6
Piedras en el alma
«Menear la caja de los ratones», «meter mucho ruido» y «enviar un mensaje a la jungla», únicos métodos de investigación útiles cuando todos los demás han resultado infructuosos. A veces soy como un depredador, sobre todo cuando busco una pieza. Suelo pasear y pasear sin entender la lengua de los que me rodean, sólo percibo sus movimientos, olores, posturas y estados de ánimo. Así me siento ahora.
Oviedo, calle Uría, catorce horas, una marabunta humana cruza por delante de mí, pero ninguno es el que espero. El Coronel se ha sentado en la base de la estatua de Woody Allen de la peatonal calle transversal, yo sigo esperando. Según decía su ficha, aquí vive Santiago Gomillas, mi presa, supuesto noviete de Clara, como me aseguró Fierro.
—Es curioso, Ramallito, estoy comparando estas fotos del 34 con la actualidad. Fíjate, en esta zona tan lujosa y comercial de la calle Uría y calle Fruela no quedaron más que las fachadas. Mira estas tiendas: Hijos de Simeón, Casa Singer, Casa Natalio… sólo escombros. Lo que más me extraña es la destrucción de la Universidad por los revolucionarios.
—Eso entra dentro de la visión que de la Universidad se tenía, Coronel —la espera me mata, comienzan de nuevo los dolores en el hombro, tal vez conversar un poco con el Coronel me relaje—. Era un lugar sólo para ricos, a los que se les educaba para seguir dirigiendo la sociedad.
—Fíjate —me muestra una foto de la fachada de la Universidad, con el alféizar de la ventana lleno de libros. Entre ellos, a través de un pequeño hueco, un revolucionario dispara contra las fuerzas de López Ochoa—, los libros sólo servían como aspilleras para disparar.
—¿No tiene ninguna foto de la catedral?
—Sí, mira. Quedó ennegrecida, pero resistió la maldita. El que no soportó un asalto fue el teatro Campoamor. De él sólo se conservó la fachada.
—No sé lo que opinará usted, pero creo que hicieron más daño a la ciudad las bombas de la aviación que la dinamita de los revolucionarios.
—Es que la dinamita se utilizó para sitios muy concretos y emblemáticos del poder burgués, pero las bombas de la aviación cayeron en las casas de los humildes y por todos lados.
No prosigo con la conversación. Un Porsche biplaza negro descapotable, conducido por un individuo que se parece al de la foto de la ficha que me aportó Fierro, acaba de transgredir todas las indicaciones de calle peatonal y pasa por entre la gente. El conductor lleva gafas de sol, pelo engominado, sobre veintitantos. Estaciona el vehículo casi enfrente de donde se supone que vive y, sin abrir la puerta, salta por encima de ella. Pantalón blanco del Club de Regatas, polo azul de marca, jersey de lino sobre los hombros, es mi pieza.
—¿Santiago Gomillas? —le abordo, mostrándole la placa.
—Sí, ¿quién es usted? —responde sin quitarse las gafas de sol.
—Ramalho da Costa, de la Policía de Vallecas.
—Ah, claro, usted es el madero amigo de Clara, el que fue boxeador. Ya le veo la brecha en la ceja. Espero que no esté muy sonao —me dan ganas de partirle la cara, pero todo se andará.
—Quisiera hacerle algunas preguntas sobre Clara.
—Ya le dije todo lo que sabía a la Guardia Civil. Además, no me apetece seguir hablando de esa pueblerina —¿pueblerina? Me está buscando este niño pijo. Está muy claro que nadie lo ha escuadrado nunca y necesita a alguien que lo haga. Hace ademán de largarse, pero no se lo consiento. Le agarro por su polo con el logotipo del puñetero cocodrilo y lo arrastro hasta el portal más próximo.
—Suélteme o conocerá a mis abogados —lo dice a voces, algún transeúnte se detiene a contemplar la escena, pero es el Coronel quien los tranquiliza.
—No se preocupen, son hermanos, siempre andan así —los paseantes sonríen al Coronel y prosiguen su ruta. Me introduzco con el individuo en el portal, el Coronel va detrás y cierra la puerta. En el interior, solos los tres y mi mala leche. Sigo agarrándole con fuerza por su polo y arrimo su cara a la mía. Huele mi aliento, siente mi respiración y mi saliva le salpica.
—Tú fuiste novio de Clara, quiero que…
—¿Novio? Yo no fui novio de esa paleta —¿paleta? No le dejo que siga hablando, le arreo un estacazo con el dorso de mi mano. Su nariz escupe sangre. Y comienza a manchar su polo y el mármol del suelo.
—Me da igual. Quiero que me digas qué sabes del día de su asesinato.
—Nada, joder. Ya habíamos roto hacía varios meses, desde que apareció ese cura que se la debía de estar beneficiando —intenta parar la sangre de su nariz.
—¿Qué cura? —mi zarpa se incrusta en su cuello.
—Ay, amigo, con la Iglesia has dado. Será mejor que le digas a Ramallito a qué cura te refieres o te va a poner la cara que vas a tener que ir a una clínica de ética y a otra de estética —el Coronel también tiene su papel en esta representación.
—Un cura de Mieres, de la iglesia de San Juan, que también estudiaba en la Universidad. Se hicieron amigos y desde entonces se distanció de mí.
—¿Cómo se llama?
—Creo que Antonio.
—¿Y del día de su homicidio? —aprieto de nuevo el cuello.
—Yo estaba en casa, acababa de llegar de una fiesta en el club —pronuncia «club» como si fuera un aristócrata inglés.
Suelto el cuello de mi presa. Necesita aire. Cae al suelo con la espalda pegada a la pared, su nariz sigue sangrando. Aquí ya no hay más que buscar.
—Vámonos, Coronel.
—Te acordarás de mí, so sonao, te voy a colgar la placa —masculla el niño bien desde el suelo taponando su nariz con un pañuelito bordado de azul con el dibujo de un ancla—. No sabes quién soy yo, acabas de tocar al vigésimo conde de Comillas.
Le estampo otra bofetada.
—Me parece, amigo, que como si eres el conde de Montecristo, a Ramallito le importa un pito. Fíjate, me quedó un pareado —el Coronel sonríe al salir del portal ante su hazaña poética—. O sea, que esto es menear la caja de los ratones, qué interesante —golpea la piedra del mechero y enciende otro cigarro—. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Voy a ir hasta Mieres a buscar a ese cura.
—Yo me quedo en Oviedo, tengo que saludar a unas amistades.
—Pero si usted no conoce a nadie por aquí.
—Bueno —se encoge de hombros—, pues iré por ahí a menear la caja de los ratones —y se aleja con el pitillo en la boca, la mochila al hombro y los cuatro pelos en guerrilla de su barba.
El viaje hasta Mieres es rápido, o se me hace más corto por no tener que soportar al Coronel. Si llega a venir, al pasar por el pueblo de Olloniego hubiese abierto la boca porque algo tendría anotado en sus fichas sobre el 34. Estoy seguro de que me contaría aquello de los cuatrocientos obreros armados de Hulleras de Veguín-Olloniego asaltando el cuartel de la Guardia Civil defendido por catorce números. Que si el tejado fue volado con dinamita y sólo consiguió huir el brigada con dos guardias, pero se les interceptó más adelante. Parezco el Coronel repasando la historia. ¿Dónde iría? ¿A qué carajo de amistades iría a visitar? Miedo me da pensarlo.
«Mieres», debo olvidar todo y centrarme en el cura que responde al nombre de Antonio.
El lugar ideal para preguntar por él será la propia iglesia en la que se supone que trabaja. Aparco al lado del pórtico, montando un poco el coche sobre la acera. Veo la plaza de Requejo repleta, la banda municipal toca algo que no identifico. ¡Qué extraño! En las escaleras que dan acceso a la plaza merodea un perro vagabundo. Si me tomaran juramento, aseguraría que es el golden de la estación del ferrocarril.
En la puerta de la iglesia un cura joven platica con dos ancianas. Espero en la parte baja de las escaleras contemplando su estampa: regordete, con gafas de montura metálica, no lleva sotana pero sí alzacuello y frota sus manos mientras habla. Apuesto mi paga a que es jesuita. El perro vagabundo emprende la ruta hacia las escaleras de la iglesia, se acerca a mí.
El cura y las ancianas se despiden, aprovecho para el abordaje. Subo los seis peldaños.
—Perdone, preguntaba por el padre Antonio —me dirige una mirada de cordero degollado ilustrada con una sonrisa.
—Soy yo, ¿qué deseaba?
—Inspector Ramalho da Costa de… —le muestro la placa, pero no me deja continuar.
—Ah, usted es Trini, el amigo de Clara —me ofrece su mano, correspondo—, siempre me hablaba de usted con mucho cariño, le consideraba su hermano mayor.
—Precisamente he venido a preguntarle sobre ella.
—Me lo he supuesto —su sonrisa se borra, pero sigue frotando sus manos delante de la barriga.
—Ha llegado a mis oídos que tenía una gran amistad con ella.
—Sí, coincidíamos en la Facultad. Y antes de que se comprara el coche, para que se ahorrase el billete de tren o del bus, la solía acercar hasta su casa en el mío —parece que adopta un tono más grave—. Pero no se crea nada de lo que dicen las desvergonzadas lenguas: entre ella y yo nunca hubo nada, salvo una gran amistad.
—Su antiguo novio me ha dicho que rompieron la relación desde el momento que apareció usted.
—Una excusa para calmar su despecho. En realidad, yo conocí a Clara cuando comenzó el curso académico y ellos ya habían roto. Aquello debió de ser un amor de verano, pero la realidad al final se impuso. Vivían en dos mundos distintos.
—Supongo que hablaría con Clara de muchas cosas. ¿Qué le preocupaba?
—El dinero. Conseguir dinero. Cuando no tenemos luz, queremos poseerla —¿a quién estará parafraseando? Sospecho que es alguna cita de la Biblia o de una pastoral—. Siempre andaba investigando cómo conseguir algo de dinero. Ya sabe, inversiones, bolsa, financieras…
—¿Necesitaba dinero?
—Su familia no es muy pudiente y ella se costeaba sus estudios con el trabajo de fin de semana, pero yo creo que fue la influencia de ese novio suyo de verano, que le inculcó el amor al dinero.
—Aparte del dinero, ¿había algún otro asunto que le preocupara?
—A ella no. Pero a mí sí.
—Explíquese, por favor.
—Era el lugar en el que trabajaba los fines de semana. Al parecer corría la droga por todos los lados y su dueño se encargaba de hacer negocio, no sé si me explico.
—Le entiendo. ¿Cree usted que tenía miedo de algo o de alguien?
—No, ella era una chica moderna, sabía caminar sola. A veces me daba miedo a mí esa desenvoltura.
Zun, zuunn… Mi móvil, supongo que será el Coronel. Negativo. Es mi tía. El cura asiente, como dándome la bendición para que conteste. Mi tía me pregunta si voy a ir a comer, le respondo que no, que no me espere, que comeré cualquier cosa en un chigre.
—Cuídate, fíu, debes comer a tus horas —cree que aún soy el mozalbete que crio bajo sus pechos—, tomar las medicinas y reposar. A saber qué porquerías comerás por ahí. ¿Tardarás mucho en venir? La señora María quería entregarte la documentación que le pediste sobre Clarita —me había olvidado de la señora María.
—Tengo que hacer algunas gestiones en la iglesia de San Juan en Mieres y cuando termine…
—Ah, estás ahí, pues dale recuerdos a don Marcos de mi parte.
Don Marcos, ¿aún vive? Pero si ya era anciano cuando me bautizó. Le pregunto al cura joven.
—¿Todavía está por aquí don Marcos? —sonríe, y me señala el interior de la iglesia. Veo la espalda de un cura de rodillas en la penúltima fila. No hay nadie más en el interior, salvo las estatuas de santos y vírgenes.
—Ahí lo tiene, noventa años en perfecta forma física, mental y espiritual.
—Noventa años —repito con cierto asombro. Veo al golden sentarse a la puerta de la iglesia, mirando a su interior.
—¡Caín, ni se te ocurra entrar! —grita el cura al perro. Así que se llama Caín, qué curioso—. Volviendo a don Marcos, lleva casi un siglo de vida dedicado a esta tierra y sus gentes. Aunque, según nos han dicho los médicos, le quedan pocos días para estar entre nosotros.
—¿Se muere?
—Sí, cáncer. Ya ha perdido parte de la vista, por eso le gusta moverse en la penumbra.
—Voy a saludarle —algo ha pasado como un relámpago por mi mente. El debe de conocer algo de la Revolución del 34. Tal vez es el momento de echar una mano al Coronel sin que él lo sepa.
Camino despacio por el pasillo cubierto por una alfombra granate, apenas hay más luz que la facilitada por unas ridículas vidrieras y las velas de los laterales. Me arrodillo en el penúltimo banco al lado de don Marcos. Está con los codos apoyados en el respaldo de delante, sus manos juntas y cerradas sujetando su frente, sus párpados también están cerrados, pero tengo la sensación de que todo lo oye o intuye. Sigue conservando su abigarrada figura y sus mandíbulas cuadradas.
—Buenos días, don Marcos.
—La paz sea contigo, Trini —me ha reconocido sin dirigirme una mirada, tal vez sea mi voz, mi olor o mi angustia—. La última vez que te vi fue en televisión, en aquel combate en Atlanta con Hoffman. Él se santiguó al sonar la campana, pero tú no lo hiciste.
—La señal de la cruz no sirve de mucho en boxeo como no se sepa golpear y encajar.
—Siempre ayuda algo, Trini.
—A Hoffman no le sirvió de nada.
—Él dejó todo en manos del Señor.
—Tal vez Dios ese día estaba con resaca y no le hizo mucho caso.
—No seas irreverente, Trini. Dios lo ve todo y lo evalúa, nuestros actos nos pasarán factura en un futuro.
—Avíseme el día del examen —se me ha contagiado el sarcasmo del Coronel.
—¿Por qué no vienes nunca por la casa del Señor?
—Porque Él nunca vino por la mía y perdí mi poca fe.
—Todos tenemos fe en algo, ¿en qué la tienes tú?
—En los que fallecen sin saber el porqué, ellos me hablan.
—¿Y qué te dicen?
—Que quieren descansar en paz. Y me han traído hoy hasta aquí para hablar con usted.
—Así que te traen los muertos, qué insólito. ¿Y qué te han pedido?
—Que le pregunte sobre los habitantes de cierta fosa común y en concreto sobre una muchacha de dieciséis años desaparecida en el 34.
—No han sido los muertos, Trini, ha sido nuestro Dios quien ha guiado tus pasos. Siempre supe que Él me enviaría un ángel para preguntar por mi pasado. Nunca sospeché que serías tú, Abaddón, el único arcángel que conoce los secretos del averno —así me llamaba él, hace mucho tiempo, desde el día que unté de betún el Cristo y coloqué en el atrio la leyenda: «¿Por qué Dios no es negro?».
—Siempre quise preguntarle por qué me llamaba así.
—Porque eras el diablo en persona, siempre en broncas, sin respeto hacia nada ni hacia nadie… Tu destino habría sido la cárcel, eras carne de cañón. Menos mal que tu tío Álvaro te sedujo con el boxeo y canalizó la fuerza de tu espíritu aprovechando los resquicios de ángel bueno.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo.
—Los actos del pasado siempre nos persiguen y deberemos rendirles pleitesía. ¿No vienes tú preguntando por lo ocurrido hace más de setenta años?
—Para eso estoy aquí.
—Pues escucha.