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El decimoquinto cadáver
Gijón, Comandancia de la Guardia Civil, nueve de la mañana. El guardia que nos ha escoltado desde la puerta de acceso nos invita a entrar en la sala de espera. La efigie del duque de Ahumada, pintada por algún guardia que se creía un artista, alumbra o ensombrece la estancia. Dos quinqués de bajo consumo intentan ilustrarnos sobre los otros dos cuadros que iluminan, parecen soldados a caballo de época victoriana. Debajo de ellos, una pegatina en la que se lee: «Desmilitarización, ya». El Coronel ha tomado asiento en uno de los sofás y se ha puesto a leer una revista que ha cogido de la mesa del centro. Más bien se limita a ver las fotografías. Yo permanezco de pie esperando al subteniente Fierro.
—Ramallito, cuando terminemos aquí me enseñas el barrio de Cimadevilla y el del Llano. Quiero ver la zona que bombardeó el Libertad y…
—¡Váyase a la porra, Coronel! Una cosa es que le permita acompañarme y otra que me tome por un chófer en su ruta revolucionaria.
Un individuo enjuto, moreno, con perilla, abre la puerta y asoma su cabeza. Me fijo en las divisas de su hombrera: una estrella de cinco puntas, es subteniente. Clava sus ojos en los míos y me pregunta:
—¿Inspector Ramalho? —extiendo la mano para saludarle. Imita mi gesto. Su garra es fuerte, signo de que irá directo al grano y de que no envolverá con sandeces nuestra conversación.
—Supongo que usted es el subteniente Fierro.
—Efectivamente. Acompáñeme si hace el favor.
Le sigo por un largo y estrecho pasillo decorado por los mismos cuadros de jinetes Victorianos, el Coronel nos sigue a los dos. «Judicial», leo en la puerta que nos abre.
—Pase y siente… —no termina la frase, acaba de percatarse de la presencia del Coronel.
—Viene conmigo, es de la familia.
—De acuerdo, pasen.
Nos acomodamos en el tresillo del fondo, él recoge un portafolios de color verde con el escudo del Cuerpo y nos acompaña en el butacón de nuestra izquierda.
—Supongo que su visita tiene por objeto que le aporte algún dato de cómo llevo la investigación.
—Y para ofrecerme, si es que le puedo ser de utilidad —sonríe y abre el portafolios. Recoge un bloque de diez fotos y me las acerca.
—¿Quiere ver las fotos del cadáver? —niego con la cabeza.
—No, era una chica a la que conocí desde que nació. Prefiero recordarla con la imagen que tengo en mi mente.
—Le entiendo. Verá, su cuerpo lo encontraron los bomberos en la zona de Veranes, al lado del museo romano. Como sabe, estaba dentro del maletero de su propio coche. El informe forense no admite dudas: murió quemada. Creemos que su asesino o asesinos la golpearon en la cabeza antes de introducirla en el maletero, la debieron de creer muerta, y después rociaron el coche con gasolina y le prendieron fuego —he visto montones de asesinatos, pero el solo hecho de pensar en una muerte tan bestial, me enchina el puto cuero.
—¿Algún indicio?
—Nada, excepto este —me enseña una fotografía de unas rodadas en un camino de tierra—. Estas huellas se encontraban a unos cien metros del turismo de la víctima. Por el dibujo y la distancia entre ellas creemos que corresponden a un todoterreno, incluso podría aventurar que es un Nissan, modelo Pathfinder.
—¿Sólo había estas marcas?
—A lo mejor quedaban más, pero usted ya sabe cómo son las intervenciones de los bomberos.
—Entiendo —dirijo la mirada hacia la foto de las rodadas—. Intuyo que tampoco se podrá asegurar si estas huellas se hicieron en el momento del asesinato.
—Está claro, es un dato sin consistencia.
—¿Y sobre los momentos previos a su muerte?
—Supongo que usted sabrá que ella estaba estudiando en la Universidad de Oviedo —asiento—. Bien, pues los fines de semana, y algún día que otro de mucho jaleo, tenía un trabajo de camarera en un pub musical de Gijón. La muchacha quería ganar unas perras ya que, por lo que sé, su familia no era muy pudiente —asiento de nuevo, pero esta vez cerrando los ojos—. Esa noche cerró el pub acompañada de dos clientes y el dueño. Se despidieron sobre las tres y media de la mañana. El fuego se detecta por una llamada al 112 a las cuatro cuarenta y seis. Una hora y dieciséis minutos más tarde.
—Escuché en la televisión algo de un novio.
—Sí, al parecer tenía un noviete en Oviedo, un tal Santiago Gomillas, un niño pijo de familia muy pudiente. Lo hemos interrogado, pero tiene coartada.
—¿Y el dueño del pub y los amigos?
—Se quedaron dentro del local, hay testigos que lo confirman.
—Cuando habló ayer conmigo me dijo que tenía buenas noticias.
—Sí, ayer lo veía así, pero hoy no lo son tanto. Verá, creí que este asesinato tenía relación con otros parecidos que se habían cometido por la Costa del Sol.
—¿Por qué ahora no está tan seguro?
—Porque los de la Costa del Sol tienen un móvil económico y en este no hay ningún motivo para pensar eso, la muchacha y su familia eran poco pudientes.
—¿Me permitiría llevarme fotocopias del expediente?
—Estas fotocopias son para usted, ya se las tenía preparadas —me entrega el dossier—. Aunque el comisario López llamó desde Mieres a mi teniente coronel advirtiéndole de que iba a venir usted y de que no se le diese ningún tipo de información.
—Entonces, ¿por qué lo hace, Fierro?
—Por dos razones: me encanta tocarles los huevos a los jefes y, además, tengo muy claro que este caso no se resolverá de una forma tradicional. Y ahí es donde debe entrar usted.
—¿A qué se refiere?
—Está todo muy tranquilo, hay que menear la caja de los ratones. Alguien debe meter mucho ruido y usted es la persona adecuada. ¿Me explico?
«Meter mucho ruido», «menear la caja de los ratones», sé a lo que se refiere Fierro. Veo que el Coronel anota alguna de esas frases en sus fichas escolares y lo hace debajo de otras dos: «demarcar el campo de investigación» y «reconstruir una vida». Intuyo lo que le ocurre al Coronel, se ha embarcado en una aventura cuyo procedimiento desconoce y piensa que acompañándome va a encontrar el método válido para todas las investigaciones.
Sin que me lo recuerde, le concedo el deseo que pasar al lado de Cimadevilla y El Llano, los barrios de Gijón que quería ver.
—Fíjese, aquel peñón es Cimadevilla —sus ojos se abren como si estuviera contemplando una de las siete maravillas del mundo y suelta la mano del cigarro, que queda pegado a su labio inferior.
—¡Hostias! O sea, que ese barrio fue el que arrasaron los cañones del Libertad. Aquí les duró poco la revolución.
Continúa hablando, explicándome los pormenores del desembarco de varios marinos en el puerto de El Musel con el fin de apoderarse de Gijón después de que el crucero Libertad lo pacificara con la potencia de sus cañones. No le escucho, mi mente regresa a Clarita y su asesinato. ¿Qué ocurriría con ella? ¿Cuál fue el motivo? No hay respuesta, no la tengo, pero estoy seguro de que la voy a encontrar. Alguien, en algún lugar, tuvo que ver algo o saber qué ocurrió. Mis pensamientos me han alejado de lo concreto, menos mal que el Coronel está a mi lado para recordarme dónde se encuentra la toma de tierra.
—Avísame cuando lleguemos al barrio del Llano.
—Esta es la avenida del Llano, en sus laterales se encuentra el barrio.
—Tenías que haber visto fotos de las barricadas que se hicieron por aquí: sacos de tierra, raíles, adoquines, vigas de madera, eran verdaderas fortificaciones.
Es posible que sea mi inconsciente el que me ha vuelto a traicionar. No he cogido la autopista hacia Oviedo y he utilizado la carretera antigua, tal vez quería pasar por Veranes, al lado de su Villa Romana, donde encontraron el cuerpo de Clarita, para comprobar la duración del trayecto. Han sido veintiún minutos aproximadamente desde Gijón hasta aquí, luego sólo me queda una hora escasa por explicar. No me detengo, ahí ya no habrá nada que investigar.
—Mira, mira, Ramallito, es Llanera —me incrusta su codo entusiasmado. Desde la carretera se ve el pueblo. Sé a lo que se está refiriendo el Coronel, ahora se va a explayar con una retahíla histórica—. Ay, qué metedura de pata se produjo aquí. Resulta que un vehículo que se dirigía hacia Avilés para preparar la insurrección fue detenido aquí por el comité revolucionario local, que lo confundió con un coche camuflado de las fuerzas del orden. La aventura termina a tiros entre ellos, y eso puso en prevengan a la Guardia Civil.
No le presto atención. Cada vez que pasamos por un pueblo tiene que extraer una ficha y narrar lo que tiene escrito en ellas. Parece el cronista de la Revolución del 34. Conoce todos los hechos de memoria, pero de una forma teórica, y ahora se encuentra en la tesitura de contemplarlos en persona, de ahí su entusiasmo. Pero de poco le servirá todo ello para descubrir qué ocurrió con los trece cadáveres.
—Oviedo, Oviedo —grita, dando patadas en el coche como un niño.
—Tranquilícese, por favor.
—Joder, Ramallito, no sabes las ganas que tenía de conocer Oviedo. Quiero ver la Facultad de Derecho, el Banco de España, la calle Uría, la calle Fruela. Y quiero compararlas con las imágenes que tengo en estas fotos después de la contienda —extrae un manojo de fotos de su mochila, que parece un baúl en el que guarda todo.
—Se va usted solo, Coronel, yo tengo que ir al Instituto Anatómico Forense.
—Pues te acompaño.
Y así lo hace.
Aquí se encuentra de nuevo a mi lado, en otra sala de espera. Continúo de pie, él toma asiento en un butacón y recoge una revista forense repleta de toda una iconografía de cuerpos diseccionados. No entiendo qué placer puede encontrar en esas imágenes. El subteniente Fierro aseguraba que localizaría aquí al forense que realizó la autopsia a Clarita. Espero que me pueda aportar algún dato extra.
—¿Inspector Ramalho? —es una muchacha con bata blanca, asiento ante su pregunta—. Acompáñeme —la seguimos en silencio por unas estrechas escaleras hasta un sótano. Al llegar a una puerta acristalada, la abre—. Pasen.
—¿Inspector Ramalho? —se repite la pregunta por parte del individuo grueso con gafas y bata blanca que se ha puesto de pie ante nosotros.
—Sí, aquí un amigo de la familia —digo, presentándole al Coronel—. Supongo que usted es el forense que…
—Atilano García, pero siéntense —le hacemos caso—. Según me ha informado el subteniente Fierro usted quería saber si le puedo aportar algo nuevo que no se encuentre en mi informe.
—Así es.
—Siento decepcionarle. Todo lo que se pudo averiguar se encuentra escrito, no hay nada que podamos aventurar.
—¿No se puede conjeturar si hubo violencia sexual?
—Imposible, tal y como quedó el cuerpo. Un golpe en la cabeza, posiblemente la introdujeran inconsciente en el maletero, ella recobra el conocimiento e intenta escapar golpeando el capó —mantiene sus codos en la mesa y con sus manos gesticula como si representase los hechos—. Prendieron fuego y la pobre muchacha allí quedó. Humo en los pulmones, heridas en sus nudillos… No hay más, lo siento.
—¿En qué parte de la cabeza presentaba el golpe?
—En el lado izquierdo —frunzo el ceño al oírle decir eso. El forense se percata—. ¿Tiene algún sentido para usted?
—Todo tiene sentido. Simplemente pensaba en… En realidad no tiene mucha importancia —digo a modo de conclusión de nuestro diálogo. Me levanto. La visita no ha servido para nada. El Coronel, ajeno al mundo, extrae un Camel sin boquilla y lo enciende con su mechero metálico, sin importarle si se puede fumar o no. El médico le mira, pero no dice nada—. Siento haberle molestado —me despido extendiéndole la mano.
—Antes de marcharnos quisiera hacerle una pregunta —el forense y yo le miramos desconcertados, ¿qué tendrá que preguntar el Coronel?—. ¿Usted inspeccionó los trece cadáveres de la fosa común del Valle Negro?
—En realidad fue un trabajo conjunto de varios facultativos, pero sí, yo también estuve.
—Como es evidente que no murieron de gripe —su ironía me saca de quicio—, ¿se han formado una hipótesis sobre las causas de su fallecimiento?
—Los huesos revelaron que doce de ellos perecieron por impactos de bala. Había cadáveres con más de veinte orificios, a los que hay que sumar el tiro en la nuca que presentaban todos, supongo que a modo de remate.
—¿Y la muchacha del fondo?
—Usted se refiere al cuerpo número trece. Verá, ella es un caso distinto. Voy a intentar explicárselo. Todos los cuerpos, al encontrarse en un lugar muy húmedo como ese, con el río Negro a un lado y una corriente subterránea fluyendo por debajo, sin contar con los desagües del pueblo, se nos presentaron como momias. Es un proceso que conocemos como…
—Saponificación —remata el Coronel.
—Veo que usted entiende algo de esto —sonríe y prosigue con su discurso—. Debido a ello, la humedad y la grasa del cuerpo provocan una especie de jabón que conserva el cuerpo como si fuera una momia, y nos encontramos con la desagradable sorpresa de que la mayoría de los muertos estaban como momificados.
—Eso les habrá facilitado la investigación —sigue el Coronel.
—La verdad es que los dientes son la mejor fuente de información. Pero encontrar así los cuerpos ayuda mucho.
—Entonces, ¿de qué creen que murió la muchacha?
—En base a todo lo que les he descrito, no es que creamos saber de qué falleció, es que lo sabemos con seguridad —esa rotundidad me obliga a prestar más atención, hasta el Coronel ha recogido su cigarro de los labios—. La ventaja de encontrar así los cadáveres es que se conserva todo en un estado casi perfecto y el cuerpo de la chica presentaba rotos los cartílagos cricoides de la laringe-faringe, lo que nos muestra sin lugar a dudas que fue estrangulada, ya fuera por efecto de un ahorcamiento o por alguien muy fuerte. De todas formas, la muchacha rondaba el metro sesenta y debería de pesar cincuenta kilos, tampoco se necesitaba un luchador de sumo para romperle los cartílagos.
—Supongo que será imposible determinar si hubo abusos sexuales —ahora soy yo quien pregunta.
—No tan imposible, no se crea —este galeno me está impresionando—. Hemos encontrado restos de ADN en su vagina que…
—Eso quiere decir que…
—Yo soy forense, amigo, el investigador es usted. A usted le compete fabricar las hipótesis.
—Violada y estrangulada en plena Revolución del 34 —la conclusión le corresponde al Coronel.
Pequeños dramas que enmascaran el gran drama. Clarita, quemada; Rosa, violada y estrangulada. Un escalofrío recorre mi cuerpo, creo que ha llegado el momento de menear la caja de los ratones y de enviar un mensaje a la jungla.
—Esperen un momento —nos dice el forense—. Me parece que ustedes no saben que… Bah, no tiene mucha importancia en estos momentos.
—¿Qué es lo que no sabemos?
—Que la muchacha de la fosa común estaba embarazada. Ya ven, en realidad eran catorce cadáveres.
Amigo, para nosotros es el decimoquinto.