3
El valle Negro
«La quemaron viva», las palabras de Castañeda me persiguen después de cortar la comunicación con él y se incrustan a martillazos en mi cerebro, «la quemaron viva». Muerdo el labio, sangra. Aprieto los puños y quiero golpear el muro de piedra sobre el que apoyo mi frente.
«La investigación la lleva el subteniente Fierro, de la Guardia Civil. Lo que te he dicho es lo poco que sé», me dijo Castañeda cuando sintió mi ira y mis prisas por acudir a la comisaría a que me entregara todo lo que tuviese. «Espera a las ocho, Da Costa, creo que a esa hora el forense se ha comprometido a entregar el informe completo», quiso tranquilizarme, pero sólo consiguió que mi ansiedad se incrementase.
Es la una y media, aún he de esperar seis horas y pico. La una y media, hace seis horas que salí de Madrid, ¡seis horas para recorrer cuatrocientos kilómetros! Nunca he ido tan despacio. ¡Claro!, fueron cinco paradas de próstata del Coronel las que se unieron a mi fatiga. Noto que me mareo, debe de ser la altitud, la hipoxia de las cumbres, o el hambre, no he alimentado mi estómago desde ayer, o la medicación, o la falta de sueño, o todo junto, o todo separado, o todo revuelto. O, a lo mejor, es la hipoglucemia: «Debe cuidar su nivel de azúcar, coma un pastelito de vez en cuando», me dijo el simpático del galeno cuando interpretó mis análisis de sangre.
Me apoyo en el pretil lateral del parador, miro al fondo. Una nube me oculta el valle, no sé si estoy en la tierra o en el cielo, intuyo todo desde arriba. La niebla se desplaza, deja ver el precipicio, las laderas de la montaña cubiertas de un bosque denso atravesado por un río del que sólo diviso su dibujo. Mi mirada se pierde en el abismo, lo estoy mirando de frente y no me devuelve la mirada, es más, siento cómo se aleja de mí.
—¿Problemas, Ramallito? —lo dice apartando su mirada de mis ojos, es el maestro del disimulo, no quiere que me percate de que me ha visto llorar.
—Algunos.
—¿Quieres un cigarro?
—Creo que se lo voy a aceptar.
Me entrega un Camel sin filtro y acerca su mechero, da un toque maestro a la piedra y la punta del medio metro de mecha enrollada prende. Aspiro con fuerza, dejando que el humo invada mis pulmones. Los dos estamos apoyados en el pretil de piedra mirando como imbéciles la niebla sin decir nada. Observo con detenimiento al Coronel, se ha colocado un abrigo negro raído para protegerse de la humedad, parece un personaje de Gorki: barba de varios días, cigarro en los labios, boina calada, exhalando aliento y humo que se solidifican en el aire, sus ojos épicos se cierran para ver más y mejor.
Una gota diminuta cae sobre el papel del cigarro y se extiende sobre él, arrugándolo. Mis ojos se humedecen, no es del agua de la fina lluvia ni de la niebla, es del dolor que me produce el recuerdo de aquella niña que ahora está muerta, asesinada, ¡quemada! ¿Qué pudo hacer una inocente criatura para morir de esa manera?
—¿Sabes, Ramallito? A los que son como tú los conozco muy bien.
—¡Usted qué sabrá, Coronel!
—Lo sé, porque yo también fui así: mandíbula de hierro y corazón frágil. Y, sin embargo, ahora ya nadie me puede romper el corazón, pero la mandíbula se me desencaja todas las mañanas.
La niebla se desplaza hacia la derecha, se instala en la carretera, un país inaccesible se presenta ante nuestros ojos: orografía fotocopiada del averno, desfiladeros inacabables regados por torrentes vigorosos, barrancos estrechos y separados por montañas que atraviesan las nubes convirtiéndolas en su tutú. «Mil trescientos metros», leo en el cartel que indica «Puerto Pajares», una altitud ridícula comparada con lo que nos rodea. El cigarro se ha terminado, el Coronel estampa la colilla contra una piedra del murete y la arroja hacia el mundo, cae despacio revoloteando entre las ráfagas de viento que rebotan en las laderas formando remolinos.
—Este petril es estupendo para apagar los cigarros.
—Se dice pretil, Coronel.
—Es petril.
—Pretil.
—Es petril, porque viene de la voz latina…
—Déjese de latinajos conmigo.
—¿No has oído hablar nunca de la metátesis de la erre?
—Váyase al carajo.
—¿Cuál es el plan, Ramallito?
—Hasta las ocho no tengo ninguno.
—Podías acercarte a saludar a tu familia.
—Pueden esperar.
—¿Cuánto hace que no les ves?
—No sé, tal vez una década.
—¿Y no corres a verles? —menea la cabeza de derecha a izquierda y frunce el ceño—. A ti te ocurrió algo con ellos, no me engañas. ¿Qué fue, Ramallito?
—Y a usted qué le importa, no tengo ganas de hablar de ello.
—No sé cómo lo ves tú, pero a mí no me apetece estar chupando niebla hasta las ocho. El reuma, ya sabes. Te propongo un plan: si me acercas al Valle Negro, te invito a comer.
—¿Qué quiere ver, la fosa común?
—Sí. El escenario del crimen.
—No sea chorra, Coronel. Allí no va a resolver nada.
—Quiero hacer una inspección ocular del escenario del asesinato, ¿lo llamáis así, verdad, Ramallito?
—Coronel, no me toque las narices. La próxima vez que me llame Ramallito, lo tiro por el desfiladero.
—Joder, tú necesitas que te echen un buen polvo, estás de un inaguantable que… —y se aleja hacia el coche con otro pitillo en la boca.
El cigarro, con el estómago vacío, me está produciendo náuseas. No he debido aceptárselo. Me dirijo al coche en el que ya se ha introducido el Coronel.
Bep, bep. Bep. ¿Qué pasa ahora? Ah, es la alarma de mi reloj que me indica que he de inyectarme la heparina, es la hora de la puñetera inyección. Me acomodo en el asiento del conductor, abro la guantera y extraigo la caja de jeringuillas preparadas. Clavo una sobre mi cuádriceps, atravesando el pantalón, no tengo ningún deseo de inyectármela en el glúteo. Al fin y al cabo, dicen que es subcutánea. Cuando el Coronel ve la aguja clavada y los mililitros descendiendo hacia mi muslo, se estremece y escupe tabaco por la ventanilla.
—Joder, Ramallito, hay otras maneras de demostrar al mundo que vas de duro.
Arranco y emprendo el camino hacia el Valle Negro. Comenzamos el descenso del puerto, el coche se sumerge en la niebla, parece la inmersión del Nautilius en las aguas profundas de cualquier océano, o de cualquier drama.
—Allá vamos. El hombre común lanzado al centro del Apocalipsis —las chorradas del Coronel.
Enciendo las luces y conecto los limpia. El parabrisas se llena de chispas de agua, de esta niebla densa y meona. He de ir con cuidado. El Coronel enciende la radio.
«Se ha fallado el premio de poesía Juan Ramón Jiménez, dicho galardón ha recaído en el poeta asturiano don Francisco Javier…».
—¡La madre que me parió!
—¿Qué le ocurre, Coronel?
—¿No has oído? El premio se lo ha llevado un asturiano, nuestro vecino el Poeta no ha ganado nada. Ya me ha vuelto a timar, en cuanto lo pille lo…
—Yo también le dejé dinero.
—¡Hostias! ¡Una vaca!
—Calma, Coronel. Le damos una ráfaga con las luces y se apartará.
La vaca perdida en la niebla se guía por su olfato y abandona la carretera casi a ciegas en dirección a la hierba y el trébol de la braña.
—¿Qué hace una vaca en medio del puerto?
—Las dejan pastando en sus laderas y, a veces, se sueltan y llegan a la carretera.
—¡La hostia! Ahora comprendo por qué me gusta vivir en Madrid.
Tengo el estómago revuelto, me mareo, no debí fumar el cigarro con el estómago vacío. Parece que se me cierran los ojos.
—¡Cuidado! —grita el Coronel.
Estoy atontado, no puedo seguir conduciendo, el coche se me iba al otro carril. Demasiada presión, demasiado de todo. Aparco el vehículo en el minúsculo arcén, en una curva amplia.
—No puedo continuar, Coronel, me mareo. Debo descansar.
—Déjame a mí, llevo yo el coche.
—¿Sabe usted conducir?
—La duda me ofende, ¿quién conducía el Guadalajara cuando entró La Nueve en París? —no tengo deseos de volver a escuchar lo de la liberación de París por La Nueve de Leclerc, con el Coronel al mando de un blindado.
—De acuerdo, conduzca usted.
Cambiamos de asiento e inclino el mío hasta que hace tope con los traseros, he de dormir un poco o por lo menos cerrar los ojos un rato. Tengo el estómago revuelto y veo estrellitas que revolotean en el interior del coche, demasiada tensión, demasiado dolor, demasiado de todo.
Runnnn, runnnn… ¿Qué pasa ahora? ¡La Virgen!, el Coronel desciende el puerto en primera, va a seis mil revoluciones, es capaz de quemar el motor.
—Joder, meta la segunda. Se va cargar el motor, Coronel.
—Meta la segunda, meta la segunda, mira que estás tiquismiquis.
Cierro los ojos, espero poder descansar un poco, si el Coronel me lo permite. Pero la paz es algo efímero con él, un periodo que apenas rebasa los veinte minutos.
—Campomanes. Hasta aquí empujaron los mineros a las fuerzas del general Bosch y… —está comprobado que no podré descansar, algo tiene que decir de cada pueblo por el que pasamos—. Tatatatatatata, las ametralladoras por ahí. Pumba, pumba, pumba, la dinamita por allá. Y Bosch cayó en la trampa, aquí quedó rodeado por los mineros. Uf, menos mal que le vino a rescatar el general Balmes.
Intento no prestarle atención, debo cerrar los ojos y que mi mente se evada por cualquier recoveco. Tal vez he de recordar a Clarita, pensar en su homicidio, descansar para encontrarme fresco cuando Castañeda me presente las averiguaciones y poder hacer frente a la investigación.
—¡Hala!, la carretera hacia Pola de Lena, dicen que por aquí había un gran pasillo que sólo ocupaban las balas y las cunetas se llenaban de cadáveres de soldados y de mineros.
—Cuando vea la indicación a la derecha que ponga «Moreda», «Ujo», usted gire, es por ahí.
—Ok, Ramallito.
Intento conciliar el sueño o por lo menos descansar un rato. Noto que el cansancio me vence, espero que el Coronel no me moleste con sus monsergas.
Despierto. El silencio es el culpable. Nadie en el coche. Miro el reloj. Indica las 15:30. Por lo menos he conseguido descansar casi dos horas. Contemplo el exterior, una carretera de alta montaña, ¡qué extraño, esto no es el Valle Negro! Salgo del coche, ahí está el Coronel, sentado en la cuneta con aire de derrota.
—¿Qué pasa, Coronel?
—Que nos hemos perdido y no quería despertarte.
—¿Cuál fue el último pueblo por el que pasó?
—Creo que se llamaba Filipondia.
—¿Filipondia? No hay ningún pueblo con ese nombre. ¿Está seguro de que se llamaba así?
—Y yo qué sé, si todo esto me parece igual, sólo hay montes, hierba y vacas —un turismo pequeño, con tres jóvenes y esquís en la baca, nos lanza una ráfaga de viento a su paso.
—¿Esquís? ¡Claro! Estamos al lado del puerto de San Isidro. Coronel, usted estaba dando la vuelta para León por otra carretera. ¿El pueblo no se llamaría Felechosa?
—Pues a lo mejor, a mí en cuanto me sacas de la M-30 me pierdo.
—Suba, ahora conduzco yo.
Doy la vuelta al coche en la estrecha carretera y emprendo la pendiente hacia abajo. Si no estoy equivocado, nos faltan unos pocos kilómetros para encontrar tierra poblada. Apenas hay curvas, ya se divisa alguna casa de labranza aislada. El Coronel, en silencio, extrae su grueso mechero metálico de guerra con la mecha amarillenta enroscada a modo de ensaimada y enciende su enésimo pitillo.
—¿No tiene hambre, Coronel?
—En este país el hambre es tan vieja como el cristianismo.
—No hablo del país, hablo de usted.
—A mí qué me importa el hambre, yo soy un hombre con una misión: quiero llegar al Valle Negro —expulsa el humo con fuerza mostrando su enfado. A doscientos metros se divisa el letrero del pueblo, entramos en «La Felechosa».
—Coronel, vamos a parar un momento. Comemos con tranquilidad y luego le acerco hasta el Valle Negro, nos encontramos a menos de media hora.
—Pues llévame a una taberna de esas que llamáis chigres, donde tengan mucha sidra —Sidrería «El Diañu», leo, sospecho que será del agrado del Coronel.
Ruido, bullicio, voces, olor a sidra, ya se me había olvidado el interior de un chigre. Serrín en el suelo, que intenta empapar la sidra esparcida por él, la barra petada de parroquianos, sólo distingo dos mesas libres.
—¿Para comer? —le suelto al escuálido camarero que está detrás de la barra.
—Vayan a la mesa de la esquina, la que está debajo de la tele, ahora les atienden.
Pasamos con dificultad entre las sillas, apenas hay sitio, las espaldas de los comensales casi se tocan. Intentamos hacernos un hueco pidiendo mil y una disculpas. Todo el mundo charla en voz alta, resulta fácil escuchar las conversaciones.
—Esta fosa común ye la setenta que aparez en Asturies. Y ye increíble la cantidá d’elles que s’encontraron nesti conceyu.
—Recuerda que esta zona fue una de las que más sufrieron la represión de posguerra y la represión después del 34. Era la única de Asturias donde los reaccionarios y fascistas tenían gente en el Sindicato Católico, que funcionaba como…
—¿Qué les apetece? —interrumpe la escucha de la conversación un camarero grueso con las mejillas coloradas.
—¿Qué nos recomienda? —pregunta el Coronel.
—Si no la probaron, les sugiero una ensalá de nuestros pescaos más exquisitos.
—¿Pescados en esta zona? —caza es lógico que exista por aquí, lo de pescados exquisitos me resulta desconcertante.
—Je, ye que nosotros cazamos perdices, arrojámosles al ríu y luego pescámosles. Ési ye’l nuestru pescáu. Jejejeje —graciosillo el camarero.
—Probaremos la ensalada y nos trae dos buenas chuletas.
—¿De beber?
—Sidra como para ahogar a una ballena —afirma el Coronel.
El camarero se aleja con la nota y pego el oído a la conversación de la mesa contigua.
—Dicen que ya identificaron a los trece. Habíalos de Mieres, Lena y Aller. Oí que la mujer qu’encontraron nel fondu de la fosa yera una mocina desaparecida durante la revolución.
—¿Sabes cuándo va ser l’entierru?
—Dijérome que’l juez ya dio’l permisu. Tan preparando un funeral con toles autoridades. Ahora tienen que ponerse d’acuerdu a ver onde lu faen.
El camarero se presenta con la botella de sidra y dos vasos y escancia un culete al Coronel. Las noticias del televisor han hecho enmudecer a media sidrería. Me coloco de pie para oírlas mejor y ver las imágenes. Una muchacha con un micrófono se encuentra delante de la comandancia de la Guardia Civil de Gijón, parece que le transfieren la conexión.
«Como bien decíais desde el estudio, la Guardia Civil ha efectuado varias detenciones a lo largo de la mañana. Aún no sabemos el resultado de las mismas, pero todo apunta a que son del círculo de amistades de la víctima. El nombre de Santiago Gomillas se ha escuchado entre los detenidos, ya que fue novio de la universitaria».
«Gracias, Rafaela, por esas calientes noticias sobre las investigaciones de la Guardia Civil en el esclarecimiento del asesinato de Clara Llaneza, la universitaria que ha aparecido en el maletero de un coche en…».
—Gomillas, ¿no será pariente del segundo o tercer marqués de Comillas? —interrumpe un cliente las palabras de la locutora.
—A lo mejor ye uno de los treinta o cincuenta biznietos, ya sabes que estos bichos reprodúcense como conejos.
—¡Escuchái! Ya volvió a perder el Sporting —han comenzado los deportes, la sidrería se olvida de cualquier otro asunto.
—Va a terminar como el Oviedo, en la cuneta —grita otro.
El Coronel le ha cogido gusto a la sidra, no espera a que se la escancien, él mismo lo intenta a medio metro y bajo la mesa. Hemos terminado, son las cuatro, la comida me ha venido bien, parece que me he cargado de glucógeno y vuelvo a estar en forma.
—De postre hay de todo: casadielles, frixuelos, borrachinos, cuajá. Y también les puedo ofrecer lo más típico de la zona, el panchón. Ya saben lo que dicen: «Casa en la que no hay panchón, todo son discusiones y todos quieren llevar la razón» —no sólo es graciosillo el camarero, también quiere ilustrarnos con refranes autóctonos.
—Traiga de todo un poco —concluye el Coronel.
El Coronel ha rematado el menú completo y los postres. Y se inclina hacia atrás, su estómago no admite más comida, ha probado de todo, en especial dulces. De todos los pecados capitales, la gula le va a matar.
—Ahora conduces tú —me dice en la calle, mientras pasea la mano por su estómago abultado. No entiendo dónde ha guardado tanta comida—. ¿En qué municipio estamos?
—Es el de Aller —revisa sentado en el coche las fichas de colegial que lleva.
—A ver, aquí está —aleja la ficha de su cara y cierra un poco los ojos—. Los revolucionarios en Aller incautaron a la Guardia Civil treinta y tres fusiles: nueve en Cabañaquinta, diez en Moreda, nueve en Caborana, cinco en Boo… —el sopor de la digestión le va venciendo.
Se ha dormido, espero que no comience a roncar. He de buscar el entronque del río Aller con su afluente el río Negro, luego remontar el valle trescientos metros. Atravieso Cabañaquinta, después Escobio, Moreda y a la derecha hacia Caborana. «No tiene pérdida», dijo el lugareño de Felechosa al que preguntamos.
—Coronel, despierte. Ya hemos llegado —como si le hubiesen pinchado con una aguja, salta del asiento.
—¿Dónde está la fosa?
—Hasta aquí es donde se puede llegar en coche. Luego hay que coger esa senda, río arriba.
—Pues vamos, no perdamos ni un minuto.
El río circula a la izquierda, caminamos por un estrecho sendero flanqueado por helechos y matorrales, que son la antesala de un bosque que se incrusta en la ladera de la montaña. Sólo se oyen las aguas chocando contra las piedras en diminutas cascadas.
—¡La Virgen! —refunfuña el Coronel—, no había más sitios para fusilar y enterrar a la gente que por aquí. Parecemos exploradores en la jungla. Ya verás cómo me pica algún bicho y me salen granos, que yo soy alérgico a todo.
Hemos recorrido los trescientos metros, el río se abre en una especie de laguna, la vegetación ha disminuido, deja de ser tan salvaje y apelmazada. ¡Qué extraño! Hay cámaras de televisión en una pequeña vaguada. Se agrupan alrededor de algo. Nos acercamos. Hasta el Coronel ha dejado de gruñir ante el espectáculo.
—Estábamos drenando el río, ejecutando los planes hidrográficos del… —las cámaras entrevistan a alguien trajeado y con casco blanco en la cabeza, no entiendo para qué quiere el casco, será por si alguna paloma se acuerda de él—. Al introducir las máquinas en ese lateral, para encofrar la…
Nos colocamos en una pequeña loma, a veinte metros monte arriba del grupo de gente. Las cámaras siguen revoloteando alrededor y el del casco no ha detenido su discurso. Desde aquí se puede contemplar la fosa, debe de tener siete por ocho metros de superficie abierta y unos tres de profundidad. Han debido de ampliar la excavación para que no quedase oculto ningún otro cadáver en los alrededores. Sigo escuchando al del casco.
—Nuestros obreros descubrieron el brazo de uno que asomaba entre la tierra. De inmediato, paralizamos la obra y dimos cuenta a las autoridades. Ya saben que hay empresarios muy desaprensivos que cuando encuentran una fosa suelen ocultarla para proseguir sus edificaciones…
No sólo en fosas comunes, amigo, también con restos arqueológicos o de otra especie, pienso, al mismo tiempo que habla el del casco. Sigo intentando escuchar algo de su discurso. Sospecho que será un alto directivo de la empresa que drenaba la ribera, pero me interrumpe el Coronel.
—Fíjate, Ramallito, aquí los fusilaron.
—¿De qué habla?
—Mira —me muestra una bala, casi intacta, que ha extraído de la pared de tierra con su navaja de pelar patatas. Ha debido hurgar hasta hacer un hueco de veinte centímetros—, debe de ser de máuser. Soy capaz de apostar algo a que es una bala 308 winchester, posiblemente de un máuser 86 SR —cualquiera discute con él sobre balística de la guerra si lo asegura con esa rotundidad. Aunque sospecho que lo sabe porque él utilizó ese fusil y esa munición—. Los debieron de subir hasta esta pequeña loma, los colocaron sobre esta pared que forma la montaña y dispararon. Yo creo que fue así, era el lugar ideal, ya que no hay roca que provocara el rebote de los proyectiles.
—Por una vez, le tengo que dar la razón. Además, todo está lleno de impactos y el agua ha erosionado los orificios haciéndolos más grandes. Escarbe en otro, a ver si hay más proyectiles.
El Coronel, con su «navaja albaceteña», como la llama él, comienza a profundizar en la tierra de la ladera, le resulta fácil, es caliza, algo inusual en estos parajes. Pero algo me desconcierta de todo esto.
—Mira, Ramallito —el Coronel me muestra otro proyectil—, no hay duda, los fusilaron aquí arriba.
Presto atención a las palabras del supuesto directivo de la empresa.
—Al confluir aquí los desagües de los pueblos, la zona en la que se encontraron los cadáveres es de las más húmedas, de ahí que los cuerpos se conservaran en ese estado de momificación que ha permitido…
—Estás muy pensativo, Ramallito —está claro que el Coronel ya se recuperó de la sobredosis de panchón y ha regresado para interrogarme.
—Sí, fíjese. Si los fusilaron aquí, lo más lógico es que los hubiesen enterrado en el lateral derecho, ya que la pendiente es pronunciada, no hubiesen tenido más que empujar los cuerpos. Pero al enterrarlos en la parte izquierda, han tenido que transportar los cadáveres casi veinte metros.
—Ya te entiendo: los asesinos son asesinos, pero les fastidia trabajar y doblar el lomo, por eso son asesinos. ¿Qué se te ocurre?
—Se me ocurren muchas hipótesis absurdas, pero sólo veo una explicación lógica.
—Suéltala, coño, que me tienes en vilo.
—El cuerpo de Rosa, la hermana de Encarnita, apareció debajo de los otros doce cadáveres que con toda seguridad habían sido fusilados.
—Coño, sí. Eso me dijo Encarnita.
—La desaparición de Rosa es del 34, con la revolución, pero los otros cuerpos databan de la posguerra. Es decir, en fechas posteriores al 39. ¿Es así?
—Joder, Ramallito, me tienes en ascuas.
—Piense, Coronel: matan a Rosa y la entierran ahí, varios años más tarde fusilan a una docena de republicanos y van a enterrarlos encima de Rosa, cuando resultaba más fácil hacerlo en la margen derecha, como usted ha visto.
—Me sacas de quicio. Prosigue —da toques a la piedra del mechero. Se le nota nervioso. No atina.
—Coronel, creo que si quiere encontrar al asesino de Rosa debe buscar a los que estaban en el pelotón de fusilamiento de las otras doce personas. El asesino era uno de ellos, por eso incitó a los otros a que enterraran los cuerpos en ese lugar, para ocultar mejor el de Rosa. Así, si alguna vez los encontraban, parecería que todos habían sido asesinados en la misma época y por el mismo motivo.
—Sabía que me ibas a ayudar —se sienta en el suelo, sobre una piedra, inhala el humo con calma y lo expulsa formando volutas—. Estoy convencido, más que nunca, de que vamos a dar con el asesino.
—A mí no me enrede, Coronel, yo he venido a Asturias a investigar el asesinato de una muchacha muy querida en mi casa. No me interesa para nada lo que ocurrió hace más de setenta años.
—Ya veremos, Ramallito —se aleja loma abajo con su pitillo en los labios. El Coronel de siempre ha regresado: cínico, irónico, maniobrero, un cabrón con pintas rojas.
Zun, zuunn, zuuunnn, zuuuunnnn… El móvil. Debe de ser Castañeda por el número que distingo en la pantalla.
—Da Costa, no hace falta que esperes a las ocho. Ya tengo todo sobre el asesinato de Clara Llaneza. Puedes pasar cuando quieras.