17
La patria es la infancia
Todo se ha terminado. Lo que me obligó a venir hasta Asturias se ha resuelto. Ya no tiene objeto continuar aquí. Mañana Fierro tomará declaración al cura a primera hora y ordenará la detención de los dos sicarios del Este. Sólo me resta saber el porqué del asesinato de Clarita, pero eso es algo secundario. Lo principal está resuelto.
No distingo la luna en el cielo encapotado y negro. Es una noche igual a todas las que recuerdo en esta tierra. A veces oigo el bramido del nordeste golpeando los manzanos y un grillo con insomnio que acompaña a alguna lechuza impertinente.
He entrado al Calabozo como un sonámbulo. Ni siquiera sé porqué lo he hecho. Enciendo la luz que ilumina el centro del cuadrilátero, el resto queda en penumbra. Tomo asiento en uno de los bancos y aparto un disco de plomo de diez libras que deposito suavemente en el suelo. Contemplo el reflejo del foco sobre la lona y todo regresa a mi cabeza.
«Con calzón azul y rojo, con un peso de ciento ochenta libras, El Trini. Y con calzón blanco y un peso de ciento noventa y dos libras, Hoffman, El asesino del Bronx», así nos presentó el maestro de ceremonias. Recuerdo los aplausos, las voces, la vaselina en mi rostro, los focos, las recomendaciones del árbitro, el humo de los puros de la primera fila. La campana, la puta campana. Y comenzó aquella locura: mi ceja partida y la sangre manando hacia el ojo. Recuerdo mi castigo en las cuerdas esperando el toque de campana para acudir a la esquina a limpiarme la sangre que nublaba mi visión. Recuerdo el calvario, el suyo y el mío. Recuerdo los golpes, todos y cada uno de ellos. Veo a Hoffman en el suelo, no supera la cuenta ni le salva la campana. He ganado. ¿Para qué he ganado? ¿Por qué quise ganar? ¿A costa de qué he ganado? Me preguntaba insistentemente mientras contemplaba desencajado el cuerpo de Hoffman tendido en la lona sin movimiento, sangrando por el oído. Alguien elevaba mi brazo. No tenía la respuesta. Nadie me sabía responder.
—Ramallito, te veo muy pensativo.
—Hola, Coronel. Pensaba en los viejos tiempos.
—Todo tiempo pasado fue mejor, ¿es eso?
—No, simplemente distinto —provoco un breve silencio, que el Coronel respeta, y le traslado mis reflexiones—. Hace casi diez años escapé de estos valles verdes y negros. Y ahora, aquí, pensaba en Cassius Clay cuando Ken Norton le rompió la mandíbula y le arrebató el título. Clay, sin título ni mandíbula, regresó a Louisville, su pueblo natal. Quería recordar de dónde venía, quién era y cuál sería el camino a seguir. Eso me está ocurriendo a mí. Llevo una década dando tumbos por el mundo. Y llegar de nuevo aquí, y ver a estas gentes recias mostrando su rabia ante el desdén del mundo, el orgullo de puños cerrados que alimentan sus almas, sus tierras deshabitándose con las entrañas abiertas por la sangre de generaciones… Todo, absolutamente todo, me muestra lo que soy y hacia dónde voy.
—Yo prefiero no pensar ni en mi infancia ni en mi juventud —extrae un Camel sin boquilla y me ofrece otro, se lo acepto. Observo cómo deposita despacio el Diario de un proscrito del bisabuelo de Manu encima de un banco. Su mechero metálico pasa de mi cigarro al suyo. Da una calada profunda y sigue hablando—. Tuve una infancia rodeada de hambre y muertos. Matar o morir, ese fue siempre el dilema, no aquella sandez de señoritingos de ser o no ser. Hace años me atormentaba pensar si yo había llegado a matar a alguien. ¿Tú has matado a alguien, Ramallito?
—Sí.
—Supongo que sería en legítima defensa.
—Déjelo, Coronel. Prefiero no hablar de ello. ¿Y usted? ¿Mató a alguien?
—No lo sé. En el Guadarrama las balas se cruzaban de trinchera a trinchera, nunca sabías dónde se detenían. Y en el Jarama ocurrió igual. Las guerras son todas iguales, disparas sin saber dónde ni a quién.
—A veces me quejo de mi infancia, pero la suya fue peor.
—Lo malo de la infancia son los amigos que se pierden.
—¿Perdió a alguno?
—Al Flecha.
—¿El Flecha fue amigo suyo en la infancia? —nunca me lo habría imaginado.
—Mi único amigo, Ramallito.
—Quién lo diría. Les he visto cruzarse en las escaleras y no dirigirse ni un saludo. En fin, supongo que tantos años siendo vecinos acaban por cansar a cualquiera.
—No fue eso. La culpa la tiene una cortina.
—¿Una cortina? Ahora sí que me ha dejado perplejo —sonríe, y da otra calada al pitillo.
—Creo que conoces la calle del Monte Igueldo, la que está al lado del Mercado de Vallecas.
—Por supuesto.
—Esa calle, en el 36, se llamaba Nicasio Méndez y, al final, había un cine de verano, el San Méndez. El Flecha y yo siempre nos colábamos para ver las películas por una abertura muy disimulada en la verja que sólo nosotros conocíamos. Eso nos permitía entrar sin que nadie lo sospechase y, claro, sin pagar. A los catorce años, nos sobraban el hambre y la picardía, y nos faltaba inocencia. El 18 de julio del 36, el día del golpe de estado, proyectaban la película Sopa de ganso, de los hermanos Marx. ¿La has visto? —me lo pregunta como para tomarse un respiro y dar otra calada.
—Sí, claro que la he visto.
—Cuando la película llegó a la escena en la que Groucho dice: «Esto es tan sencillo que hasta un niño de cuatro años sabría hacerlo». Y, después de un segundo de reflexión, remata: «Rápido, tráiganme a ese niño de cuatro años para que lo haga, que yo no tengo ni idea»… En ese momento, en medio de las carcajadas generales, las luces se encendieron y la proyección se detuvo. Comenzaron los silbidos y las patadas en el suelo. Pero de repente, en medio y delante de la pantalla, aparecieron dos sindicalistas conocidos del barrio, uno de la UGT y otro de la CNT. Y nos dijeron: «Los fascistas han dado un golpe de estado. Diríjanse cada uno a las sedes de sus respectivos sindicatos o partidos para recibir instrucciones». El Flecha, Rogelio, que de aquella era Rogelio, y yo nos miramos, y salimos corriendo hacia la calle Concordia, ya que allí tenían la sede los sindicatos. ¿Sabes dónde está?
—Por supuesto, Coronel, he pasado muchas veces por ahí.
—Al llegar —da otra calada, en sus dedos va quedando una colilla que sujeta con las uñas—, la calle estaba atestada de gente preguntando qué estaba ocurriendo. Nos dijeron que permaneciéramos allí, que en cualquier momento se procedería a la entrega de armas para defender la República del fascismo. Se hacía de noche y las armas no llegaban. El Flecha se tenía que ir a su casa, era muy tarde y se arriesgaba a llevar una paliza de su padre. A mí no me esperaba nadie. Por eso me quedé. Recuerdo que hacia las doce de la noche llegaron con un vehículo lleno de armas y las repartieron. Me hice con dos fusiles, no me preguntes cómo los conseguí porque ni yo mismo me acuerdo. Y ahí vino lo de la cortina y mi ruptura con el Flecha. A lo mejor te estoy aburriendo.
—No, Coronel. Continúe, por favor.
—Llegué al portal de Rogelio y le llamé a voces: «Rogelio, Rogelio, mira», gritaba, mientras saltaba con los dos fusiles en medio de la calle. Había conseguido dos armas para defender la libertad, una para mí y otra para él. La cortina de su habitación se desplazó un poco y me dejó ver su rostro pegado al cristal. Su mirada era triste. Al instante, la cortina se cerró de nuevo. Fue la mano de su padre quien lo hizo. Lo comprendí en seguida: de los dos, yo era el único que iba a defender la República. Él se quedaría en casa con su padre esperando a ver quién ganaba para unirse al vencedor.
—¿Y desde entonces no se volvieron a hablar?
—Ni a ver, Ramallito. Yo ingresé en las Milicias Obreras, en el Batallón 49, al mando del coronel Lacalle. Y, como era muy joven, me asignaron de ayudante en el cuartel general, que era un convento expropiado a los frailes en la carretera de Valencia. Luego vino el Guadarrama. Nunca supe más del Flecha hasta que regresé a España en el 77, el 19 de agosto, el día que murió Groucho Marx, y le vi convertido en un gran señor rentista —saca otro cigarro y me lo ofrece. Se lo rechazo—. Bah, pero no hablemos más de mí.
—Es curioso, usted ha soportado la masacre de dos guerras y a veces se comporta como…
—¿Cómo un payaso? ¿Era eso lo que ibas a decir?
—No exactamente, pero ya que lo ha dicho usted.
—Mira, Ramallito, cuando se llega a mi edad y una sola hora de mi vida da para cien novelas, todo me importa bien poco. Hace años tenía sueños: quería cambiar el mundo. Hoy, sólo quiero que el mundo no me cambie a mí. Por eso hago lo que me viene en gana, guste o no al personal.
—Pero podía ser más maduro en su comportamiento.
—¿Qué es la madurez, Ramallito?
No hay respuesta. Regresan el silencio y las volutas del cigarro del Coronel. Y sus palabras rompen de nuevo, como era de esperar, la quietud.
—¿Cómo fue tu infancia?
—¿Mi infancia, Coronel? Está usted contemplando mi hogar infantil y juvenil —y con la mano trazo un semicírculo señalando el gimnasio—. Aquí me crie hasta los veinte años. Años encerrado, golpeando sacos, levantando pesas, saltando a la comba, mordiendo la lona y machacando cráneos. No había cumplido los veinte y mi tío me permitió salir al mundo para romper todos los tabiques nasales que pudiera. Y los rompí. Y llegó Atlanta. Y cuando vi a Hoffman tumbado en la lona, sin movimiento, con poco pulso, sangrando por la nariz y los oídos, me pregunté a mí mismo en qué me había convertido.
—Ahí fue cuando escapaste.
—En ese momento emprendí la huida. No quería regresar aquí. Le voy a contar un secreto: la medalla que gané en Atlanta la he llevado siempre en la guantera del coche, y ando buscando el precipicio más recóndito y profundo para lanzarla. En fin… luego estuve muchos años vagando por el mundo, intentando conocerlo o aprendiendo de él lo que se me había negado en veinte años.
—¿Y qué aprendiste?
—Sólo aprendí que si alguien necesita que le echemos una mano, debemos ofrecerle las dos.
—¿Y por qué terminaste de policía?
—Porque en este mundo únicamente existen cuatro cosas que abren todas las puertas: el dinero, el poder, la fuerza de las masas y… una placa.
—Ya, yo prefiero la fuerza de las masas —da otra calada y provoca un silencio—. Te escapaste del Calabozo y, por lo que me contó tu tía, también dejaste plantada a tu novia de toda la vida, una tal Belinda.
Regresa el silencio. Dicen que el tiempo acaba borrando las heridas, pero es mentira. Basta un gesto, una palabra, una fotografía, para que la ligera capa de nieve que cubre el pasado se derrita como por encanto. Quiero cambiar de tema, lo necesito.
—Ahora que le tengo a tiro, quería preguntarle algo que siempre me ha intrigado: usted sigue trabajando, cuando hace casi veinte años que se debería haber jubilado.
—Je, jubilado. ¿Y con qué pensión?
—Usted fue soldado de la República, debería tener pensión.
—Pensión, dices. La pensión ha sido para los soldados, pero no para los milicianos.
—Pero usted dice que perteneció a la quinta del biberón.
—Lo digo por extensión. La quinta del biberón fue llamada a filas en el 39 para la defensa del Ebro. Pero yo ya llevaba tres años combatiendo como miliciano. A los milicianos no se nos ha reconocido nada, ni a los guerrilleros que quedaron en las montañas defendiendo la República.
—¿De qué vivía cuando llegó a España?
—De la caridad. Ahí, Encarnita se portó muy bien conmigo. La librería es propiedad de ella y me deja el local por un alquiler de dos duros.
—Vaya, Encarnita de nuevo. ¿Qué relación tiene usted con ella?
—Bueno —parece que se ruboriza. El Coronel ruborizándose, esto es todo un episodio para la historia—, en el 77 yo era joven y apuesto.
—No me venga con chorradas. En el 77 usted era ya un carcamal de cincuenta y tantos.
—Ya, pero era resultón para una soltera de cuarenta y algo.
—Así que usted y Encarnita —sonrío—. Ahora tienen sentido muchas cosas. Dígame: ¿cómo la sedujo?
—Con mi cultura y mi labia.
—Claro, usted es licenciado en mundología.
—Un autodidacto.
—Autodidacta.
—Autodidacto.
—Váyase al carajo, Coronel.
Da dos caladas muy despacio y seguidas. Acabo de comprender su interés por ayudar en la investigación a Encarnita, es como la devolución de un favor.
Yo sigo sentado y mi vista se pierde por los rincones del Calabozo. Veinte años de anécdotas machacan mi sien, más que los golpes recibidos. Sigue el silencio, casi lo agradezco. Pero este tiene un tiempo escaso con el Coronel.
—Entonces, ¿el asesinato de Clarita ya está resuelto?
—Prácticamente, sí. He hablado con Fierro y mañana recogerá el testimonio del cura a primera hora y, en cuanto firme su declaración, procederá a detener a los dos sicarios.
—Estás muy seguro de que fueron ellos.
—Le dije, Coronel, que el asesinato de Clarita era una cuestión de desvelar los minutos. Desde las tres y media, hasta que se detecta el fuego por los bomberos, está todo el tiempo explicado: diez minutos hablando con Gomillas, treinta con el cura y el resto es lo que se tarda de Gijón a Veranes. Ahí es donde intervienen ellos.
—Espero que tengas razón, pero yo he leído que en todo crimen hay un motivo. Aquí no veo ninguno.
—Hay que esperar al interrogatorio de mañana y lo sabremos.
—¿Y de lo de Rosa?
—Coronel, ya le expliqué antes de salir de Vallecas que era una misión casi imposible pretender descubrir a su asesino. Han pasado setenta años y no tenemos ni testigos ni pruebas. Lo máximo que hemos conseguido es averiguar su implicación en el asalto al Banco de España y sospechar que ahí se encuentra el motivo de su asesinato.
—Te recuerdo, Ramallito, que en esta película también se había producido una violación.
—No lo olvido, Coronel. Le quitaron el dinero y luego la violaron, o al revés. No hay nada más que explicar en este asunto. Sólo nos queda interrogar a su hermana Encarnita por lo de su fortuna y a ese falangista de Bustiello de nombre Benjamín Yuste.
—¿Y los otros doce de la fosa común?
—Coronel, maldita sea. ¿Qué quiere hacer? Ya sabemos que fueron fusilados por un pelotón formado por guardias civiles y falangistas en el 45, en una puta saca de aquellas. Incluso se conocen sus nombres. ¿Qué quiere averiguar?
—¿Y todo queda así, sin castigo ni nada? Por favor, no me polculices —los verbos floridos del Coronel.
—Parece que no entiende o no quiere entender. Bastante hemos hecho desvelando su muerte.
—Mañana es el entierro de todos en Lena. Iremos, ¿no?
—Claro. Y para que se quede más tranquilo, también interrogaremos a Encarnita y al falangista de Bustiello. Después pondremos rumbo a Vallecas.
—Tengo mal sabor de boca, Ramallito.
—¿Por qué dice eso?
—No sé, ya te lo diré mañana —y recoge el Diario de un proscrito y se encamina hacia la puerta—. Tú crees que esto ha llegado a su final —observo cómo acaricia con su pulgar el lomo del libro—, pero yo creo que no ha hecho más que empezar.