18: El funeral en Lena

18

El funeral en Lena

El reloj, situado en medio de las dos torres del edificio del Ayuntamiento, marca las diez en punto. La fachada se me antoja simétrica: dos torres, cada una con tres ventanales, un balconcito en cada uno de ellos; en medio de ambas torres, el balcón principal, desde el que debe de hablar el alcalde o el pregonero de las fiestas; y la puerta de acceso al edificio enmarcada por un pórtico con dos columnas. Todo ello pintado de ocre y bermellón. Uno contempla la fachada de un consistorio de esta comarca y cree haberlos visto todos.

Han colocado, debajo de los escalones que dan acceso a la entrada, los trece féretros. Doce han sido cubiertos por la bandera de la II República. El de Rosa simplemente luce el marrón oscuro del roble noble de esta tierra, sin crucifijo ni otro emblema.

Sobre una pequeña tarima han situado varios butacones y un atril con un micrófono. Tres señores trajeados, uno de ellos sin corbata, ocupan los lugares más próximos al micrófono. Los otros tres asientos, situados un metro detrás, están ocupados de un cura grueso de color morado y dos más jóvenes que parecen recién salidos de la fábrica. En total, seis personas presiden el acto.

En el extremo inferior de la plaza, en su superficie plana, cien sillas para familiares conforman el patio de butacas. El resto del público se encuentra de pie. Entre las sillas hay quienes han tomado asiento. Otros, como el Coronel y yo, nos encontramos de momento de pie. Al fondo distingo a Ángel Gallardo, no ha querido perderse el funeral. A nuestro lado se han sentado Encarnita, mi tía, la señora Gloria y su nieta, todas alrededor del Coronel. A mí me han dejado un poco apartado. ¿Cómo se las arreglará este hombre para estar siempre rodeado de mujeres? ¡Lo que faltaba!, el golden retriever toma asiento sobre sus patas traseras en medio del grupo. ¿Este perro buscará algo?

—Fíu, acércate a nosotras —dice mi tía, gesticulando con su mano para que me arrime.

—No te preocupes, estoy mejor aquí, un poco apartado de todo.

—Ay, a ti te conozco, guaje —suspira la señora Gloria, que hoy no ha probado todavía el anisete ni la sidra—. Te gusta estar aislado y solo. Es la soledad del macho dominante.

¡Váyase a la porra, doña Gloria!, exclamo para mis adentros. Cada día que transcurre más se parece al Coronel, ni que fueran almas gemelas. Parece que el acto va a comenzar. Una muchacha que se presenta como locutora de Radio Parpayuela, me cuchichean que se trata de una emisora de la cuenca del Caudal, comprueba el sonido del micro y hace una breve introducción del acto.

—En el féretro de Rosa deberíamos haber colocado otra bandera de la República —dice doña Gloria.

—De eso nada, la República fue la que mató a mi hermana —dice Encarnita, algo molesta por la sugerencia.

—No es eso, Encarnita, era la República de Lerroux y de la CEDA —parece que matiza, para suavizar, el Coronel.

—Me da igual, me da igual, no quiero la bandera republicana sobre el féretro de mi hermana.

—Es que está un poco desangelado, así, sin una bandera —la señora Gloria a la carga.

—Me da igual, me da igual.

—Si quiere le ponemos esta —es la nieta de doña Gloria, que le muestra una bandera violeta que porta entre sus manos, doblada, como si la llevase a otro acto.

—¿Qué bandera es esa?

—La llevaba para un acto en conmemoración del día de la mujer trabajadora —responde la nieta.

—Esa sí, esa sí —repite Encarnita.

La muchacha se acerca al ataúd de Rosa y despliega sobre él una bandera morada. Los trece féretros quedan tapados por los colores de las telas que los cubren. Con tanto baile a mi alrededor no he podido escuchar la alocución introductoria de la locutora de Radio Parpayuela. Uno de los tres individuos sentados, el más bajo y algo calvo, el que no luce corbata, se acerca al micrófono. No me he enterado muy bien de quién es, por eso le pregunto al Coronel.

—Dicen que es un tal Grabiel, el alcalde del concejo de Aller.

—Será Gabriel.

—Grabiel.

—Gabriel.

—Oye, Ramallito, ¿es que nunca has oído hablar de la metátesis de la erre?

—Váyase a la mierda, Coronel.

—Sssssssss —nos sisean desde atrás.

Me ha parecido entender que los tres que estaban sentados, y que van a hablar, son los alcaldes de los municipios originarios de las víctimas. Dos de Aller, tres de Mieres y ocho de Pola de Lena, esa es la cuantificación y origen de todos. Y que su intervención se hará por orden ascendente en el número de muertos, el último el de Lena. También me susurran que el cura sentado de color morado es un agregado del obispado o algo parecido, que va a oficiar no se sabe qué, y los dos curas jóvenes con alba y estola son sus diáconos.

El alcalde de Aller parece que ha terminado, se retira con lágrimas en los ojos y una salva de aplausos. Le sustituye el de Mieres, un tal Luis María, algo más delgado, pelo blanco y gafas. Parece que despliega un papel sobre el atril y comienza a hablar.

—¿Para qué habrá venido el cura de morado, si no es obediente, ni pobre, ni casto, aunque no lleve ínfula? —pregunta doña Gloria. Lo dicho, hasta en los fuegos de palabras se parece al Coronel.

—Usted ya sabe: estos tipos tienen el monopolio de los muertos —remata el Coronel.

—Sssssss —me dirijo a los dos con el dedo en la boca, por culpa de ambos no me estoy enterando de nada.

El alcalde de Mieres es breve en palabras, pero no en emotividad. Otro gran aplauso lo despide. El más grande de los tres se levanta y se acerca al micrófono, supongo que será el alcalde de Lena. Es un tipo enorme que me sacará la cabeza y cincuenta kilos, pero con un rostro noble y afable.

—Ahí está mi Ramonín, qué saláu ye —dice la loca de la señora Gloria—, ési ye de los míos.

—Es que el alcalde de Lena se llama Ramón y es muy amigo suyo —me aclara su nieta. Asiento, en gesto de comprensión ante lo que me dice, pero también en señal de compasión por el alcalde.

Parece que ha terminado, también ha sido breve. Todos comprenden que no son momentos de grandes palabras y largos discursos. Otra ovación fuerte, que casi no quiere terminarse, parece cerrar el acto. Pero me equivoco, aún queda la actuación del agregado del obispo o lo que sea.

El cura gordo de morado se levanta, sacude su sotana, como diciendo que de esta tierra y esas palabras ni el polvo. Se ajusta la media cáscara de huevo que a modo de gorro cárdeno cubre su discernimiento, asegurándose de que la cruz dorada que pende de su cuello se halla en lugar bien visible. Comienza a descender lentamente las escaleras, como certificando de que los escalones se encuentran en su sitio. Los dos curas en prácticas le siguen con un botafumeiro en las manos, es posible que quiera rociar los féretros con incienso.

—Yo no quiero, yo no quiero que a mi hermana le eche de esos polvos —gimotea Encarnita.

—No se preocupe, Encarnita, que a su hermana no le echa ningún polvo el purpúreo —el Coronel siempre dando el cante.

El cura sigue descendiendo las escaleras con sus pupilos detrás. Al llegar al último escalón se encamina hacia el féretro del extremo, que es el de Rosa. Debe de querer empezar por ahí. El Coronel se abre paso deprisa entre las sillas y se coloca entre el ataúd y el trío clerical, con el retriever a su izquierda. El cura extiende en silencio su mano derecha con la palma al cielo y el diácono más joven le entrega el instrumento. Con él en la mano hace el intento de salpicar el féretro, pero el golden le muestra los dientes escupiendo un gruñido y el Coronel, con la palma extendida al frente, como si fuera un guardia urbano dirigiendo el tráfico, le detiene y espeta:

—La difunta era alérgica al incienso —el cura morado se vuelve rojo de desconcierto. Jamás le había ocurrido algo así. Titubea. No sabe qué hacer con el botafumeiro y opta por obviar el féretro de Rosa y dirigirse al de al lado.

De repente, de entre la gente que asiste al acto, van saliendo muchachos y muchachas que se sitúan delante de los ataúdes. Y cuando el cura se acerca con el botafumeiro, cada joven tiene una fórmula para excusar a su pariente fallecido.

—También era alérgico —dice el segundo.

—Mi abuelo era abstemio de incienso —y así hasta completar el cuadro de los trece féretros y familiares.

Catorce cuerpos en trece féretros, con doce muchachos custodiándolos más un anciano con un Camel en los labios, al que acompaña Caín. Silencio. El trío clerical da media vuelta y sigue avanzando, porque ellos nunca han retrocedido. Suben las escaleras despacio, preguntándose dónde estuvo el fallo. Tal vez deban buscarlo en el tiempo o con el tiempo.

La locutora de pelo liso y ojos azules de Radio Parpayuela recoge de nuevo el micrófono e intenta disminuir la tensión con palabras emotivas que a todos hacen olvidar al cura de morado, que no demora el ascenso por las escaleras. Y dan paso a un gaitero, presentado como Pelayo, que comienza a tocar lo que parece un réquiem, aunque tengo la impresión de que exhumaron el cadáver de Peadar Kearney del cementerio de Glasnevin en Dublín y lo trajeron para que entregara la partitura de un himno de la Irlanda insurgente al tal Pelayo.

El sonido de la gaita envuelve el pueblo de silencio y toda la herrumbre del olvido se descompone mostrando a su paso los recuerdos clandestinos, en un viaje sin retorno hacia el futuro.

—Hola, Trini —me dicen casi al oído, pero no necesito mirar para recordar ese olor a jazmín. El tiempo nunca cierra las heridas, son las heridas las que lo abren.

—Hola, Beli —miro su rostro, que desaparece ante sus enormes y bellos ojos. Diez años y todo regresa. Basta un olor para dinamitar en mil pedazos cualquier lápida que cubra el olvido.

—¿No hay ni un beso de saludo? —sonrío y me arrimo a su mejilla para cumplir con el saludo.

—¿Qué tal todo, Beli?

—Ya ves, enterrando a los nuestros. ¿Y tú?

—Escuchando una gaita.

—Diez años han hecho mella en ti —sonríe—. Una ceja cortada —pasea su pulgar por el cortafuegos de mi ceja—, un hombro dislocado o roto, barba de días, ojos tristes. ¿Qué queda del Trini que se me escapó?

—Tal vez sólo el recuerdo en alguna foto —dicen que las mujeres en la treintena alcanzan su cénit. Viendo a Beli, creo que tienen razón—. Trini murió hace diez años en Atlanta.

—¿Y en qué se convirtió? —no tengo respuesta, por eso prefiero tocar otra pieza.

—¿Qué tal te ha ido todo?

—Terminé la Universidad, por fin —vuelve a sonreír, enseñándome sus perfectos dientes blancos, como hacía siempre—, y abrí un gabinete psicopedagógico para asesorar a los padres con niños problemáticos. Qué ironía, si el gabinete lo hubiese tenido abierto hace muchos años, tus tíos habrían terminado por llevarte.

—Y yo hubiese ido encantado —le devuelvo la sonrisa.

—Supongo que has venido por lo de Clarita y que cuando lo resuelvas volverás para Vallecas.

—Acertaste. El caso está prácticamente resuelto y regresaré en unos días.

—Bueno —pasea su mano por mi hombro—, pues ya nos veremos. Si alguna vez necesitases algo, ya sabes dónde me tienes: aquí, cuidando de los míos.

—Beli, ¿qué nos ocurrió?

—Tú abandonaste —deposita su índice sobre mis labios y se introduce en la multitud, dejando que su olor y su figura se pierdan.

La muerte posee imágenes ciclópeas: las flores que adornan y secuestran los féretros; las palabras que iluminan como un relámpago la memoria; la tumba que ahora conoceremos; y el sonido de una gaita que se pierde en el aire, extinguiéndose.

El acto ha terminado.

Los familiares se acercan a la primera línea para portar los féretros a hombros hasta el crematorio o el cementerio. Me sitúo junto al de Rosa, para llevarlo sobre mi hombro. A mi lado, el Coronel. Detrás acaban de hacer su aparición los gemelos Cachón y Ángel Gallardo. No se dirigen la palabra, supongo que será por lo ocurrido hace medio siglo. Pero a los tres les une Rosa, por eso están aquí. Aconsejamos a Encarnita que se acomode en el medio, donde habrá menos peso. Mi tía me aborda, como gallina que protege a su polluelo.

—Quítate de ahí inmediatamente. Teniendo el hombro como lo tienes no puedes llevar nada. Ay, si estuviese aquí tu tío. Déjame a mí, fíu.

—Pero…

—Ni pero ni leches.

Los trece ataúdes se elevan de sus caballetes sobre los hombros de familiares y amigos. Y comienza el paseo entre la multitud.

Un pasillo de silencio se abre en medio del gentío. El primer féretro es el de Rosa, transportado a hombros por Gallardo y el Coronel al frente, los Cachón al fondo y, en el medio, Encarnita y mi tía. Y en cabeza del cortejo, doña Gloria en su silla de ruedas, no podía ser para menos. Pero, curiosamente, delante de ella va Caín, el golden vagabundo, que nos guía a todos entre la brisa y la neblina hacia el ocaso.

El Coronel eleva el puño izquierdo, que sobresale por encima de la tapa del féretro. Miro hacia atrás. El resto de porteadores han levantado sus puños. El pasillo de silencio es ahora un pasillo de puños elevados en silencio.

Aunque el asesinato de Clarita está prácticamente resuelto, no debo marcharme a Vallecas hasta aclarar qué pasó en la Revolución del 34 con Rosa.

El silencio o los puños, el pasado o el perro guía que no quiere dueño y conoce de memoria el camino al cementerio, los vivos o los muertos o todos a la vez, acaban de convertir en un deber la investigación.