30: El espectro de San Juan

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El espectro de San Juan

Iglesia de San Juan, la catedral de Mieres, la llaman. Pequeña pero majestuosa. Dos arbolitos flanquean las escaleras de acceso, la puerta de entrada es un rectángulo que desconozco de qué época arquitectónica es, tampoco me preocupa, pues a lo mejor es coetánea de la pintura rosa de la fachada. Subo los seis escalones y mi sombra la pisan los pies del Coronel y de Ángel Gallardo, que he conseguido que abandonase el Miramar con la promesa de entregarle un obsequio. «Me da urticaria pisar una iglesia, pero esto no me lo pierdo», alegó el Coronel cuando le invité a acompañarme.

La puerta cruje, su sonido metálico se amplifica por el eco provocado en el vacío interior. Nadie dentro, excepto la penumbra. El retablo al fondo, toda su imaginería y elementos decorativos sólo se distinguen por los relieves provocados por las sombras. Si don Marcos está en el interior nos habrá oído entrar, no necesitará vernos. Cuánta razón tenía cuando me dijo que esta iglesia encerraba el secreto de dos homicidios. «Pertenezco a una iglesia que ha asesinado mártires», las palabras de Alfonso Comín bombardean mi cabeza sin saber el porqué.

Para mi sorpresa la pequeña estatua de Judas Tadeo es lo único iluminado, ninguna de sus velas necesita ser encendida, y el rostro del santo se ilumina aún más cuando lo contemplo. Sospecho que don Marcos estará en el interior del confesionario. Me acerco. Distingo su silueta, pero no su movimiento. Tomo asiento en la butaca de los pecadores y hablo mirando hacia el retablo y al Cristo del fondo.

—Hola, don Marcos.

—Hola, Trini. Siento que vas acompañado.

—Son dos amigos que ahora le presentaré.

—¿A qué han venido, ángel del averno? —al pronunciar estas palabras, el Coronel lleva su índice a la sien y lo gira, no hace falta que hable, le he entendido. No respondo a don Marcos y sigo hablando.

—Le voy a ir presentando. El de la boina —con la oscuridad y su ceguera no distinguirá a nadie, excepto las voces— es el Coronel, un amigo de Vallecas que me ha acompañado.

—Encantado, don Marcos.

—Tu voz, hijo mío —dice, dirigiendo su rostro al lugar donde sospecha que está situado el Coronel—, suena dura e irónica, ¿utilizas la ironía para olvidar el drama?

—El drama nunca se puede olvidar y mi ironía es un arma, no un dulcificante de la verdad.

—Siento tu cinismo llegar hasta mí.

—La otra persona que me acompaña es un ángel.

—Ah, otro ángel. Cuando he hablado hoy con Dios, Él me lo dijo: Marcos, hoy irán a verte dos ángeles, uno conoce el infierno y el otro ha vivido en él.

—Creo que ustedes ya se conocían, aunque no supieran de su existencia.

—Los ángeles siempre están ahí, aunque no los distingamos entre las sombras.

—Este ángel que me acompaña responde al nombre de Ángel Gallardo.

Silencio.

Sólo se oye el estruendo del aleteo de un pequeño pájaro que se estrella contra uno de los ventanales de la iglesia. Prosigue el silencio.

Nadie habla, apenas se escucha la respiración de alguno de nosotros cuatro. El Coronel saca un pitillo y golpea la piedra de su mechero de guerra.

—No se fuma en la casa del Señor —grita don Marcos fuera de sí.

—Lo siento, don Marcos, soy ateo —dice el Coronel inhalando el humo y expulsándolo con fuerza hacia el confesionario—. Para mí, su Dios es la oposición al ser humano. Es más, es un fallo creativo del hombre.

—¡Trini —grita de nuevo don Marcos—, aleja de mí a Satán! —le hago un gesto al Coronel con la cabeza, indicándole que abandone la iglesia. Curiosamente me obedece.

—Ya estamos solos, don Marcos. Y sabe perfectamente a qué hemos venido.

—Trini, me gustaría confesarme.

—Comience, usted sabe que un ángel del Señor también puede recibir en confesión a un pecador —y comienza a hablar.

«Los cuarteles de la Guardia Civil y los de Asalto habían caído en las cuencas mineras, era el momento de la toma de Oviedo. ¡Que Dios me perdone! —exclama de repente, santiguándose—. El tren blindado nos esperaba en la estación de Mieres. Todo eran cánticos revolucionarios y blasfemos, yo era un pecador más, de apenas dieciocho años. Subimos llenos de odio y rabia, de fusiles y dinamita. Pero no había tristeza, éramos tan irreverentes que queríamos conquistar los cielos y crear el paraíso en la tierra, y eso sólo es patrimonio de Dios. El Reino de Dios no es de aquí. Y sólo vendrá con el fin de los tiempos.

»Cuando subí al tren, allí vi a Rosa. Estaba sentada en uno de los asientos de madera, con un fusil entre las manos. Su pelo revoloteaba y jugaba con el viento que penetraba por las ventanas. Era la Virgen de la Revolución. Quedé hipnotizado con su estampa, con su porte, con su talle, con su belleza. Me enamoré inmediatamente de ella —miro de reojo hacia Gallardo, sólo distingo sus nervudas manos cerrarse agarrando con rabia la tela de su pantalón—. Y tomé asiento a su lado.

»Su belleza no pasó desapercibida para nadie. En los otros dos asientos libres se fueron sentando más milicianos que pretendían cortejar con ella. Pero de repente se acercó una militante de la CNT y expulsó a uno de ellos para tomar asiento junto a Rosa, convirtiéndose en una especie de guardiana —supongo que se referirá a la señora Gloria—. Durante el viaje entablé amistad con Rosa y con la miliciana anarcosindicalista. Y el tren llegó a Oviedo.

»Nada más llegar se produjeron los primeros enfrentamientos con fuerzas de la Guardia Civil, pero no pudieron hacer nada. Los cartuchos de dinamita, lanzados por mineros expertos, les hicieron retroceder. En aquel primer combate cayeron varios guardias y uno de nuestros acompañantes. Rosa aprovechó para deshacerse del vestido y enfundarse la ropa del miliciano fallecido. Yo protegía de miradas ajenas el portal de la calle Uría en el que se cambió de ropa. Pero ella no pudo protegerse de mi mirada. Si antes me había enamorado, en ese momento me embrujó. La tentación de Satán hecha carne —veo entre la penumbra el rostro de Gallardo, está apretando sus mandíbulas con rabia.

»Los combates con el Ejército en San Esteban de las Cruces, el asalto a la fábrica de armas de La Vega, la toma de la Universidad, la eliminación de los últimos focos de resistentes, todo eso hizo que acompañara a Rosa durante las veinticuatro horas del día. Cada minuto que transcurría con ella, mi tortura se incrementaba, quería poseerla, tenerla entre mis brazos, abrazarla, besarla, amarla, quererla hasta la eternidad. Hacíamos la Revolución, pero ella revolucionó mi alma. “La medida del amor es amar sin medida”, dijo San Agustín. El ejército estaba a las puertas de Oviedo, las tropas del general López Ochoa estaban a punto de entrar. Había que preparar la evacuación si nos derrotaban. En ese caso se necesitaba dinero. Y llegó el asalto al Banco de España.

»La resistencia que encontramos fue mínima. Los soldados, después de unos disparos infructuosos, depusieron sus armas ante el avance de la dinamita. Aún tengo la imagen de ella, con un cigarro en los labios encendiendo un cartucho y arrojándolo contra los muros de hormigón. Nunca había manejado la dinamita, pero se convirtió en mejor artificiero que cualquiera de nosotros.

»El dinero se repartió entre militantes con nombres y apellidos, ni una peseta era para nadie, pero sí para todos. El destino del dinero estaba claro: preparar y sufragar la huida si fuera necesaria. Don Carlos entregó dos millones a Cachón y repartió seiscientas mil pesetas entre Rosa, la anarcosindicalista y yo. A mí se me ordenó llevar cien mil pesetas a Sotrondio. Nuestra escuadra se dispersó en un momento determinado, por discusiones entre nosotros. Yo quería estar con Rosa, pero habíamos decidido separarnos, por eso me marché en el primer vehículo que pasó rumbo al Nalón. Llegué a Sotrondio en una hora y entregué el dinero. Y solicité al Comité que me dejasen un vehículo para ir a buscar a los demás, pero yo sólo quería encontrar a Rosa. Llegué hasta donde nos habíamos dispersado y ya no quedaba nadie, tuve que retornar a Sotrondio. Pero en el camino de regreso localicé a Rosa. Subió conmigo en el coche, ella no sabía caminar por los senderos de los montes. Y me perdí. En un momento nos vimos rodeados por fuerzas del ejército. Tuvimos que abandonar el vehículo. Escapamos de las tropas por los montes y senderos. Nos ocultábamos de día entre la maleza y corríamos de noche. Nos perdimos, el cerco del ejército nos impedía seguir el camino recto a Sotrondio. Y llegamos al Valle Negro.

»Aquella noche teníamos que guarecernos, las tropas del general Balmes también habían entrado por el puerto de Tarna. Nuestra ropa estaba sucia, sudorosa, rasgada. El silencio dominaba la vaguada del río Negro. Rosa decidió bañarse aprovechando la oscuridad y los matorrales que cubrían una parte del agua. Y la volví a ver desnuda. Y solos en la vaguada, sin testigos, sólo Dios presente, le declaré mi amor. No olvidaré su rostro de estupefacción, no se creía lo que estaba oyendo de su compañero de lucha revolucionaria. Me dijo que su corazón pertenecía a Gallardo y que en su vientre llevaba un hijo suyo —no sólo la mandíbula de Gallardo está tensa y su garra sujeta la pernera del pantalón con fuerza, también sus ojos se humedecen y pierde el control sobre sus lágrimas—. Y la locura y Satán se apoderaron de mí. Me arrojé sobre ella antes de que terminase de vestirse, quería amarla, que me amase. Mientras la poseía la sujetaba por el cuello para que se estuviese quieta, para que no ofreciera resistencia. Y su cuello se quebró como una rama delgada y seca. No sabía qué hacer, me quedé sentado horas y horas frente a su cuerpo inmóvil y desnudo, lloraba, quise pegarme un tiro. Nuestra vida es tan mísera que sólo hacemos daño a los que amamos —“hacemos daño a los que amamos”, se repite esa frase en mi cabeza y no sé el porqué—. Fue ahí cuando escuché la voz del que creí era el Señor, pero ahora sé que era el diablo, que me dijo que la enterrara y huyese con el dinero.

»Pude ocultar el dinero antes de que me detuvieran, casi en lo alto del puerto de Tarna, Me encerraron, pero nunca supieron que yo conocía el paradero de las trescientas mil pesetas. Seguían buscando a Rosa por los montes. Me encargué de correr la voz de que había huido a Francia con el dinero. Nadie volvió a preguntar por ella. Yo ingresé de sacerdote, aquella voz que oí ante su cadáver me persuadió de que debía dedicar mi vida a la Iglesia. Y un día, estando de novicio, la voz de nuestro Señor me volvió a requerir: “Marcos, desentierra el dinero y se lo entregas a la familia de Rosa”, me dijo. Lo desenterré y lo deposité en la casa de su madre ante su hermana, que deliraba de fiebre —el hombre de blanco que vio Encarnita—, con una nota manuscrita con el nombre de Rosa para que creyeran que seguía viva. Y luego vino la guerra civil. Y la posguerra. Y me mantuve firme en la defensa de la doctrina.

»Un día, en el 45, se me llamó para tomar confesión a doce guerrilleros republicanos que iban a ser fusilados sobre una loma de la vaguada del río Negro. El teniente de la Guardia Civil y tres falangistas esperaban a que un sargento de nombre Ángel Gallardo subiera con los doce y el pelotón de ejecución. Cuando escuché el nombre del sargento, Rosa llegó de nuevo a mi mente. Y fui yo quien recomendó al teniente dónde tenían que cavar la fosa antes de que llegasen con los doce. El teniente me obedeció. Cuando el sargento se personó con los prisioneros, la fosa estaba cavada encima del cuerpo de Rosa. Gallardo se negó a la ejecución y el teniente le colocó la pistola en la cabeza ordenándole que mandara el pelotón de fusilamiento. Y ahora el cielo ha querido que saliera todo a la luz.

»Esa es la historia que me ha aprisionado durante toda mi vida. Sólo mantengo la esperanza en la misericordia infinita de nuestro Señor, cuando las cosas últimas lleguen: la muerte, el juicio, el cielo o el infierno. ¿Qué me ocurrirá al final del tiempo, Trini? ¿Qué ocurrirá?».

—No tengo la respuesta, don Marcos. Tal vez nadie la tenga.

Me levanto y me alejo del confesionario, dejando a don Marcos en su interior y a Ángel Gallardo sentado enfrente. Cuando llego a la puerta y la abro, un minúsculo haz de luz ilumina los últimos bancos, veo a Gallardo extraer de su abrigo lo que parece una bayoneta herrumbrosa. No me interesa lo que ocurra a partir de ahora, cada uno fragua su propio destino en las condiciones que le son dadas. Y ellos, y el destino y sus condiciones se han escrito con sangre.

—¿Qué tal ahí dentro? —es el Coronel, con su pitillo en la comisura de los labios, el que me pregunta desde el último peldaño de la escalera de acceso a la iglesia acariciando la cabeza de Caín.

—Mejor que se arreglen entre ellos.

—A partir de hoy voy a corregir a Faulkner.

—¿A William Faulkner?

—Al mismo. Faulkner dijo: «El pasado casi no es». Y yo digo: el pasado es.

—Palabra del Coronel, te alabamos señor.

—¿Puedo ir a ver a Encarnita y a Gloria para contarles lo ocurrido?

—Si son capaces de mantener el secreto…

—Ellas ocultan mejor los secretos que las tumbas. Además, nunca te fíes de una mujer que no sepa guardar tus secretos.

—¡Hombre, Da Costa! Otra vez por Mieres —el baboso de Castañeda, ¿qué hará por aquí?

—Hola, Castañeda, ¿qué tal va todo?

—Estupendamente, Da Costa. El comisario López está encantado. Posiblemente lo asciendan a jefe provincial y me lleve con él de secretario —de lameculos, querrás decir.

—¿Cómo ha sido eso?

—Las estadísticas, ha conseguido los mejores resultados de todos los tiempos. El índice de delitos en el municipio ha descendido mucho gracias a su gestión y mi ayuda —seguro que fue más por tu ayuda, Castañeda.

—Enhorabuena, me alegro mucho por ti. ¿Dónde ibas ahora?

—Pues a la iglesia a darle gracias al Señor por ese ascenso que me van a conceder —ahí no puedes entrar, Castañeda, la historia está resolviendo sus pequeñas tragedias y no te necesita para nada.

—Déjelo para luego, el Señor siempre está ahí esperando su llegada —interviene el Coronel—. Lo mejor será ir a la plaza de Requejo a celebrarlo —se ha oído un pequeño grito desde el interior de la iglesia.

—¿No habéis oído como un gemido? —pregunta Castañeda.

—¿Usted ha escuchado algo, Coronel?

—No, sería el perro que suspiró porque no le prestamos cuidados —pasa el brazo por encima del hombro de Castañeda—. ¡Hala!, Castañeda, vamos a celebrar ese ascenso como se merece.

Y los tres nos encaminamos hacia la plaza, escoltados por el golden. Nuestra misión en estos momentos es emborrachar a Castañeda para que se vaya a casa a dormir y no aparezca por la iglesia hasta que todo termine.

Al cabo de dos horas lo hemos logrado y nuestro amigo tiene que abandonarnos describiendo eses sobre el adoquinado. Logrado el objetivo, el Coronel está deseoso de narrar a Encarnita y a Gloria lo sucedido. Pero sospecho que no sólo irá a hablar con ellas, también se entretendrá bebiendo unas cuantas botellas de sidra. En fin, ya es mayorcito para saber cuándo debe parar.

Camino de Ciaño, mi mente se evade por el sotobosque de las hayas cuando voy ascendiendo despacio por Santo Emiliano. El coche parece chatarra, debo dejarlo unos días en un chapista para que me lo repare. Cuatro vacas tumbadas en la hierba ajenas a las miserias humanas menean su cabeza cuando oyen el ruido del motor.

Llego a casa, mi tía no me ha oído. Sigue en la cocina preparando no sé qué, alguna receta nueva que le entregó alguien, y con la radio encendida escuchando las noticias locales. Me acerco por atrás y le doy un beso en la mejilla.

—Ay, fíu, eres tú. ¡Qué susto me has dado! ¿No viene contigo el señor Coronel?

—Llegará más tarde. Ha ido a ver a Encarnita y a Gloria para hablar con ellas.

—Y supongo que también a empinar el codo.

—Supones bien. ¿Qué sabes de tío Álvaro?

—Me llamó hace un rato, parece que dos de los guajes —garochos, que diría él— han pasado a la final. Se tiene que quedar unos días más allí. ¿Quieres comer algo?

—No te preocupes por mí, voy a repasar los documentos del expediente del asesinato de Clarita, a ver si soy capaz de salir del callejón sin salida en el que me encuentro.

—Vete, vete, eso ye más importante.

Recojo la carpeta y me tumbo en el sofá a repasar de nuevo hoja por hoja todo el expediente del homicidio. Lo he leído miles de veces, está claro que estoy pasando algo por alto, seguro. Miro el reloj, llevo dos horas y sigo en el mismo callejón sin salida. De improviso, mi tía me interrumpe.

—Fíu, escucha lo que están dando por la radio —ha entrado desencajada en el salón con la radio en la mano.

«Hace menos de diez minutos han encontrado el cuerpo sin vida del párroco de la iglesia de San Juan, en Mieres. Fuentes policiales nos han informado de que persona o personas desconocidas entraron en la iglesia y asesinaron a don Marcos clavándole una bayoneta que penetró en su abdomen llegando hasta el corazón. La nota curiosa es que la fecha de fabricación del arma era el año 1934».

—Estamos todos locos, fíu. Hace unos días matan a Clarita, ahora a don Marcos, no sé adónde vamos a llegar —se sienta a mi lado en el sofá, le paso la mano por encima del hombro, gimotea.

—No llores, al fin y al cabo don Marcos ya era muy mayor y seguro que no sufrió.

—¿Qué estás revisando ahora? —me pregunta, secándose las lágrimas con el extremo del delantal e intentando cambiar de conversación.

—Miraba por enésima vez los movimientos de la cuenta corriente y las llamadas que podía haber efectuado Clarita con su móvil.

—Ah, ¿Clarita ya tenía móvil? —ni que para poseer un móvil se necesitase tener cuarenta años.

—Por supuesto que tenía móvil, y lo llevaba cuando la asesinaron —¡quieto, Ramalho! ¿Quién te dijo a ti que llevaba móvil cuando la asesinaron?

—No lo sabía, como su madre no me dijo nada y los periódicos no ponían nada de eso.

—Espera un momento —me incorporo de repente, retirándole la mano del hombro—. ¿Ni los periódicos ni su madre sabían que llevaba móvil?

—Ay, fíu, dasme miedo. Míralo tú mismu —y recoge un taco de recortes de periódico de la balda de la mesa del salón y me los entrega—. Comienzo a repasar las noticias del homicidio de Clarita, una por una. Es cierto, en ningún lugar se dice que llevara móvil.

—Fierro —hago una llamada al subteniente—, aclárame una cuestión: ¿Clara llevaba móvil?

—Se encontró calcinado en el interior del maletero, pero no en poder de la muchacha. Es como si el teléfono ya hubiese estado allí. Los de la científica aseguran que presentaba un golpe previo que lo hacía inservible, como si se hubiese caído y roto —los doce minutos comienzan a desvelarse.

—¿En algún momento se dijo a alguien que Clara Llaneza llevaba móvil?

—No, recuerda que, tal y como quedó todo, era improbable asegurar lo que allí había. ¿Por qué lo preguntas?

—Te llamo ahora confirmándotelo, pero creo que sé quién la asesinó.

Mi tía se ha quedado mirando mi gesto de desconcierto, cuando no de estupefacción. «Siempre hacemos daño a los que amamos», dijo don Marcos y sin saber por qué se me quedó grabado en el cerebro. Ahora sé el porqué.

Todo estaba delante de mí desde el principio, incluso intentaba decírmelo. Y no era un revólver de cañón niquelado lo que divisaron los sicarios del Este.