéndose fuertes los guardias de asalto. Las negociaciones con ellos se rompieron y comenzó el enfrentamiento. Sesenta fusiles abrían fuego contra nosotros. Comenzamos a atacar con dinamita. Prendíamos la mecha con nuestros cigarros y en grupos de cuatro corríamos hacia las verjas del Palacio arrojando los cartuchos y parapetándonos inmediatamente para que otro grupo nos sustituyera, y así sucesivamente. Cuarenta muertos y heridos entre los de Asalto, varios heridos en nuestras filas y un muerto. La multitud en la plaza de Mieres quiso linchar a los guardias que quedaron vivos, pero el Comité lo prohibió, y con las armas requisadas los protegíamos de la muchedumbre.
»Nos llegaban noticias de la toma de los cuarteles de Ujo, de Turón, Aller. La cuenca del Caudal era la espoleta de un nuevo mundo, el año cero de la historia. Compañeros de la otra cuenca nos traían noticias del Nalón, el cuartel de la Guardia Civil de Sama había caído y el de… todos se desplomaban como fichas de dominó. La revolución había comenzado y era imparable. El siguiente paso era reforzar el frente Sur, Campomanes, para evitar la entrada del Ejército e ir a la toma de Oviedo, su fábrica de armas era el objetivo primordial.
»Oviedo no se había sumado a la huelga general revolucionaria. Las fortificaciones militares principales se encontraban en la ciudad y sus mandos estaban perplejos por la rapidez con la que se extendía la revuelta. Varias columnas avanzábamos hacia la capital estableciendo un cerco infranqueable. Debió de ser la única lucha en la que los asaltantes éramos menos que los defensores. Dos mil efectivos armados defendían la ciudad, nosotros íbamos en grupos de cien, pero en el primer envite no éramos más de mil doscientos.
»Yo me sumé a la columna de Olloniego-Mieres, al mando de Belarmino Tomás, en el primer tren blindado que partió a Oviedo. Allí conocí a Rosa, me acuerdo de su cara angelical y de su gesto de determinación, era la Virgen de la Revolución. Su vestido largo, bordado por sus propias manos, contrastaba frente a los mineros vestidos de mahón, no era ropa para unirse al asalto a los cielos, pero no tenía otra. La tez pálida e ingenua contrastaba con los rostros morenos, sin afeitar, cubiertos de grasa, que poblaban el vagón. Ella quería voltear los goznes de la historia, no sólo para los trabajadores y humildes, también hablaba en nombre del género femenino. Me llamó la atención que se despedía de una niña de no más de cuatro años y de su madre en el andén, sospeché que sería su familia. La vi sentarse en uno de los asientos de madera del tren con un fusil que agarraba como si le fuera la vida en ello.
»Nos destinaron a los alrededores de San Esteban de las Cruces. Allí había cuatrocientos fusiles dispuestos al asalto y a comerse Oviedo. Poco a poco iban llegando coches con refuerzos con las iniciales UHP pintadas en sus puertas, era nuestro patrimonio confiscado. En el primer enfrentamiento con la Guardia Civil cayó abatido uno de los nuestros. Rosa aprovechó para quitarse su vestido y sustituirlo por la funda azul mahón del caído. Soltó su ropa al viento y, ataviada como otro miliciano más, se colocó una boina negra. No quería distinciones de género en la lucha. Ella también sabía apretar un gatillo.
«Asaltamos la fábrica de armas de La Manjoya y nos apoderamos de enormes cantidades de dinamita. El asalto a Oviedo, a partir de entonces, comenzó a ser más fácil. Se retornó al ataque en grupos de cuatro. La misma Rosa se unió a uno de ellos, aún tengo su imagen con un cigarro en los labios prendiendo la mecha y lanzando el cartucho contra las ventanas del Ayuntamiento. Tres días de lucha y se había convertido en el mejor soldado de la revolución. Derrochábamos dinamita, eso fue lo que inclinó la balanza hacia nuestro lado.
»La ciudad estaba prácticamente en nuestras manos, y el Ayuntamiento se convirtió en el lugar de reuniones del Comité Revolucionario. Aún quedaba por planificar el asalto a la Fábrica de Fusiles de La Vega, pero los combates en la calle Uría contra las fuerzas del Ejército continuaban, al igual que el asedio a la iglesia de San Pedro de los Arcos y al cuartel de los Carabineros. Esa noche oímos sobrevolar el primer avión. No lanzó bombas, se limitó a llenar las calles de la ciudad con pasquines que nos exhortaban a la rendición, ya que nos comunicaban que estábamos aislados, que nadie se nos había unido en el resto de España.
»Oviedo cayó. Toda la ciudad era nuestra. El siete de octubre la ciudad pertenecía a la Revolución, a un nuevo mundo. Las calles olían a pólvora y humo, las fachadas estaban ennegrecidas, los guardias y soldados se rendían, tres mil revolucionarios armados recorríamos las calles y nos llegaban refuerzos de todas partes. Dinamita y vehículos blindados eran nuestra fuerza de choque y la construcción de un nuevo paraíso en la tierra, nuestro destino. Rosa seguía en nuestra columna, así llevaba dos días, era el mejor soldado.
»La última vez que la vi fue la noche del día ocho. Algunos revolucionarios estaban borrachos de victoria y alcohol, y tomaron los burdeles de la calles comerciales: Fruela, Tartiere y Uría. Para ellos eran algo exótico, habían oído hablar de ellos, pero sus precios estaban muy alejados de las escasas posibilidades económicas de los obreros. La Revolución se presentaba como la socialización de las barraganas de los ricos. Mineros borrachos se tambaleaban o dormían en los burdeles. Un grupo enviado por el Comité Revolucionario entró en El Molino. Rosa era el jefe de ese comando. Sus órdenes eran desalojar el burdel y arrestar a los revolucionarios que habían abandonado su puesto de combate para probar las delicias carnales. No volví a saber más de ella. Pregunté, pero las respuestas siempre fueron ambiguas: que si la habían visto de ayudante del Comité Revolucionario, que si había integrado el grupo que asaltó el Banco de España, que si había muerto… La noche del ocho de octubre desapareció su figura angelical y casi su recuerdo, no volví a saber más de ella.
»La resistencia de la ciudad fue férrea, pero nada se pudo hacer frente a la aviación. Nosotros poseíamos dinamita, fusiles y coraje, pero eran insuficientes ante el enemigo. El general López de Ochoa entró en Oviedo el doce de octubre, tocaban las trompetas y las murallas de Jericó se tambaleaban. Las bombas arrasaban edificios en los que se sospechaba que se guarecían milicianos. Oviedo ardía bajo el estruendo de la artillería y las bombas rasantes de los aviones. Aquello fue un horror: casas reventadas, tejados derrumbados, montañas de material humeante derribado, hierros retorcidos… La ciudad comenzó a desprender un olor nauseabundo a causa de los cuerpos sin retirar de las calles y de la peste que provenía de las cloacas que se hundieron. Los adoquines se cubrieron de cadáveres y no volvió a sonar ninguna gaita después del toque de las trompetas militares. La gente se abrazaba en las calles llorando. No olvidaré la estampa de una niña de no más de doce años con un pulmón atravesado por una bala. Huí de Oviedo como si escapase del infierno.
»Tuve la suerte de ser detenido por soldados de Infantería, y hablo de suerte porque si llega a ser la Guardia Mora no me hubiesen detenido. Me encarcelaron en la prisión de Oviedo. Compartí celda con cinco revolucionarios más. Hacinados en menos de seis metros cuadrados, temíamos por nuestra vida. Uno de aquellos compañeros de celda aún vive, se llama Bernardo Cachón y sé que residía en Turón —grabo con fuego su nombre en mi mente, sé que le va a interesar al Coronel—. Ahí comencé a rezar y a suplicar a Dios por nuestras miserables vidas. Le juré que si nos permitía vivir, el resto de mis años se los dedicaría a Él. Desconozco si me escuchó, pero seis meses más tarde nos dejaron en libertad. Aquello lo tomé como una señal divina y a mediados del 35 ingresé en el Seminario. Quería otra vida y cumplir mi promesa.
»La paz iba a tener un periodo muy corto, para mí no fue más que un breve intermedio. A mediados del 36 estalló la guerra civil. Y la pastoral conjunta del 37 asumía aquella guerra civil como una cruzada, por eso los seminaristas fuimos a las trincheras contra el ateísmo, la masonería y el comunismo. La contradicción en mi vida me llevó a que tres años más tarde me encontrara frente a mis compañeros de armas de la Revolución. Todo era una locura, el ser humano no tenía remedio. La primera guerra conocida aconteció tres mil años antes de Cristo, sospechamos que es la primera porque nos ha llegado su legado escrito, pero antes debió de haber otras que nunca conoceremos. Casi cinco mil años matándonos los unos a los otros. Es el precio de nuestro pecado original.
»Terminada la guerra, conseguí un hueco en las parroquias de estos valles. Por las montañas quedaban soldados huidos de la contienda, que terminaron convertidos en guerrilleros. La Guardia Civil y las contrapartidas de la Falange los perseguían por los montes. Cuando los localizaban, los ejecutaban o, si tenían suerte, los encerraban. A los encarcelados yo les visitaba periódicamente para llevarles la palabra de Dios, pero no querían escucharla. A algunos de los de la fosa del Valle Negro les conocí en las celdas de Lena sobre el cuarenta y cinco. Les debieron de fusilar para que sirvieran de escarmiento a los que aún seguían luchando en las montañas.
»Las vidas de los trece cuerpos de esa fosa estuvieron de una forma u otra ligadas a la mía, pero también habitan en mi dolor los mil ochenta y ocho muertos que provocó la represión de la Revolución y los cientos de miles de la guerra civil. Desde entonces vivo entregado a nuestro Señor, esperando a que me llame para rendir cuentas ante Él».
—Gracias, don Marcos —me levanto, pero él continúa arrodillado con su frente pegada a las manos y los ojos cerrados—. Supongo que será muy tarde para disculparme por todos los malos ratos que le hice pasar hace veinte años.
—Nunca es tarde para nada, Trini. Si mis palabras han servido para que reflexiones sobre tu comportamiento en el pasado, me doy por satisfecho. Lo malo no es tener piedras en el alma, sino tener el alma de piedra.
—Cuídese —le doy una palmada en la espalda mientras me dispongo a abandonar la iglesia.
—Ah, supongo que te interesará saber que Rosa tenía novio y que era un guardia civil del cuartel de Sama, que estaba bajo las órdenes del capitán Alonso Nart. Aún vive, y si le quieres encontrar no tienes más que ir hasta el Miramar, responde al nombre de Ángel Gallardo.
Me dirijo por la alfombra granate en medio de la penumbra hacia el pórtico. En una esquina he tenido la extraña sensación de que la imagen de un santo ha movido sus labios. Está claro que la falta de medicación o la incipiente hipoglucemia me provocan visiones. Me acerco a la estatua. Recojo, sin saber el porqué, una de las doce velas encendidas y la utilizo para prender las ocho restantes. La imagen resplandece con fuerza. «Judas Tadeo», leo en la placa de su base, «Patrón de las causas desesperadas o imposibles». Arrojo un billete de diez euros en el cajetín y me pregunto por qué hago semejante estupidez. En la puerta de la iglesia, los ojos del perro vagabundo brillan. Le acaricio el lomo y se tumba, pero guardando una posición de vigilia.
Pierdo unas horas por la plaza de Requejo, en un chigre, bebiendo sidra y llenando el estómago de bollos preñaos y aceitunas, mientras por mi mente pasean los acontecimientos que me ha narrado don Marcos. Mis ojos se pierden entre el gentío, esto está lleno de buena parroquia, atendida con salero por una moza de ojos negros que reparte sonrisas como naranjas. Los parroquianos la miran de vez en cuando y, sin atreverse a decirle nada, menean la boina hacia atrás.
No debo implicarme en lo que aconteció con Rosa, es asunto del Coronel. Yo bastante tengo con averiguar lo que le ocurrió a Clarita. ¡Maldita sea! Otra vez los pinchazos en el hombro. No sigo la medicación para que no se me embote la cabeza, pero no sé qué es peor. Aprieto los dientes para combatir el dolor y abandono el local.
Llego a casa de mis tíos. El cielo se ha tornado grisáceo y amenaza lluvia. Diviso la silueta de mi tía en la cocina a través de los visillos, es su trinchera. Lo primero que me encuentro, nada más entrar, es a mi tío sentado en un butacón del salón de cháchara con el Coronel.
—Debió de ser terrible la batalla del Jarama, por lo que usted cuenta —¡oh, no! El Coronel ha comenzado a detallar los acontecimientos del Jarama. Si no está contando sus batallitas es que no respira.
—No lo sabes bien, amigo Álvaro, había momentos en los que no se distinguía en qué lugar se encontraba el frente ni a quién había que disparar.
—Y dice usted que lo reclutaron con catorce años.
—Catorce años, sí señor. Yo fui uno de los integrantes de lo que se conoció como la quinta del biberón —quinta del biberón. ¡Será farsante! Esa quinta no se constituyó hasta el 39 y para luchar en el Ebro. Ahora dirige su mirada hacia mí—. ¡Hombre!, aquí está Ramallito.
—Buenas tardes —contemplo la mesa del salón, unos platos con frutos secos y una botella de vino—. Veo que no perdéis el tiempo.
—Siéntate con nosotros, Trini, fuma un cigarro y prueba este reserva que ha traído el Coronel.
—¿Encontró a esas amistades que iba a visitar, Coronel?
—Sí, era el nieto de un antiguo guerrillero siciliano que estuvo conmigo en Arán. Un chaval muy simpático, es juez, te iba a caer bien.
—Traes cara de cansancio, filho.
—Es por los dolores del hombro, no cesan. Además, estoy cansado, no he parado en todo el día —tomo asiento y le hurto un cigarro al Coronel. A continuación me sirvo un vaso de vino.
—¡Muy bonito! —mi tía ha entrado en el salón, se limpia las manos manchadas de harina en su delantal y las coloca en las caderas, mirándonos con una sonrisa—. Tres generaciones de hombres sentados en el salón, fumando y bebiendo vino, y la única mujer en la cocina preparando la cena para todos.
—Sí, pero si vamos a ayudarte nos llamarás mariquitas, que ya te conozco —remata mi tío, creo que a modo de excusa.
—Pues estaba preparando unos frixuelos y unes casadielles, así que tú no los pruebas, Álvaro. Los postres son para quien los trabaja.
—Manolita, yo le ayudo, que quiero saber cómo se hacen les casadielles.
—¿Usted, Coronel? ¿Usted, que ha estado en mil batallas, quiere que le enseñe a hacer casadielles?
—Señora, apretar el gatillo lo sabe hacer hasta el más gelepollas de los seres humanos, pero a unes casadielles sólo un artista sabe darles el toque preciso.
—Ay, de artistas dice, usted sí que es un artista —y mi tía con su sempiterno delantal y el Coronel con su boina y su pitillo se pierden en la cocina.
—¿Os habéis percatado de que los que deciden lo que se cuece en el mundo —dice mirando para mi tío y para mí— nunca han conocido los fogones?
Toc, toc. El picaporte.
—Voy yo —le digo a mi tío, supongo que será la señora María con los datos que le pedí sobre su hija Clara. Me equivoco, es una pareja de policías.
—¿Trinidade Ramalho da Costa? —pregunta el mayor de los dos.
—Sí, soy yo.
—Le hacemos entrega de una citación pata el juicio oral a celebrar mañana a las diez en la sala… —recojo la cédula y les firmo el recibí.
La leo deprisa mientras los policías abandonan el portal. «Juicio de faltas 1232/… Se le cita en calidad de…». No leo más. Hago una bola con la citación y la arrojo al aire. Es el cabrón del niño bien del vigésimo conde de Comillas. Me ha denunciado. Si lo han calificado de falta penal, me impondrán una multa, un arresto y una indemnización para que el conde siga viviendo del cuento. Pero si lo vuelvo a pillar, le pongo la cara de todos los colores del dinero. Espero que lo del juicio no llegue a oídos del comisario López o me colgará la placa del cuello.