24
Desconcierto
He quedado amordazado en el butacón con el libro en la mano. Tengo la misma estampa que la noche en la que recibí la noticia del asesinato de Clara. El Coronel entra en la salita canturreando una canción aprendida en cualquier chigre.
«nun llores, neña,
nun llores, non:
nun llores, neña,
qu’equí toi yo…».
—Joder, Ramallito. Ni que hubieses visto una legión de fantasmas —no le respondo. Se sienta en otro de los butacones y, en silencio, enciende un cigarro. Continúo callado mirando la portada del libro—. ¿Qué tal ha ido todo por Gijón? ¿Han confesado?
—No, Coronel, no han confesado, pero tengo muy claro que fueron ellos.
—Vaya decepción con la Guardia Civil, se supone que ellos hacen cantar a la mismísima momia de Tutankamón si se lo proponen.
—No se olvide de que no estamos tratando con chorizos del tres al cuarto ni con robagallinas. Son dos exmiembros de la Spetsnaz, entrenados para soportar interrogatorios y hasta torturas.
—Ya entiendo —da otra calada—. Quieres decir que esos tipos se meriendan guardias cuando les apetece.
—No es eso, pero podría servir a modo de explicación.
—Me parece que voy a efectuar una llamadita a mi amigo el juez Falcone.
—Deje usted todo como está —ha conseguido rescatarme del estupor, es una de sus cualidades—. Seguro que Fierro y el sargento Terry saben cómo resolver la situación.
—No lo dudo, pero una ayudita nunca viene mal —se levanta con la colilla en la comisura de los labios y se dirige a la puerta canturreando la misma canción de antes.
«Nun llores, neña,
qu’equí toi yo».
Mi tía entra en la salita con un bocadillo de escalopines y un vaso de leche con media docena de pastillas como guarnición. Puedo cumplir la edad del Coronel, incluso duplicarla, pero ella siempre me verá como un niño que necesita de sus cuidados. Y lo más gracioso es que no le puedo rechazar nada de lo que me ofrece, pues emplea en ello todo su cariño.
—Anda, fíu. Come un poco, que comiendo se puede con todo —oigo las ruedas de la silla de la señora Gloria por el pasillo y hasta viene tarareando otra canción repetida hasta la saciedad en el chigre. Espero que hoy no se excediera con el anisete.
«Cuenten qu’al amanecer,
mientras duerme la quintana,
el galán del tu querer
vien a hablar con una xana…».
—Guaje, pero qué aspecto tienes. Si hasta estábamos más salaos que tú allá en las trincheras.
—Doña Gloria, creo que usted no me ha dicho toda la verdad sobre Rosa —le muestro el libro de la Luxemburgo—. Me debe, nos debe, una explicación.
—Ay, guaje, ¿por eso estás así de triste? —dice, algo aturdida, para desplegar a continuación una sonrisa—. ¿Qué quieres que te cuente?
—Lo que me ocultó: la huida de su escuadra hacia Sotrondio con el dinero y, sobre todo, las discusiones que hubo entre ustedes sobre cómo llegar a destino, amén de por qué tiene usted este libro de Rosa —recoge una copita del minibar y le añade anís del Mono seco hasta la mitad, pero no la bebe, simplemente la sujeta entre sus dedos.
—¿Discusiones sobre cómo llegar a destino? —parece que ha saltado del desconcierto a la extrañeza.
—Sí, la discusión que provocó la ruptura de la escuadra.
—Guaje, la discusión que rompió la escuadra fue anterior al momento de la huida y tiene que ver con ese libro —estoy impaciente por lo que me tenga que contar, pero ella sigue a su ritmo de narración con la copa entre los dedos.
—La escucho.
«Verás, guaje. Cuando don Carlos hizo el reparto del dinero entre los miembros de nuestra escuadra, lo realizó con mucha picardía. La cantidad mayor, los dos millones, se los encomendó a Cachón. Era un tipo doctrinario, excesivamente fanático. Se había educado bajo las faldas del temible Comité Revolucionario de Turón: muerte a todo lo que oliera a contrarrevolución o a desviacionismo interno. Era un joven obnubilado por Stalin y el estalinismo: disciplina de partido, y el partido siempre tiene razón. No era alguien acostumbrado a pensar por sí mismo, el partido pensaba por él. Así que si recibía una orden, se sabía que la iba a cumplir sin dudar.
»A don Carlos le quedaban seiscientas mil pesetas para repartir entre tres, a doscientas mil para cada uno. Pero no hizo eso. Me entregó las doscientas mil a mí y cuando llegó a Marcos sólo le hizo entrega de cien mil. No se fiaba de él, era demasiado timorato y no le ofrecía la suficiente seguridad de que pudiera cumplir con su misión. Si hubiesen capturado a alguno, seguro que habría sido a él. Don Carlos tenía razón, ahí tienes la muestra: en cuanto salió de prisión cogió los hábitos y nos abandonó a todos enrolándose con el nacionalcatolicismo —hace un alto para dar un sorbo pequeño al anisete—. Sus cien mil pesetas se las entregó a Rosa, que fue la depositaría de trescientas mil. Tenía más confianza en que ella llegase a destino.
»Después del reparto, no emprendimos la salida de Oviedo de inmediato. Aún quedamos combatiendo y defendiendo nuestras posiciones hasta que el nuevo Comité ordenó que en la capital sólo quedaran doscientos revolucionarios y que el resto tomara posiciones en el extrarradio. Ya nos habían llegado noticias de que el general Balmes había atravesado la línea defensiva de los mineros en Vega del Rey y Lena y que sus tropas se dirigían a Mieres. Avilés había sido derrotado y en Gijón los marinos del Libertad habían desembarcado. Sólo quedaba la cuenca del Nalón, pues el general Ochoa entraría de un momento a otro en Oviedo. La primera noche que nuestra escuadra pasó en la falda del Naranco fue cuando se iniciaron las discusiones. Era el síntoma de que la Revolución estaba derrotada y la Alianza Obrera había saltado por los aires.
»La discusión se produjo al atardecer, mientras oíamos los bombardeos sobre Oviedo y nos refugiábamos en el interior de la iglesia de Santa María del Naranco. La razón se encontraba en las causas que habían provocado la derrota. Cachón fue el más violento. Defendía que habríamos triunfado si el Partido Comunista hubiese sido más fuerte y hubiese llevado él la dirección, en vez de los socialistas de Peña o Belarmino Tomás. Yo estaba en contra del partido, de uno y de otro, yo defendía la espontaneidad de las masas contra el dirigismo de Cachón. Pero el enfrentamiento más fuerte se produjo entre Rosa y Cachón porque ella lo derrotó ideológicamente utilizando los argumentos de la Luxemburgo: “Lo importante no es el fin ni los medios, sino el movimiento”, “la espontaneidad y la organización no son separables ni van separadas”, “tu partido sustituye a la clase obrera y Stalin al partido”, me acuerdo que esas fueron sus palabras. Aquella noche Rosa me entregó el libro para que lo leyera cuando todo se terminara. Cachón la amenazó: “Eres una revisionista, un submarino de la contrarrevolución. Si triunfamos, irás a un pelotón de fusilamiento”.
»A la mañana siguiente, al alba, Cachón no quería estar en el grupo, planteaba que cada uno eligiera su camino. No se encontraba cómodo entre nosotras dos. Con Marcos era diferente, pues se dejaba llevar y asumía de buen grado lo que decidiera la mayoría, aunque él no expusiera nunca su posición. Pero aquella mañana, curiosamente, el grupo lo rompió Marcos. No quería vivir sometido a la tensión de la guerra y a las fricciones internas del grupo, por eso nos abandonó en el primer camión blindado que hizo su aparición. Después, Cachón emprendió ruta hacia el Nalón con los dos millones. Él no estaba dispuesto a mantener más discusiones, su misión era entregar el dinero para el periódico Avance. Rosa y yo nos despedimos también. Había que llegar a Sotrondio con el dinero, por encima de discusiones políticas.
»Cuando todo se derrumbó y Belarmino Tomás pactó la rendición con el general Ochoa, me acuerdo que en la plaza del Ayuntamiento de Sama un grupo, en el que se encontraba Cachón, acusaba a gritos a Belarmino de claudicar. Fue la última vez que lo vi, aunque supe de él por las informaciones que nos llegaban de las diferentes prisiones. Del dinero que transportábamos, todo llegó a destino menos el de Rosa. Marcos, Cachón y yo lo logramos. Y esa es la explicación del porqué tengo en mi poder el libro de Rosa Luxemburgo».
—¿Recuerda a alguien en aquella época que fuera vestido de blanco o de un color similar? —da otro sorbo ligero.
—Creo que el único de toda la Cuenca que vestía como un dandi era don Carlos. Llevaba siempre un traje de color hueso, que sólo se quitó para combatir en la Revolución.
—Señora Gloria, una pequeña duda: ¿entre don Carlos y Rosa existió alguna relación?
—No me consta —me mira desconcertada. Apura el anisete—. Ah, entiendo, entiendo por dónde vas, guaje. Don Carlos le entrega más dinero a Rosa que al resto para que nunca lo lleve al Comité y huir ambos a Francia con él. ¿Es eso? Te olvidas de una cosa: don Carlos se quedó en las cuencas, no emprendió viaje a Francia hasta que el maquis fue derrotado. Además, don Carlos estaba casado y era un viejo de treinta y tantos años y Rosa tenía su mozo del que estaba encinta.
—¿Un viejo de treinta y tantos años? —la primera vez que oigo algo semejante.
—Claro, guaje, ¿es que no sabes cómo fue aquello? —rellena de nuevo su copa—. La Revolución del 34 la hicimos los jóvenes entre quince y veinticinco años, cualquiera con una edad superior era un viejo para nosotros, sobre todo cuando un minero a los cuarenta ya era un cadáver viviente con el pulmón agujereado.
A eso habría que añadir otra cuestión: el dinero le fue entregado a Encarnita y a su madre, nunca traspasó la frontera. Es el momento de descartar también a doña Gloria y a don Carlos e ir en busca de Cachón. Mucho nos tiene que contar.
He comido todo lo que me ofreció mi tía, hasta las pastillas. No importa que mi mente se adormezca, hoy no tengo ni ganas ni fuerzas para continuar adelante. Estoy dando un paseo por la plaza de Requejo, esperando a que la medicación haga su efecto para irme derecho a la cama. Mañana, Fierro y el sargento Terry deben presentar ante el juez a los dos spetsnaz. Deseo que en el registro encontraran algo de interés o que confesaran el crimen. Supongo que, en cuanto todo se termine, Fierro me llamará.
Caín se ha vuelto a unir a mis pasos, me ha tomado por el sustituto del ciego al que guiaba. En realidad tampoco hay tanta diferencia entre ambos: su dueño no veía y yo, aunque mire, tampoco veo nada, estoy ciego ante lo que se me presenta o dando palos de ciego, que diría el Gran Duque.
—Pareces un fláneur, Trini —reconozco la voz a mi espalda, es Beli.
—Hola, Beli.
—Así, con el golden a tu lado, caminando sin rumbo por los alrededores de la plaza, cualquiera que te vea pensaría que eres francés y te has apropiado de nuestras calles para flanear.
—Aunque no te lo creas, Caín me guía.
—Lo sé —y acaricia al perro en el lomo y este se relaja, tumbándose en la base de las escaleras de acceso a la plaza—. Deberías cuidarte. No tienes buen aspecto, pareces enfermo.
—Todo se me junta: la herida en el hombro, la medicación y la obsesión por lo de Clarita. Y también está lo de la fosa común —me siento en el segundo peldaño de las escaleras, acariciando la cabeza de Caín. Beli queda de pie, frente a mí.
—Hombre, Da Costa. ¿Otra vez por Mieres? —¡oh, no! Es el mercachifle de Castañeda.
—No soy yo, Castañeda, es mi espíritu el que está aquí sentado.
—Me alegra que tengas buen humor, porque te tengo que dar una mala noticia.
—Dispara.
—El Gran Duque ha llamado al comisario López y le ha dicho que andas por ahí hostigando a su nieto y a él. Incluso alega que te presentaste en su oficina amenazándole. Yo sólo te lo advierto, ya sabes que lo hago porque somos amigos.
—Gracias, Castañeda.
—Voy a tomar unos culetes —y se aleja.
—Un día te voy a estampar un par de hostias que no vas a saber de dónde te han caído, so lameculos —digo, cuando ya no me puede oír.
—Parece que no te cae muy bien —me dice Beli.
—Déjalo, cosas nuestras. No tiene mucha importancia.
—Mientras hablabas con él, te estaba mirando y, es curioso… Lo único que conservas del pasado es esa mirada de decisión. Por lo demás, estás hecho unos zorros —sonrío ante sus palabras.
—Tú estás más bonita, los años te han tratado bien. Sospecho que la psicopedagogía y la vida en las cuencas era lo tuyo.
—Al contrario que a ti, que todo esto te agobiaba y tuviste que escapar.
—Fueron muchas cosas, Beli. Llevaba encerrado veinte años en el Calabozo y me asfixiaba volver. El retorno se me presentaba como un retroceso.
—¿Sabes? —toma asiento a mi lado en el peldaño de la escalera—, el día que boxeaste contra Hoffman, las cuencas se paralizaron. Todos estábamos amontonados en los chigres que tenían tele por cable. No sé, era como si hubiésemos depositado en tus puños el orgullo castigado de la gente de estos valles. Todos esperábamos tu retorno. Queríamos verte con la medalla porque sentíamos que era un poco nuestra.
—La medalla —meneo la cabeza—. En fin… cómo te lo diría… Cuando Hoffman no superó la cuenta y quedó inmóvil en el suelo, casi sin pulso y sangrando por un oído, supe que no volvería boxear. ¿Qué estábamos haciendo?, me preguntaba. Dos muchachos peleando por el pase a profesionales, para huir del gueto en el que vivíamos. Al cabo de una semana fui a verle al hospital. Estaba en una silla de ruedas y su mente no regía. No era capaz de coordinar su aparato locomotor ni de articular palabra. ¡Todo era una mierda! —pasea su mano por mi cabeza.
—No te culpes, fue un accidente.
—¿Un accidente? A las dos semanas, en un instante de lucidez, se suicidó.
—No puedes cargar con las penas del mundo.
—Por eso, cuando me habláis de la puta medalla, vomito. Llevo casi diez años buscando un precipicio lejano y profundo al que arrojarla.
—Pero no te debes culpar y, por supuesto, tampoco has de desviar la culpabilidad ni a tu tío ni a tu tía. Ellos siempre estuvieron contigo.
—Lo sé, Beli. Cambiemos de tema, porque este, como puedes ver, me saca de quicio. Háblame un poco de ti.
—Poco te tengo que contar, salvo que me tomo todo con tranquilidad y filosofía. Hace mucho tiempo que dejé de esperarte —sabía que en cualquier momento me lo iba a recriminar—. Por lo demás, ya te lo puedes imaginar: trabajo, unos culetes de vez en cuando y, en cuanto me es posible, me doy algunos viajes, sobre todo culturales. Hace unos días estuve visitando la exposición en el Guggenheim de Anselm Kiefer. Me impresionó la sala de Les femmes de la révolution, deberías visitarla. Una hilera de camas de plomo, con una hendidura en medio que representa el hueco dejado en otro tiempo por sus cuerpos y, sobre la cabecera, unos textos manuscritos y firmados por algunas de ellas. Allí estaban presentes Madame Roland, Charlotte Corday, Cecilie Renault —la Rosa del 34 regresa de nuevo a mi mente—. Así es la verdad, dice Kiefer, ni blanca ni negra, es como el plomo, un no color.
Zun, zzuunn, zzzuuunnn. El móvil, es Fierro.
—Perdona —le digo a Beli—. Dime, Fierro.
—A ver, Ramalho, que esto ha dado un pequeño vuelco.
—¿Han confesado?
—No, no es eso. Todo sigue igual con ellos, salvo que en el registro de su domicilio hemos encontrado dos Uzi sin legalizar.
—Eso permite vincularlos con lo de la Costa del Sol, supongo.
—Aún tienen que intervenir los de balística. Pero yo te llamo por otra cuestión.
—Dime.
—Me ha llamado el juez Falcone —¡el que faltaba! Las maniobras del Coronel, seguro—. Quiere que le presente a los detenidos mañana a las diez.
—¿Pero Falcone no está en Oviedo? ¿Qué pinta en Gijón?
—Cosas de jueces, ya sabes, guardias que se deben entre ellos… Pero eso no es lo importante.
—¿Entonces?
—Lo que te interesa es lo que me ha dicho al finalizar la conversación: «Le dice usted al inspector Ramalho que quiero verle también en la sala. Y que se arregle, afeite y espante esa imagen lastimera que lleva».