31: Aunque te quiebre la vida…

31

Aunque te quiebre la vida…

Entro en el Miramar flanqueado por el Coronel y Fierro. Ángel Gallardo está sentado en la mesa de siempre y, al contemplar la estrella de cinco puntas que luce en la hombrera de Fierro, parece que se dispone a levantarse y entregarse voluntariamente. Hasta tengo la impresión de que extiende sus brazos para ofrecerlos a los grilletes, peto su desconcierto se incrementa cuando ve que sólo le saludamos y pasamos de largo hasta otra mesa.

—Hola, Manu —levanta la vista del libro que está leyendo y detiene el giro de la cucharilla en su menta poleo, mirando con sorpresa al subteniente.

—Hola, Trini.

—¿Qué estás leyendo?

—Estoy terminando Del sentimiento trágico de la vida.

—Tal vez quieras ir hasta tu casa a recoger más libros.

—¿Por qué dices eso?

—Porque en los calabozos del juzgado no hay biblioteca.

—Ah —dice, bajando la vista.

—Acompáñeme, por favor —le dice Fierro, sacando los grilletes del bolsillo del pantalón—. Queda detenido por…

—Espera un momento, Fierro —le coloco la mano encima de su brazo, aplazando un instante la detención.

—Manu, por favor, me gustaría que me explicases qué pasó aquella noche.

—Aquella noche… —su mirada se pierde por los ventanales.

—Siempre hacemos daño a los que amamos. Es así, ¿verdad, Manu?

—Yo la quería, Trini. Era la única que me hacía caso —coloca los codos encima de la mesa y en su mano permanece la pipa plateada, la que brilló aquella noche confundiéndose con el cañón de un revólver.

—Ya lo sé, Manu —pongo la mano en su hombro—. No quisiste hacerle daño, lo sé. Dime qué ocurrió.

—Nadie quiere estar conmigo, parece que todo el mundo me evita. Pero ella nunca fue así, no le importaba que la acompañara y le contase reflexiones o vivencias que ocupaban mi mente.

—Lo sé, Manu —coloco mi mano en su antebrazo y aprieto, quiero que se sienta seguro mientras habla—. Recuerda que os conozco desde que erais unos niños. Siempre os vi juntos.

—Aquella noche no podía dormir, estaba preocupado por el miedo y la soledad, eso torturaba mi mente. Deambulaba por las calles obsesionado por si la soledad provocaba el miedo o es el miedo el que nos lleva hasta ella —miro de reojo al Coronel, se pasea la mano por debajo de la boina, ha comenzado a sudar y a sufrir con las reflexiones de Manu.

—Prosigue.

—Fui a buscar a Clarita, quería hablar con ella, hacerla partícipe de mis pensamientos, ella siempre me escuchaba. Estuve esperándola a la puerta del pub, la vi salir a las tres y media y dirigirse hacia su antiguo novio, que la esperaba sentado en el capó de su coche. Les dejé, no me atreví a dirigirme a ellos. Discutieron. Después, cuando su antiguo novio se marchó, quise acercarme de nuevo, pero fue cuando el sacerdote la abordó. Ambos se fueron a tomar algo a la cafetería de enfrente. Yo deambulaba por la calle esperando a que terminaran de hablar. Parecía que nunca iban a acabar, por eso continúe andando, volvía a cuestionarme si era el mejor momento para hablar con ella. Y me marché de allí.

—¿Adónde fuiste?

—Yo sabía cuál era la ruta que ella seguía cuando salía de Gijón, de ahí que continuase caminando hacia El Molinón, en algún momento su vehículo pasaría por allí. Así ocurrió. Cuando la vi pasar le hice un gesto, me reconoció y detuvo el coche. Y subí —hasta aquí lo que ya conocemos por las declaraciones de los exmilitares.

—Subiste, de acuerdo. Después…

—Le fui contando todo el camino mis miedos de por la noche, ella me escuchaba e intentaba calmarme. Me decía que estuviese tranquilo, que nadie me evitaba, que eran suposiciones mías, que debía salir más y relacionarme con la gente. Hacia la mitad del camino vi el letrero que indicaba que habían inaugurado la Villa Romana de Veranes. En ese momento mi mente se clavó en la necesidad de ver los restos arqueológicos. Y Clara me dijo que me acercaba hasta allí, por eso desvió el vehículo de la carretera. Cuando llegamos estaba cerrado, y no abrían hasta las diez. Quise que me acompañara en la espera, pero me dijo que no podía, que tenía que ir hasta su casa. Le dije que era igual al resto, que me evitaba. Ella me decía que no, que reflexionase un poco, que no podía quedarse y dejar todo lo que tenía que hacer por acompañarme, que se encontraba cansada y necesitaba dormir. Le grité exigiéndole que se quedase. En ese momento se enfadó conmigo por haberle gritado. No debí hacerlo, no debí hacerlo, Trini.

—¿Qué pasó a continuación?

—Bajé del coche malhumorado, sin hablar. Y comencé a pasear sin rumbo. Ella descendió del vehículo e intentó calmarme, haciéndome ver que no podía acompañarme, que tenía que irse a dormir. Ahí fue cuando no supe qué me ocurrió. Comencé a gritarle de nuevo: «Eres igual que el resto, no quieres saber nada de mí». Se enfadó conmigo, Trini, y me gritó: «¡Vete a la porra! Me tienes harta, mañana ya hablaremos, cuando se te vayan los pájaros de la cabeza». Ahí fue cuando no sé lo que pasó por mi mente. Agarré una piedra solitaria —«piedra solitaria», parece que murmura el Coronel. Le miro fijamente, sabe lo que le quiero decir: no es momento para tomarle el pelo a Manu— y la golpeé en la cabeza, en la frente. No sé dónde le asesté el golpe. Sólo recuerdo que se desplomó.

—¿Y luego?

—Regresó el miedo. Estaba de nuevo aislado del mundo, en medio de un monte, con Clara en el suelo sangrando, muerta. No sé lo que pasó por mi mente. Tenía miedo del cielo, de la luna, de todo. Quería ocultar el cuerpo de Clara. Estaba muerta. Estaba muerta —es posible que sea sincero y la considerase muerta—. No sabía dónde esconderla y se me ocurrió el maletero del coche. La cargué en mis brazos, ahí fue cuando se le cayó el móvil y me puse más nervioso, y la deposité deprisa dentro del maletero, quería recoger el teléfono. No sabía qué hacer con él y lo arrojé dentro con el cuerpo.

—Un momento —interrumpe Fierro. No me gusta su intervención, puede hacer que Manu se cierre en sí mismo, pero me aparta y me lo dice al oído—. El vehículo apareció incendiado con el cuerpo dentro. Según el informe de los bomberos, el coche había sido rociado con gasolina. Eso indica una premeditación, si es que llevaba en su poder la gasolina.

—Manu —me dirijo de nuevo a él, y le coloco la mano encima de su antebrazo, para que retorne la seguridad y continúe hablando—, ya sabes que yo te creo. Siempre te he creído y estoy contigo. Debes explicarme lo del incendio. ¿De dónde sacaste la gasolina?

—La gasolina… —parece que su mente se ha detenido— estaba en el maletero. Clara siempre llevaba una lata de cinco litros, decía que había que ser precavido cuando se estaba en la carretera. La cogí y rocié el coche antes de prenderle fuego, quería ocultarlo todo. Y mientras ardía me quedé allí mirando. Oí los golpes de Clara en el maletero. No había muerto. No había muerto —el escalofrío que se apodera de todos nosotros parece que también llega hasta él, comienza a temblar—. Pero no pude rescatarla. Tenía el móvil, Trini. Yo se lo había dejado, podía haber llamado al 112 para que la salvaran —«podía haber llamado», vuelve a murmurar el Coronel, «no, si ahora la culpa será de la chica». Mi mirada le obliga a cerrar la boca de nuevo.

—No pudo, Manu. Ahora debes acompañar al subteniente Fierro.

—Lo que tú me digas, Trini —extiende sus manos y Fierro va a colocarle los grilletes.

—Fierro, espera a que estéis en la calle, te lo ruego.

—De acuerdo.

—¿Vendrás a verme?

—Claro que iré a verte, Manu.

Fierro le agarra por el brazo y le acompaña hasta la calle, veo cómo los dos guardias que están en la acera abren la puerta del furgón policial. Fierro le coloca la mano en la cabeza a Manu, indicándole que entre en la parte trasera del vehículo. Uno de los guardias engrilleta las muñecas del muchacho dentro del furgón. Y se alejan.

—Vaya historia, Ramallito. Aún tengo la carne de gallina. ¿Qué pasará ahora con él?

—Supongo que lo encerrarán en un centro penitenciario para desequilibrados. Cambiemos de conversación, Coronel, que este asunto me desagrada en exceso.

Nos acercamos hasta la mesa de Gallardo, que ha estado contemplando todo con desconcierto.

—Así que ese muchacho es el asesino de la universitaria, quién lo iba a decir. ¿Qué piensan hacer conmigo? ¿Debo entregarme o me van a detener?

—No sé a qué se refiere. Y tú, Ramallito, ¿sabes de qué habla?

—No, Coronel, no tengo ni idea.

—¿Quieren decir que no han dicho nada a la Policía y que no piensan hacerlo?

—No podemos hablar de lo que desconocemos.

—No les entiendo, pero tarde o temprano la Policía dará conmigo.

—Por lo que yo sé —añado—, el caso será competencia del comisario López, y le aseguro que ese sólo es capaz de localizar si tiene alguna cucaracha en su despacho.

—Y su ayudante, Castañeda —añade el Coronel—, tal vez, algún día enumere todos los pelos del culo que tiene su jefe.

—Me desconcierta lo que me dicen.

—Ángel, ¿no echa en falta la lu de Cai? —le pregunta el Coronel.

—Apenas la disfruté, ya saben que vine muy joven a este cielo oscuro y gris.

—Váyase para Cádiz, tómese una caracolá a nuestra salud y olvide todo.

—Pero me gustaría que el mundo conociera lo que ocurrió.

—¿Está seguro de que el mundo quiere conocerlo?

—No lo sé, Coronel, pero yo debo contarlo.

—Pues escríbalo desde Tarifa, en los atardeceres interminables de esa tierra, bajo los rayos de luz que atraviesan las palmeras. Y cuando lo termine, remítalo desde Tánger.

—Si lo escribo, a ustedes tengo que nombrarles. ¿Cómo debo hacerlo?

—Diga, simplemente, unos paisanos que conocí en el Miramar.