26
Setenta años no son nada
Estoy del Coronel hasta el moño. Ya me tenía preparada la agenda nada más salir de los juzgados. «Hoy es sábado y hay mercado en Pola de Lena. El bibliotecario de Turón me dijo que los Cachón van siempre hasta la hora de tomar un culete», me dijo. Y aquí estamos, paseando, rodeados de puestos de ropa, de chucherías, de trastos expuestos en sábanas como si fueran maravillas del universo, de baldas que contienen pimientos y tomates, de un furgón de pollos asados y de gente, mucha gente.
—¿Los ve, Coronel?
—No, pero lleguemos hasta el final, a ver si están por allí.
—Tengo el chollo de sus vidas —nos aborda un individuo muy moreno, por el sol o por desconocimiento de la existencia del agua, con patillas largas y un tatuaje en el dorso de la mano, mostrándonos una maleta llena de relojes. No le prestamos atención.
—Me quedan seis y uno es el gordo —nos grita desde una esquina un individuo con una tira de cupones en la mano. Tampoco le prestamos atención, pero nos aborda con insistencia—. Uno es el gordo y sólo me quedan estos.
—¿Uno es el gordo? —le pregunta el Coronel.
—Claro que sí, ¿cuántos le doy?
—Ninguno. Si uno es el gordo, ¿para qué lo vende? Quédeselo usted.
El cándido vendedor, desconocedor de las gracias del Coronel, queda paralizado en mitad de la acera preguntándose si ha entendido bien el mensaje o ha sido él quien no ha sabido explicarse. Elevamos la vista sobre la multitud por si vemos dos boinas gemelas, pero es imposible distinguir las de los Cachón entre tantas como hay.
Aún no se me ha olvidado la representación teatral en los juzgados de Gijón por parte del Coronel y Falcone. «Explíqueme lo de la boina granate con el emblema que le ha colocado», le pregunté en cuanto estuvimos en el pasillo. «Fue idea de Falcone. Escaneamos el emblema de los Grupos Alfa de la Spetsnaz y me dijo que me situara en la penumbra, que no se me viese el rostro, ya que se percatarían de que era muy mayor para ser coronel». Tras esa respuesta, le espeté: «¿Y qué objeto tenía todo?». «En esas unidades de élite desprograman a la gente y le lavan el cerebro. Después los reprograman a su antojo, con lo que siempre trabajan con sus códigos internos el resto de sus vidas. Amigo, si un jefe censura tu comportamiento, date por jodido», eso confirmaba lo que sospeché. «Otra confirmación de la sabiduría del ínclito Einstein: es más fácil desintegrar el átomo que eliminar los prejuicios», si no larga alguna de sus frasecitas, no está tranquilo. «¿Qué carajo fumaba?», ya sólo me quedaba esa pregunta. «Una basura de la estepa siberiana, que sabe a cuerno quemado. Era para darle más realismo a la opereta», me contestó. «Lo que me indica que hablaron más por su presencia que por Falcone». La respuesta vanidosa no se hizo esperar: «Por supuesto, por eso Falcone repetía lo de asesinos de niñas, sabían que cualquier spetsnaz del mundo los trocearía vivos antes de comérselos».
—¿Los ve usted, Coronel? —ya empiezo a cansarme de tanto paseo.
—Nada por aquí, nada por allá. A que estos cabronazos ya se han ido a tomar unos culetes.
Mientras caminamos entre los puestos en busca de los Cachón, mi mente se evapora por lo ocurrido cuando hicimos un alto en Ciaño para quitarme el traje. Mi tía, limpiándose las manos en el delantal, me espetó nada más verme: «¿A qué todo el mundo en los juzgados habló de lo elegante que ibas?». «Fue la sensación, Manolita», dijo el Coronel, y remató: «Parecía el Kiko Matamoros con peluquín». En fin, sospecho que es la cruz que me ha tocado en suerte por dejar que me acompañase.
—Ramallito, mira. Ahí están.
—De estos se encarga usted, ya sabe que yo no tengo buena entrada con ellos.
—Son todos míos.
—¿Cómo los distingue, Coronel? —y es que yo contemplo dos boinas iguales, dos americanas con todos los cuadros en la misma ubicación, la misma complexión trabada… Hasta en la mirada cerrada y el ceño fruncido se asemejan. Sólo las camisas son distintas: una de rayas y otra de cuadros.
—Ahora verás —y grita—. Bernaaaaardooo —el de rayas gira la cabeza hacia nosotros—. Ahí lo tenemos.
—Ah, son ustedes, los antropófagos.
—Antropólogos, Bernardo —aclara el Coronel.
—Eso —exclama, y hace un breve silencio—. ¿Y qué hacen por aquí? —ha cerrado aún más los ojos, son desconfiados hasta la médula. Supongo que tantos años de clandestinidad marcan a cualquiera.
—Estamos conociendo esto. Es muy bonito —vaya al grano, Coronel, por su madre.
—¿No lo conocían?
—No. Es la primera vez que venimos —contesto yo, para ver si se acaban la presentación y los buenos modales de una vez y nos centramos en lo que hemos venido a investigar.
—¿Tomamos unos culetes? —el Coronel quiere cercanía.
—No tenemos sed —¡vaya corte! Ellos sólo beben si tienen sed. Esa no se la esperaba el Coronel.
—Pues ya que les he encontrado, me gustaría hacerles una pregunta sobre la fosa común, porque nuestras investigaciones socavan un poco su pasado de luchadores de vanguardia del proletariado… —la venganza del Coronel.
—¿Qué está usted diciendo? —ha saltado Leoncio, que da la impresión de que va a sacar una navaja del pantalón.
—Tranquilo, Leoncio. No va nada con usted, ya que en esos momentos estaba encerrado en la cárcel de Astorga. Pero Bernardo debe explicar algo que ha llenado de mierda su pasado.
—¿A qué se refiere? —la táctica del Coronel es buena. Le intenta pinchar cuestionando su pasado de luchador social, lo que hará que nos dé mil y una explicaciones.
—Después del asalto al Banco de España, en su escuadra se produce una fuerte discusión política entre Rosa y usted, hasta el extremo de que la llega a amenazar de muerte. Más tarde, Rosa y el dinero desaparecen. Y el resto ya lo sabe. Las malas lenguas dicen que usted no andaba muy lejos de su asesinato.
—¿Qué malas lenguas? —en realidad quiere decir: dígame sus nombres, que los rajo.
—¡Tengo sed! —brama rotundo Leoncio, como si fuera una jovencita que exclama extrañada: «Me llegó la regla».
—Hala, pues al chigre —lanza el Coronel.
Sospecho que no les agrada mucho hablar de todo esto en mitad de la calle. «El Trasgu», reza el cartel de la sidrería en la que hemos entrado. Ninguna mesa libre. Nos situamos en la esquina de la barra, debajo del televisor y al lado del teléfono. Es el peor lugar. No oiremos nada y nos estarán molestando constantemente con las llamaditas.
—¿Qué les pongo? —dice el camarero.
—Sidra —contesto.
—Ese camarero es de los míos —no entiendo por qué lo dice. Ah, ya comprendo. Lleva una camiseta en la que se lee: El agua oxida cañerías, bebe sidra. Nadie le ríe la gracia.
El camarero comienza a escanciar unos culetes mientras intentamos hacernos un hueco en la barra. Seguimos en silencio. Parece que Bernardo pretende esperar a que se desaloje un poco el local o, al menos, a que no haya orejas a menos de cinco metros.
—Cuando guste, Bernardo —dice el Coronel en el momento que los cuatro encontramos un hueco más amplio en la barra.
—Lo que les voy a contar no lo sabe nadie más que mi hermano, pero creo que es el momento de decirlo para que mi nombre quede limpio —y comienza a hablar como si su discurso lo hubiese estado rumiando durante setenta años:
«La gran purga en el Partido Comunista de la Unión Soviética se produjo en 1933, con cuatrocientos mil expulsados. Ya existía una instrucción secreta de Stalin y Molotov del 8 de mayo del 33 por la que había que estar vigilantes ante todos los elementos subversivos, desviacionistas y revisionistas en nuestras filas. La creación en España de la Izquierda Comunista de Andreu Nin y el Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurin en el 31 era una muestra de que los elementos desviacionistas, que luego se conocieron como la Quinta Columna, se encontraban entre nosotros.
»Cuando la Revolución del 34 reculaba y tuvimos que salir de Oviedo al extrarradio para evitar que las bombas de la aviación nos alcanzaran, el primer Comité Revolucionario, formado prácticamente por socialistas, ya había dimitido. Se había constituido el segundo Comité, donde la presencia de comunistas era más numerosa. La misión nuestra era apoderarnos por completo de la dirección, lo que casi se consiguió con el tercero. Cuanto más se radicalizaba todo, mejores posiciones ocupábamos. Pero todo se fue al traste con la rendición de Belarmino Tomás.
»Dentro de la formación política en la que me había educado el partido, la crítica que Rosa hizo del gran camarada Stalin, oponiendo a sus tesis las de la Luxemburgo, era para mí una muestra de que la chica se estaba alineando con los desviacionistas. Mi enfado era más conmigo que con ella, al ver que en nuestra escuadra había quedado en minoría. Rosa defendía la fusión de la espontaneidad y el partido; Gloria era anarcosindicalista, para ella el partido era otro elemento de opresión; Marcos carecía de criterio, pero siempre se inclinaba hacia las tesis de las mujeres, opinaran lo que opinaran. Niño había muerto… Yo estaba solo, políticamente hablando. Necesitaba salir de esa escuadra e irme a otra con mis camaradas. Por eso apoyé que cada uno siguiera su camino y cumpliera con la misión encomendada por el Comité.
»Marcos escapó en el primer vehículo que cruzó rumbo a la cuenca del Nalón. Nosotros tres, Rosa, Gloria y yo, decidimos atravesar los montes, evitando senderos y carreteras. Era más seguro. Así la aviación no nos vería ni nos podrían interceptar. Nos dispersamos. Los quince kilómetros que nos separaban, monte a través, se podían recorrer en cuatro o cinco horas. Éramos jóvenes y lo podíamos hacer. Lo más difícil era eludir al enemigo.
»Al cabo de dos horas me detuve a descansar en una loma. Yo iba el primero. Me había criado en la montaña y sabía caminar por quebradas y pendientes y ocultarme en el terreno mejor que nadie. Miré hacia atrás con mis prismáticos. Gloria venía a medio kilómetro de distancia con otros milicianos que no eran de nuestra escuadra. Por sus banderas sospeché que eran de la CNT. Enarbolar banderas era un suicidio, la aviación nos podía localizar mejor. Aquello sólo confirmaba mi teoría de que eran miembros de la Quinta Columna. También localicé a Rosa, era la más rezagada. Esa muchacha no conocía los montes y se estaba desviando, pero yo no podía decirle nada, se encontraba muy lejos. Creo que fue por esa razón por la que ella bajó la loma y se dirigió a la carretera. Esperaba que alguien que pasase la pudiera guiar. No habían transcurrido ni cinco minutos y un coche se detuvo a su lado. Rosa subió en él, yo seguí la ruta del vehículo con mis prismáticos y comprobé que se estaba equivocando. No se dirigía a la cuenca del Nalón, a Sotrondio. Iba en dirección a Mieres, donde nos habían indicado que las fuerzas de los generales Bosch y Balmes habían entrado rompiendo el cerco de Campomanes. El que conducía aquel coche o era un suicida o… un traidor desviacionista que se dirigía a Mieres a entregar el dinero a los militares. Aquello me confirmó aún más que Rosa era una traidora a la Revolución».
—Claro —interrumpo su exposición—, y cuando la encontró, la asesinó.
—No me caliente —grita Cachón amenazante. Apacigua el tono, Ramalho, me digo a mí mismo, estos no son robagallinas de tres al cuarto.
—Pues no entiendo por qué usted no contó esto antes —digo, para tranquilizarle un poco.
—No lo conté porque el vehículo que paró y en el que se subió Rosa llevaba las siglas UHP y el emblema del Comité, lo que me indicaba que quien subió a Rosa en el coche era un miembro del partido, otro desviacionista en nuestras filas que no llegué a conocer jamás —hace un breve silencio aprovechando que le han pasado el vaso con un culete. En cuanto lo bebe, me mira amenazante—. ¿Se entera ahora?
—¿De qué dirección venía el coche?
—Venía de Oviedo. Lo tenía que conducir alguien del Comité —don Carlos viene a mi mente.
—¿No sería don Carlos?
—¿El maestro? No —es tajante—. A él lo detuvieron en Oviedo cuando entró la Legión.
—Si yo le preguntara quién pudo asesinar a Rosa, ¿qué me respondería?
—Hace setenta años habría respondido que ella se había fugado a Francia con el dinero y acompañada de algún desviacionista o quintacolumnista, como quiera. Pero ahora que a mí se me ha caído el velo que me ocultaba lo que Stalin estaba haciendo en la URSS y cómo nos tenía engañados a todos, mi respuesta sería otra: creo que la asesinaron para apoderarse del dinero, de las trescientas mil pesetas que llevaba.
—Insisto, Bernardo, ¿quién pudo ser?
—Cualquiera que lo supiera, pero no era un miliciano, eso lo tengo muy claro. Un revolucionario auténtico la habría ayudado a llegar a Sotrondio. Recuerde que todo el dinero se entregó al Comité. Nuestra lucha y nuestra clase social eran lo primero para todos nosotros. O fue un traidor o gente del comandante Doval en la represión posterior.
—¿Sabe que la violaron? —mira para su hermano, se hace el silencio.
—Lo dicho: un traidor o la gente de Doval —repite tajante.
Terminamos la botella y pedimos otra. La tensión inicial con los Cachón ha disminuido. El Coronel sabe llegar bien a ellos. Al fin y al cabo, todos superan con creces la barrera de los ochenta y padecieron lo mismo. Hablan de Stalin, de cómo engañó a la clase obrera, de la mierda que creó haciendo ver a todos que había construido el socialismo en un solo país. Discuten de las purgas estalinistas, de los campos de Siberia, de cómo pasaron sus años en las cárceles del franquismo, de las fosas comunes que se abren, de la memoria que no se debe perder para no repetir jamás lo que ocurrió. Entre risas, comentan el hambre que sufrieron, sospecho que la distancia en el tiempo suaviza cualquier recuerdo doloroso. Hasta toman a broma que en este país sólo comieran bien los obispos, los toreros, las putas de lujo, cuatro aristócratas y algún burgués. Y se despiden. Tal vez los he juzgado mal. Pero antes de marcharse, Leoncio, que ha permanecido en silencio toda la conversación, dice:
—Ustedes no me parecen buenos investigadores, no van a descubrir nunca lo que ocurrió en la fosa común —simpático chaval—. Deberían ir a ver al profesor Nuño, en la Universidad de Oviedo. Él sabe lo que ocurrió por todos los lados —y se alejan. Anoto el nombre de Nuño en mi mente.
—No parecen malos chavales. Un poco equivocados ideológicamente en su momento, pero sinceros —remata el Coronel.
—Coronel, aquí no estamos para analizar quién se equivocó en sus análisis políticos y quién no. Le recuerdo que nuestra misión es desvelar dos asesinatos.
—Otra botella, guaje —grita al camarero—. ¿He dicho bien lo de guaje?
—No me cambie de conversación. Sabe que tengo razón.
—¿Pedimos unos escalopines al cabrales?
—Puede metérselos por donde le quepan.
—Corrígeme si me equivoco, Ramallito. En estos momentos nos queda localizar al propietario de un revólver niquelado y a quien conducía el vehículo del Comité en el 34.
—Fierro ya se puso en marcha con lo del revólver, para eso las armas las controlan ellos. Lo del coche lo tenemos más difícil. Usted leyó todo el diario del bisabuelo de Manu, ¿recuerda si dice algo de los que salieron en vehículos desde Oviedo a las cuencas?
—El coche debe de aparecer el día doce, que fue el día del repliegue al valle del Nalón, y ese día arrestaron al bisabuelo de Manu. No pudo ser él.
—Creo que hay que volver a repasar ese diario para localizar nombres de miembros del Comité que se dirigieran a la cuenca desde Oviedo en coche. Porque ya no nos quedan más testigos, a no ser ese profesor universitario, si es que sabe algo.
—¿Cómo que no quedan más testigos? Sólo hemos interrogado a cuatro gatos.
—¿Pero usted qué se cree, Coronel, que abunda la gente que supera la barrera de los ochenta y tantos y, además, participó en la Revolución del 34?
—Éramos una generación muy recia.
—No sea chorra. ¿Cuántos habitantes hay que superen, pongamos, los ochenta y cinco? De ellos, ¿cuántos vivieron los acontecimientos del 34? ¿Cuántos conocieron a Rosa? Y de los que le queden, ¿cuántos conservan su recuerdo intacto?
—Alguno más habrá, Ramallito.
Zun, zzuunn, zzzuuunnn… El móvil, es Fierro.
—Ramalho, ya localicé al propietario del revólver niquelado.