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Rerum novarum
Hace unos kilómetros que hemos dejado atrás Ujo y el poblado minero de Bustiello se nos presenta delante. Estoy deseando terminar esta visita y regresar a casa a leer el diario del ancestro de Manu, el tal don Carlos. Insisto al Coronel para que me cuente lo más importante, pero se niega. Dice que he de leerlo.
Interrogar a Benjamín Yuste es lo último. Ya no queda nadie más. Si de aquí no surge nada de interés, lo mejor será que deje la investigación. «Bustiello», leo a la entrada del pueblo.
Atravesamos el puente de piedra con celosía de acero, protegido por farolas de hierro fundido, semejante a una calle mayor, que nos conduce al corazón del poblado. No es necesario que nadie nos explique nada de lo que tenemos ante nosotros. Es demasiado elocuente: casas pareadas belgas de tejas planas industriales y ladrillos macizos rojos vistos recubiertas de elementos autóctonos como el roble o el castaño y las vidrieras; todo muestra a la perfección el poblado construido como célula de un soñado gran municipio minero católico. Elevado con mucho dinero, bajo la dinastía de la cruz.
—Fíjate bien en el poblado, Ramallito. ¿No te llama nada la atención?
—No sé, Coronel. Tal vez que cada cierto número de casas pareadas han construido otra un poco más elevada, como si correspondiera a la del encargado del grupo.
—Ya sé a lo que te refieres. Sí, ahí vivían los capataces, cuya misión era vigilar la vida de los obreros y exigirles un mínimo de limpieza general cada semana. Pero yo hablaba de otra cosa.
—A lo mejor es que parece una pequeña ciudad con todos los servicios: escuela, que creo que atendían los Hermanos de la Salle; cine, teatro, orfeón obrero, farmacia; veo la iglesia con su sacristía adosada y la casa aneja del capellán. ¿Se refiere a eso?
—¿No echas en falta nada?
—Es tal y como me lo imaginaba. Desde que me enteré de que construyeron aquí un pueblo de un futuro municipio obrero católico en el que vivieran los mineros inspirados en esa ideología paternalista de la encíclica Rerum Novarum, ya le digo que me lo imaginaba así. Es el viejo principio ideológico católico, adoptado por los falangistas, de que si cada uno tiene su casita con un pequeño huerto nadie sueña con rebelarse.
—¡Ay! ¡Qué poco te fijas, Ramallito! Mira todo de nuevo. Tienes una nueva oportunidad.
—Váyase al carajo, Coronel —pero reviso todo de un golpe rápido de vista, creo que sólo hay un edificio que no he mencionado—. ¿Se refiere al Círculo Obrero Católico?
—Caliente, caliente, pero yo pregunté sobre lo que falta, no sobre lo que hay.
—Mire, Coronel, como usted dice: no me polculice y déjeme en paz.
—¿Para qué se utilizaba el Círculo Obrero Católico?
—Era un lugar de distracción, de ocio obrero.
—¡Tate! Fíjate, no hay un solo chigre, ni una sola taberna.
—Ya me parecía a mí que era lo único que le preocupaba a usted.
—No es eso. Según la ideología de este personal, el pensamiento revolucionario se fraguaba en las tabernas, «foco de infección de máculas sociales», decían. Y también en los pueblos en los que carecían de un lugar como el Círculo Obrero Católico en el que se fomentasen las grandes virtudes cívicas, como defendían con ahínco. Abundancia de tabernas y ausencia de círculos obreros católicos eran el fermento de las ideas revolucionarias.
Cierro mis oídos a las palabras del Coronel y me concentro en lo que hemos venido a hacer. Llegamos a la vivienda 84-B-V. Es igual al resto. Atravesamos su minúsculo jardín de hierba recién segada y de tomillo y hortensias en abundancia que desprenden un aroma inconfundible. La puerta está pintada de un granate enajenado por la carcoma de los marcos. Pulso el timbre. Una señora de unos setenta y tantos, enjuta, con falda gris, chaqueta de lana azul marino, con un gran crucifijo colgado del cuello y un rosario en la mano, nos abre la puerta.
—Preguntábamos por Benjamín Yuste.
—Sí, es aquí. ¿Qué desean?
—Queríamos hablar un momento con él, si es posible.
—Él está en casa, pero… ¿de qué querían hablar con él?
—Somos antropólogos —la tontería que se le había ocurrido al bibliotecario de Turón se me presenta como la más idónea—. Estamos investigando los cadáveres de la fosa común del Valle Negro y ha llegado a nuestro conocimiento que el señor Yuste conoce detalles que nos serían de utilidad.
—Es posible que así sea, pero no sé si saben que mi marido está enfermo de Alzheimer —un jarro de agua fría, pero como siempre el Coronel es inasequible al desaliento.
—Dicen que los enfermos de alzheimer suelen tener instantes de lucidez. Tal vez tengamos suerte.
—Lo dudo, pero pasen y hablan ustedes con él. Por lo menos le harán compañía.
Me han dicho que estos enfermos no suelen reconocer a nadie y que responden sólo a las muestras de afecto. Ese será el camino a emprender: mostrarnos de lo más afectuosos con él.
—Benjamín, estos señores querían hablar contigo —un hombre con jersey granate de lana, mandíbula a lo Popeye y ojos saltones nos da la bienvenida con una gran sonrisa y abriendo los brazos. Nuestra alegría ha de ser aún mayor.
—Hola, Benjamín —exclama el Coronel, dándole un abrazo.
—Hola, hola —dice, arreándole un golpe en el hombro. Un poco más fuerte y lo tira al suelo.
—Hola, Benjamín —repito el saludo.
—Hola, hola —me estampa un golpe en el hombro herido que me hace ver las estrellas—. ¿Quién es esa que viene con vosotros? —mal asunto, no reconoce ni a su mujer. No nos va a servir de ninguna ayuda.
—Soy tu mujer, Benjamín. Hala, siéntate con estos señores, que quieren preguntarte algo. ¿Les apetece un cafetito?
—No, muchas gracias. Sólo queremos preguntarle a Benjamín quién cavó la fosa del Valle Negro en el 45.
—Yoyoyoyoyoyo —mal asunto, esto no tiene ni pies ni cabeza.
—¿Quién le mandó cavarla en ese lugar?
—El negro negro negro negro —un desastre. No sacaremos nada de aquí.
—A lo mejor les puedo ayudar yo —interviene su mujer—. Siempre me contaba todo lo que iba a hacer.
—¿Qué sabe usted de esa fosa?
—Creo que lo sé todo —la miramos con verdadera intriga. ¿Iba a ser ella la depositarla de la verdad?
—Le rogaríamos que se remontase hasta el momento en el que tenga la certeza de que lo sucedido ocurrió de verdad.
—Señores, yo no padezco alzheimer como mi marido.
—No lo interprete mal, por favor —le digo, para buscar su colaboración—. Es que tiene que comprender que a lo largo de nuestra investigación nos han querido embaucar con muchas mentiras o medias verdades.
—Ah, le entiendo —cierra los ojos y agarra con sus manos una bola del rosario—. Siempre son los mismos: los marxistas, los ateos. Quieren hacer creer al mundo que la religión es el opio de los pueblos.
—Deben de ser ellos, seguro —afirma el Coronel, al que le dirijo una mirada asesina para que cierre la boca, no quiero que esto termine como el choteo que se trae con Manu.
—Verán. Benjamín y yo nos criamos en este poblado elevado por el marqués de Comillas, que Dios lo tenga en su gloria —eleva su mirada al cielo y se persigna, el Coronel la imita, ha comenzado la función—. Cuando estalló la revuelta roja del 34, nosotros apenas teníamos siete años. Nuestros padres nos inculcaron el temor a Dios y el amor a nuestros semejantes. Trabajar en la Hullera Española era un privilegio sólo alcanzable para unos pocos, y venir a vivir a este poblado, únicamente para los elegidos. Aquí disfrutábamos de todo: paz, amor, confraternización, religiosidad… No padecíamos ese odio que preconizaban los marxistas de la lucha de clases. No hay clases. Todos somos el pueblo del Señor. Todos sufrimos.
—Aunque unos más que otros —Coronel, cállese.
—Usted lo ha dicho, nosotros sufrimos mucho. Éramos unos niños cuando vimos a los demonios rojos asaltar nuestro poblado y el edificio del Sindicato Católico, en el que se habían guardado dos docenas de hombres por indicación de nuestro mentor Vicente Madera Peña. Los rojos enviaron al párroco de Moreda a que sirviera de interlocutor para su rendición, pero el sacerdote se atrincheró con ellos en la sede del sindicato y se negó a salir. Un mártir, señores. Al amanecer del día 6 de octubre, una bomba de 30 kilos puesta por los rojos destruyó el edificio. Los que quedaron vivos tuvieron que huir a través del monte, pero los fueron cazando como a conejos.
—Vicente Madera Peña, ¿se refiere usted al primo del líder de la Revolución del 34 Ramón González Peña? —qué más nos da si eran primos o no, Coronel. Deje que la señora termine. Si me valiera del genio le daba un cachete.
—Sí, ya ve lo que son a veces las familias. Vicente era un buen católico y Ramón, el instigador en Mieres de la revuelta.
—Prosiga, por favor.
—Pero el ejército llegó para poner orden y devolvió a los rojos a su cueva, de donde no debieron salir nunca. Benjamín y yo nos criamos en ese ambiente de mansedumbre y espiritualidad. Luego estalló la guerra civil y este territorio quedó en zona roja y volvimos a sufrir las represalias de los marxistas. Por eso en el 45, cada vez que pedían voluntarios para ir a buscar demonios rojos por los montes, Benjamín no lo dudaba. Siempre acompañaba a la Guardia Civil con un grupo de voluntarios creyentes que militaban para más gloria en la Falange.
—¿Qué pasó aquella noche?
—Benjamín había recibido la orden del teniente de línea de la Guardia Civil de personarse con su gente en una vaguada del río Negro. No sé si saben ustedes que las contrapartidas de voluntarios de Falange que batían los montes tenían que estar bajo supervisión de la Guardia Civil. Aquella noche iban a dar un escarmiento a unos rojos para que sirvieran de ejemplo a los que aún quedaban por las montañas robando y asesinando a bondadosos creyentes. De este poblado acompañaron a Benjamín otros dos, hoy ya fallecidos.
—Que Dios los tenga en su gloria —Coronel, cierre la boca, por su madre.
—De madrugada, cuando regresó, me contó lo que había ocurrido. El sargento Gallardo había ido por las prisiones de los alrededores sacando presos, antiguos rojos ateos, en total doce. Me dijo que los llevaron al Valle Negro y que los fusilaron para escarmiento de los que aún resistían en los montes a los defensores de la fe. La misión de Benjamín y sus acompañantes fue la de darles sepultura lejos del cementerio, ya que nunca fueron creyentes, por lo que no eran hijos de la Iglesia.
—¿Sabe quién decidió la ubicación de la fosa?
—Supongo que el teniente de línea o el sargento Gallardo.
—No no no, el negro negro negro —repite Benjamín estampándome otro golpe en mi hombro herido. Veo el firmamento al completo.
—Mucho sufrieron ustedes ante esos bárbaros que les querían alejar del Señor —otra vez el Coronel con su sorna.
—No lo sabe usted bien. Fíjese lo que les voy a leer —dice la señora levantándose del sofá y acercándose hasta una estantería de la que recoge un libro.
—Así que el negro indicó el lugar en el que había que cavar la fosa común —el Coronel se dirige a Benjamín.
—Sí sí sí sí.
—Para que vean ustedes lo que nos hicieron sufrir los marxistas —dice la señora abriendo un libro encuadernado en piel. Pasando el dedo por sus líneas comienza la lectura—: El 5 de octubre del 34, asesinaron en La Rehollada a un sacerdote a culatazos y a otro en Valdecuna; en Oviedo incendiaron el convento de las benedictinas; en Mieres cayeron dos novicios pasionistas, y también los párrocos de Moreda y Tejero.
—Ora pro nobis —remata el Coronel, santiguándose.
—El 6, asaltaron el convento de los padres pasionistas de Mieres y mataron a dos falangistas por defender la sede del Sindicato Católico de Moreda.
—Ora pro nobis.
—El 7, en Oviedo incendiaron el convento de Santo Domingo y asesinaron al párroco de San Esteban; el 8, seis frailes fueron fusilados en Turón, y también un jesuita y un hermano anacoreta en Santullano —y el Coronel sigue con el ora pro nobis cada vez que la señora nombra un caído por la Iglesia—; el 9, varios hermanos de La Salle cayeron en Turón; el 10, mataron al párroco de Olloniego; el 11, volaron con dinamita la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, un sacrilegio; el 12, asesinaron a un carmelita en Langreo; el 13, incendiaron las Recoletas —se sabe de memoria las historias de todos los curas, frailes y monjas que cayeron en la Revolución del 34—. ¡Mártires modernos! Eso es lo que fueron. Menos mal que entró el ejército a poner orden.
—Y equilibró la balanza —le espeta el Coronel.
—¿A qué se refiere?
—A que el ejército equilibró los 33 religiosos muertos en la Revolución, con 1088 muertos, 2074 heridos y más de 30 000 encarcelados o desaparecidos. La balanza quedó nivelada.
—No le entiendo.
—No le haga caso, ya está muy mayor. A veces creo que padece alzheimer como su marido.
—Ah, pues cuídele, es una enfermedad fatal.
Nada nuevo nos ha aportado esta visita. Nos despedimos agradeciéndoles la atención. Benjamín se despide de mí con otro estacazo en el hombro. Entre el gorila del Gran Duque y él van a hacer que me salten todos los puntos de la herida.
—El negro negro negro —nos ametralla Benjamín desde la puerta a modo de despedida.
Caminamos por el puente hacia el vehículo. Ya no nos pueden oír, por eso he de recriminar el comportamiento del Coronel.
—Usted, ya se podría estar callado un ratito, casi desencaja a la buena mujer.
—¿Y qué querías que le dijese? ¡Ay!, qué vaca tan salada. Es que me sacan de quicio —enciende un pitillo y continúa—. Son capaces de firmar una sentencia de muerte sin motivo justificado y luego irse a orar a su Dios.
—No sea así, pretendemos sonsacar información, no hacer un panegírico político ni proselitismo.
—¿Un panegírico político? No me polculices, Ramallito. Yo hablo de víctimas y ella me sale con mártires. ¡Joder, como si fueran lo mismo!
—A ver, tío listo, ¿qué diferencia hay?
—Lo que caracteriza a las víctimas es su inocencia, el padecer injustamente una violencia. Y recobrar la memoria de las víctimas es hacer justicia —enciende su enésimo pitillo, exhala el humo y prosigue—. La de los mártires es hacer ideología.
—Pero usted es perro viejo, no debería salirse de sus casillas con lo que manifestó esa mujer. Usted ya se podía imaginar cómo pensaba antes de hablar con ella. Recuerde cómo era esto y para qué se construyó, para un control de los mineros, intentando alejarlos de los movimientos sociales más reivindicativos, aislarlos de la realidad. Les pusieron todos los servicios a su disposición, hasta tenían la posibilidad de obtener empréstitos de la empresa.
—Ya lo sé, la única condición era que fueran traidores a su clase social y se aliaran con la patronal. De todas formas, todos estos puristas religiosos sufren el síndrome de la puta de los cinco francos.
—¿Síndrome de la puta de los cinco francos? ¿Qué es eso?
—Cuentan que, en cierta ocasión, Baudelaire giró visita al Museo del Louvre acompañado de Louise Velledieu, una prostituta de cinco francos que encontró en algún lupanar. La ilustre señorita, al ver los cuadros con desnudos, se tapaba los ojos escandalizada.
Me suena el móvil, otra vez Fierro.
—Dime, Fierro.
—Tengo malas noticias. Después de varias horas de interrogatorios estos siguen sin hablar. Voy a seguir con ellos toda la noche, pero ya sabes que tengo un límite en la detención policial. Si esto no cambia, le veo muy mala salida.
—¿Pero no sirve la declaración del cura?
—El cura sólo vio cómo se acercaba el vehículo a Clara, pero no distingue ni reconoce quién iba dentro. Bien es cierto que también están los temores que la muchacha manifestó sobre los ocupantes del todoterreno, pero es muy poco, y tú lo sabes. Si esto sigue así, he de dejarlos en libertad mañana o, a más tardar, pasado.
¡Qué catástrofe! Todo se tambalea.