19
El pasado que vuelve
Los cuerpos de los trece, o catorce, han sido incinerados o enterrados. El de Rosa ha ocupado un lugar de lujo en el cementerio. Su hermana no ha escatimado nada. Si antes los no creyentes no podían entrar en los camposantos, Encarnita había hecho lo irrealizable a base de euros. En un lugar privilegiado de la parte moderna del cementerio, más de diez metros cuadrados se cubren de una lápida de mármol azulado. No hay cruces, ni ángeles, ni frases bíblicas, sólo una paloma con una rama de olivo sobre el nombre Rosa Vega Tomás. Debajo, la inscripción 1918-1934 y una leyenda, que tal vez inspiró don Marcos: «La Virgen de la Revolución».
Cada grupo de familiares y amigos se ha ido dispersando. Del nuestro sólo hemos quedado cinco: mi tía, la señora Gloria, Encarnita, el Coronel y yo. Gallardo se ha despedido cortésmente y se ha esfumado, supongo que rumbo al Miramar. Los gemelos Cachón son hombres de pocas palabras y sospecho que habrán regresado a Turón.
La plaza de Requejo y sus terrazas nos vuelven a acoger con el permiso de Caín, que parece su guardián. El Coronel y la señora Gloria no dejan de pedir botellas de sidra.
Me acerco a Encarnita. Quiero que me explique cómo fue su vida después de la Revolución. Aún me tiene que aclarar lo de su abundancia económica. Arrimo mi silla a su lado derecho. El Coronel me ha dicho que Encarnita se ha colocado en ese oído un audífono de los más lujosos, de los que no se aprecian desde el exterior.
«La Guardia Civil ha procedido hace unos minutos a la detención de dos ciudadanos de los países del Este como sospechosos en el asesinato de la estudiante de la Universidad de Oviedo. Fuentes del instituto armado no descartan más detenciones en las próximas horas».
La noticia en el televisor ha capturado la atención de los parroquianos, Fierro ya se ha puesto en movimiento. Por lo menos el asesinato de Clarita ya está resuelto o en vías de solución.
—El mundo está chifláu. ¿Qué yos haría la probé fía pa que la mataran? —mi tía solloza.
—¿Probé en vez de pobre? ¿Ves, Ramallito? Otra metátesis de la erre.
—Váyase al carajo, Coronel.
—Guaje, unos culetes por aquí —grita la señora Gloria al joven camarero.
—Encarnita —no me presta atención. Hay demasiado barullo en la plaza para que me oiga. Insisto, alzando la voz—. Encarnita.
—Ah, hablaba conmigo… Dígame, dígame.
—Supongo que el Coronel ya le ha puesto al corriente de nuestras investigaciones. Pero hay un punto que me gustaría que me aclarase. Usted y su madre, después de la Revolución del 34 quedan solas y desvalidas. Hasta tienen que mendigar para conseguir un trozo de pan… Han transcurrido setenta años desde entonces. Hoy, usted se maneja muy bien económicamente, podríamos decir que es hasta millonaria. ¿Me podría explicar cómo se produce ese salto?
—Ya sé por dónde va usted —ha adquirido un tono violento, impropio de ella—. El dinero del Banco de España… Es eso, ¿verdad?
—No se lo tome a mal. Usted vino a mí hace unos días para pedirme que me encargase de la investigación de la muerte de su hermana. Por insistencia del Coronel me he metido en todo este fregado. Si quiere que continúe, ha de ser sincera conmigo. En caso contrario, lo dejo todo.
—Tiene usted razón, toda la razón —agacha la cabeza, como si le diera vergüenza lo que va a narrar, y comienza:
«Creo que le conté que después de que el ejército invadió todo y comenzó a fusilar o encarcelar a los revolucionarios, mi madre y yo recorríamos las calles de Oviedo, los hospitales, las puertas de los cementerios, las celdas de las prisiones observando los rostros de los cuerpos tendidos en el suelo y que cubrían acequias o cunetas. Mi hermana nunca apareció. Mi padre sí lo hizo. Era uno de los cientos de cuerpos segados por decenas de balas que cubrían las calles de la ciudad, y su cabeza había sido seccionada por alguien de la Caballería Mora.
»Nuestro barracón en la ladera de la montaña quedó solo. Los fantasmas de mi hermana y de mi padre vagaban entre sus cuatro paredes. Aquel barracón sólo tenía arañas, polvo, espíritus de muertos y miles de lágrimas que aparecían cada mañana, cada tarde, cada noche. La Guardia Civil se presentaba todos los días a vigilarnos. Los rumores de que mi hermana había estado en el asalto al Banco de España les hacían acudir y tener vigilado nuestro barracón. Fusiles y dinero, eso era lo que buscaban por todas partes. Aquello duró meses. Yo era una niña, pero la imagen de una pareja de guardias civiles custodiando nuestro cobertizo es una estampa que se une con la de las arañas y los fantasmas.
»Mi madre me cogía de la mano e íbamos por las vías del ferrocarril buscando trozos de carbón desprendidos de los vagones en marcha. Madrugábamos para buscar comida, que nos alimentara para poder madrugar al día siguiente para localizar más alimentos o algo por lo que cambiarlos. Yo caía enferma constantemente y mi madre me dejaba en la cama con fiebre mientras ella recorría los pueblos o las vías en busca de comida.
»Cumplí seis años el día que triunfó el Frente Popular y dio la libertad a todos los encerrados por su participación en la Revolución del 34. Era nuestra última oportunidad de que mi hermana estuviese viva y de que la hubiesen encarcelado fuera de Asturias. Pero con los excarcelados que regresaron, entre muestras de júbilo, a las estaciones de tren, no se encontraba mi hermana. Siempre que llegaba un tren de presos íbamos a recibirlo. Mi hermana nunca regresó. Los días, los trenes y los excarcelados pasaban delante de nosotras sin noticias y la esperanza se convirtió en resignación.
»Los rumores de que se encontraba en Francia con el dinero robado adquirían mayor veracidad. El hambre era nuestra compañera diaria. Y a la mía se unía la enfermedad. Mi madre temía que fuera tuberculosis, pero el médico, que alguna vez acudía por nuestra casa a visitarme, la tranquilizaba diciéndole que sólo era anemia. Ya ve, lo de la anemia la tranquilizaba, porque sabía que sólo era cuestión de encontrar comida para mí. Y cuando no la encontraba la robaba: algún huevo de gallina, medio litro de leche hurtado a las ubres de una cabra, una lechuga de un huerto sin vigilar, un gato sin dueño…
»Recuerdo que era casi verano porque el sol penetraba entre las rendijas de las chapas del techo del barracón y me hacía sudar más de lo normal. Yo estaba tumbada en la cama con fiebre y llegó un señor que no conocía vestido de blanco con una bolsa en la mano y entró en la casucha. “Cuando venga tu madre le dices que le traje esta bolsa. Me la dio tu hermana Rosa para vosotras”, esas fueron sus palabras, y escondió la bolsa debajo de mi cama. La fiebre era muy alta y mis recuerdos sólo llegan a ese hombre vestido de blanco que nos entregó aquella bolsa.
»Cuando llegó mi madre, le conté lo ocurrido. Al principio creyó que estaba delirando, hasta que encontró la bolsa y la abrió, estaba llena de dinero. Dentro había una nota que, según me dijo mi madre, llevaba escrito: “El dinero puede estar vigilado y sus números de serie controlados. Ten cuidado, madre. Os quiero. Rosa”. En aquel momento no supe la cantidad que había dentro. “Ha sido un ángel”, repetía mi madre. Y esa fue la imagen que he tenido todos estos años, un señor vestido de blanco que nos dejaba una bolsa —sospecho que la fiebre y las palabras posteriores de su madre de que había sido un ángel le han hecho mitificar aún más la escena.
»Era el año 36, había triunfado el Frente Popular, nadie perseguía a los revolucionarios del 34, pero mi madre era cauta con el dinero. Lo gastaba sólo perrona a perrona para que nadie se diera cuenta de que lo teníamos. La noche del 18 de julio la invadieron el insomnio y la locura. Me vistió deprisa, introdujo todo el dinero por su vestido e hizo una maleta con cuatro prendas que teníamos y subimos al expreso de las doce con rumbo a Barcelona. Mi madre quería estar al lado de la frontera por si lo que se rumoreaba sobre el estallido de una guerra civil era cierto. Curiosamente, a partir de ese momento no volvimos a pasar más hambre.
»Nos instalamos en el barrio de la Barceloneta, al lado de cualquier barco o pesquero que emprendiera rumbo lejos de España. Allí, mi madre era una viuda más. El barrio estaba lleno de viudas y niños piojosos que pasaban hambre. Si algo había aprendido mi madre era a sobrevivir en la guerra y entre la penuria. Mi anemia y todas mis enfermedades se curaron. Sé que mi madre fue cambiando el dinero en francos. Debió de perder mucho en el cambio, pero la enorme cantidad que tenía en pesetas le permitía perder en los canjes ganando un poco de seguridad personal para las dos —no le he preguntado la cantidad que había en la bolsa, lo haré después, cuando termine su historia.
»Otra noche, yo ya tenía ocho años, le volvió a invadir el insomnio y nos embarcamos rumbo a Marsella. Ya le dije antes que mi madre se convirtió en una superviviente de la guerra. En realidad no sé muy bien a qué se dedicó en Marsella. Ahora, después de tantos años, sospecho que al contrabando de todo lo que se necesitaba para los refugiados españoles en los campos que el Gobierno francés había construido en la frontera. Yo sólo recuerdo que aquellos fueron los años más felices de mi vida: siempre había comida en casa.
»De repente, las calles de Marsella se llenaron de soldados. Era otra guerra. Nuestra casa se acabó convirtiendo en cuartel general de los aliados. Nunca nos volvió a faltar de nada. Recuerdo que un día, terminadas todas las guerras, se presentó en nuestra casa un señor con acento español preguntándonos por Rosa. No supimos responderle, pero mi madre se preocupó por la visita, pues más tarde se enteró de que era un guardia civil. Era Ángel Gallardo preguntando por mi hermana.
»Mi madre murió en el 60 en Toulouse, dejándome una fortuna en francos. Yo acababa de cumplir los treinta y Francia suponía el exilio para mí, por eso quise volver a España. Cambié mi nombre para que nadie me relacionara con Asturias, Rosa o la Revolución del 34, y pasé la frontera. Compré la administración de loterías de Vallecas a un viejo excombatiente al que el régimen se la había concedido por sus servicios en la División Azul. El resto ya lo conoce usted».
—¿Sabe qué cantidad de dinero había en aquella bolsa?
—Sí, mi madre con el tiempo me lo dijo: trescientas mil pesetas.
—Una fortuna, en aquel momento.
—Pues imagínese. De aquella una hora de trabajo se pagaba a una peseta en el mejor de los casos —y hago mentalmente la cuenta a toda prisa: entre dos y tres millones de euros, concluyo.
—De aquel señor vestido de blanco que llevó la bolsa, ¿no recuerda nada más?
—Sólo que iba vestido de blanco.
—¿Su madre sospechó alguna vez de quién se trataba?
—Sospechaba que podía ser el señor don Carlos, el maestro, ya que decía que siempre iba muy elegante, vestido de blanco, pero nunca lo supo con certeza. Además, al señor don Carlos nunca lo volvimos a ver después de la Revolución, dijeron que se había fugado a Francia —el maestro, don Carlos, otro personaje que aparece en esta danza. ¿Quién carajo sería? Veo al Coronel que se levanta de su asiento y se dirige hacia nosotros. Ha estado escuchando la conversación. Se acerca a mi oído y me susurra.
—Luego te hablo de ese maestro —¿qué ocurre aquí? ¿El Coronel me oculta información?
—Encarnita, lo último. Antes dijo que Gallardo se presentó en Francia preguntando por su hermana. ¿Le volvieron a ver?
—Hasta esta mañana, en el funeral, yo no había sabido nada de él —de todas formas, Gallardo nos está pasando la información con cuentagotas. Me estoy mosqueando con él.
Miro la mesa de la terraza. La han llenado de platos con escalopines. ¿Es que el Coronel no sabe pedir otra cosa? Estoy de escalopines hasta la coronilla.
Repaso mentalmente todo: el dinero del robo al Banco de España que llevaba Rosa terminó en manos de su madre y su hermana; se lo entregó un misterioso hombre vestido de blanco; surge un nuevo personaje en esta película que es el maestro; la nota en la bolsa iba firmada por Rosa, ¿estaba viva en aquel momento? No, no, ya estaba muerta. El feto que encontraron en su vientre demuestra que la asesinaron en plena Revolución del 34. Queda visitar al señor Benjamín Yuste en Bustiello, es el último de esta saga. Suena el teléfono, es Fierro.
—Ramalho, esto se está complicando.
—¿Qué ha pasado?
—A los detenidos los quieren defender abogados de la firma Inversiones Gomillas, ya sabes, la del Gran Duque.
—Lo que nos quedaba.
—Pero no les he dejado entrar, ya que les he aplicado lo de pertenencia a banda armada.
—Espero que no tengas problemas, Fierro. ¿Han dicho algo?
—Se niegan a hablar. Sólo repiten que trabajan para Inversiones Gomillas y que su tarea consiste en investigar a clientes dudosos.
—¿Cómo lo ves?
—Mal, y tengo un límite muy corto de tiempo. Como no les saque nada he de ponerlos en libertad o entregárselos al juez.
—Joder, se nos escapan los ratones.
—A lo mejor es que hay que ir a por la gran rata.
—¿A qué te refieres?
—¿Te acuerdas de que en un principio, cuando vi el modus operandi de este crimen, pensé que se trataba de otro igual a los que habían ocurrido en la Costa del Sol?
—Sí, pero lo descartaste porque no había movimientos económicos de importancia en este caso.
—Ya, pero ahora he de retomar todo. En todos los crímenes de la Costa del Sol los muertos tenían inversiones realizadas en empresas del Gran Duque —esto se nos escapa y a pasos agigantados.
—Gracias por tenerme informado, Fierro.
Mi vista regresa a la mesa de la terraza, a los platos de escalopines casi desaparecidos, pero mi mente naufraga. Caín se acerca a mí, frota su lomo en mis piernas y deslizo suavemente mi mano por su cabeza. Estoy en un puñetero agujero del que no voy a poder salir. El Coronel, siguiendo al golden retriever, se aproxima con una silla en la mano y la coloca a mi lado. Sospecho que querrá contarme lo que sabe de ese maestro de nombre don Carlos, que de improviso ha surgido en escena.
—Algo me quería decir sobre ese maestro —extrae de su mochila, la que le acompaña hasta en el infierno, el diario del bisabuelo de Manu.
—Toma, conviene que lo leas.
—No sea majadero, ¿cree que estoy con ganas de leer esas chorradas?
—Deberías hacerlo.
—¿Y eso por qué?
—Porque don Carlos, el maestro, era el bisabuelo de Manu.