25: La verdad es un no-color

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La verdad es un no-color

Acaba de llegar el furgón de la Guardia Civil con los dos exspetsnaz engrilletados. Van escoltados por tres guardias con subfusiles al mando del sargento Terry y Fierro, además del conductor. Han introducido el vehículo en un recodo para que los detenidos sean trasladados sin curiosos ni prensa alrededor. Estoy seguro de que Fierro me ha visto al pasar por delante del Palacio de Justicia de Gijón. Lo mejor será esperar sus indicaciones.

Miro el reloj. La pantalla indica las 9:55. Hace tres horas que me he levantado. Esta vez no necesité la alarma del despertador, pues ya estaba mi tía pendiente, como cuando era un niño y me despertaba para ir al colegio.

«Dúchate y aféitate, que vas a los juzgados y no pueden verte con eses pintes, porque luego no hablan mal de ti, fíu, sino de mí. Mira el sobrín de Álvaro y Manolita, qué pintes lleva, dirán por ahí», es gracioso, oyendo a mi tía, tengo la impresión de que he traspasado la barrera del tiempo y me encuentro veinte años antes, en el mismo lugar. No tenía traje que ponerme. No había traído ninguno de Madrid. ¿Quién carajo me iba a vaticinar en los líos que me metería? «Ya llamé a Bonifacio y te abre la tienda ahora mismo. Escoges el traje que mejor te siente, pero yo creo que unu gris o azul marino va a ite muy bien. La corbata que la elija él, que pa eso ye el tenderu y de eso sabe. Ya le dije que era una urgencia urgentísima y me dijo que abría ahora mismo». Una urgencia urgentísima comprar un traje a las ocho de la mañana… Las cosas de mi tía.

El Coronel no estaba en su cama. «No ha venido a dormir», me dijo mi tía, «desde que se fue a visitar a esas amistades que tiene no ha regresado». Casi lo agradecí. No deseaba mucho que me acompañara, pues es un poco incontrolable, por no decir mucho.

«A ver cómo te queda el traje», mi tía volvía a la carga nada más que regresé de la tienda de Bonifacio, «de hombros y cintura bien, pero un poco largo de piernas». «Hay que recogerlo una pizca», hablaba ella sola mientras me obligaba a girarme para localizar cualquier fallo. «Venga, quítate el pantalón, que es un momento recogerlo», eran casi las nueve y quería ponerse a recoger la pernera. «Tía, por favor, que no tengo tiempo», le supliqué, pero daba igual. «Cuanto antes te lo quites, antes termino», lo mejor era hacerle caso. Me despedí y, de camino al coche, pensaba que no podría vivir con ella. Daba igual lo que ocurriera, siempre iba a ser su niño.

Ayer, Beli desheló la capa de olvido con la que he cubierto los últimos años de mi vida y se presentó para recordarme que era el tiempo quien había muerto y no ella. Pero he de aceptar lo que el presente y el silencio del ayer me muestran claramente: que todo se terminó entre nosotros.

Veo a Fierro asomado en la puerta haciéndome una señal para que me acerque.

—Vamos, Ramalho.

—¿Has hablado con Falcone?

—No. Desde su llamada de ayer no sé nada.

—Es un sujeto chocante.

—Sí —mira mi impecable traje azul marino con rayas blancas muy delgadas, mi corbata rosada sobre camisa azul cielo, el pañuelo rojizo en el bolsillo de la americana y mis zapatos negros brillantes—. Será todo lo chocante que tú quieras, pero le haces caso —y sonríe.

Subimos los escalones del Palacio de dos en dos. En el pasillo de la primera planta contemplo al grupo: Terry y tres guardias provistos de subfusiles custodian a Vladimir y a Nicolai.

—Buenos días, inspector —me saluda el sargento. Los otros guardias lo hacen con una pequeña inclinación de cabeza manteniendo su posición con el arma en bandolera.

—Buenos días, Terry. ¿Os ha llamado el juez?

—El agente judicial nos ha dicho que esperemos un poco.

—Pasen, por favor. Su Señoría estará ahora con ustedes —nos dice un agente judicial delgado con nariz aguileña y jersey raído.

Nos hace pasar a una sala de vistas. No es lo habitual. El interrogatorio lo suelen hacer en otros locales, pero con Falcone ya nada me extraña. La sala se encuentra en penumbra. Sólo unos pequeños haces de luz penetran a través de las rendijas de las persianas.

—¿Subimos las persianas? —pregunta el sargento Terry al agente judicial.

—No —rotundo—. Su Señoría ha ordenado que la sala se encuentre a media luz —las extravagancias de Falcone.

Los tres guardias conducen a los exspetsnaz hasta el banco de los acusados. Dos se colocan en sus costados y uno a la espalda. Terry está conmigo y con Fierro, un poco apartado de los detenidos. Una mujer, que no saluda a nadie, ha entrado y toma asiento al lado del tribunal, en una pequeña mesita en la que se encuentra el teclado de un ordenador. Sospecho que es la taquígrafa. El agente judicial abre la puerta, que seguramente comunica con un cuarto en el que se debe de encontrar Falcone, después de llamar en ella y solicitar permiso. Esperamos.

El agente judicial sale del cuartucho de atrás y grita:

—Todo el mundo en pie —¿dónde se creerá que se encuentra? ¿Es que no se ha dado cuenta de que todos hemos permanecido de pie desde el momento que entramos? Este ha visto muchas películas.

Falcone, acoplado en su toga negra que no debe de quitarse ni en la playa, hace su entrada en la sala escoltado por otro señor regordete, también con toga, que lleva una carpeta con documentos y que sospecho que será el secretario judicial. Detrás de ellos… ¿qué carajo hace ahí el Coronel? Pero, pero… miro para Fierro, él tampoco entiende nada. El juez y el secretario toman asiento y el Coronel se va a una butaca próxima a las ventanas en la que la luz que penetra a su espalda sólo permite distinguir su escuálido contorno. ¿Pero qué está pasando aquí?

Los detenidos cuchichean algo al oído mientras miran para el Coronel. ¿Se conocerán? ¿Qué les ha llamado la atención? No. Lo que están mirando es el emblema que se ha colocado en la boina. ¿Boina? ¡Pero si se la ha cambiado y ahora lleva una granate con una especie de emblema cosido! ¿Qué carajo será lo que lleva? Es una especie de galleta con fondo azul y una enorme A en el centro, flanqueada por dos ramas de palma amarillas bajo un rótulo que reza: AHTHTEППOП. Este hombre está para que lo encierren. Y Falcone está igual que él, por permitírselo. Mejor que los encierren a los dos.

Vladimir y Nicolai se vuelven para mirar al Coronel haciendo un gesto extraño con su nariz, como indicando que apesta a algo raro o familiar. ¿A qué se referirán? No huelo nada extraño. ¡Oh, no! Es el Coronel, que ha encendido un cigarro que huele a demonios. ¿Qué estará fumando?

—Preside la audiencia su Señoría el juez Falcone —comienza el secretario con la carpeta abierta ante él, leyendo las hojas que contiene—. A los detenidos se les acusa de pertenencia a banda armada, extorsión, tenencia de armas prohibidas, intento de asesinato en la persona de un inspector de Policía —Fierro y yo nos miramos, por eso no presenté denuncia, le intento decir con mi gesto. Fierro se encoge de hombros, revelándome que él tampoco entiende nada—, asesinato de una niña —ha llamado niña a Clara, evitando pronunciar su nombre, no entiendo nada— y posible participación en seis asesinatos en la Costa del Sol.

—Vaya, mira lo que tenemos aquí —dice Falcone con su monocejo en mitad de la frente y los párpados retrasados, dejando ver sus globos oculares en su total intensidad—. Asesinos de niñas.

—Nosotros no… —parece que quieren decir algo, pero el secretario se lo impide.

—¡Silencio! —grita. Y prosigue Falcone.

—Asesinos de niñas. Son ustedes cadáveres andantes que aún no saben que están muertos —¿pero qué está diciendo? Eso es de El Padrino—. ¿Saben lo que hacen los demás reclusos con los asesinos de niñas? ¿Lo saben? ¿Quieren que se lo traduzca o me están entendiendo? La orden con su ejecución ya corre por las galerías de las prisiones. Sólo queda conocer la fecha.

—Nosotros no…

—¡Silencio en la sala cuando habla su Señoría!

—Asesinos de niñas. ¿Es eso lo que les enseñan en los Grupos Alfa de la Spetsnaz? —¿cómo sabe que pertenecieron a los Grupos Alfa?— ¿Es eso los que les enseñan, allí a estos muchachos, Coronel? —¿por qué le nombra?— ¿Es eso lo que les enseñan en sus campos de entrenamiento? —me parece que voy comprendiendo el jueguecito que se traen los dos—. Señores, tengo la impresión que los spetsnaz del mundo no se sienten muy orgullosos de ustedes. Si no les matan en prisión, morirán en cualquier callejón o en el propio traslado a la mazmorra.

—Nosotros no…

—¡Silencio!

—Asesinos de niñas. ¡Qué deshonra para las unidades Spetsnaz! Para miles de generaciones que liberaron la patria soviética del nazismo, para millones de muertos en Stalingrado. ¡Qué deshonra! Me dan lástima. Ustedes no son dignos de pertenecer a esa raza de soldados invencibles. Supongo que la cúpula de la Spetsnaz tomará cartas en el asunto. ¿Será así, Coronel? —miro para el Coronel. Asiente una sola vez entre la penumbra del humo de su cigarro. Los detenidos también le han visto.

—Nosotros no…

—¡Silencio! Ultima vez que les ordeno callar, se lo advierto —les grita el secretario.

—Asesinos de niñas. Han tenido suerte conmigo porque les voy a ofrecer la última oportunidad de su vida. Les doy mi palabra de que sólo les tendré en prisión preventiva quince días en los que tendrán que buscarse la vida para sobrevivir en la cárcel. Luego les dejaré salir con cualquier excusa o bajo fianza y así podrán escaparse. Pero para que yo cumpla mi palabra ustedes me tienen que explicar cómo asesinaron a la niña.

—Nosotros no…

—Les recuerdo que sólo tienen una oportunidad.

—Nosotros no…

—Se terminó todo. ¡Fuera de aquí! Subteniente, lléveselos.

—Espere un momento, por favor —parece que suplica el exsargento, el de la perilla, el supuesto jefe.

—Le oigo.

—Es verdad que nosotros seguíamos a la muchacha el día que la asesinaron. Nos habían pagado para hostigarla un poco y que cogiera miedo. No nos dijeron el porqué. A nosotros nos pagan, pero no nos expligcan las razones. Es más, no queremos saberlas, somos profesionales. Aquella noche la esperamos a la salida del pub. Cuando salió estuvo cingco minutos disgcutiendo con un muchacho que la esperaba con un desgcapotable negro a la puerta. El del desgcapotable se marchó. Ella se dirigió hacia un sagcerdote joven que la esperaba en la agcera y se introdujeron en una cafetería que estaba abierta. Estuvieron una media hora hablando. Después de despedirse, ella cogió su coche, que estaba apargcado enfrente y continuó ruta por la avenida que va al estadio de El Molinón —es todo verdad, esos datos se supone que ellos no los conocían, luego sí estuvieron allí—. En mitad de la avenida, un individuo desde la agcera le hizo una señal para que se detuviera. Ella paró el coche. Al ir dos en el vehígculo, nosotros desistimos de hostigarla, y más cuando vimos el revólver —¿ha dicho revólver?—. La avenida estaba osgcura, lo único que pude apregciar fue el brillo del cañón niquelado instantes antes de apagarse la luz del interior del coche —Fierro y yo cruzamos las miradas, todo esto es nuevo y desconcertante—. En ese momento teníamos nuestras dudas. No sabíamos si era un guardaespaldas que la joven había contratado para protegerse de nosotros o era alguien que quería hacerle daño. Por si agcaso la seguimos. Al llegar a la desviación para Veranes continuamos tras ellos unos metros, con las luces apagadas, hasta que vimos el vehígculo detenerse. En ese momento degcidimos dar media vuelta —de ahí las rodadas al hacer la maniobra—. No sabíamos si el individuo se iba a liar a tiros con nosotros o quería otra cosa. Ninguna de las dos opciones nos interesaba. Por eso dimos la vuelta. Al día siguiente nos enteramos de lo sugcedido.

—Endeble historia. Ahora resulta que hubo un tipo con un revólver niquelado. ¿Cómo sabe usted que era un revólver y no una pistola?

—Sé distinguir ambos. Aquello que vi se paregcía al cañón de un revólver y no al de una pistola. Además, era niquelado, y existen pocas pistolas así en el mundo.

—Ya puestos: ¿qué pulgadas tendría ese cañón niquelado?

—Había muy pogca luz, pero tenía más de dos pulgadas, de eso estoy seguro. Diría que cuatro.

De repente, alguien irrumpe en la sala, son los dos abogados que defendieron al condecito en los juicios de faltas.

—Queremos protestar, Señoría. A nuestros clientes se les han despreciado sus más elementales derechos constitucionales —gritan a Falcone.

—Fierro, eche de la sala a estos dos mamarrachos antes de que les tenga que dar yo mismo unas hostias —dice Falcone, pausadamente, sin alterar ni mover un pelo de sus cejas.

Fierro se acerca a ellos, extiende sus brazos y los mueve hacia delante, indicándoles que abandonen la actitud y la sala.

—Presentaremos una queja ante el Consejo General del…

—Por mí, como si se la pelan —les responde Falcone. Los abogados han abandonado la sala y Fierro procede a cerrar la puerta—. ¿Esos tipos son sus abogados? —les pregunta a los exspetsnaz.

—No los conocemos —supongo que dicen la verdad, ya que vendrán por indicación del Gran Duque y a ellos no les habrán dicho nada.

—Vaya, vaya… Así que esos sujetos se presentan aquí amenazándome y no son ni sus abogados —sonríe. Mira para el secretario, que se ha colocado a su derecha, y con voz pausada le da una orden—. Levante acta sobre lo sucedido y se la remite al Colegio de Abogados. A esos dos les cuelgo la toga —su mirada regresa a los detenidos—. Así que un individuo le dio el alto y ella detuvo el vehículo. El sujeto desconocido subió al auto y esgrimía un revólver niquelado. Y ese mismo sujeto fue el que se encontraba con la niña antes de que incendiaran el coche. ¿Reconocieron al individuo?

—Nunca lo habíamos visto. Sólo apregcié su silueta, era alto, delgado y llevaba una pequeña mogchila que sería donde guardaba el arma.

—Y usted, ¿no vio nada más? —le pregunta al otro.

—Net, el que conducía era yo. El que estaba más cerca de ellos era Nicolai.

—Bueno, bueno, ¿creen que les queda algo más por contarme?

—Net —mascullan, negando con la cabeza.

—De momento voy a cumplir mi trato: quince días de prisión preventiva, sin fianza, hasta que esto se aclare. Si lo que han contado es verdad y no están implicados en lo de la Costa del Sol, les dejaré salir. Amigos, les quedan quince días muy duros. A ver, Fierro, que los escolten al calabozo. Ya se les llamará para firmar la declaración. Usted y el inspector Ramalho quédense aquí, que quiero hablar con ustedes.

Terry y los otros tres guardias escoltan a los detenidos hasta las celdas de los juzgados. La taquígrafa imprime las copias de las manifestaciones y el secretario las va repasando. Falcone se acerca hasta donde nos encontramos Fierro y yo. De reojo veo al Coronel tirar al suelo el cigarro apestoso que estaba fumando y pisarlo mientras extrae su Camel sin boquilla y da un toque a la piedra de su mechero.

—Señores —nos dice Falcone—, como comprenderán, yo no puedo hacer más en este caso. He estirado la ley hasta el infinito. A partir de ahora es cosa suya. Localicen al del revólver niquelado y tendrán al asesino. Y sólo tienen quince días. Ni uno más.

—De acuerdo, Señoría —le dice Fierro.

—Oiga, Fierro —parece que Falcone se encara con el subteniente—. Me importa un pito que esté o no de acuerdo con lo que he dicho. Usted limítese a hacerlo.

—Sí, Señoría —Fierro contesta firme.

—Y usted —ahora la bronca será para mí—, ya sé que todo esto se debe a los meneos que le da a la caja de los ratones —el bocazas del Coronel—, pero deje de marear roedores e investigue. Quiero ante este tribunal al asesino de la niña en menos de quince días. ¿Me han oído los dos?

—Sí, Señoría —respondemos a dúo Fierro y yo.

—Ah, otra cosa, señor Ramalho, si por casualidad descubriera quién es el asesino de Rosa en el 34, ese se lo dejo a usted. Puede hacer con él lo que le de la realísima gana.