4
Las sombras del drama
Comisaría de Mieres, seis y cuarto de la tarde. El Coronel y yo esperamos a Castañeda en el hall de entrada. «Siéntense ahí, ahora viene», nos dijo el policía de la puerta, un sujeto mal encarado con un subfusil en bandolera.
—Ramallito, ¿esta fue la comisaría que asaltaron los mineros en el 65 para liberar a un compañero detenido, un tal Teverga?
—Creo que sí, pero no se lo puedo asegurar.
—¡Impresionante! —exclama el Coronel, dando un brinco desde el asiento—. Después de la huelga del 62, ese fue uno de los hechos más contundentes contra Franco —alza los brazos y gira como una peonza, dirigiendo su mirada a los techos—. ¡Estoy contemplando un apartado de la historia que ayudó a conquistar la libertad en este país!
El policía del subfusil le mira desconcertado y comienza a plantearse si debe echarlo a la calle.
—Siéntese, Coronel, y deje de dar saltos, que parece una cabra montesa.
Veo a Castañeda descender por la escalera, mantiene la misma estampa que en la Academia: mostacho enroscado en sus extremos, mofletes de niño bueno, voz empalagosa de infante criado en los jesuitas, estómago barrilero y carácter débil y acomplejado que le hacía ser el chivato de la clase.
—Su eminencia el señor Da Costa, cuánto tiempo.
—Casi tres años —le extiendo la mano.
—Un abrazo, hombre —sus pastosas manos se colocan en mi espalda, imito su gesto sin entusiasmo.
—Este es el Coronel, un amigo que me acompaña.
—Encantado, coronel. Supongo que ya jubilado.
—Pues sí, me jubilé hace años.
—¿Del Ejército o de la Guardia Civil?
—Del Maq… —le lanzo una mirada inquisidora, sabe a lo que me refiero, a que no suelte alguna barbaridad de las suyas, me hace caso— de la Guardia Civil.
—Acompañadme —nos sugiere, mientras coloca su mano en mi hombro como si hubiésemos sido buenos amigos—. ¡Qué tiempos los de la Academia! —no respondo, pues me vienen deseos de estamparle en la cara que me rebajaron la nota final por un chivatazo suyo al director—. Esperadme ahí, que ahora vuelvo.
Nos acomodamos en los butacones de una sala grande empapelada con mapas de Mieres y el escudo del Cuerpo en cuya puerta se lee: «Sala de espera». ¿Por qué nos ha traído aquí y no a su despacho? ¿Habrá algo que no quiere que vea? Nunca me he fiado de Castañeda, ni de ningún lameculos como él.
—Ya estoy aquí —hace su aparición con un portafolios de color amarillento. Toma asiento a nuestro lado y me muestra la documentación que guarda—. Esto es lo máximo que te he podido conseguir, Da Costa.
Extraigo los folios y los miro con detenimiento: cuatro declaraciones de posibles sospechosos, parece que todos tenían coartada; un resumen del informe forense; tres fotos de Clara en el maletero y una del coche calcinado. Sólo me interesan el resumen del forense y las declaraciones, aparto las fotos de mi vista y las giro boca abajo para no contemplar la imagen de la muchacha, quiero recordarla tal y como está en mi memoria: con su cara pecosa, sus trenzas y su sonrisa eterna.
—Según dice el forense, la debieron de golpear en el cráneo y la encerraron en el maletero —Castañeda ha comenzado a narrarme el informe forense, los ojos se me llenan de lágrimas y apenas puedo leerlo—. Después incendiaron el coche, que previamente habían rociado con gasolina. Es posible que la muchacha recobrase el conocimiento, pero ya era tarde. Las quemaduras indican que estaba viva y que se hirió los nudillos al golpear la puerta del maletero para intentar escapar mientras ardía su ropa y todo alrededor. Supongo que fue una muerte horrible.
—¿Y de los sospechosos?
—El subteniente Fierro me dijo que se había movido rápido. Primero interrogó a su antiguo novio, luego a tres conocidos con los que la vieron aquella noche. Creo que le falta investigar a varias personas, bueno, ya sabes cómo es esto: hay que darse prisa los primeros días o todo se pierde.
—¿Puedo quedarme con esta documentación?
—No sé, es que…
—Es que qué, Castañeda —he de pensar rápido lo que hago para quedarme con los informes, tal vez un escándalo artificial.
—Es que el comisario me dijo que no te entregase nada.
—¿Y quién le dijo al comisario que iba a venir yo?
—Es que me lo sacó con mucha habilidad.
—Eres un mierda, Castañeda, siempre lo fuiste. Seguro que te encargaste personalmente de ir al comisario a meterle en el culo que yo estaba aquí.
—No te enfades, yo trabajo aquí, debo dar cuenta de…
—Eres un mierda —dejo la carpeta en manos del Coronel, si es tan hábil como sospecho, sabrá lo que le estoy sugiriendo con ese gesto. Agarro por la solapa de la americana a Castañeda y lo acerco a mi cara—. ¿Sabes lo que te digo? Que me das asco.
—Quietas las manos, señor Da Costa —un individuo trajeado, enjuto y de pelo plateado ha entrado en la sala—. Soy el comisario López, y he sido yo quien le ha dado la orden a Castañeda de que no le entregue nada. A usted no le compete este caso, ni siquiera a nosotros, todo pertenece a la Guardia Civil. Demasiado ha hecho Castañeda que le ha conseguido esa información. Además, le voy a estar vigilando, no me gusta que ande usted por aquí, tiene el gatillo demasiado ligero y la víctima era casi familiar suyo. Usted no puede pensar con sosiego para resolver nada, ha perdido la objetividad y la frialdad que se necesitan para… —no estoy dispuesto a seguir escuchando el sermón.
—Vamos, Coronel —el Coronel entrega la carpeta a Castañeda.
—Le estaré vigilando. Y como meta la pata, le cuelgo el uniforme —amenaza el comisario cuando nos alejamos.
Hemos de escapar de la comisaría, bajamos deprisa los escalones, casi los comemos. Saltamos al coche y lo arranco.
—¿Entendió lo que quise que hiciera cuando le entregué la carpeta?
—Claro, Ramallito. ¿Crees que soy tonto?
—Entonces, ¿cogió los documentos?
—No.
Freno el coche de golpe, el que va detrás tiene que hacer lo mismo para no colisionar, me adelanta con su mano pegada al claxon y profiriendo insultos a los que no presto atención.
—No me joda, Coronel. Estamos como al principio por su culpa.
—¿Tú crees? —y me extiende una de las fichas de colegio que siempre le acompañan—. Si cojo la documentación, ese comisario te persigue hasta el catre. Por eso preferí tomar notas cuando estabais enfrascados en la discusión.
Leo la ficha: «Colegiado n.º 2323-rc. Sospechosos…». El Coronel había tomado nota de todos los datos personales sobre los declarantes y el forense. Otro coche me adelanta, pulsando el claxon y profiriendo insultos contra mis muertos.
—Le debo una disculpa, Coronel.
—Me debes más: vas a ayudarme en mi investigación.
—De eso nada.
Arranco.
Silencio en el coche.
Es el Coronel el que enciende el reproductor y coloca un tango.
La indiferencia del mundo
que es sordo y es mudo
recién sentirás…
—Lo mínimo que podrías hacer por mí es acercarme a la estación de Renfe.
Le concedo el deseo sin pronunciar palabra. Giro en una glorieta para tomar el camino más recto, atravieso el puente sobre el Caudal, que baja poderoso por el deshielo, y aparco delante de la estación.
Matorrales en los raíles que bailan con el viento, una locomotora aparcada en vía muerta, nadie en el andén, excepto un perro vagabundo. El reloj marca las tres y veinte, debe de estar estropeado. La aguja del minutero oscila del tres al cuatro para regresar al tres, se ha quedado sin fuerzas para proseguir su marcha. No hay letrero luminoso que indique la estación, sólo el nombre de Mieres del Camino pintado en la fachada. Estamos solos con el viento y el silencio y el perro, que nos mira impávido como preguntándose qué celebramos aquí. Es un golden retriever canela, musculoso. Sospecho que aunque parezca abandonado no lo estará, y será del jefe de estación que lo deja por los alrededores.
—¿Para qué quería venir?
—Quería contemplar la historia. Aquí comenzó todo, Ramallito. El 5 de octubre del 34 se inició la huelga general que derivó en política y revolucionaria. Y desde esta estación salieron los trenes blindados, llenos de titanes armados, a la toma de Oviedo y a la defensa del frente de Campomanes. Esta estación amamantó la Revolución. Así comenzaron catorce días que hicieron temblar por las patillas a la burguesía. Ese podría ser el título del libro cuando lo escriba: Catorce días que hicieron temblar por las patillas a la burguesía.
—¿No le parece un poco largo? —me mira, sonríe, pero el sarcasmo le impide mantener la boca cerrada.
—Sí, a lo mejor sobra lo de «patillas» —otra calada al cigarro, dirige su mirada a las laderas de las montañas plagadas de casuchas y, después de expulsar despacio el humo, prosigue—. Cuando uno contempla la cuna de la Revolución del 34, las palabras de Quevedo resuenan en el aire: «Uno a uno, todos somos mortales; juntos, somos eternos» —ya me parecía a mí que había tardado mucho en citar a alguien—. Aquella gesta conjunta convirtió en inmortal esta tierra.
—Coronel, da la impresión de que está haciendo turismo revolucionario. Si de verdad quiere averiguar algo del asesinato de los trece, lo que debería hacer es demarcar un poco el campo de investigación, no andar saltando de acá para allá, visitando los lugares más significativos de la Revolución como si fuera un japonés con su cámara.
—¿Qué es «demarcar el campo de investigación»?
—Si se comete un homicidio en la habitación de un hotel, las pruebas se recogerán de esa habitación, no se almacenarán colillas de todas las habitaciones del hotel o de los edificios colindantes. Si quiere averiguar algo, céntrese: primero, haga el control por tiempo, dónde estaba Rosa los momentos antes de su muerte; segundo, identifique a quienes pudieron estar con ella; tercero, busque motivos para matarla… Y así sucesivamente, pero deje de saltar de un lado para otro.
—¿Me ayudarás?
—No.
Baja la mirada, coloca un cigarro en sus labios, el mechero metálico de guerra se acerca al nuevo pitillo, expulsa el humo levantando la vista y se encamina hacia el coche. El golden retriever se cruza en su camino, el Coronel se detiene un segundo y le acaricia el hocico, el perro se rasca en la pernera de su pantalón.
No sé por qué mis ojos regresan al reloj de la estación y a sus manecillas estancadas en el tres y el cuatro, es como si el reloj de la historia se hubiese detenido ahí, en el 34, y exhausto y falto de fuerzas se negase a caminar. El perro queda vagando por la soledad del andén, el vacío retorna a la estación.
Regresa el silencio al interior del vehículo y el reproductor cobra vida por deseo del Coronel.
Cuando te dejen tirao,
después de cinchar,
lo mismo que a mí…
—No me pida compasión, Coronel. Yo no le he dejado tirado, ya se lo había advertido antes de salir de Madrid.
—No tiene importancia, Ramalho —mal asunto, es la primera vez que no me llama Ramallito, algo trama, he de estar preparado—, supongo que no deberíamos comprometernos con nada que no pudiéramos resolver desde nuestra barca.
—Mire, es imposible averiguar algo después de setenta y tantos años. Cuando regrese a Madrid, le dice a Encarnita que todo hace suponer que fueron fuerzas del comandante Doval las que mataron a su hermana durante la represión. Además, es la conclusión más plausible. Así, ella calma su sufrimiento y usted mantiene su palabra y deja intacto su honor.
—¿Ahora vas a saludar a tu familia? —cambia de tercio, algo trama.
—Sí, me acercaré a ver a mis tíos.
—Dijiste que hacía casi diez años que nos los veías y, sin embargo, te criaste con ellos. ¿Qué ocurrió? —aquí comienza su venganza, ha regresado el cabrón con pintas rojas del Coronel.
—Son cosas de familia, no tengo por qué darle explicaciones a usted.
Aprieta un botón del reproductor y coloca otro tango. Lo dicho, ha regresado en perfecta forma.
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida…
Media hora de canciones elegidas por el Coronel, ninguna parada provocada por su próstata, ni una sílaba de su boca ni de la mía. «Ciaño», leo en el lateral de la carretera, ya estoy de regreso a mi infancia, a mi patria.
La iglesia románica. El monumento al minero anónimo o a todos los acreditados. Sigo adelante. La casa La Buelga, dos calles más y la casa de mis tíos. Dejo el coche bien estacionado y desciendo en silencio, el Coronel me sigue. Veo luz en la primera planta y la silueta de mi tía se dibuja en los visillos. Antes de saludarla he de ver mi cuna. Me acerco a la nave adjunta, empujo la puerta, está abierta, siempre estaba abierta para el que quisiera entrenar y sobre todo para los muchachos del barrio, o los garotos, que diría mi tío.
—Gimnasio «El Calabozo» —el Coronel pronuncia en voz alta la leyenda situada encima de la puerta.
Entro, el interruptor siempre estuvo a la derecha, lo encuentro. La sala de entrenamiento se ilumina por los fluorescentes que cuelgan de las vigas de madera. Veo el ring en el centro, sus esquinas están más desgastadas y la lona del piso es nueva. Tres sacos, uno relleno de papel, otro de virutas muy secas y el tercero de algodón con base de arena. Dos punching ball y una pera loca, la favorita de mi tío. Halteras plateadas con camisas giratorias en el suelo, mancuernas fijas en los laterales, soportes para barras… lo de siempre. No hay polvo, mi tío nunca lo hubiese permitido. Todo huele a sudor seco y linimento, hasta percibo la sangre en la lona aunque no la encuentre.
—Atlanta-96. Trini Hoffman —el Coronel lee el cartel enorme pegado en un lateral del gimnasio y que aún conserva mi tío—. Se te ve cachas en la foto. ¿Quién ganó el combate?
—Los de siempre. Los del dinero.
Es el inconsciente el que me traiciona, porque sin querer he comenzado a colocarme una venda en la mano derecha, protegiendo los nudillos.
—Sólo cuando entreno soy libre —el Coronel sigue leyendo las frases colocadas a modo de estímulo por las paredes—. ¿Quién dijo eso? ¿No sería Descartes? —le río la gracia.
—Fue Mike Tyson.
—Hombre sabio el Tyson.
Comienzo a golpear el punching ball: uno, uno, un-dos, un-dos, un-dos-tres, un-dos-tres… Veo al Coronel que se enfunda dos guantes que ha descolgado de una de las esquinas del cuadrilátero y comienza a golpear el saco.
—¿Por qué los llaman sacos de arena si no llevan arena?
—Deje de hacer el idiota, a ver si le salta el marcapasos.
—Yo no llevo de esos aparatos.
—Pues la sonda.
—Ten cuidado tú, no te salten los cuernos —él debe tener siempre la última palabra.
Oigo la puerta entreabrirse y dirijo la mirada hacia ella. Es mi tía, que ha debido de sentir jaleo y ha bajado a ver lo que ocurre. Sonrío, la veo igual que siempre: enfundada en su bata cubierta por el delantal de cuadros, con sus zapatillas protegidas por las madreñas, su pelo teñido de caoba para disimular algunos años y su cara redonda adornada con sus enormes ojos azules.
—Fíu, sabía que eras tú.
Me acerco a ella, no necesito decirle nada, simplemente la abrazo. Llora. Seguimos abrazados hasta que se percata de que hay alguien más en el gimnasio. Es entonces cuando se separa e intenta ocultar las lágrimas secándose los ojos con la esquina del delantal.
—Es el Coronel, un amigo que me ha acompañado.
—Encantado, señora —dice el Coronel extendiéndole la mano y realizando una reverencia.
—Tendré que preparar la habitación de invitados, creí que vendrías solo.
—No, él no se queda, se va a un hotel —quiero dejar claro ese punto desde el principio.
—¡Cómo se va a ir a un hotel si hay sitio en casa! —me olvidé de la hospitalidad de la Cuenca.
—Lo que usted diga, señora —lo que me faltaba, ya se ha ligado a mi tía y lo voy a tener que soportar hasta en los desayunos.
—Tu tío está a punto de llegar —tal vez lo dice para prevenirme—. Venga, sacad el equipaje del coche y lo subís para casa.
No ha terminado la frase y mi tío hace su entrada en el gimnasio. Se sigue conservando en forma pese a su edad, tal vez algo menos fibroso, pero con toda la mala leche de los Ramalho da Costa.
—Trini, qué sorpresa —exclama mientras me abraza. No respondo. Me aparta, la ira está en su rostro—. ¿Qué caralho? ¿Te debo algo? Hace años que no has venido a vernos, es tu tía la que te tiene que llamar para saber algo de ti. Y no te molestas ni en saludarme.
—Será mejor que nos marchemos —digo, dirigiéndole una mirada al Coronel.
—No, fíu, tu tío no quiere que te vayas. Es su carácter, ya le conoces —mi tía vuelve a llorar.
—No, Trini, no te vas a ir sin que resolvamos esto de una puta vez, y lo haremos como en los viejos tiempos —se dirige a zancadas hasta el ring, se introduce entre las cuerdas y recoge dos guantes de la esquina—. Sube, safado —se ha enfundado los guantes muy rápido, son de cierre de velcro, no llevan cordones—. ¡Sube de una vez! —grita.
—No, por favor —mi tía sigue llorando. Recojo los guantes que tenía el Coronel y me encamino hacia la lona. Mi tía me impide el acceso al cuadrilátero—. Álvaro, por favor, dejadlo, hacedlo por mí —el Coronel está desconcertado ante la situación, no entiende nada.
—Sube —vuelve a gritar mi tío, mientras comienza a bailar sobre la lona—. A ver, quiero saber qué tienes contra mí —sigue danzando en el centro y lanza golpes al aire—. Cuando mi hermana, tu mãe, no te pudo criar, te recogimos en casa como si fueras nuestro filho. ¿Acaso te faltó algo alguna vez? ¿Tuviste alguna queja? Incluso construí este gimnasio para ti y los garotos del barrio, para apartaros de las drogas y que nunca cayerais en ellas.
—¿Para apartarnos de las drogas? —ha tocado la parte sensible. Alzo la voz y le señalo con el dedo—. ¿Te recuerdo que fuiste tú quien nos acercó al doping? ¡Tenía catorce años cuando comenzaste a inyectarme esteroides!
—Tú ibas a ser un campeón, el melhor. Y nadie es el melhor si no utiliza doping —se detiene y agarra con la izquierda una cuerda del ring y con su mano derecha me señala—. Tú serías lo que yo nunca pude ser.
—¿Tengo yo la culpa de que la dictadura portuguesa te desposeyera del título de campeón nacional por tu militancia política? ¿Tengo yo la culpa?
—No, tú no tienes la culpa —incrementa el tono su voz al ritmo de su ira—. Ganaste a Hoffman, joder. Tu pase a los profesionales estaba asegurado.
—¿Gané a Hoffman? Un pobre negro peleando para salir del gueto contra un miserable muchacho blanco que quería huir de la mina. ¿Qué importaba quién ganara?
—Tenías veinte años y el nombre del Trini ya se oía en Estados Unidos.
—¿El Trini? ¿No querrás decir «el sobrino de Álvaro», el Huracán de Oporto?
—¿Por qué no volviste?
—¿Para qué querías que regresase? ¿Para decirte que no quería seguir boxeando y que comprendieras que no iba a resolver tu frustración? ¡Yo no quería ser campeón! A ver si te enteras —estoy gritando y no debería hacerlo.
—Todos los garotos quieren ser campeones —su tono ha descendido.
—Yo no —grito de nuevo. Ahora soy yo quien eleva el tono—. ¿Es que no lo entiendes? Yo nunca quise ser boxeador, lo hacía por ti, para agradarte porque habías sido muy bueno con mi madre y conmigo.
Se acabó el asalto verbal. Mi tía ha subido al ring y le quita los guantes a mi tío.
—La porquería de carácter de los Ramalho da Costa. Quiero que os deis un abrazo ahora mismo los dos o no quiero saber nada de ninguno —conociendo a mi tía, es algo más que una amenaza.
Los dos nos miramos. Ninguno está dispuesto a dar el primer paso. Mi tía sigue con sus manos en jarras esperando un gesto de alguno. El Coronel chasquea la piedra del mechero y aspira despacio el humo, lo expulsa y comienza a hablar sin que nadie le haya dado vela en la gresca.
—Estamos ante una situación típica de intento de superación de una frustración por parte de un adulto utilizando a un menor. Por otra parte, el menor no desea enfrentarse al adulto, porque le quiere, por eso prefiere huir. Y cuando…
—¿Quién es este paisano? —pregunta airado mi tío.
—Es un amigo del fíu.
No hay respuesta. El silencio se ha apoderado de la sala de entrenamiento. La madre de Clarita debió de ver luz y, alertada por mi llegada, se ha presentado. Veo sus ojos enrojecidos, incapaces de controlar las lágrimas. Sus cabellos plateados se ocultan bajo una pañoleta negra que prosigue el color de su vestido. Ha comenzado a llevar luto. Todas las miradas se dirigen hacia ella, pues sus ojos convierten en míseras nuestras disputas.
Me acerco a ella. No pronuncio palabra, sólo la abrazo. Me abraza y llora. Los sollozos de mi tía y los silencios del Coronel y de mi tío los oigo sin mirarles.
—¿Qué tal se encuentra, señora María?
—Destrozada. No me explico qué ha podido ocurrir. No tiene ningún sentido, tú sabes que era buena nena —intenta secarse las lágrimas con un pañuelo, pero es inútil, manan sin control—. ¿Podrás ayudarme?
—Para eso estoy aquí, no se preocupe, averiguaremos el porqué de todo.
—¿Y yo qué puedo hacer?
—Mucho, señora María. Debe conseguirme todo el correo que tuviese Clarita, los movimientos de sus libretas de ahorro, todas sus llamadas telefónicas y, si tenía correo electrónico, también necesito su cuenta.
—¿Para qué quieres eso, fíu?
—Para reconstruir su vida.
Veo por el rabillo del ojo al Coronel tomando notas en sus inseparables fichas, supongo que habrá anotado «reconstruir una vida» y lo habrá hecho debajo de «demarcar el campo de investigación».
—¿Y a qué se dedica usted? —pregunta mi tío al Coronel, pasándole la mano por encima del hombro. Está muy clara su intención: dejarme a solas con la madre de Clarita.
—Estudio los acontecimientos que envolvieron la Revolución del 34.
—Ah, un historiador. Pues acompáñeme, le voy a enseñar el cuartel de la Guardia Civil que asaltaron los revolucionarios aquí en Ciaño. Es uno de los hechos más curiosos de la Revolución. Resulta que había un cabo con cuatro guardias defendiéndolo —los dos se dirigen hacia la puerta— y fueron rodeados por doscientos mineros armados. Iban a entregar las armas, pero fue la mujer del cabo la que se negó a salir de su vivienda. Y se liaron a tiros, al final murieron todos y también la mujer del cabo. Ya ve, a veces no hay que hacer mucho caso a las mujeres.
—Yo, una vez, hice caso a una.
—¿Y qué tal le fue?
—Casi me matan.
Ha transcurrido casi una hora, lo único que he conseguido es transmitirle algo de seguridad a la señora María. Mi tía la ha invitado a cenar, pero se excusa. Quiere estar a solas con el dolor.
—Comandancia de Gijón, ¿dígame?
—Preguntaba por el subteniente Fierro.
—No se encuentra aquí en este momento, ¿desea que le deje algún recado?
—Si hace el favor, le dice que le ha llamado el inspector Ramalho da Costa, de la Policía de Vallecas. Y que, si le es posible, me llame.
Acompaño en la cocina a mi tía mientras prepara la cena. Son las once y media de la noche, no hay señales de mi tío ni del Coronel. Casi lo prefiero, así puedo hablar con tranquilidad con ella. Pero oímos cánticos en la calle y creo reconocer esas voces. Me asomo a la ventana. Los veo abrazados a ambos, dando algún tumbo que otro y torturando las canciones de Nuberu.
Antón encendió la mecha,
prendióla con picardía…
El sonido de mi móvil interrumpe la canción.
—¿Inspector Ramalho da Costa?
—Sí, dígame.
—Soy el subteniente Fierro, creo que dejó un recado para mí.
—Efectivamente. Le llamé por si era posible hablar con usted sobre sus investigaciones en el asesinato de Clara Llaneza.
—El inspector Castañeda ya me avisó de que posiblemente me llamaría usted —ese imbécil de Castañeda, ¿qué puso, un anuncio en los periódicos?
—¿Podría recibirme?
—Claro que sí. Pase mañana a primera hora a verme. Creo que le voy a dar una noticia que le va a agradar.