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Muertos del ayer hoy
Quedo sentado en la cama con los pies en la alfombra, petrificado. El teléfono móvil en la mano, la mirada perdida y mi mente naufragando. Silencio. Es lo que ocurre cuando alguien cercano a ti fallece sin esperarlo, en una fracción de segundo toda su vida y las vivencias conjuntas desfilan a la velocidad de la luz por tu mente.
—Fíu, ¿estás ahí? ¿Me oyes?
—Sí, te oigo —pero ya no la escucho, su voz es un eco que se pierde—. ¿Qué ocurrió?
—Ha sido hace poco, fíu. La Policía aún no nos ha querido decir nada.
Cuelgo. La imagen de Clarita regresa machacona a mi cabeza. Recuerdo cuando llegaba a casa con sus deberes. «Trini, no entiendo esto de la suma de quebrados», me decía. Y se sentaba al lado de la chimenea con un bocadillo que le preparaba mi tía, y sus pecas y sus rulos y su sonrisa brillaban a la luz del fuego. «Primero se merienda y luego se hacen los deberes», era la máxima en casa de mis tíos. Los quebrados, las ecuaciones de primer grado… creo que las comprendí al ritmo que ella las conocía. Ya no queda nada, todo ha muerto.
—Nooo… —grito, y gimoteo de impotencia.
De nada sirve. Golpeo la pared con la base de mis puños. Pego mi frente al papel del muro, mis puños se acercan a mis sienes. Mis ojos están húmedos, mi corazón ya no es mío. El dolor es insoportable. «¿Por qué? Sólo era una niña», me repito insistentemente sin respuesta. Caigo sentado en el suelo, en realidad me derrumbo con la espalda pegada a la pared.
—¡Silenciooo…!
Alguien grita. No reconozco la voz. Estoy despertando al bloque entero. Mierda, mierda, mierda. Camino por el pasillo como un perro de caza. La medicación o la noticia, no lo sé, pero exploto de nuevo, de rabia, de dolor, de asco. De un manotazo arrojo al suelo el montón de libros y el florero de la mesa del salón. Vuelvo a golpear la pared con los puños, y a gritar, y a llorar.
—¿Por qué?
Toc, toc. La puerta. Será algún vecino que viene a pedirme explicaciones por los ruidos. Me seco las lágrimas con el dorso de la mano. Espero un momento por si se han arrepentido de llamar. Toc, toc. Me equivoqué. Abro la puerta: la señora Benita con una bata azulada y su redecilla en la cabeza; el Flecha con su pijama escrupulosamente planchado; el Coronel, con uno gris y blanco descolorido que parece robado al último recluso de Carabanchel y su eterna boina en la cabeza; y el Poeta en calzoncillos. Todos dirigen ojos interrogantes hacia mí.
—¿Le ocurre algo? —Benita es la portavoz del grupo.
—Disculpen que les haya despertado, lo siento. Es que he recibido una mala noticia: una persona muy querida para mí y mi familia ha fallecido.
—Lo sentimos —casi lo dicen al unísono.
El Poeta se fuga por las escaleras hacia el ático mientras la señora Benita comienza a descenderlas, no sin antes ofrecerme su apoyo.
—Si nesesita algo, ya sabe dónde estamos.
—Gracias, señora Benita, pero creo que lo mejor es que me vaya una temporada para Asturias.
Todos se han retirado, menos el Coronel, que se queda mirándome con los ojos medio cerrados.
—Ramallito, eso quiere decir que te vas ahora.
—Dentro de un rato, Coronel —voy a cerrar la puerta, pero verle con el pijama y la boina en la cabeza es superior a mis fuerzas—. ¿Usted es que no se quita la boina ni para dormir?
—Sólo me la quito para fornicar. Es decir, que la llevo soldada a mi cabeza desde hace cuarenta años.
—¡Ya han vuelto a orinar en mi felpudo! —grita el Flecha, y el bloque regresa a la normalidad y todos a sus camas.
Preparo la maleta. Otra vez toda la medicación con agua. «No manejar maquinaria pesada ni conducir durante la ingesta de…», reza el prospecto de las medicinas. No le presto atención. Debo coger el coche y dirigirme al Norte. Las siete, siempre la hora cruce. Me encamino hacia la cochera y tropiezo con el último habitante de la noche, un borrachín con un cartón de vino en el bolso de su raída americana al que le tiene sin cuidado dónde se encuentra su casa, sólo desea encontrarla. A la puerta de la cochera, una sorpresa: el Coronel.
—¿Qué hace aquí, Coronel?
—Me voy contigo a Asturias.
—De eso nada.
—Bueno, pues cogeré un taxi.
—¿Para qué quiere ir?
—Debo investigar la muerte de Rosa. Se lo prometí a Encarnita.
—Pero…
—Como tú no quisiste, alguien tiene que averiguar lo que ocurrió con ella en la Revolución del 34. Estoy decidido a ello, con tu ayuda o sin ella.
—Será sin mi ayuda. Tengo más cosas de qué preocuparme para que ahora se convierta usted en una de ellas.
Arquea la ceja derecha elevándola, coloca la colilla en la comisura de los labios, se ajusta la boina y cuelga la mochila al hombro. Y, sin un adiós, se aleja calle abajo en dirección a la avenida de la Albufera, sospecho que para coger un taxi que le acerque a la estación de autobuses o a la del ferrocarril.
Saco el vehículo de la cochera y emprendo la ruta por la avenida hacia el Puente de Vallecas con la intención de enlazar con la M-30. Apoyo el codo izquierdo en la puerta, así lo llevo inmovilizado todo el camino y con mis dedos puedo controlar el volante. Con la derecha manejaré el juego de marchas.
Hacia la mitad de la Albufera, por la acera derecha, desfila el Coronel con destino a la boca del metro. «¿Qué es una aventura sin el Coronel? Una gelepollez», le he oído decir miles de veces. Detengo el coche a su altura.
—De acuerdo, suba —le digo, abriendo la puerta del copiloto—. Pero cuando lleguemos a Asturias, usted se va a un hotel y se pone a investigar lo que le dé la gana, pero sin molestarme.
—Ok, Ramallito —no sé por qué tengo la sensación de que acabo de firmar el comienzo de un suplicio.
Emprendo el camino por la A-6, no sobrepaso los cien kilómetros por hora porque noto el abotargamiento de mi cabeza y la disminución de los reflejos. Tal vez un poco de música refresque mis sentidos.
Desde que se fue,
triste vivo yo:
caminito amigo,
—Tanto tango, tanta hostia. No hay bastante tristeza en el mundo como para que me flageles durante todo el viaje con la musiquita de los huevos. Pon la radio —y sin pedirme permiso quita el cede y coloca una emisora de radio.
«Después del golpe de estado protagonizado por las huestes del PSOE en las urnas, la izquierda cavernícola cabalga por las tierras que en otro tiempo eran nuestras y de Dios…».
—Coronel, haga el favor de quitar a ese radiopredicador.
—¿Por qué, Ramallito? Si gracias a sujetos como este he traspasado la barrera de los ochenta con una salud envidiable. Cada vez que le oigo rejuvenezco, es como si la mala hostia me fabricara adrenalina en cantidades industriales.
—Estoy de acuerdo con usted, pero deje de llamarme Ramallito, ya le vale la bobada.
—Oye una cosa: ¿cuántos años tienes? ¿Veintinueve, treinta, treinta y uno? Yo tengo casi el triple, puedo ser tu bisabuelo. Así que te llamaré como me dé la gana.
—¿Usted es de la edad de Carrillo?
—Un respeto, por favor. Cuando Carrillo meaba de pie, yo aún me lo hacía en la cuna. Yo soy de la quinta del biberón.
—Y de la quinta del biberón pasó a la copa de anisete.
—Muy graciosito el niño. Para, que me meo.
—Espérese a que lleguemos a un área de servicio.
—No puedo esperar, me meo, es la próstata, que la tengo hecha unos zorros.
Detengo el coche en el arcén de la autopista con las luces de emergencia. El Coronel sale del vehículo y se dirige a la cuneta. Una pareja de motoristas de la Guardia Civil aparca delante de mí. Lo que me faltaba.
—No se puede detener en la autopista sin la señalización de peligro correspondiente. Deme la documentación, por favor —¡maravilloso! Una multa de doscientos euros. Le entrego la documentación. El guardia comienza a rellenar la denuncia. El Coronel ha terminado y se introduce en el coche.
—¿Ya terminó, Coronel? —le pregunto, con más enfado que intriga. El guardia, al oír lo de «Coronel», asoma su cabeza por la ventanilla.
—¿Es usted coronel?
—Sí, señor —contesta rotundo.
—Haber dicho antes que era usted el chófer de un coronel —me lo dice como recriminándomelo. Rompe la denuncia y me da paso al carril de circulación—. A sus órdenes, mi coronel —dice el guardia al pasar delante de él, y el Coronel acerca la yema de sus dedos a la sien a modo de despedida. ¡Esto es el colmo! Si no lo veo, no lo creo.
—¿Ves cómo me necesitas, Ramallito?
Apago la radio.
—¿Por qué me quitas radiocilicio?
—Es mi coche, y en mi coche pongo lo que me da la gana —coloco de nuevo el cedé. Me lo quita.
—Mi coche, mi coche, qué manía con la propiedad privada. Si los dos ocupamos este habitáculo, lo lógico es que consensuemos lo que vamos a escuchar.
—Perfecto, pues no ponemos nada.
Se encoge de hombros y comienza a revisar unas fichas de cartulina llenas de anotaciones que extrae de un portafolios. Veo que también ha traído la carpeta de cartón desgastado de Encarnita, síntoma de que a primera hora de la mañana, antes de salir, ha ido a verla.
—¿De qué son esas fichas, Coronel?
—Del dominó, no te jode.
—Tengamos la fiesta en paz o le dejo en mitad de la autopista.
—Son fichas que fui rellenando cuando leía libros sobre la historia de la Revolución del 34.
—¿Y para qué las quiere?
—Para situarme en aquella época y conocer las causas que la provocaron.
—¿Llegó a alguna conclusión?
—Que hay mucho gelepollas suelto dándonos doctrina, mira este lo que dice —recoge una ficha y la aleja de sus ojos medio cerrados, como si su haz de visión se dirigiera a un punto específico—: «La Revolución del 34 se provocó porque las condiciones objetivas estaban maduras y las subjetivas fraguaban en una…». Un gelepollas. Mira este otro: «Una revolución se produce en el punto de confusión entre la lucha contra el sobrepoder del soberano y la del infrapoder de los ilegalismos…». ¡Vaya banda académica!
—¿Y a qué conclusión ha llegado usted?
—Que la Revolución del 34 la provocó la mantequilla.
—¿La mantequilla?
—La mantequilla, el café, la carne de cerdo, de vaca…
—¿De qué habla? Usted está senil del todo.
—Mira, Ramallito, el sueldo medio de un minero, de un metalúrgico en el 34 era de 9,96 pesetas al día, después de jornadas de doce y catorce horas. Y la mantequilla costaba 9 pesetas; y el café, 12; y una docena de huevos, 3. Esas eran las putas condiciones objetivas o los puntos de confusión de los que hablan los académicos: la necesidad y el hambre. Si a ellas les unes la dinamita ya tienes una revolución.
—No todo sería así, Coronel. Me parece que es usted un poco exagerado.
—¿Exagerado yo? Aún me he quedado corto. Añade la rabia a lo que te he dicho. Cuando malvives en una chabola, hacinado con ocho hijos, sucios, mugrientos, con hambre, sin futuro —da una calada al cigarro, expulsa el humo con fuerza hacia el parabrisas y cuando las volutas regresan a su rostro prosigue con su discurso—, y ves que los patronos viven en mansiones, rodeados de doncellas, y llega un cura que te dice que todo es así porque lo quiere no sé qué Dios… Entonces tu indignación se concentra y adquieren cuerpo las palabras de Spinoza: «Es terrible que el pueblo pierda el miedo».
—¿Qué ocurre, Coronel, también Spinoza teorizó sobre la Revolución del 34? —digo con sarcasmo.
—No seas majadero, Ramallito. Spinoza en el 34 era polvo, pero él habló del miedo, que es eterno.
—Ya no hay miedo, Coronel. Vivimos en libertad.
—¡Qué equivocado estás! Ahora hay más miedo que nunca, miedo a todo: a no llegar a fin de mes, a no poder pagar el hipotecario, a perder tus comodidades, tu status, a que se termine el saldo de tu tarjeta del móvil y no tengas para recargarla, a…
Silencio en el coche, tal vez tenga razón, pero no me encuentro con ánimo de realizar análisis sociales o estructurales. Mis reflejos están mermados, voy como atontado. No debí coger el coche. Clarita regresa a mi cabeza: la veo jugando en la plaza peatonal enfrente de la iglesia, en nuestro Ciaño natal. Han pasado casi diez años. ¿Qué pasaría con ella? Me habían dicho que estaba en la Universidad…
—Medina de Rioseco, aquí comenzó la Revolución.
—¿De qué habla, Coronel?
—Por estas tierras del llano vinieron labriegos que se unieron a los del pueblo, cortaron los caminos, asaltaron la armería, impidieron la salida del tren y se enfrentaron a la Guardia Civil. Mataron a un sargento de la Benemérita y se apoderaron del pueblo, pero llegaron refuerzos desde Valladolid y todo se terminó en un santiamén. Y, hala, setenta y cuatro revolucionarios para la cárcel.
Clarita tendría unos veinte años. Si estaba en la Universidad, debía de estar en primero o en segundo curso. ¿Qué le ocurriría? ¿Intento de violación? ¿Robo?
—Cuando lleguemos a León te desvías por el puerto, quiero situarme en los aledaños y primeros repuntes de la Revolución.
—Cuando lleguemos a León iré por donde me dé la gana, Coronel. No pienso coger el puerto, iré por la autopista.
—Pero es que…
—Ni peros, ni leches, ya le dije que yo voy a lo mío y usted a lo suyo. Y si tiene algún problema se baja del coche.
El Coronel se encoge de hombros, enciende otro cigarro y continúa revisando las fichas con anotaciones. Clarita regresa a mi mente. También su madre, que la crio sola desde que se quedó viuda. Sospecho que la Policía en Asturias tiene que tener alguna explicación aunque no haya dicho nada todavía.
—Castañeda.
—¿Qué ha dicho, Coronel?
—Sargento Castañeda, así se llamaba el sargento de la Guardia Civil que mataron en combate los revolucionarios en Rioseco —el Coronel sigue con su rollo. Castañeda, Castañeda… ¡Maldita sea! Así se llamaba un compañero de promoción que destinaron a Mieres. Cojo el móvil y llamo a información.
—El teléfono de la comisaría de Mieres es… ¿Quiere anotarlo o le pongo con ella?
—Póngame con ella, por favor —respondo a la amable telefonista.
—Comisaría de Mieres, dígame.
—Buenos días, soy el inspector Ramalho da Costa, número de placa… Preguntaba por un antiguo compañero, el inspector Castañeda. No sé si todavía sigue en esa comisaría.
—Sí, está en la Judicial.
—¿Sería tan amable de pasarme con él?
—Espere un momento.
—Coño, su eminencia el señor Da Costa —la voz cascada e inconfundible del aguachirle de Castañeda.
—Buenos días, Castañeda, ¿qué tal la vida?
—No me puedo quejar, no es la época de la Academia, pero… espera un momento, tú no llamas para preguntar por mi vida, ¿qué quieres, Da Costa?
—Creo que esta mañana han asesinado a una muchacha en Asturias y estaría interesado en que me facilitaras algún dato, ya que se trataba de una amiga de la familia.
—¿Asesinato? No tengo noticias de ello. ¿Dónde fue?
—No sé nada, lo único que te puedo decir es que se llamaba Clara Llaneza Zapico, que tenía unos veinte años y que me han asegurado que la asesinaron de madrugada.
—Ya me informo. ¿Dónde te llamo?
—A este número. ¿Os ha quedado registrado?
—Supongo que sí.
Es extraño que, aunque el homicidio no haya sido en Mieres, no se tenga conocimiento de él en su comisaría, cuando estas cuestiones corren como la pólvora. Pero estoy seguro de que dentro de un momento tendré toda la información posible.
—Ah, Pola de Gordón, una avanzada de las dos cuencas mineras de Asturias. Dicen que aquí, por las noches, no se oía más que los estampidos de los cartuchos de dinamita que hacían temblar las montañas y las veredas de… —el Coronel sigue repasando los hechos de la revolución por cada pueblo que pasamos. ¿Ha dicho Pola de Gordón? ¡Seré imbécil!, mi inconsciente me ha traicionado.
—¡Maldita sea, Coronel! ¿Por qué no me avisó de que me estaba desviando y no entraba en la autopista?
—¿Qué dices? ¿De qué te tenía que avisar? Venga ya. Si has venido por donde quería yo.
Me despisté hablando con Castañeda y he cogido la carretera del puerto. Me voy a retrasar media hora. Cuantos más deseos tengo de llegar, todo se retrasa.
El Coronel tiene razón, esto parece una avanzadilla de lo que falta por venir. Las curvas son poco graciosas, como de mujer muy delgada, y los pueblos se agazapan en lo hondo, al igual que pájaros ateridos. Las faldas de las montañas se alimentan de niebla, ocultando un sol crudo, y el viento no cesa de dar vergajos al coche.
—Mira, mira —grita el Coronel, entusiasmado—, en esa iglesia o lo que sea, en este pueblo de Busdongo, se encerraron los últimos revolucionarios cuando fueron cercados por las fuerzas del general Bosch.
No le presto atención. Mis reflejos, los pocos que me quedan, han de concentrarse en el ascenso a lo alto del Pajares. Atrás quedan las casuchas de tejados bajos y fogones alimentados aún de carbón.
—¿Te importaría detenerte un instante en el alto?
—¿Otra vez la próstata?
—No, es que hace muchos años que no veo las montañas, desde lo del Valle de Arán.
—¿También estuvo en el Valle de Arán?
—Por supuesto, ¿dónde crees que gané el rango de coronel?
—Yo qué sé, creí que había sido en una tómbola —no tengo ganas de que comience a narrarme sus batallitas y detengo el coche en la margen izquierda, aparcándolo en la explanada que circunda el parador de la cúspide.
El Coronel se queda de pie, mirando las cumbres borrachas de niebla. A veces mira al precipicio, tal vez buscando manantiales bajo un cielo entoldado. No le digo nada, sé lo que piensa. Allá abajo se dieron los combates más cruentos entre los mineros y las fuerzas del general Bosch. Se utilizó tanta dinamita en esa revuelta que no sé cómo la orografía ele Asturias pudo quedar intacta. Dinamita, balas y sangre. Dicen que no hay licor que emborrache más que la sangre. La guerra no deja de ser otra orgía para algunos. Suena el móvil, es Castañeda.
—¿Da Costa?
—Dime, Castañeda.
—Vamos a ver, el asunto es un poco delicado. El juez ha decretado el secreto de sumario porque todo esto no está nada claro y…
—Espera un poco, ¿dónde se cometió el homicidio?
—En Gijón.
—¿Qué se sabe?
—Poco o nada. El asunto tiene muy mala pinta, es de esos casos en los que ya hueles que alguien, tarde o temprano, acabará colocando una etiqueta que ponga «archivo».
—¿Por qué dices eso?
—Según lo que me han dicho, debió de ser obra de profesionales. No había ni un maldito pelo de coño mal colocado —no me hace ninguna gracia la expresión de Castañeda— en el escenario del crimen. Los de la Científica no fueron capaces de encontrar ni un hilo del que tirar.
—¿Quién lleva la investigación?
—La Guardia Civil. Fue en su territorio.
—¿Se puede aventurar cómo la mataron?
—El forense parece que lo tiene bastante claro, de momento.
—¿Qué ha dicho?
—Que la quemaron viva.