28
Reductio ad absurdum
Otra vez en Gijón, a las puertas del «Ex Prohibido». Hoy es más temprano que el otro día, pero supongo que esta madriguera contendrá los mismos ratones. He de tomar la iniciativa de nuevo en la investigación del asesinato de Clarita, Fierro no ha conseguido nada. Seguro que interrogaron al vigilante con ese método tan particular que tienen Terry y él. Eso es una ridiculez, no ha servido de nada en todo esto. Estrujar roedores, alguno hablará, seguro.
Hemos dejado al profesor Nuño casi con la palabra en la boca en cuanto me ha entregado las fotocopias de los presuntos, qué presuntos ni qué leches, de los asesinos de los doce de la fosa común. «Otro caso urgente reclama nuestra presencia», así me he disculpado. Por el camino hasta Gijón, el Coronel ha ido revisando la lista de los miembros del pelotón de fusilamiento. Le he pedido que tache aquellos cuya fecha de nacimiento no les hubiese permitido estar en la Revolución del 34 once años antes. Sólo han quedado tres, entre ellos Ángel Gallardo. Lo que nos resta ahora es revisar si alguno de ellos tenía poder para ordenar o indicar dónde tenía que cavarse la fosa. De todas formas, sigo pensando que Gallardo, aunque no sea el asesino, posee la clave de ese homicidio.
El acceso al antro hoy es libre. «No habrá actuación en vivo», seguro que ha pensado el Coronel cuando nadie nos ha interceptado en la puerta. Lo que ocurre es que la zona de discoteca está cerrada, con lo cual hay menos bullicio, pero más gente en el pub. Necesito enganchar a Mosquera y al otro, algo tendrán que decir, si es que el vigilante jurado no tiene nada que ver.
Tampoco hay mucha gente en el local. Cuento doce personas: cinco en la barra, dos en el pool, dos en los dardos y tres sentadas en los butacones del fondo. El camarero de los pelos electrificados y el peta en la boca nos ha reconocido. Más bien ha reconocido al Coronel.
—¿Qué tal, paisano? —pregunta, esgrimiendo una sonrisa—. Se lo pasó bien el otro día, a que sí.
—Claro, por eso repetimos, colega.
—¿Una caladita?
—Hoy no. Las caladitas sólo las doy cuando hay actuaciones en vivo.
—¿Qué les doy?
—Pena —ya comienza el Coronel con sus guasas.
—Pena, jajajaja. Pero qué simpático es el paisano —mucho, no lo sabes tú bien, pienso.
—Ponme un cóctel como los del otro día.
—¿Un bloody mary?
—Ese mismo.
—¿A usted qué le pongo? —me pregunta—. ¿Su vaso de leche? Jejeje —pero será ridículo este camarero… Todavía se gana un guantazo.
—Un Macallan de 30, doble —hoy sí que necesito un buen pelotazo.
—¿Con hielo o cola?
—Solo.
—¿No será muy fuerte para usted?
No tengo ningún deseo de bronca con el camarero. Mi pieza es otra. Observo el local, Mosquera no está. Al que distingo es al otro, al amigo del vigilante jurado, el que parece su clon. Está jugando una partida en el billar americano con otro que no conozco. He de esperar la oportunidad para abordarle.
El Coronel sigue de cháchara con el zumbado del barman. ¡Oh, no! Ahora comienza a contarle sus chistes hiperbreves y malos.
—Va uno por la calle y le pregunta a un transeúnte: «Por favor, ¿la calle Saboya?». Y le contesta el otro: «Si brinca mucho…» —el camarero queda con cara de higo, esperando la continuación o desenlace o explicación del chiste—. ¿Qué pasa, no lo entiendes?
—Ah, ¿ya se terminó?
—A ver si entiendes este, so gelepollas. Va otro por la calle y le pregunta a un transeúnte: «¿Tiene hora?». Y el transeúnte responde: «Sí». Pero continúa caminando.
—No lo entiendo.
—No hay que entender nada, sólo hay que estar atento. A ver, so gelepollas, ¿qué es lo que no entiendes?
—¿Qué es eso de transeúnte?
—¡La madre que me parió! —exclama el Coronel desesperado.
Veo al colega del vigilante jurado depositar el taco en la pared. Las bolas se han perdido todas por las troneras, sospecho que han terminado una partida. Se dirige al lavabo, es mi oportunidad.
—Coronel, vigile la puerta del baño. Que no entre nadie mientras estoy dentro —y me dirijo hacia los aseos.
Al fondo distingo dos puertas. En una leo «Homes» y en otra «Muyeres». En la de mujeres hay cola. Tengo que pedir perdón por atravesar por el medio para llegar hasta la puerta del otro aseo. No sé cómo se las arreglará el Coronel para bloquear la puerta. Entro con precaución en busca del colega del vigilante jurado. Enfrente, dos lavabos ante un gran espejo, nadie en ellos. A la izquierda, tres urinarios, dos parroquianos eliminan la cerveza, y dos puertas cerradas que dan acceso a los váteres. Debe de encontrarse en uno de ellos. Espero lavándome las manos. Los de los urinarios se marchan. Sólo quedan los de los váteres. Nadie entra. Sospecho que el Coronel está haciendo bien su trabajo de bloqueo. Una puerta se abre. Puede ser él. Negativo. Es un muchacho de no más de veinte que sale pálido y con los ojos encharcados y rojos, seguro que ha vomitado, vaciando hasta el alma o volteando su estómago. Supongo que mañana dirá a los amigos que se divirtió mucho la noche anterior. Se acerca al lavabo e introduce su nuca bajo el chorro de agua fría. Parece que despeja, se seca las manos y abandona el baño ajeno a mi presencia.
Quedo solo. Es el momento. La puerta del váter se abre. Es él. Se rasca la nariz, ha estado esnifando ahí dentro todo lo que le admitió su cuerpo. Doy una patada rápida y seca a la puerta, que se estampa contra la cara del sujeto. Cae hacia dentro y queda sentado sobre la tapa del inodoro. Antes de que se espabile, le agarro por la camisa y le muestro mi puño cerca de su rostro. ¡Mierda! Mi hombro estalla de dolor, aprieto aún más los dientes.
—La noche que mataron a Clarita, ¿dónde estaba tu amigo Juan? —le grito.
—Aquí, conmigo y con Mosquera —balbucea de miedo.
—Después de que salió Clarita, ¿no la seguisteis ninguno? —meto el índice en el arete dorado de su lóbulo y tiro de él hasta que mana sangre. De momento no voy a arrancárselo.
—¡No, cojones! Ya lo hemos dicho. Nos quedamos aquí hasta las ocho.
—Quiero la verdad o te… —algo sujeta mi antebrazo.
—Déjalo, Ramallito, ellos no fueron —es el Coronel, ¿qué leches hace aquí?—. He hablado con el atronado del camarero. Él se quedó sirviendo copas ese día hasta las ocho con Mosquera y estos pájaros.
Le suelto. Miro el rostro del individuo. Un hilo de sangre cae por su nariz y se mezcla con los restos de cocaína que le quedaron pegados, del lóbulo también mana sangre que empaña el arete. La sangre me remite a la imagen de Hoffman. ¿Qué estoy haciendo? ¿Es que no sé hacer nada sin dar mamporros? ¿Es que no me enseñaron a respetar a los sospechosos? ¿Tendría razón el comisario López cuando dijo que mi cercanía a la víctima no me dejaría pensar? ¿Tendrán razón los que aseguran, como Castañeda, que no soy más que un matón de barrio? ¿Tendrá razón el Gran Duque cuando asegura que sólo estoy dando palos de ciego? Las palabras de Falcone retumban en mi cabeza: «Deje de marear a los ratones e investigue».
Salgo en estampida del baño, huyo de mí mismo como cuando vi a Hoffman tumbado en la lona, inmóvil y sangrando. ¿En qué me he convertido? Atravieso el pub sin fijarme en nadie y salgo a la calle. El nordeste me da un vergajo en la cara. Cruzo la avenida Rufo Rendueles sin fijarme en los semáforos. Alguien aporrea el claxon, no le presto atención. Me dirijo hacia el murete que delimita la playa de San Lorenzo con el asfalto. «Escalera 12», leo. Alguna luz en el horizonte de un pesquero o un buque que atraca, la luna y una docena de estrellas iluminan el cielo, pero mi cabeza no la enciende nadie. Estoy bloqueado. Los dolores del hombro regresan con verdadera pasión, la molestia se hace insoportable. A lo mejor son los nervios, que también se me concentran en la herida como un toque de atención. «El dolor no es malo, indica que aún estás vivo», las palabras de mi tío me machacan. «Investigue, investigue, investigue…», Falcone se une a mi tío.
—¿Hace un pitillo, Ramallito? —el Coronel me rescata del sopor.
Le miro. Extiende el cigarro para que lo coja, lo hago. La piedra de su mechero gira con precisión, la mecha se enciende. Acerco el pitillo y aspiro. Doy una calada mirando al horizonte. Silencio.
¿Y si todos han dicho la verdad? ¿Y si soy yo quien no lo percibe?
El cigarro se ha terminado. Arrojo la colilla al suelo y la piso. Mi vista regresa al horizonte. El cielo de Gijón no me entrega las piezas para completar el puzzle. Los pinchazos en el hombro me impiden pensar. Aprieto los dientes y mi mandíbula se cierra recargando de sangre las venas de mi frente.
¿Y si todos han dicho la verdad? «Investigue, investigue, investigue», las palabras de Falcone me atruenan.
Si asumimos como ciertas todas las manifestaciones, las razones por las que pudo hacer su aparición el del revólver niquelado sólo son dos: para proteger a Clarita porque ella se lo pidió, o para amenazarla o matarla. Si esas son las hipótesis válidas a las que nos conduce lo expuesto por todos, no queda más que realizar la prueba por contradicción, reduciéndolo todo al absurdo.
—Coronel, ¿tiene cronómetro su reloj?
—Cronómetro, brújula, linterna… Ramallito, es un reloj de supervivencia.
—Sólo necesitamos el cronómetro.
—¿Qué quieres hacer?
—Reducirlo todo al absurdo.
Atravieso de nuevo en sentido contrario el paseo de la playa, el Coronel me sigue, esta vez respeto los semáforos. Me sitúo en la puerta del «Ex Prohibido». Veo al Coronel anotando algo en sus fichas de colegial, supongo que será lo de «reducción al absurdo», que lo colocará debajo o encima de «demarcar el campo de investigación», «menear la caja de ratones» o de cualquier otra chorrada que me escuchara decir.
—A ver, Coronel. Cuando yo le indique ponga en marcha el cronómetro.
—¿Qué vamos a hacer?
—Reconstruir una hora y dieciséis minutos en la vida de Clarita.
—Reconstruir, reducir al absurdo, demarcar el campo… Voy a terminar contigo más tarao que el Manu —refunfuña—. Ya estoy listo, cuando quieras.
—Son las tres y media de la mañana, Clarita sale del pub. Se despide de Mosquera, que se queda bajando la persiana metálica. Clarita ve al condecito de Comillas. Coronel, apriete el cronómetro.
—Ya está. ¿Alguna orden más de usía?
—Clarita anda los diez metros que separan la puerta de donde se supone que estaba el condecito. Comienzan a hablar o a discutir, ella se encuentra de momento aquí —me detengo en el lugar en el que se supone que se encontraba el vehículo—. Coronel, cuando llegue a los diez minutos, detenga el cronómetro y me avisa.
Miro alrededor, el cura debía de estar más o menos en la acera pegado a la cristalera de la cafetería «Luzdivina».
—Diez minutos, Ramallito.
Ahora, Gomillas le agarra el brazo a la muchacha, pero distingue al cura por la luz del ventanal de la cafetería. La suelta y se introduce en el coche. Clarita se dirige al encuentro del cura.
—Coronel, apriete de nuevo el cronómetro y me avisa a la media hora.
—Apriete, me avisa, desenchufe… Parezco el mayordomo —sigue rezongando.
Entro en la cafetería con el Coronel detrás. Un camarero enorme con camisa blanca desabrochada, dejando ver los pelos rizosos de su pecho, nos distingue y se acerca a nosotros.
—¿Qué les pongo? —pregunta mientras pasa una bayeta por el trozo de mostrador que nos separa.
—Un café con leche y… —el Coronel no me deja continuar.
—A mí, un anisete.
El camarero se aleja a prepararnos lo solicitado. Hurgo en el bolsillo interior de la cazadora, sé que guardé ahí una foto reciente de Clarita, que me entregó mi tía. Coloco la foto y mi placa encima de la barra para que las vea el camarero a su regreso. Ya se acerca con el café y la copa. Mira de reojo la foto y la placa. Deposita las consumiciones a nuestro lado y coge la foto.
—¿Desaparecida? —pregunta, con ella en la mano. Recojo la placa, ya no es necesaria.
—No, la asesinaron.
—¿Y por qué me resulta tan familiar su cara?
—A lo mejor la vio usted en el periódico. Es la muchacha que asesinaron en Veranes, dentro de un maletero.
—¡Cojones, es verdad! Mira que asesinar a esta chica, con la cantidad de hijos de puta que andan sueltos…
—¿No le suena que estuviese en su cafetería? Trabajaba aquí al lado, en el «Ex Prohibido».
—Ah, en ese antro. No, no la recuerdo.
—El día de su asesinato debió de estar aquí con un cura.
—¿Era esta la que estaba con el cura? ¡Cojones!, ahora me acuerdo —vuelve a mirar la foto—. Así que era esta —repite sin apartar los ojos del retrato.
—¿Se acuerda del cura y no de la chica? —pregunta extrañado el Coronel.
—Cómo me voy a olvidar del cura. Llegó aquí hacia las dos de la madrugada. Venía vestido de paisano, pero con alzacuello. Comenzó a pedir cafés y luego se pasó a los cubalibres. En un momento determinado llegó la muchacha, supongo que sería esta si ustedes lo dicen. Estuvieron hablando. Yo creo que llegó un momento en que discutieron, porque ella salió para la calle diciendo: «No, no, por favor». El cura salió detrás. Quería calmarla, pero ella se marchó como despavorida a las cuatro y catorce. Ahí fue cuando el cura entró de nuevo y comenzó a pedir cubalibres hasta que se cayó del taburete y lo tuve que echar a la calle.
—Perdone un momento, ha dicho que ella escapó a las cuatro y catorce, ¿cómo está tan seguro?
—La escenita la estábamos viendo varios clientes y yo. Recuerdo perfectamente esa hora porque uno de mis clientes dijo: «Vaya, el ligue sólo le ha durado media hora al cura. A las cuatro y catorce exactamente se le escapa su presa. Yo creo que ha sido el cortejo más fugaz que he presenciado».
—¿El cura se quedó?
—¿Si se quedó, dice? ¿No le he dicho que terminó borracho en el taburete y lo tuve que echar?
—Gracias —le digo al barman dejándole diez euros para que se cobre. Me dirijo ahora al Coronel—. Si eran las cuatro y catorce, nos quedan treinta y dos minutos sin explicar. Prepare el crono.
—Deténgalo, anótelo… Sí, bwana.
Salimos al exterior. El nordeste sigue golpeando nuestros rostros. Ya tenemos cuarenta y cuatro minutos casi rematados y al cura descartado como presunto asesino.
—Ahora vamos hacia el coche. Conecte de nuevo el cronómetro.
—Sí, bwana.
Arranco y enfilo el paseo de la playa. Parada en el semáforo. Seguro que Clarita fue respetuosa con él. Una muchacha con ropa oscura y pañoleta en la cabeza se acerca a la ventanilla y extiende su mano sin pronunciar palabra, mostrando el letrero que porta: «SOI RUMANA. UNA LIMOSNA PA COMER». Saco cinco euros del bolso y se los entrego, todo en el más absoluto de los silencios.
—¿Qué acabas de hacer, Ramallito?
—¿Es que no lo ha visto? Darle una limosna.
—Joder, acabas de retrasar cinco segundos la revolución.
—¿De qué habla?
—Las limosnas son las tiritas en un mundo que sangra. Si las das, aplacas un poco el sufrimiento, pero no resuelves nada. La limosna sólo palia un poco la hemorragia social, hay que dejar que se desangre el mundo para que estalle de una puñetera vez.
—Váyase a la mierda.
Prosigo la marcha en dirección a El Molinón, olvidándome del Coronel y sus análisis sociales de opereta. He de concentrarme en reconstruir la hora y dieciséis minutos. Bien, más o menos aquí se produjo la otra parada.
—Detenga el crono.
—Sí, bwana.
Clarita detiene el vehículo porque nuestro misterioso personaje ha hecho su aparición. Debo simular el escenario.
—Coronel, yo voy a pasar al trote al lado del coche, como si fuera el Nissan de los spetsnaz. La altura de mis ojos será parecida a la que tenían desde el asiento del copiloto. Usted, cuando yo llegue a su altura, abra la puerta y se introduce con algo en la mano. Por ejemplo, el mechero, que es metálico.
—Ay, Ramallito, esto de la reducción al absurdo es muy aburrido. A mí me divertía más lo de menear a los ratones.
—Usted haga lo que le mando.
—Sí, bwana.
Me alejo diez metros del coche parado en doble fila y comienzo a trotar, simulando la velocidad que podría llevar el Nissan.
—Entre ahora, Coronel.
Se mete en el coche. La luz interior se enciende. Le veo entrar, sentarse y cerrar la puerta. La farola de su espalda sólo permite contemplar la silueta, no distinguir sus facciones. Todo ha transcurrido en apenas siete segundos. La luz ha reflejado en el mechero y he visto que era metálico y brillante, pero no he distinguido bien el objeto. Ellos tampoco pudieron ver el cañón con exactitud. Creyeron de inmediato que era un cañón niquelado porque las armas son su obsesión. Pero podría ser cualquier objeto alargado y plateado, casi de cuatro pulgadas. Ya, pero no descartemos tan rápido lo del revólver. De momento, las conclusiones finales siguen intactas: o llegaba para protegerla o para atacarla. No, no y no. La última hay que descartarla pero ya. Si pretendía atacarla, Clarita no hubiese detenido su vehículo ante un desconocido. Sólo la hipótesis de la protección se mantiene. Y el sujeto era un conocido.
—Coronel, ponga de nuevo el cronómetro en marcha.
—Esto es un rollo.
Hacemos en silencio el viaje a Veranes. Mi cabeza repasa cada minuto del trayecto. He de ir a una velocidad prudente y respetuosa, simulando que conduce ella, pero he de elegir el camino más corto, pues ella conocía todo esto muy bien. Alguien conocido y, posiblemente, para protegerla. La muchacha estaba sometida a mucha tensión: los estudios, el trabajo, la relación ruinosa con el condecito, el cura que se le declara cuando iba a ayudarla, el dinero que necesitaba y las trabas para devolvérselo, la persecución de los exspetsnaz… En ese estado, difícilmente detendría el coche ante un desconocido. Ni siquiera lo vería. Pero el cura no es y al condecito no le hubiese parado el coche. Sigamos pensando que todo el mundo dice la verdad.
—Veranes —me grita el Coronel ante la señal que informa del desvío a la derecha.
La carretera es estrecha, pero asfaltada. Pongo las luces de carretera para abarcar más superficie. A la derecha, los helechos, zarzales y el precipicio; a la izquierda, la pared del monte. Un lugar ideal para una emboscada, seguro que pensaron los sicarios del Gran Duque, por eso dieron la vuelta.
Llegamos a una zona un poco más amplia con los laterales sin asfaltar. Sospecho que lo han dejado así para que, en caso de que se crucen dos vehículos, puedan pasar ambos deteniéndose uno de ellos. Debe de ser donde dieron la vuelta los exmilitares. La subida ha terminado. Una superficie más extensa y asfaltada se presenta ante nosotros. Ahí ocurrió todo, aún hay trozos de cinta del precinto y el suelo está más ennegrecido. Detengo el motor.
—Pare el crono.
—A la orden de usía.
—¿Cuánto tiempo hemos empleado?
—Veinte minutos.
—Hasta que efectúan la llamada avisando del fuego, aún han de transcurrir doce minutos. ¿Qué ocurrió aquí en ese tiempo?
El golpe estaba en la parte izquierda de su cabeza, luego no se pudo producir dentro del coche. Ambos tenían que estar fuera del vehículo.
—Salgamos, Coronel —sale despacio contemplando el cielo.
—Joder, Ramallito, ¿has visto qué sitio tan romántico?
—¿Romántico? —es lo último que se me hubiese ocurrido pensar.
—Con una noche clara como esta, se ven a los lejos las luces de Gijón, hasta se adivina el mar por los reflejos. Y esta tranquilidad… Si no pasase ningún coche por la carretera, el silencio lo abarcaría todo. ¿No lo encuentras romántico?
Un lugar romántico. ¿Vinieron aquí a propósito? Doce minutos: hablan, discuten, salen del coche, el sujeto la golpea con algo, posiblemente la culata del revólver, la encierra en el maletero y rocía todo con gasolina.
La gasolina… si la había aquí, es que existía premeditación. No fue ningún accidente. ¿Cómo se marchó el sujeto de aquí? No pudo irse andando, el pueblo más próximo está a unos kilómetros. ¿Había otro coche aquí esperando?
Era un conocido, pero ni la amenazaba cuando se detuvo a recogerle ni se presentó para ayudarla. Las hipótesis previas se van por los sumideros. Y si había gasolina, el asesinato estaba preparado.
Doce minutos. Es la contradicción que destruye las dos hipótesis previas: ni venía a protegerla ni a atacarla.
La clave está en ese tiempo.