23
Decepción
Edificio de Inversiones Gomillas, otra vez en Oviedo, en la calle de las Milicias Nacionales. He recorrido los veinte kilómetros obsesionado con encontrarme con el Gran Duque. Mi mente no rige bien, pienso con dificultad, me estoy dejando arrastrar por impulsos. He de tener cuidado, puedo meterme en un berenjenal del que igual no puedo salir.
Atravieso una pequeña concentración de personas que se dan cita en la zona peatonal. Llevan pancartas con diferentes lemas: Asturies ye nación, L’asturianu, llingua oficial e Independencia ya son los más comunes, pero no les presto atención.
Último piso. Pulso el botón del número 12 en el ascensor. La gente anónima que me acompaña aprieta otros que se van iluminando. Subimos despacio, o eso me parece. El artefacto se va deteniendo en el tercero, luego en el quinto, ahora en el noveno. Ya está, directos al decimosegundo. Las puertas se abren.
Un enorme hall me da la bienvenida con una señorita detrás de un mostrador en cuya pared de fondo se distingue el logotipo de la empresa, una enorme G atravesada por una I. La muchacha, al verme salir del ascensor, levanta la vista de los papeles que estaba leyendo y, con una sonrisa publicitaria, se dirige a mí revelándome sus blancos dientes, que resaltan detrás de unos labios rojos.
—¿En qué podemos ayudarle?
—Quería ver al Gran Duque.
—¿Tenía cita con él?
—Sí.
—¿De parte de quién le digo?
—De Ramalho da Costa.
La muchacha descuelga el teléfono y pulsa una tecla.
—Está aquí el señor Ramalho da Costa para ver al Gran Duque —algo le dicen desde el otro lado que provoca la desaparición de su sonrisa. Cuelga el auricular—. Lo siento, pero me dicen que está muy ocupado y que no le podrá atender hoy.
No digo nada. Me limito a caminar por el único pasillo que se abre detrás del mostrador.
—Oiga, que no puede pasar —grita la muchacha, pero no le presto atención. Regresa al mostrador y realiza otra llamada—. ¿Seguridad?
El corto y ancho pasillo se ha terminado. Ante mí, una enorme sala llena de chupatintas pegados a ordenadores. Cuento siete. Detrás de todos observo una cristalera con un letrero que indica: «Dirección». Sospecho que ese es su cubil y me dirijo hacia allí sin meditarlo. A mi derecha veo a una secretaria sonriendo ante un individuo sentado encima de su mesa, es el condecito haciéndose el simpático con ella. Me ve, parece que su primera reacción es esconderse debajo de la mesa. Paso de largo sin prestarle atención.
Abro bruscamente la puerta del despacho que reza «Dirección». El Gran Duque está sentado de espaldas a la puerta, mirando por la gran cristalera hacia la ciudad. El gorila del otro día, al verme entrar, parece que hace amago de impedirme el paso. Pero la voz del Gran Duque se lo impide.
—Déjanos a solas —le ordena. Y el gorila sale del despacho cerrando la puerta—. El otro día no me quiso atender y ahora se presenta en mi despacho sin avisar. ¿Qué quiere, señor Da Costa? —me pregunta sin mirarme, sigue con el sillón girado hacia los tejados de los edificios de Oviedo.
—Quiero respuestas.
—¿Respuestas a qué?
—Usted envió a sus sicarios a que me dieran un susto en la carretera de Santo Emiliano. Tal vez para que abandonase la investigación sobre el asesinato de Clara Llaneza. Pero ya prácticamente han confesado la autoría del homicidio. Quiero saber por qué ordenó su muerte.
—¿Yo? —gira su sillón. Su voluminosa figura trajeada se me presenta de frente y en su mano porta un enorme habano—. Si eso fuera verdad, ¿usted cree que se lo diría?
—Sí, porque no habrá pruebas que le incriminen.
—Se está equivocando, señor Da Costa. Deje de investigar y de hostigar a mi nieto. Dedíquese a la antropología y a los huesos. ¿No está investigando lo que ocurrió con los cuerpos de la fosa común? Pues siga con ello. Y deje el resto.
—Le repito que quiero que me diga por qué ordenó el asesinato.
—Deje de hacer el ridículo, por favor. ¿Usted cree que yo voy a ordenar asesinar a alguien por dieciocho mil euros que tenía invertidos en mi empresa?
—Me consta que todos los capitales están asegurados, pero pudo ser porque la muchacha amenazó con unir a más gente y que todos sacaran su dinero, lo que provocaría una quiebra.
—No sea estúpido. ¿A quién iba a unir? ¿Quizá a dos o a tres? ¿Eso iba a provocar la quiebra en mi empresa?
—Tal vez amenazó con ir a la prensa.
—¿A decir qué, señor Da Costa? Que tenía un contrato firmado y que quería la rescisión del mismo, ¿es eso lo que iba a decir? ¿La presionó alguien para firmar? Sería lo primero que le preguntarían.
—¿Por qué envió a sus sicarios contra mí?
—No fue nada más que un toque de atención para que dejaran a mi nieto en paz. Ya me estaba cansando de que usted, un policía que se pasa los procedimientos por el forro; ese majadero de la boina que le acompaña y un juez estrafalario que quiere arreglar el mundo él sólito estuvieran acosando a mi nieto. Pero recuerde que antes fui a verle, quería resolverlo hablando con usted y no me prestó atención.
—¿Por qué envió a sus sicarios contra Clara? ¿Otro toque de atención?
—Ya le digo que no sea ridículo ni patético. Le creía más inteligente. ¿Cree que se necesita matar a alguien en este negocio? Con darles un pequeño susto, todos reculan en sus intenciones. No nos interesan los escándalos, preferimos el anonimato.
—Luego reconoce que les envió para darle un escarmiento por querer retirar el dinero —se levanta y me da la espalda, contemplando de nuevo los tejados de la ciudad o a los manifestantes de la calle.
—Mire… mis muchachos no asesinaron a Clara Llaneza. Usted está dando palos de ciego, parece mentira que sea un inspector de homicidios.
—Uno ha confesado que estuvieron allí a las cuatro y media de la madrugada.
—Y estuvieron. Pero ellos no la mataron —su rotundidad me ha dejado petrificado. Sigue de espaldas. No me mira.
—Si me está mintiendo volveré, y no seré tan amable.
—¿Me amenaza, señor Da Costa?
—No es una amenaza, considérelo una promesa.
—Usted anda por ahí investigando los sucesos que envolvieron la Revolución del 34, ¿sabe cuál fue el error de mis antepasados? —sigue de espaldas—. El mismo que se cometió en la revolución francesa y en la rusa: se dejaron ver. Caminaban por las calles entre el populacho, este veía los contrastes: la opulencia y la miseria, las joyas y los harapos, los perfumes y los piojos, la salud y la tuberculosis. Hemos aprendido mucho, señor Da Costa. Lo principal es dirigir el mundo siendo invisibles. Si usted pregunta en la calle quién gobierna el planeta, le responderán: los políticos. ¿Lo ve? Responderán que los amos son los títeres que les colocamos. La plebe sólo ve las marionetas, no quién las maneja. ¿Se da cuenta? El anonimato es nuestra mejor arma. Que nadie sepa ni quiénes somos ni dónde estamos. El dinero hará nuestro trabajo, y lo hará solo, reproduciéndose. No necesitamos matar a nadie.
—Me importa un carajo cómo manejan ustedes el mundo. Sólo quiero que me diga por qué ordenó asesinar a Clara —su mirada regresa del ventanal y me mira.
—No sea ridículo. Yo no ordené el asesinato de nadie, ni siquiera el otro día mis muchachos querían matarle a usted. Usted morirá cuando a su cabeza le pongan precio, eso no lo dude. Mientras tanto, siga mi consejo, dedíquese a la antropología y no vaya por ahí queriendo salvar el mundo —su mirada regresa a la cristalera y se eleva hacia el cielo de Oviedo—. El mundo no tiene salvación, es nuestro. ¿Se da cuenta de que cuando nos da la real gana provocamos una guerra, sea económica, de religiones o de independencia? Mire a los imbéciles que están en la calle manifestándose, creen que el nacionalismo independentista es la solución. ¡Qué ilusos! No se dan cuenta de que la única diferencia, si triunfan ellos, será que las órdenes de desahucio se las enviaremos en su lengua vernácula. Los mayores asesinos de la humanidad han sido…
No deseo seguir escuchando su monólogo, sus últimas palabras resuenan en mis oídos mientras abandono el despacho: «Los mayores asesinos de la humanidad han sido los conceptos de Dios y de Patria, el dinero ha matado menos gente que ellos». Tengo la impresión, con él y su discurso, de encontrarme en una película de serie B en la que el malo al final se explica y nos apabulla con las razones por las que es malo y el mundo lo hizo así.
Transito por la carretera sin saber cuál va a ser mi destino. No dejo de preguntarme qué es lo que se me escapa en todo esto. No lo estoy haciendo bien. Tal vez tuviera razón el comisario López de Mieres cuando me aconsejó que me alejara del caso al estar muy mediatizado por la víctima, lo que provocaría una falta de distancia y objetividad a la hora de investigar. Algo se me está escapando, lo presiento, pero no sé lo que puede ser.
No debí ir a ver al Gran Duque. No ha servido de nada. Además, ¿qué creía, que iba a confesar que él lo había ordenado todo? No sólo la cercanía a la víctima no me deja recapacitar, a esto hay que añadir que soy gelepollas, como diría el Coronel, porque hablo conmigo mismo para ahuyentar la desesperación en la que me encuentro. Así jamás saldré de ningún agujero. Es como si merodeara alrededor de la cáscara de la impotencia. Ni siquiera sé hacia dónde me dirijo.
¿Qué hago aquí? He recorrido veinte kilómetros para sentarme en un andén de la estación del ferrocarril de Mieres. Llovizna. El orbayu está siempre presente en el aire de esta tierra. Dejo que la lluvia fina me empape. Un ligero viento surge arrastrando papeles y cardos entre las vías y golpea la puerta de la estación, cerrándola de golpe. La manecilla del reloj sigue bailando en el 34. Caín, el perro guía, vagabundea entre los raíles y se acerca hasta donde me encuentro sentado. Rasca su lomo contra mi pierna y se sienta a mi lado.
No he comido. No he avanzado nada. Todo es un desastre. No debí venir a Asturias. Ni siquiera he resuelto del todo la tirantez con mi tío. Y luego está Belinda, las piedras del pasado han bajado en alud por la ladera de la montaña arrasándolo todo. ¿Para qué he venido? «La palabra fracaso no se encuentra en nuestro diccionario», otra vez mi tío en la cabeza.
Me levanto y camino sin rumbo, el perro me sigue. Qué extraño perro, de guía de ciegos ha pasado a vagabundo de las calles que conoce. El orbayu continúa y el viento arroja las gotas en mi rostro. Los pinchazos del hombro se hacen más agudos. No he conseguido nada dejando de inyectarme la heparina y de tragarme toda la flota de grageas abotargantes. Mi mente sigue igual de bloqueada. ¡Qué gran desastre!
¿A quién quiero engañar? No podré resolver ni el asesinato de Rosa en la Revolución del 34, si es que se produjo en ese momento, ni el macabro homicidio de Clarita. Sólo doy palos de ciego, como asegura el Gran Duque. La única diferencia es que me acompaña un golden guía que está más perdido que yo. Sólo me diferencio del perro en que a él no le importa vagar haciendo equilibrios entre esta tierra y sus muertos.
¡Qué curioso! El perro o mis pasos me han traído a la puerta de la iglesia de San Juan. Los portones están abiertos y el retablo se envuelve en una amalgama de luces y sombras provocadas por las lamparillas encendidas debajo de los santos de los laterales. Nadie dentro, excepto el silencio y don Marcos arrodillado en un banco. Don Marcos me tendría que explicar por qué me ocultó que él también había estado en el asalto al Banco de España.
Tal vez es buen momento para hablar con él. Camino por la alfombra granate hasta el altar, pero me detengo un instante: Caín no me acompaña, se ha quedado en la puerta sentado sobre sus patas traseras, y Judas Tadeo se oculta en las tinieblas con sus candelillas apagadas. Prosigo por la alfombra y me arrodillo al lado del cura, que continúa impertérrito en su posición con los ojos cerrados, como si estuviera en éxtasis.
—Hola, don Marcos.
—Hola, Trini. Yo creo que jamás te manifestaste tanto por la casa del Señor como en estos días.
—A lo mejor es que tengo que venir porque se me oculta la verdad.
—¿Qué han encubierto estos muros?
—Parte de la historia, don Marcos.
—No confundas. Que yo te hubiese ocultado algo no quiere decir que estos muros lo pretendieran.
—Déjese de juegos conmigo. ¿Por qué no me dijo que usted también había estado en el asalto al Banco de España?
—Ay, Dios es eternamente sabio. Supo desde el inicio de los tiempos a qué ángel debía enviar hoy aquí —ya está con las majaderías—. ¿Cómo llegó a tu conocimiento esa información? ¿Te fue revelada? —lo que me faltaba, que el cura, en su delirio, creyera que Dios me habla.
—Sí. Llegó a mis manos el diario de don Carlos, el maestro que combatió con ustedes en el 34.
—La verdad estaba escrita, desde siempre y por siempre. La palabra es lo primero.
—Déjese de juegos y dígame qué ocurrió desde el momento en que don Carlos entregó el dinero a su escuadra, bajo la supervisión de la gente del Comité —y aborda el discurso con su jerga enigmática repleta de santos, ángeles y vírgenes:
«Nuestra escuadra, al mando de Rosa, asaltó la parte sur de los muros del Banco de España. Las balas llovían por doquier. Creo que hasta los ángeles nos disparaban por querer asaltar los cielos. Una de ellas alcanzó a Niño, al más joven de los nuestros, que apenas contaba quince años. Yo sentí pánico en aquel momento, quedé paralizado viendo su cuerpo caer derrumbado, la sangre manaba a borbotones de su pecho. Rosa me gritó: “Marcos, cúbrete”, y fue Cachón quien me sacó del letargo arrojándome al suelo. El miedo me dominaba. Nunca había visto el rostro de la muerte tan cerca. Grité y corrí y arrojé un cartucho de dinamita contra el puesto desde el que nos disparaban dos soldados. Ambos volaron por los aires. Estaba matando en nombre de la ciudad pagana, de Sodoma, Dios no hubiese querido muertes para construir su ciudad —si estuviese aquí el Coronel citaría a Albert Camus, y diría aquello de que la revolución no se hace con abanicos.
»El Comité repartió el dinero entre los milicianos, bajo las anotaciones y contabilidad que llevaba don Carlos. A mí se me entregaron cien mil pesetas con destino al Comité de Sotrondio. Las bombas seguían cayendo sobre Oviedo y el ejército iba a ocupar la ciudad en cualquier momento. Por eso nos replegamos a los barrios, en el centro sólo quedó una guarnición de doscientos para ejercer la resistencia y permitir la huida del resto hacia las cuencas. Don Carlos se quedó en Oviedo, al igual que el padre de Rosa.
»Era el día 12 de octubre, el día de nuestra Patrona del Pilar, había que huir hacia la cuenca del Nalón, el ejército se había apoderado de Oviedo y estaba desplegándose por la cuenca del Caudal, ya que había doblegado la resistencia de Campomanes. Eran las siete y media de la mañana. Gloria, Rosa y Cachón se enfrascaron en una disputa. Rosa había perdido el mando de la escuadra. Yo no quería permanecer más con ellos. Detuve el primer vehículo que pasó con destino al Nalón y me subí en él. Mi misión era entregar el dinero al Comité. Y cumplí. No supe más de ellos ni lo quise saber jamás. El resto ya te lo he contado, Trini».
—¿Se acuerda por qué fue la disputa?
—En un primer momento discutieron si debíamos ir en grupo o dispersos. Si tres íbamos al encuentro con el Comité de Sotrondio y uno hasta la sede de Avance, Gloria planteaba que los tres fuéramos juntos y que Cachón emprendiera otra ruta. Rosa defendía que deberíamos ir todos juntos por si nos atacaban. Y Cachón que nos dispersáramos, así, si capturaban a uno, el resto cumpliría su objetivo.
—Y usted rompió la disputa emprendiendo el camino solo.
—Así fue. Dios me habló en aquel momento.
—¿Su Dios nunca le habló del paradero de Rosa?
—Oíamos de todo en la cárcel y en las calles. Siempre se dijo que ella había conseguido alcanzar la frontera y que estaba en Francia, como Cristino y otros. Hubo algunos que regresaron tras la victoria del Frente Popular y comentaban que la habían visto en Francia —eso no me sirve de mucho, siempre que desaparece alguien la mayoría de los que aseguran haberlo visto se equivocan.
—En aquella época, ¿conoció a alguien que fuera vestido de blanco o con trajes claros?
—Nadie iba así vestido en la Cuenca, excepto don Carlos, el maestro, que casi siempre lucía un traje de color hueso.
Regreso a la calle. Ni siquiera sé la hora que es. No he probado bocado, pero no tengo hambre. Tal vez es el momento de regresar a casa y tomarme todas las pastillas que me recetaron y dormir hasta mañana. El golden continúa a mi lado, de vez en cuando le acaricio la cabeza, pero no se detiene, es como si fuera mi guía.
—Coño, pero si es Ramallito con Caín —oigo al Coronel, y es cuando me percato de que me encuentro en mitad de la plaza de Requejo y él me da voces desde el balcón de la señora Gloria.
—Fíu, sube —¡vaya!, también está mi tía. Los tres se han hecho inseparables.
Caín se queda en la plaza vagabundeando. Alguien le tira un trozo de carne, lo huele y lo deja en medio del adoquinado. Subo hasta la vivienda de doña Gloria.
—Fíu, qué mala cara traes —así me recibe mi tía, mientras me abre la puerta—. Siéntate en el salón que ahora te llevo algo de merendar —como siempre, no ha cambiado. Sigue protegiéndome como a un niño.
—Ramallito, haz caso a tu tía, que ahora vas a probar unos escalopines cojonudos —estoy de escalopines hasta el moño.
De todas formas, no le presto atención y me encamino hacia el salón. Mejor dicho, a una salita con tres butacones de mimbre y una estantería que custodia un televisor de la Transición.
Me dejo caer en uno de los butacones, el que se encuentra dirigido hacia los anaqueles repletos de libros. La vista se me pierde por el lomo de todos. Reforma o revolución, de Rosa Luxemburgo, creo leer en uno. Lo cojo. Este librito me ha devuelto el recuerdo de Rosa, en plena Revolución del 34, y el de las páginas del diario de don Carlos en las que contaba que se lo había regalado a la muchacha. Es antiguo. Hojas amarillentas y onduladas por el tiempo, seguro que haría las delicias del Coronel. La portada muestra a la revolucionaria alemana con el sombrero de la época y un vestido largo, con un estrecho cinto que lo ciñe por debajo de sus pechos. Lo abro. Edición del 32. Paso la hoja.
«Para Rosa, mi mejor alumna». Y lo firma, don Carlos. ¿Qué está ocurriendo aquí? Este libro lo llevaba Rosa en Oviedo, en el 34. ¿Por qué lo tiene doña Gloria? ¿Qué nos estará ocultando? ¿Fue doña Gloria la asesina de Rosa?