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Revolcaos en un merengue
«¿Te acuerdas de un amigo del dueño del “Ex Prohibido” de nombre Juan?», me preguntó Fierro al teléfono. «Cómo me voy a olvidar de él, si le arreé un golpe con el taco en los testículos», le respondí. Y la contestación de Fierro me dejó petrificado: «Pues es vigilante jurado y tiene asignado, como arma reglamentaria, un revólver de cuatro pulgadas niquelado. Ya he ordenado que salgan en su búsqueda. Te tendré informado», concluyó Fierro.
Vigilante jurado con revólver niquelado, no se me aparta de la cabeza mientras nos acercamos a la Universidad de Oviedo. A lo mejor Clarita le pidió ayuda o protección por el hostigamiento que sufría por parte de los tipos del Este. Lo mejor será esperar a los interrogatorios.
—Me dijo el tal Nuño que se encontraba en el Departamento de Historia Contemporánea. Debe de ser ese edificio —ya está el Coronel, casi me había olvidado de él.
En cuanto Leoncio pronunció el nombre del profesor Nuño, no lo dudó. Comenzó de inmediato a llamar y a molestar a todo el personal docente y decente, y seguro que hasta al no docente ni tan decente, de la Universidad. Pero lo localizó. «Les recibo a las cinco», le debió de decir. Después pidió sus escalopines y los engulló con ansia. Nunca me gustaron, pero desde que el Coronel los pide a todas horas los aborrezco. Luego comenzó a contar chistes malos e hiperbreves, basados en los jueguecitos de palabras que tanto le gustan, de los que sólo se reían él y el camarero. Parecían los graciosillos del chigre. «Le he puesto a mi hijo gafas. Huy, qué nombre tan feo», ese fue el primero. Luego llegó el de «¿La calle Sagasta? Si pisa muy fuerte…». El último fue el espantoso de «Papá Noe. Ni mamá tampoco». Para llorar, aunque ellos se revolcaban por los suelos de las carcajadas. Y cuanta más sidra, más revolcones. «Qué salao ye el paisano», repetía el camarero. En fin, yo me limité a beber mi sidra, probar un cordero a la estaca y recibir la sempiterna llamada de mi tía: «Fíu, ¿no vienes a comer? Cuídate, y no te olvides de las medicinas». Entre todos y mis pinchazos en el hombro van a conseguir que me vuelva más tarao que Manu.
—Es en este edificio —asegura el Coronel después de aparcar el coche e ir caminando cien metros—. Ahora hay que buscar el Departamento de Historia Contemporánea.
Nadie en el exterior. A lo mejor no es horario lectivo. Las puertas de acceso están abiertas y un guarda pasea con sus dedos pulgares entre el cinto y el pantalón, con mueca de aburrimiento. Lo mejor será preguntarle.
—Segunda planta, despacho del fondo a la derecha —nos responde. Sospecho que es la única novedad en el turno de trabajo que ha tenido en el día de hoy.
No cogemos el ascensor, tendríamos que preguntar por su localización y perder tiempo. Mejor subimos las escaleras que se presentan a nuestro lado. El pasillo es amplio. «Despacho del fondo a la derecha», nos dijo el guarda. Aquí es. Toco dos veces con los nudillos en la puerta, pero nadie responde. Está abierta.
—¿Hay alguien en casa? —grita el Coronel.
—¿Qué deseaban? —nos recibe un hombrecito con gafas retenidas por la punta de su nariz, pelo cano, sobre cincuenta años amplios, americana de pana con coderas y barba de marino de novela de aventuras.
—Preguntábamos por el profesor Nuño.
—Soy yo. Supongo que ustedes son los que llamaron insistentemente a última hora de la mañana por un asunto muy grave —la gravedad que le infundió el Coronel a su mensaje.
—Inspector Ramalho, de la Policía de Vallecas y… —intento presentarme y explicarme, pero no me deja.
—¿La Policía? ¿Tan grave es? Pasen, por favor.
Nos invita a entrar en una sala con una mesa ovalada en el medio, diez sillas alrededor con otros tantos flexos y las paredes cubiertas de estanterías repletas de libros. Supongo que estamos en la sala de reuniones del departamento.
—Siéntense donde gusten —el Coronel toma asiento en la parte estrecha, como si presidiera la mesa. Yo espero a que se siente el profesor y me coloco enfrente de él—. Estoy a su entera disposición. ¿En qué les puedo ayudar?
—Investigamos el asesinato de la muchacha que se encontraba en el fondo de la fosa común y… —no me deja terminar.
—¿Aún está abierto ese caso? —lo pregunta atónito.
—Lo hemos abierto nosotros —responde el Coronel.
—Pensé que esos homicidios ya no se investigaban.
—En ocasiones sí —le respondo rápidamente. No tengo ganas de que el Coronel comience con alguna astracanada de las suyas y le diga que somos de la Unidad Especial de Víctimas de la Posguerra o alguna tontería semejante.
—No sé en qué les puedo ayudar, pero pregunten lo que quieran.
—Usted, creo, ha investigado todo lo referente a fosas comunes en… —me vuelve a interrumpir.
—Sólo en Asturias.
—Vaya, ya hemos demarcado el campo de investigación —ya empieza el Coronel con sus jueguecitos. Le lanzo una mirada que lo atravieso, agacha la cabeza.
—Por lo que nos han dicho, los doce de la fosa del Valle Negro eran guerrilleros de los montes en la posguerra. Y el cadáver de la muchacha corresponde a la Revolución del 34.
—Ya —otra vez me interrumpe—, pero yo de la Revolución del 34 sólo conozco que los mineros se sublevaron en busca de un nuevo ideal social, que siempre estaban donde había tiros y sangre, que no se acobardaban por nada y poco más. No soy especialista en esa parte de la historia.
—En realidad, no hemos venido a preguntarle por los sucesos del 34. Nuestras investigaciones nos han llevado a la conclusión de que la muerte de los doce de la fosa guarda alguna relación con el asesinato de la muchacha en el 34.
—¿Once años más tarde? Qué curioso. Siga, por favor.
—Sospechamos que si conseguimos encontrar el hilo que une ambos acontecimientos daremos con su asesino.
—¿Setenta y tantos años más tarde?
—Creemos que sí.
—Me han dejado anonadado. No sabía que se hiciesen este tipo de investigaciones.
—Nos gustaría que nos dijera todo lo que sepa de la fosa del Valle Negro, incluso con nombres y datos personales, si fuera posible —se ajusta las gafas y se levanta, dirigiéndose hasta una de las estanterías. Extrae un archivador y regresa a la mesa. Cuando se ha sentado, lo abre y comienza a hablar:
«Ahí tienen todo el expediente completo, con nombres, fotos y la historia de la vida de cada uno de los fusilados, tal y como nos la han contado sus familiares. Algunos eran de Asturias, pero como pueden ver también había andaluces que se instalaron en estas tierras para trabajar en las minas, provenientes de una emigración forzosa que luego cayó entera en las garras de la guerra civil, la represión… Lo mismo que en el 34.
»La historia sangrienta de los doce es muy parecida a la de tantos de esta tierra. Fueron soldados de la República o milicianos. Al terminar la guerra se refugiaron en los montes. Del 39 al 45 se estableció una especie de reparto del territorio sin firmar: el país era para el fascismo y algunos montes se los dejaban a los guerrilleros o maquis o huidos o fugaos o como quieran llamarles. En esos seis años, el régimen pretendía asentarse y no ambicionaba más refriegas. Por eso se daban batidas por los bosques y montes, pero de forma rutinaria, sin muestras de fuerza excesiva. Se pretendía más localizar a los enlaces que tenían en los pueblos limítrofes con el fin de irles cortando el suministro a todos. Los doce fueron capturados entre el 42 y el 45. El tribunal por crímenes contra el Régimen, y todo lo demás de lo que se les acusaba, los sentenció a muerte o cadena perpetua en un juicio sumario. Algunas de esas penas de muerte iban a ser conmutadas y suavizadas con la perpetua si mostraban arrepentimiento o colaboración.
»Pero llegó el 45. La Segunda Guerra Mundial había finalizado. Ninguna potencia aliada iba a intervenir en España para derrocar al fascismo. El Régimen iba a ser reconocido por ellos de un momento a otro. Las diplomacias ya estaban trabajando en el reconocimiento mundial. En ese momento nadie de los que quedaban en la montaña debía quedar vivo. Ahí comenzó lo que se ha denominado la Operación Exterminio: ya no era necesario capturar a ninguno, había que aniquilarlos. Las formas de hacerlo no importaban, la muerte de todos se convirtió en el objetivo final. En el caso que nos ocupa, los doce fueron el resultado de una saca: los sacaron de las celdas en las que se encontraban y los fusilaron. Luego se encargaron de correr la voz para que sirviera de ejemplo al resto.
»Tienen que darse cuenta de que este proceso de exterminio se inicia después del 39, pero adquiere mayor virulencia a partir del 45. Y en el 48 aún continuaba. Les cito el caso del pozo Funeres, en Peña Mayor, donde fusilaron a dieciocho o a veinticuatro y sus cuerpos se arrojaron al interior del pozo. Aún se desconoce el número exacto, pero eso es lo de menos. Y continuaron así, en la matanza de Santo Emiliano, en la Franca, en Monte Coya… Es mejor no seguir, porque me viene a la mente un caso descubierto recientemente en un pueblo de Cáceres, en la Sierra de Villuercas, en el que el cura del pueblo ordenó enterrar al guerrillero Ino en la puerta del cementerio para que todos los creyentes que fueran allí tuvieran que pisar la tumba de un rojo —hace un breve silencio mientras busca en el dossier que nos ha entregado una hoja en concreto—. Ahí tienen los nombres de los doce del Valle Negro y toda su vida, por si les ayuda en algo.
»De sus asesinos les diré que, independientemente de sus nombres, el esquema era el mismo en todas las ocasiones. Una brigadilla, formada por guardias civiles, militares y voluntarios de los pueblos limítrofes repletos de odio y fanatismo, se daba cita para llevar a cabo la ejecución. El que primero intervenía era el clero, por si alguno de los que iban a ser fusilados, en un acto de contrición o arrepentimiento, deseaba ser oído en confesión. Hasta llevaban una estadística macabra, que hace años se hizo pública. Los socialistas y comunistas, en su mayoría, no querían confesarse ni arrepentirse de nada. De los anarquistas, aseguran que sólo algunos seguidores de Proudhon querían confesión, pero los de Bakunin y los del leonés Buenaventura Durruti se negaban todos. En esa estadística parece que los nacionalistas vascos eran los que más demandaban confesión.
»Después de ese rito, eran llevados a zonas apartadas, siempre fuera de los cementerios, ya que estos eran lugares reservados para los creyentes, y los fusilaban. Nosotros hemos localizado setenta y una fosas con una cifra de cadáveres que sospechamos que supera los veinte mil. Algunas, las próximas a los cementerios de Oviedo y Gijón, con casi mil doscientos cuerpos. El resto son producto de paseos o sacas, como en el caso del Valle Negro.
»De los asesinos, ahí tienen sus nombres —localiza en el dossier otra hoja y nos la muestra—. Muchos habrán muerto en la cama, otros murieron en enfrentamientos con la guerrilla… no sé si alguno de los que figuran en el listado se encuentra aún con vida. Hemos conseguido los nombres porque nunca se ocultaron. Ellos mismos se vanagloriaban por los pueblos vecinos de haberlos ejecutado. No sé si lo que les he dicho o lo que se encuentra en ese dossier les servirá de algo, pero es todo lo que hay».
—¿Me permite una pregunta personal? —he comenzado a temblar ante la posible preguntita del Coronel.
—Pregunte.
—¿Qué le ha impulsado a llevar esta investigación tan exhaustiva sobre las fosas comunes? —se sienta, ajusta sus gafas y nos mira fijamente. Y comienza a contarnos:
«¿No están ustedes investigando los sucesos que rodearon la Revolución del 34? Pues investiguen también cómo se llevó a cabo la represión posterior. Las fosas comunes tuvieron su primer ensayo al ser derrocada la revuelta minera. No sé si les han hablado de la fosa común de Carbayín Alto —es la misma sobre la que nos habló, porque había estado presente, Ángel Gallardo—, con veintidós cuerpos. Además de Carbayín hubo muchas más de las que no les voy a hablar para no aburrirles. Pero sí les contaré los hechos que envolvieron a la primera… Y la segunda, si quieren. El doce de octubre del 34, el general López Ochoa ya ocupaba casi la totalidad de Oviedo con sus fuerzas. El cuartel Pelayo fue liberado de la ocupación minera y capturados los pocos revolucionarios que aún lo defendían. Los guardias que habían estado prisioneros durante seis días, al mando del capitán Nilo Tella, los fusilaron como venganza. Dicen que fueron diecinueve, pero nadie se molestó en contarlos. Dos días más tarde, fusilaron a los cinco de Llanera, como se les ha conocido a lo largo de la historia. Eran el alcalde y cuatro obreros del pueblo, que fueron detenidos y conducidos a presencia del capitán. Les ataron las manos atrás y los fusilaron. “A estos no se les da entrada en los libros”, oyeron decir a un teniente de la Legión. Y así ocurrió, porque no figuran en ningún libro, sólo sus cuerpos amontonados en una fosa en el exterior del cuartel Pelayo.
»Como pueden comprender, si algo aprendió el fascismo fue a ensayar métodos crueles después de la Revolución del 34, que le sirvieran para la represión de la posguerra. La represión posterior al 34 fue el laboratorio de lo que vendría cinco años más tarde y se prolongaría hasta casi finalizada la década de los cuarenta. Años treinta y cuarenta, el gran agujero negro de nuestra historia, la enorme travesía del desierto intentando rescatar a la humanidad de las garras siniestras del fascismo. Hambre y sangre, ese es el legado que nos dejaron.
»Me he ido por las ramas y no he contestado a su pregunta. Usted quiere saber por qué mi interés en investigar sobre las fosas comunes. ¿Le basta si le digo que uno de los cinco de Llanera, que no figura asentado en ningún libro, era mi abuelo?».
—Me basta y me sobra, amigo mío —el Coronel coloca su mano encima del hombro de Nuño.
—¿Cómo me localizaron, viniendo de tan lejos?
—Fueron los hermanos Cachón los que nos facilitaron su nombre.
—Ah, los Cachón. Ya ven ustedes, de los pocos testigos vivos que aún nos quedan. Lo malo será cuando ya no quede nadie para dar testimonio.
—Cuando fallezca el último testigo nacerá la leyenda, dicen —¿a quién narices estará parafraseando ahora el Coronel?
—Hablando de los Cachón —prosigue Nuño—, ¿saben ustedes que lo que luego se conoció como los fugaos o los maquis en las montañas tuvo su origen al finalizar el 34? —yo creo que es nuestra cara de asombro la que le hace proseguir—. Verán, después de que Belarmino Tomás firmase la paz con el general Ochoa, trescientos mineros rechazaron el acuerdo y se echaron a las montañas para seguir luchando, entre ellos los Cachón —¡curioso!, pero esto no ayuda nada en nuestra investigación—. Al cabo de unas semanas abandonaron, porque comenzaban a servir de excusa a los represores para incrementar la presión sobre los habitantes de las cuencas.
Dejémonos de anécdotas históricas, nosotros hemos venido a algo, y lo que nos interesa es la lista completa de los posibles asesinos de los doce con todos sus datos personales. Espera un momento, Ramalho, una chispa ha saltado en mi cabeza después de las palabras del profesor. Si los Cachón regresaron a las montañas, ¿no encontrarían a Rosa en ellas?
—¿Le importaría si hacemos unas fotocopias? —pregunto a Nuño.
—Se las hago yo mismo.
Recoge el dossier y sale de la sala de reuniones en dirección a una fotocopiadora ubicada en el pasillo.
Zun, zzuunn, zzzuuunnn… El móvil, otra vez Fierro.
—Dime, Fierro.
—Siento llamar para darte malas noticias.
—¿Qué ha pasado?
—Hemos estado interrogando al vigilante jurado. Asegura que él no salió del pub hasta altas horas de la madrugada. Tiene la coartada de Mosquera, el dueño, y de su amigo.
—¿Y el revólver?
—Eso es lo definitivo: en esos momentos estaba depositado en nuestra intervención de armas por tener el percutor estropeado.
—Joder —mi expresión o mi gesto de mala leche ha llamado la atención de Nuño, que me mira desconcertado desde la fotocopiadora del pasillo—, es que no sale nada bien.
—No tenemos nada —continúa Fierro—, Ramalho. Estamos peor que al principio.