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Epílogo o prólogo
Deposito el estuche con la medalla ganada en Atlanta sobre la lona del cuadrilátero. Tantos años en la guantera de mi coche buscando el acantilado más recóndito para lanzarla al abismo y, al final, regresa al territorio del que surgió. Es mejor que luzca en el Calabozo. A mí no me pertenece, es de mi tía que me malcrió y de mi tío que me escuadró, alejándome de las calles para que estudiara y entrenara, o de los muchachos o garochos, como diría él, que se dejan el pellejo en estas doce cuerdas con la esperanza en un futuro mejor. El gimnasio está vacío, sólo las máquinas, sacos y grandes carteles de veladas famosas, pero el olor a sudor, rabia, angustia, sangre y linimento sigue impregnándolo todo.
Tal vez he sido demasiado injusto con mi tío durante todos estos años y él tuviera razón. Sólo con que sea capaz de apartar a un muchacho del camino de las drogas, el esfuerzo de una vida habrá merecido la pena. Aunque sea a base de enseñarles a golpear y recibir. «Sin esfuerzo no hay gloria», les seguirá gritando a todos sus pupilos. Pasado mañana regresarán, yo ya no estaré aquí para recibirles. «La vida es un combate; y el éxito, un buen gancho. Hay pocos caminos hacia la victoria, pero demasiados para besar la lona», a lo mejor es verdad y él siempre tuvo razón.
En la calle, el motor del coche está encendido y mi tía charla con el Coronel.
—Le he preparado unes casadielles y unos frixuelos, espero que le gusten.
—Seguro que sí, Manolita. No lo dude.
—Cuídeme al fíu. Ye buen nenu, aunque a veces sea un poco incontrolable.
—No se preocupe, yo le guiará por el buen camino —lo que me faltaba, el Coronel de tutor. Me acerco.
—Conduce usted —le digo—. Así se detiene cuando le venga en gana o se lo ordene su próstata. Yo quiero ir durmiendo —después de varios días, he tomado toda la medicación, supongo que dentro de un momento mi cabeza comenzará a embotarse.
—Cuídate y nun te olvides de les medicines —otra vez mi tía—. Toma, prepárete unos escalopines, la salsa va en un frascu aparte —escalopines, los odio, o se los regalo al Coronel o los arrojo por el Pajares abajo.
—Descuida, despídenos de tío Álvaro.
—Me encanta cuando tu tía utiliza ese castellano asturianizado, tiene hasta musiquilla.
—Usted, Coronel, sí que tiene musiquilla, pero en las neuronas.
De repente, algo llama la atención del Coronel. Me fijo bien y sé lo que es: el condecito está con su Porsche aparcado al otro extremo de la calle hablando con un grupo de gente. El Coronel se acerca a la calzada y hace señas a un vehículo de la Policía Local, que se detiene.
—Agentes, ¿cuánta distancia calculan que habrá desde aquí hasta aquel Porsche negro biplaza descapotable? —el agente que va al volante, hace un gesto de contrariedad ante la pregunta del Coronel, pero le responde.
—Unos ochenta metros —el Coronel despliega ante ellos la sentencia del juez Falcone por la que condena a Santiago Gomillas.
—Como pueden comprobar, el propietario del Porsche tiene una condena que le impide acercarse a mí a menos de quinientos metros. Yo creo que hay un quebrantamiento flagrante de la misma. ¿Qué opinan ustedes?
—¿Quién dice que firma la sentencia?
—El juez Falcone.
—¡Joder, el Falcone! Aquí A-8 para Omega, envíen refuerzos, hemos de proceder a la detención de un individuo por quebrantamiento de una condena del juez Falcone.
—¿Falcone? Ahora les envío todas las dotaciones disponibles.
El coche patrulla enciende los rotativos y se encamina a cerrarle el paso al Porsche negro biplaza descapotable.
—Condecito, si no te puede escuadrar una revolución, que lo haga la prisión. Huy, me ha quedado un pareado. Soy un fenómeno.
—Estoy de acuerdo con usted en lo de fenómeno.
El Coronel se introduce en el coche y lo arranca, mi tía nos dice adiós, correspondemos. Abato el asiento hacia atrás y me dispongo a dormir todo el trayecto. Vana ilusión, con el Coronel a mi lado.
—Cuando lleguemos a Vallecas, ¿qué piensas hacer?
—Fisioterapeuta y medicación, tengo que recuperarme cuanto antes. El departamento espera mi incorporación para localizar y detener a ese supuesto justiciero que se hace llamar Cero, y que está llenando Madrid de cadáveres.
—Estupendo, ya tenemos otra misión.
—¡De eso nada, Coronel! ¡No empiece a tocarme las narices de nuevo! Esa es una misión oficial y usted no pinta nada en ella.
—Ya veremos.
—Antes de que me duerma, ¿habló con su amigo el juez siciliano sobre las empresas de inversión piramidal, el Gran Duque y los sicarios del Este?
—Sí, ya le puse al corriente de todo.
—¿Qué le dijo?
—Que ya tomaba él cartas en el asunto, pero no se mostró muy optimista. Para explicármelo, me despidió con una cita de Balzac.
—¿Una cita de Balzac? ¿Qué cita?
—Me dijo: «La ley es como una tela de araña, las moscas grandes la atraviesan y sólo quedan atrapadas las chicas».
—La historia de siempre: un paso adelante y dos atrás.
La modorra de la medicación me está venciendo, pero el Coronel se encarga de que no pueda descansar.
—Santo Emiliano. Leí en el diario del bisabuelo de Manu que aquí prepararon una encerrona a los guerrilleros antifranquistas y los mataron a todos. Dicen que los llevaron hasta Sama para exhibirlos delante del mundo como escarmiento y…
—Por favor, Coronel, ¿no se puede estar ni un minuto callado?
—Bueno, descansa —y enciende la radio.
«El presunto asesino de la universitaria Clara Llaneza se ha ahorcado en los calabozos del juzgado. Hace menos de media hora, agentes de la Guardia Civil encontraron su cuerpo. Todo hace suponer que enrolló su cinturón a…».
—Tal vez ese sea el mejor final —medita el Coronel—, no habría soportado la prisión.
Permanezco en silencio, yo no sé cuál es el mejor final, tal vez el que nunca llega.
Descendemos la montaña en dirección a Mieres para enlazar con la autopista hacia Madrid. Todo ha terminado, hasta he sido capaz de reconciliarme con el pasado. Mieres. El Coronel detiene el vehículo en un semáforo. Miro hacia la derecha: la iglesia de San Juan.
—Coronel, espere un minuto.
Desciendo del coche y me dirijo a la iglesia. El silencio se masca en su interior entre las tinieblas que ensombrecen cualquier rayo de luz. Ya no está don Marcos escondido en la penumbra, no hay nadie, sólo quedan los muertos en el aire. La estatua de Judas Tadeo. Recojo una vela y con ella enciendo las ocho que siempre están apagadas. El santo se ilumina y resplandece en la oscuridad. Estoy completamente chifláu, y no necesito que me lo diga mi tía.
Regreso hacia el vehículo abandonando la iglesia. En el último escalón está sentado Caín. Le acaricio la cabeza. Veo al Coronel fuera del coche, con la puerta de atrás abierta.
—¿Qué tal, Da Costa? —¡qué carajo! ¿Qué hará aquí Castañeda?
—Hola, Castañeda.
—Supongo que regresarás a Vallecas, ahora que se resolvió lo de la muchacha —se encuentra apesadumbrado por algo.
—Sí, nos vamos ahora. Te veo triste, ¿qué te ocurre?
—Nada, que se me fastidió el ascenso. No sólo a mí, también al comisario. El homicidio de don Marcos dio al traste con las estadísticas, que se nos han disparado. Joder, el asesino podía haber esperado a primeros de año para que computara en las anuales del próximo —Castañeda y sus estadísticas.
—Cuánto lo siento, pero seguro que ya tendréis algún sospechoso.
—López dice que es obra de inmigrantes ilegales, que desde que entran por todos los lados sin papeles las estadísticas se disparan.
—López es un hombre sabio, debes hacerle caso. Adiós, Castañeda, me alegró mucho verte.
—Hasta luego, Da Costa. Yo también me alegro de haberte visto.
—Caín, Caín, vamos —grita el Coronel al perro—, que te adopto. Sube, que nos vamos a Vallecas.
El animal se acerca, contempla la puerta de atrás abierta. Se detiene. Lame la mano del Coronel en señal de agradecimiento y se aleja en dirección a la plaza de Requejo, como si no hubiese oído nada.
—Joder, con el perro. Es como esta tierra, no quiere amos.
—A lo mejor se aleja de usted porque no le seduce lo que le espera en Vallecas.
—Ramallito, no me digas que has ido a ponerle velas al santo —regresa de nuevo el cabrón con pintas rojas.
—A usted qué más le da, Coronel.
—Es verdad, no sé ni para qué lo pregunto, si tu salud mental me importa un pito. Oye, ¿qué fuiste a ponerle velas a san Gimnasio de Loyola?
—Váyase a la mierda.
Enlazamos por el carril hacia la autopista, pero hay atasco. No. No es un atasco, es un corte de tráfico en protesta por algo. Salgo del coche para ver mejor lo que está ocurriendo. Quinientos obreros vestidos de mahón, acompañados de sus mujeres y niños, cortan el acceso. Leo la pancarta: NO AL CIERRE. Entre el grupo, a la cabeza de la protesta, diviso a Beli. Muchos recuerdos y anécdotas compartidos se cruzan en mi cabeza, y ella sigue siendo la de siempre.
Permanecemos en silencio en el interior del vehículo esperando a que abran el tráfico. El Coronel extrae de su mochila una foto de Rosa y la coloca en el salpicadero, junto a la que yo puse de Clarita.
—Ay, Ramallito —dice, mirando la foto de Rosa—. Ya no quedan mujeres como las de antes.
Miro hacia los manifestantes, hacia Beli. Y en la pared de la fábrica del lateral de la carretera, una muchacha con gafas gruesas y pelo corto hace una pintada: NO AL DESMANTELAMIENTO DE LA CUENCA.
—¿Usted cree, Coronel? Yo no estaría tan seguro.
Abren el tráfico, iniciamos el viaje hacia Madrid. Tal vez tenga razón el Coronel y Faulkner se equivocaba cuando aseguró que «el pasado casi no es», porque el pasado es.
—Espero que me deje dormir hasta que lleguemos —advierto al Coronel.
—Oye, Ramallito, ¿cuánto tiempo llevamos fuera de Vallecas?
—Unos doce días, ¿por qué? —sonríe.
—El Flecha estará contento.
—No le comprendo.
—Es que hace doce días que nadie le mea en el felpudo. Otro caso resuelto.