22
Interrogatorio fallido
—Buenos días, soy el inspector Ramalho da Costa —muestro mi acreditación—. El subteniente Fierro me espera.
—Buenos días —me dice el guardia de la puerta, saludándome de forma marcial—. Deje el vehículo en ese hueco y vaya hasta el tercer pabellón, el que pone Policía Judicial.
Fierro es pesimista con respecto al interrogatorio a los del Este. Me ha dicho que son tipos duros, exmilitares de la Spetsnaz entrenados para permanecer en silencio aun en situaciones de guerra, pero de momento son nuestro único punto de apoyo en el asesinato de Clarita. Aparco el coche y camino entre los pabellones buscando el tercero. Un guardia civil sin gorra, algo calvo, coloca pegatinas por las paredes. «Desmilitarización, ya», reza en ellas, y van firmadas por una asociación de afectados por no sé qué.
El despertador sonó a las siete, como siempre. Las mañanas en Ciaño son más tranquilas que en Madrid. El único ruido que escuché fue el de los coches de los mineros que iban a trabajar al pozo María Luisa al primer turno. Mi tía aún no se había levantado. Procuré no hacer ruido, pero ella me oyó, nada de lo que ocurre en la casa le es ajeno. «¿Adónde vas tan temprano, fíu?», me dijo, abriendo la puerta de su habitación. «Voy hasta Gijón, he quedado con el subteniente Fierro por lo de Clarita», le respondí. «Espera un poco y te preparo el desayuno», como siempre, preocupada por los demás. «Déjalo, no te molestes. Comeré algo por ahí. Además, me ha dicho Fierro que en una hora reanuda los interrogatorios y quiero estar presente. Ya te llamaré si hay algo nuevo», y me despedí con un beso. «¿No va contigo el señor Coronel?», me preguntó un poco sorprendida. «No, está durmiendo. Ayer debió de llegar tarde. Déjale dormir», le respondí, aunque, por los cánticos de madrugada, el Coronel no se despertará hasta pasado el crepúsculo, pensé mientras me dirigía al coche.
Pabellón tercero. En el lateral de la puerta un letrero anuncia «Policía Judicial». No necesito preguntar a nadie, Fierro me espera en la entrada.
—Buenos días, Ramalho —es Fierro, con más ojeras que de costumbre. Hasta parece que se olvidó de atusar su perilla.
—¿Cómo va todo?
—Mal. Apenas me quedan veinticuatro horas para entregárselos al juez o ponerlos en libertad y no han cantado nada, excepto que trabajan para Inversiones Gomillas.
—¿Sabes cómo funciona esa empresa o a qué se dedica?
—Es una empresa de inversión piramidal o estafa piramidal, lo mismo da.
—Explícate.
—A cada persona que invierte dinero se le ofrece un tipo de rentabilidad mucho más alto que un banco y la posibilidad de ser socio. Te pongo un ejemplo: yo invierto un millón por el que me van a dar un porcentaje al cuatrimestre, pero si le hago socio a ti, e inviertes otro millón, tú te llevas tu porcentaje y a mí me entregan otro por hacerte socio. Y así sucesivamente. Es decir, yo puedo recibir un porcentaje de todos los que estén por debajo de mí en la pirámide.
—¿Dónde está el truco?
—Lógicamente, los que están en la cúspide de la pirámide reciben un porcentaje de los intereses de todos los capitales invertidos y cada socio nuevo intenta buscar más para llevarse él también sus réditos.
—Si te entiendo, para que todo funcione, siempre hay que estar buscando pardillos. De esa forma se pagan los intereses de todos y sobra dinero para embolsar a los de arriba.
—Pero todo se va al traste en dos circunstancias: primera, si el fichaje de nuevos socios se paraliza, porque todo el mundo reclama sus intereses y no hay dinero; y en segundo lugar, si un grupo grande de socios reclama su dinero y quiere sacarlo.
—Si uno se hace socio, ¿qué posibilidades tiene de retirar su dinero cuando desee?
—Todas las del mundo. El contrato especifica que se puede disponer del dinero invertido en cualquier momento. Ese es el vagón de enganche, pero…
—No me lo digas, nadie lo saca, porque en ese caso aparecen estos dos que tienes encerrados y le convencen para que mantenga el dinero invertido.
—Efectivamente.
—Luego cabe la posibilidad de que Clarita quisiera sacar el dinero y estos dos la amenazaran y se excedieran.
—Ahí tenemos el posible motivo.
—Y en caso de muerte, ¿qué ocurre?
—Se devuelve el dinero a la familia, después de cobrar de un seguro de vida que hacen a todos por mayor cantidad que la invertida. Lo invertido va a la familia y el resto para Inversiones Gomillas.
—Con lo cual, la muerte es otro negocio para ellos. Si necesitan liquidez, con asesinar a varios, solucionado.
—A la orden, mi subteniente —nos interrumpe un guardia asomado a una ventana—. ¿Le llevamos a los sospechosos?
—Sí. Sáquenlos de las celdas, pero procuren que no hablen entre ellos ni se vean.
—A la orden.
—¿Hoy no te acompaña ese simpático amigo tuyo, el Coronel?
—Quedó en casa durmiendo, que es donde debe estar.
—¿Dónde lo encontraste?
—En Vallecas, allí hay de todo.
—¿Hace un cigarro? Dentro ya sabes que no se puede.
—Te lo acepto —damos la primera calada y sigo preguntándole—. Una cuestión más, Fierro: ¿los crímenes de la Costa del Sol están relacionados con Inversiones Gomillas?
—Estoy en ello. Si los fallecidos tuvieran relación con la empresa, tendríamos un caso sólido. Pero hay que esperar y asegurarse. Ya te dije que alguna relación existe con ciertas filiales del grupo.
—Esperar y asegurarse, dices, pero el tiempo corre en contra. Apenas te quedan veinticuatro horas o todo se irá al traste.
—Lo sé. ¿Por qué crees que llevo treinta y seis horas seguidas sin dormir? —miro sus ojeras, casi tocan los pelos de su perilla.
—Si te pudiera ayudar en algo…
—Ramalho, ya has hecho bastante, has conseguido desbloquear un caso que se encontraba paralizado, arriesgando tu carrera.
Apuramos los cigarros y estampamos las colillas en el suelo para pisarlas después, retorciendo el zapato sobre ellas. Acompaño a Fierro a un pequeño cuarto, perfectamente cúbico. Exceptuando la puerta de acceso, las otras tres paredes laterales tienen cristales que dan a sendas salas de interrogatorio. Dentro del cuartucho nos acompaña un sargento al que le sobran cincuenta kilos o le faltan metros cuadrados de uniforme.
—Sargento —dice Fierro—, es el inspector Ramalho, del que ya le he hablado.
—Encantado de conocerle, soy el sargento Terry —dice el enorme sargento tendiéndome la mano.
—Terry, ¿cómo ve usted los interrogatorios? —le pregunto.
—Supongo que Fierro ya le habrá puesto al corriente, pero lo vemos muy negro. Son gente preparada para soportar esto y mucho más. Además, hemos comprobado que no podemos ponernos demasiado duros con ellos, pues es peor, se cierran más en sí mismos. Hemos tenido que cambiar de táctica en el interrogatorio cuatro veces.
—Cuando quieras, Terry —le dice Fierro.
—¿No esperáis a los abogados? —pregunto, algo desconcertado.
—Ni abogados, ni hostias —dice el sargento—. A estos les hemos aplicado lo de pertenencia a banda armada y a tomar por el culo.
—¿A qué banda armada te refieres? —sigo confuso.
—A una que me he inventado yo para tenerlos aquí más tiempo y sin abogados.
Dos guardias han introducido al primer exspetsnaz en la sala de interrogatorios, sus manos van esposadas a la espalda. Lleva el pelo cortado a cepillo, hipermusculado e hiperhormonado, sus mandíbulas reflejan una incipiente acromegalia, supongo que por el uso y abuso de la hormona del crecimiento.
—Puedes quedarte aquí. No hace falta que te diga que no hagas ruido. Ah, otra cosa: las fichas de estos están en esas carpetas —y Fierro me señala la mesa pequeña que se esconde en la esquina. Las recojo.
Mientras sientan al detenido y van entrando Fierro y el sargento Terry en la sala, voy ojeando las fichas de los detenidos. El que está en la sala se llama Nicolai y fue soldado en la Federación Rusa, en la Spetsnaz, dice aquí. Cuarenta años, sin oficio conocido ni nada. Llega a España hace cinco años, sin antecedentes penales.
Así que perteneció a la Spetsnaz, ¡qué curioso! En esas unidades de élite introdujeron a muchos deportistas desclasados de la antigua URSS. Hicieron lo mismo que los nazis, sus soldados fueron los primeros en probar la testosterona sintética. El doping como arma de guerra.
Fierro se ha sentado enfrente del detenido. Este sigue con sus manos a la espalda y con los grilletes puestos. Por detrás de él pasea el grueso sargento con las manos en los lumbares, como si estuviera pensativo. El peso del interrogatorio lo lleva Fierro.
—Bueno, Nicolai, ya te hemos dejado descansar una hora y ahora vamos a seguir con las preguntas. No hace falta que te diga que si colaboras se puede hacer un pequeño apaño con el fiscal. A ver, dime: ¿cómo matasteis a Clara Llaneza?
—Net —responde con asco.
—Habla —le exige el sargento mientras le arrea una colleja.
—Net.
—A ver si lo entiendo. Vosotros queríais darle un pequeño susto, pero se os fue la mano.
—Net.
—Habla —y otra colleja.
—Net.
—No tenemos prisa, Nicolai. Llevamos dos días contigo y podemos estar así hasta que te mueras en el calabozo. Sabes, hemos hablado con tu compinche y te echa toda la culpa a ti. Así que se te va a caer el pelo, todo el marrón es para ti.
—Net.
—Habla —tercera colleja.
—Net.
Pregunta, el net, la colleja y vuelta al net. Con este no hay solución, pueden estar así días y días. No me apetece seguir presenciando el espectáculo. Salgo a la calle a revisar mejor las fichas.
El otro se llama Vladimir, exsargento de la Spetsnaz, cuarenta y tres, con antecedentes por palizas y amenazas a varios ciudadanos. También fue deportista, concretamente, practicante de halterofilia. Son tipos duros y entrenados para aguantar interrogatorios interminables, pero tiene que existir alguna forma de que hablen. Tal vez si los relacionamos con los asesinatos de la Costa del Sol o con una denuncia del Gran Duque o algo… Estoy bloqueado, no se me ocurre nada.
Regreso a la sala.
Se han llevado a Nicolai y Vladimir está entrando en la sala de interrogatorios. Han evitado cruzarlos. También tiene el pelo cortado a cepillo y la misma hipertrofia muscular. Lo que le distingue de su compinche es la barba, extremadamente cuidada, y un gesto de chulería que indica que él es el jefe del dúo.
—Vladimir, Nicolai nos ha dicho que tú lo preparaste todo, así que todos los cargos serán contra ti, a menos que colabores.
—Así que les ha dicho eso. Pues ya no tienen negcesidad —parece que al amigo se le atragantan las ees intercaladas— de interrogarme, me llevan ante el juez y para la cárgcel —es más inteligente y hábil, con este va a ser más difícil todo.
—Cierra el pico, bocazas —escupe el sargento arreándole una colleja.
—No les entiendo, quieren que hable y cuando lo hago me mandan callar.
—A ver, tío listo. Estamos haciendo un registro en tu domicilio y en el Pathfinder. Al menor pelo mal colocado, te comes todo el marrón. ¿Qué relación tenéis con los crímenes de la Costa del Sol?
—Si está hagciendo el registro, allí engcontrará las pruebas que negcesita, si es que las hay. En caso contrario nos dejará marchar.
—Cierra el pico, bocazas —otra colleja.
Pregunta, contestación evasiva y colleja. Lo mismo, esto no lleva a ninguna parte y quedan menos de veinticuatro horas para ponerlos en libertad o entregárselos al juez. Hay que pensar en otro método para interrogarlos o esperar a que en el registro se encuentre algo que incline la balanza a nuestro favor.
La técnica del poli bueno y el poli malo se fue por los desagües de la comandancia hace milenios. Al final, un interrogatorio deja de ser psicología y se transforma en teatralidad. ¿Qué ocurre en la sala de interrogatorios? Ha sucedido algo. Debo prestar atención.
—Vladimir, deja de disimular, tenemos las huellas de tu vehículo en el camino hacia la Villa Romana de Veranes, en el escenario del crimen.
—Claro, y esas huellas les digcen que fuimos nosotros los que estuvimos allí a las cuatro y media de la madrugada y… —se acaba de dar cuenta de que ha metido la pata. Nadie le ha dicho la hora. Ha confesado sin querer. Maldice su vida y su estampa.
No hay colleja.
Ahora comprendo el juego de Fierro y Terry. La técnica no es pregunta y colleja después de la respuesta. En realidad, el secreto se encuentra en la ausencia del capón. Acostumbran al detenido al esquema y cuando no se produce la colleja el supuesto delincuente se pregunta qué está ocurriendo, por qué no recibe su golpecito. Su mente comienza a cavilar y a desconcentrarse. Fierro y Terry son una especie de máquina de la verdad rudimentaria.
Supongo que la técnica se la enseñó un adiestrador de circo: desprograman al sujeto a base de pocas horas de sueño y la alteración de su ritmo de vida, ni comidas a su hora, ni referencia alguna con la realidad. Cuando está desprogramado, comienzan a organizarle la vida y ahí comienzan los terrones de azúcar: cuando lo hagas bien te damos uno, en caso contrario no hay premio. Pero ellos lo hacen al revés: siempre tendrás colleja hasta que contestes lo que queremos oír. A partir de ahí, sólo les queda el desconcierto.
—Las cuatro y media de la madrugada. Sigue Vladimir, quiero escuchar todo lo que tengas que contarnos.
—Net.
—Canta —colleja que te crio.
—Vamos, Vladimir, ya sabemos que estuvisteis allí. Ahora dime para qué fuisteis.
—Net.
—Habla, coño —otra colleja.
—Podemos estar así años. Te voy a ayudar un poco: la seguisteis, la muchacha os quiso despistar y se desvió de la carretera hasta Veranes. Allí la teníais acorralada y se os fue la mano. Vamos, que vosotros no queríais hacerlo, que fue un accidente.
—Net.
Para mí es suficiente. No necesito oír más, ellos asesinaron a Clarita. Es posible que no se os pueda acusar de nada y que mañana quedéis libres con fianza o sin ella, pero no importa, para mí todo está resuelto y bien resuelto.
No os preocupéis. Si os libráis de esta y no hay pruebas para condenaros, os estaré esperando y os daré a elegir si preferís un tiro en medio de cualquier cuneta o morir incinerados en el interior del maletero de vuestro Pathfinder. Seré más benévolo con vosotros de lo que fuisteis con Clarita, os dejaré elegir la forma de abandonar este mundo. Tenéis mi palabra. Pero vosotros no actuasteis por iniciativa propia, sois profesionales. El verdadero causante del asesinato es el Gran Duque. Voy a por ti, Gran Duque o gran rata o como quiera que te llames.