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Doce minutos: la anomalía
No he dormido en toda la noche revisando, una y mil veces, la correspondencia de Clarita, sus correos electrónicos y los movimientos de su cuenta corriente. Nada. «Sólo con el correo electrónico, los extractos bancarios y las facturas pormenorizadas del teléfono, ustedes pueden reconstruir una vida», nos decían en la Academia. Pero a mi cabeza sólo llegan los pinchazos del hombro.
De sus correos se traduce el agobio que estaba pasando por recuperar los dieciocho mil euros. Lo comentaba con todos sus amigos, de los que recibía consejos cómodos: «Llévaselo a un abogado»; «si me lo llegan a hacer a mí, los denuncio»… Palabras huecas. La política de Inversiones Gomillas es amedrentar a todos los que desean sacar el dinero, pero el Gran Duque también tiene razón: dieciocho mil euros no son nada para la empresa, no iban a arruinarse. Luego están los correos del condecito: podrían calificarse de acoso psicológico. Es como si le quisiera cerrar las puertas de su futuro. «Cómo una paleta como tú me va a plantar. En tal caso te dejaría yo», parece que es el lenguaje soterrado que guardan todos sus textos. El condecito tenía la oportunidad y el motivo para matarla, pero no cuadra que Clarita detuviese el coche al lado de El Molinón, si es que era él.
Son las siete, siempre la hora puente. He salido a dar un paseo por la orilla del Nalón y estoy caminando sin rumbo ni destino. Llevo el paso del que no tiene prisa por llegar a donde no quiere ir. Hacía fresco a primera hora de la mañana, por eso me he puesto el abrigo largo y negro de mi tío. Guardo las manos en los bolsillos. El aire es frío y mi aliento se solidifica, hasta la nariz se enrojece y quema. Mi hombro no evoluciona bien, se me ha soltado un punto, espero que no se infecte.
Llevo caminando más de dos horas, sólo el aroma de los helechos y el ruido de las aguas en torrente me acompañan. Mis pensamientos no obtienen una conclusión firme. Los doce minutos destruyeron y cerraron todos los caminos de la investigación y no abrieron ninguno nuevo.
Diviso al frente el puente atirantado sobre el Nalón que separa Sama de La Felguera. Mis pasos me han querido traer a los pies del Miramar, en la esquina de la calle Alonso Nart, el agujero negro en el que se atraviesan la intrahistoria de este microcosmos y la metahistoria del siglo veinte, con la oscuridad de las décadas de los treinta y cuarenta. Rosa, otro crimen sin resolver. Y en estos momentos ya no tengo expectativas de llegar a la solución. Además, cuantas más esperanzas deposite en ello, más se prolongará mi tortura.
—Hola —es Beli, no necesito girar mi cabeza para reconocerla. Su voz y el aroma a jazmín se desplazan en el aire húmedo.
—Hola, Beli.
—El otro día en la plaza de Requejo, hoy en el cauce del Nalón, te vas a convertir en el fláneur oficial de las cuencas. Hasta parece que, con ese abrigo negro, hoy te has disfrazado.
—No podía dormir. El asunto de Clarita me tiene muy desconcertado. No le veo salida.
—Pero he oído en la radio, y hasta creo que trae algo la prensa de hoy, que detuvieron a varios.
—Sí, pero nada consistente. Soy pesimista.
—Siempre fuiste pesimista. El policía de la mirada triste, ¿no te conocen por ese sobrenombre tus compañeros? —sonrío.
—¿Y tú? ¿Qué haces tan temprano por aquí?
—Es que van a cerrar la fábrica de Menasa y a las once hemos quedado para hacer un corte de carretera en señal de protesta.
—Siempre con los tuyos. ¿Es eso, Beli?
—Si nosotros no defendemos lo nuestro, nadie vendrá.
—Aún es pronto —mi reloj señala las 9:02—. Si aceptas, te invito a desayunar en el Miramar.
—Encantada, no me vendrá mal un buen café con leche. Van a ser muchas horas en la carretera de pie, con este frío.
Entramos. No hay un hueco en la barra, parece que es el momento del bocadillo matutino en las empresas limítrofes. Nos sentamos dejando que el único camarero que atiende el mostrador tenga un hueco libre y nos preste su atención. Hace calor dentro, por la calefacción o por los cuerpos humanos amontonados. Aprovecho para deshacerme del abrigo.
—¿Qué les pongo? —grita el camarero desde la barra.
—Dos cafés con leche —le indico.
—¿Algo de bollería? —vuelve a gritar. Miro a Beli, se encoge de hombros.
—Sí, dos cruasanes.
—¿Nunca has pensado en pedir destino para las cuencas? —me pregunta Beli, de repente.
—No, estoy bien en Vallecas. A veces me tengo que desplazar en misiones especiales por todo el Estado, pero no podría volver aquí. Además —sonrío—, no me imagino estar viviendo de nuevo con mi tía: abrígate, come, aféitate, límpiate los dientes, no llegues tarde… —me devuelve la sonrisa.
—Me asalta una duda: ¿por qué te hiciste policía? —silencio—. Es que no lo entiendo, porque tú nunca respetaste la ley —prosigo en silencio—. Y no me vengas con tonterías de esas como que lo que te preocupa es la justicia, que está por encima de la ley. Si te conozco bien, a ti tanto la ley como la justicia te importan bien poco.
—Lo único en lo que creo es en la verdad. La ley o la justicia, para mí, son otra forma de llegar a ella.
—Sus desayunos —nos interrumpe el camarero con la bandeja y casi se lo agradezco. Coloca los cafés a nuestro lado y va añadiendo la leche. Luego deja los cruasanes y regresa a la barra.
—Joder, Ramallito —¡oh, no!, el Coronel—, podías avisar de que venías al Miramar.
—Cuando salí de casa estaba usted dormido.
—No estaba dormido, estaba durmiendo.
—Ya está con sus tonterías, qué más dará dormido que durmiendo.
—Claro, y también será lo mismo estar jodido que estar jodiendo —no le río la gracia, pero Beli rompe en una carcajada.
—Es mi amigo el Coronel —se lo presento.
—Ya nos conocemos del funeral en Lena. Usted fue el del perro que impidió que el cura rociara de incienso los féretros.
—Por mis acciones me conoceréis —remata el Coronel.
—Por sus chorradas.
—Parecéis un matrimonio de muchos años —dice Beli sin desprenderse de su sonrisa—. Siempre os veo discutiendo.
—¿Se puede saber qué hace aquí, Coronel?
—He venido en busca de Ángel Gallardo. Estuve dando vueltas toda la noche sobre lo de la fosa común y los que estuvieron en el pelotón de fusilamiento. Este tipo nunca me gustó. Él tenía poder para decidir la ubicación de la fosa y tuvo relaciones con Rosa. Yo creo que la mató por celos o por yo qué sé. ¿Estamos seguros de que el hijo que llevaba Rosa en el vientre era suyo?
—¿Y por qué lleva setenta años buscándola?
—Para disimular.
—A usted no le cae bien porque estuvo en el otro bando en el Guadarrama y en el Jarama, pero no tiene base para sospechar de él. Además, se habría quedado con el dinero.
—Joder, ¿no tenemos nada?
—Tenemos un hombre vestido de blanco que dejó el dinero, tenemos un coche del Comité que no sabemos quién conducía, tenemos la pista de la fosa común y su ubicación. Y nada más.
—Y el «negro negro negro» que nos repitió Yuste.
—Benjamín Yuste es un pobre anciano enfermo que no recuerda nada, lo que nos dijo no nos sirve.
—Joder, pues yo te digo que fue Gallardo —y se aleja hasta la barra a pedir un desayuno.
—Entonces no sólo curioseabais sobre la fosa común. Estáis llevando una investigación en toda regla —exclama sorprendida Beli.
—Hemos querido aclarar todo un poco, pero comprenderás que es imposible. Han transcurrido setenta años y no hay nada. Fíjate que lo de Clarita es improbable que se resuelva y ocurrió hace unos días, así que imagínate lo de Rosa.
—Entiendo —Beli comienza a cortar el cruasán.
—Fue Gallardo. Y en cuanto entre por esa puerta le voy a agarrar por la pechera y le hago cantar todo —el Coronel ha regresado con media docena de churros y un chocolate.
—Déjese de decir chorradas.
—Y tú, princesa, ¿cómo por aquí? —le pregunta a Beli.
—Estoy haciendo tiempo porque vamos a cortar la carretera en señal de protesta por el cierre de una empresa.
—¿Cuándo?
—Dentro de dos horas.
—Coño, pues me apunto. Hace tiempo que no me uno a un sarao contra los antidisturbios.
—A ver si le arrean bien y le devuelvo a Vallecas como una momia.
—Ja, ni Franco ni los nazis pudieron conmigo, van a poder un grupito de polis…
Manu hace su entrada en el Miramar con su eterna estampa de colgado: su pipa plateada en la mano, mochila al hombro, sus gafas de montura negra y su frente cada vez más despejada. Supongo que vendrá a tomar su menta poleo.
—Ahí está Manu —informo al Coronel para que no comience ya a provocarle.
—Ah, llegó el moritabundo.
—Será meditabundo —la ingenua de Beli no conoce al Coronel y ha caído en sus redes.
—No, él es moritabundo porque medita sobre la muerte.
—Manu —alzo la voz, haciéndole una señal para que nos vea. Así no podrá alegar que no queremos saber nada con él. Se acerca.
—Buenos días —nos dice—. ¿Puedo sentarme?
—Claro, chaval. Ponte a mi lado y me vas contando cómo llevas esa novela negra —Manu coge una silla y se coloca a la izquierda del Coronel.
—Va muy avanzada.
—A ver, desvélanos un poquito del argumento —le dirijo una mirada asesina al Coronel, no quiero que se extralimite con él.
—Trata de un expolicía exalcohólico devenido en detective privado —le clavo los ojos al Coronel, se da cuenta de lo que le exijo con la mirada: nada de pitorreos—, que al carecer de recursos económicos vive en pensiones baratas o en el cuarto de huéspedes de sus amistades comprensivas. Sus experiencias eróticas y sexuales son inquietas e inoportunas en la soledad de sus fantasías.
—Vamos, que es un pajillero —Coronel, por su madre.
—Sí, pero debo revestirlo de literatura.
—Ya, de prosa gaseosa. Hala, continúa.
—Y asesinan a una prostituta con la que él había mantenido fantasías sexuales en un siniestro hotel de frontera. Un amor platónico y puro.
—Porque ella en el fondo no era puta. Era más bien una chica de provincias con un corazón de oro.
—¿Cómo lo adivinó?
—Soy vidente ante lo evidente. Me harías caso y ese detective será buen cocinero.
—Sí, sí. A los lectores les doy la receta de las cebollas rellenas.
—¿Rellenas de qué?
—En el tercer capítulo están rellenas de bonito; en el sexto, de carne picada; y en el penúltimo, de bacalao.
—Esa novela va a ser un éxito, chaval —y le da una palmadita en la espalda. Y Manu, con gesto de satisfacción, enciende su cachimba plateada. Pero el Coronel continúa con sus sandeces. ¿Es que no conoce límite este hombre?—. Y para que el personaje sea creíble y humano, has de alejarlo del action hero y de hipérboles de tebeo. Has de colocarle un tic. Por ejemplo: que se esté todo el rato rascando los huevos, como si hubiese pillado unas ladillas del tamaño de centollos.
—¿Sirve que tenga caspa?
—Muy bien. Estupendo, genial. Un héroe casposo.
—Me voy —Manu se ha colocado de repente en pie—. He de anotar eso que me dice usted y continuar escribiendo la novela —me mira, con la pipa en la boca—. ¿Se sabe algo más del asesinato de Clarita?
—Siguen investigando —respondo, sin darle explicaciones, y Manu se aleja pensativo.
—Menos mal que este tarao con lo de la novela negra se ha olvidado del puñetero móvil —farfulla el Coronel.
—Siempre fue así —apunta Beli—. Ahora se ha obsesionado con escribir una novela negra, mañana será con la poesía, pasado con el violín.
—Me hacen mucha gracia todos estos —otra vez el Coronel a la carga—, nunca se obsesionan con coger un pico y una pala y ponerse a cavar zanjas.
—Pero qué… —el camarero se ha acercado hasta nuestra mesa con una bandeja con una menta poleo, y gira su cabeza para todos lados como buscando a alguien—. ¿Dónde cojones se metió ese chifláu?
—¿Pregunta por Manu? Ya se marchó —digo.
—Cagüen mi manto, me pide una lavativa de estas y se marcha —refunfuña el camarero de regreso a la barra.
Gallardo entra. El Coronel lo ha visto y se ha puesto tenso. Debo mediar en este conflicto, no puede organizarse una gresca gratuita entre los dos.
—Gallardo —pronuncio su apellido en voz alta acompañándolo de un gesto con mi mano alzada—, aquí —nos ve y se acerca.
Parece que ha perdido peso y se le ve más pálido. Las preocupaciones de estos días y la tensión acumulada durante décadas deben de ser las culpables. Aunque, qué tonterías digo… El hombre está más cerca de los noventa que de los ochenta.
—Buenos días —nos saluda.
—Acompáñenos, así le comentamos algunas cosas que hemos averiguado.
—Gracias —y se sienta en la silla que antes ocupaba Manu.
—Ya conoce al Coronel, y a Beli no sé si…
—Sí, ya nos conocemos de cruzarnos en el paseo del río —dice Beli.
—Al grano —interviene el Coronel.
—Verá, señor Gallardo —continúo yo. No quiero que el Coronel tome la iniciativa—. Hemos estado investigando sobre los integrantes del pelotón de fusilamiento de la fosa común y hemos conseguido la lista completa de todos con sus datos personales.
El Coronel, de un manotazo, coloca la fotocopia que nos entregó el profesor Nuño encima de la mesa, ante los ojos de Gallardo.
—Aquí está —remata.
Gallardo la recoge y se queda ensimismado leyéndola.
—No falta nadie. Están todos —parece que concluye, después de leerla con detenimiento—. Lo único que aporta esta lista de nuevo son las fechas de nacimiento de cada uno.
—Si cotejamos sus fechas de nacimiento con el 34 y el 45, sólo tres personas pudieron estar presentes en ambos sucesos. Y uno de ellos es usted.
—No me dice nada nuevo. Eso ya se lo dije yo.
—¿Qué nos puede decir de los otros dos?
—Uno era un guardia que estuvo a mis órdenes en el 45. En el 34 se quedó en el cuartel de Sama defendiéndolo. No tenía relación con Rosa. Además, estuvo encerrado aquí conmigo en el Miramar hasta que se firmó el fin de la Revolución del 34. El otro también era guardia y estaba en mi pelotón en el 45, pero en el 34 no estaba destinado en Asturias, creo que venía de Santander.
—¿Quién de los tres tenía poder de decisión sobre la ubicación de la fosa?
—Sólo yo, ya se lo dije. Las únicas personas con esa capacidad éramos el teniente y yo. Y él era un niño en el 34 y no se encontraba aquí.
—Tenía que haber alguien más.
—No había nadie más, les doy mi palabra. Desde que ustedes me hicieron ver la posible relación entre ambos hechos, he estado reflexionando día y noche sobre ello. Y no había nadie más. Además, ya les dije que la fosa estaba cavada cuando llegamos con los guerrilleros en el camión.
—¿Ninguno de estos la había cavado?
—No. Todos iban conmigo en el camión que transportaba a los presos. La fosa era obra de Yuste y dos amigos suyos, también del antiguo Sindicato Católico. Ya le dije que cuando llegamos la tenían abierta.
—Piense, por favor. Que no lo recuerde no quiere decir que lo haya olvidado.
—No había nadie más, se lo juro.
—Deje de disimular, cojones —interrumpe el Coronel—. Usted era el único que podía decidir lo de la fosa y tenía relación con Rosa.
—¿Cómo puede pensar eso? Yo quería a Rosa y, además, llevaba a nuestro hijo en su vientre.
—¿Se ha hecho usted la prueba del ADN? ¿Qué seguridad tiene de que ese hijo fuera suyo? —el Coronel se está excediendo.
—Yo no necesito dudar de Rosa. No necesito ninguna prueba de ADN ni de nada —Gallardo se ha enfurecido.
—Tendréis que perdonarme, pero debo ir hasta la carretera —interviene Beli para restar tensión al momento—. Ya casi es la hora del corte de tráfico y los compañeros de Menasa me estarán esperando.
—Te acompaño, princesa —el Coronel se ha levantado, casi agradezco que se marche y me deje a solas con Gallardo—. Hoy necesito desahogarme con los antidisturbios.
—Pues si quiere, por la tarde se puede ir hasta Caborana —Beli acompaña sus palabras con su eterna sonrisa—. Allí tenemos otra protesta contra el cierre de un pozo.
—Ah, Caborana, otra de las zonas ocupadas por los del Sindicato Católico en el 34 —creo que también el Coronel desea cambiar de conversación y quitar hierro a lo sucedido—. ¿Qué es, un barrio de Moreda o un pueblo independiente?
—Era un barrio de Moreda hasta el 59, hasta el seis de julio, para ser exactos. Pero el arzobispo Lauzurica y Torralba le concedió la segregación.
—Es increíble el poder que llegó a tener el clero en este país. Ahora para segregar un pueblo de un municipio se necesitan cien votaciones en cien parlamentos y antes lo decidía el arzobispo y ya estaba. Dicho y hecho.
—Ya ve cómo han cambiado los tiempos, Coronel —remata Beli antes de despedirse.
—Sí —prosigue el Coronel echándose la mochila al hombro—. Pero lo que más me impresionó sobre su poder fue lo que nos contó a Ramallito y a mí el profesor Nuño de la Universidad de Oviedo. Resulta que en un pueblo de Cáceres, a las faldas de la sierra de Villuercas, a un guerrillero de nombre Ino lo fusilaron y el cura ordenó enterrarlo a la puerta del cementerio para que todo el que pasase pisoteara el cadáver de un rojo. Es increíble. Tenían poder hasta para decidir dónde se enterraba a la gente.
Silencio.
Gallardo me mira. Le devuelvo la mirada. Beli ha quedado desconcertada ante el mutismo de los tres. Continúa el silencio.
Los tres cruzamos las miradas y los silencios. Todo comienza a adquirir sentido: el hombre de blanco, el «negro negro negro», el dinero devuelto, la ubicación de la fosa…
—No entiendo —dice Beli aturdida—. ¿Qué os ocurre?
—Princesa —le contesta el Coronel desplegando una sonrisa—, disfruta este momento en el que la cantidad se transforma en calidad y todo se ilumina por la chispa del conocimiento.