16: Con la Iglesia hemos dado

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Con la Iglesia hemos dado

Dejamos atrás la cuenca del Nalón y emprendemos el camino por la carretera de Santo Emiliano hacia la cuenca del Caudal. Voy despacio. El hombro me duele. Aquel gorila del Gran Duque me soltó un punto. Sin embargo, prefiero el dolor a que mi mente esté nublada. Las curvas son cerradas, no importa que tengan limitación de velocidad, no es necesario, la orografía impide ir más deprisa. El Coronel, a mi derecha, lee el diario del bisabuelo de Manu. Pobre Manu. ¿Qué creerá que pudo escribir su antepasado que nos ayude en la investigación? El asesinato de Rosa está claro que se produjo para apoderarse de las trescientas mil pesetas que llevaba y el asesino no pudo ser un revolucionario, debió de ser alguien que en el 45 estaba del lado del poder fascista.

Mi mente va de un caso a otro, como si de una partida de ping pong se tratase. Tres y media de la mañana, Clarita sale del «Ex Prohibido». Se encuentra con el condecito y discuten. Diez minutos a restar. El fuego se detecta a las cuatro cuarenta y seis, queda casi una hora de diferencia. Hay que explicar esa hora. A ver cuántos minutos nos aclaras, curita de los huevos.

Miro por el retrovisor. Un Nissan todoterreno nos sigue. A lo mejor no nos persigue a nosotros y es simplemente que no nos puede adelantar y me estoy volviendo paranoico a cada minuto que pasa. Lo que debo hacer es facilitarle el adelantamiento. Después de esta curva se extiende una pequeña recta de doscientos metros. Es el momento. Disminuyo la velocidad y el 4 × 4 se pega a la trasera de mi vehículo, parece que duda en adelantar. Nos adelanta. Falsa alarma. Es un Nissan Pathfinder, si el subteniente Fierro lo viera, seguro que me espetaba: «Hay que detenerlo e identificar a sus ocupantes». Pero no hay motivos. ¿Cuántos vehículos de esos habrá por estos montes? Cientos. No hay conexión. La matrícula se me queda grabada cuando nos adelanta, 8999. La misma que el furgón que cargó a los veintidós de la fosa común de Carbayín. ¡Qué casualidad! El mismo número de matrícula, setenta y tantos años después.

El Coronel sigue absorto en las memorias del bisabuelo de Manu. Yo buceo en mis pensamientos sin extraer conclusión alguna. El coche ha quedado en silencio y es muy extraño que eso ocurra con el Coronel a mi lado. Las memorias del antepasado de Manu lo han alejado de la tierra.

Llegamos al alto de Santo Emiliano: cuatro casas de una planta a ambos lados; dos ancianas vestidas de negro paseando por el arcén; cuatro vacas tumbadas, rumiando hierba, en una finca cerrada; un anciano sentado en el poyo delante de un chigre; y algún coche mal estacionado en la cuneta. Silencio. Ahí está el Nissan de antes aparcado con dos ocupantes que aún no han descendido de él. ¡Qué extraño! A nuestro paso, el todoterreno ha reanudado la marcha. Ahora vamos descendiendo. Si pretenden algo contra nosotros es el momento adecuado. Más vale prevenir. Llamo a Fierro.

—¿Fierro? —el Coronel interrumpe la lectura de las memorias cuando me oye hablar por el móvil.

—Dime, Ramalho.

—Estoy en el alto de Santo Emiliano, dirección Mieres. Tengo poca cobertura, por lo que esto se puede cortar en cualquier momento. Soy breve. Nos sigue un Nissan Pathfinder, de color…

—¿Un Pathfinder?

—La matrícula es 8999, no distingo sus letras.

—¡Hostias! —es el Coronel, parece que el 4 × 4 nos embiste por detrás, dándonos un pequeño golpe.

—Son ellos, Fierro. Nos quieren echar fuera de la carretera.

—Envío de inmediato patrullas, unas saldrán desde Sama y otras de Mieres a vuestro encuentro.

—¡Que se den prisa, coño! —grita el Coronel, ante una nueva embestida.

—¡Ya aparecieron los ratones! —dice Fierro al otro lado del teléfono, y la comunicación se corta.

—Abróchese bien el cinturón —le ordeno al Coronel.

He de olvidarme de los dolores y agarrar con firmeza el volante e intentar llegar a destino más rápido que ellos. En zona poblada no intentarán nada. El peligro está en las curvas, he de frenar y el Nissan se acerca y nos golpea intentando echarnos de la carretera. De momento las curvas están protegidas por árboles, en caso de que un golpe nos saque de la calzada, los troncos detendrían la caída por el barranco.

—¡Mierda, mierda! —este golpe ha sido fuerte, casi se me va el coche.

—Déjame la pistola, Ramallito, que los frío.

—Déjese de pistolas y agárrese bien.

Otro estacazo. He de pisar a fondo, no puedo permitir que se acerque. ¡Joder!, un pueblo. Una señal de peligro de niños cruzando. Espero no encontrarme a ninguno. Una anciana vocifera a nuestro paso. Nos llama de todo menos bonitos. Debe de creer que estamos realizando alguna carrera ilegal.

—Déjame la pistola.

—¡Cierre la boca, cojones!

—Pues les pego un tiro con la mía.

—¿Pero qué dice?

Le veo sacar una Star 9 corto del bolsillo de su amplio pantalón de pana, atada con una cuerda.

—A estos les voy a dar yo.

—¿De dónde ha sacado eso, Coronel?

—Es la Sindicalista.

—¿La Sindicalista? —las chorradas del Coronel, seguro.

¡Mierda! Otro golpe. Este casi nos saca en la curva. No miro ni el velocímetro, no puedo. Me limito a pisar el acelerador y ojear los retrovisores. Aún quedan cinco kilómetros y no ha aparecido ninguna patrulla de la Guardia Civil. Se me hace eterno todo. El Coronel se desabrocha el cinturón y baja el cristal de la ventanilla. Se encarama como puede con la Star en la mano izquierda. Con su derecha se agarra al respaldo del asiento y con la otra empuña la pistola, y dispara. ¡Estúpido intento, pretender acertar! Vamos a más de cien por una carretera de montaña llena de curvas. Por muy buena puntería que se tenga, es como soñar en que te toque la lotería.

El Nissan retrocede. Se coloca a unos veinte metros. Saben lo que hacen. A esa distancia un 9 corto en movimiento no sirve de nada. Mierda. La Guardia Civil sigue sin aparecer. Ahora viene una recta de doscientos metros. Parece que respiro. No. El Nissan coge velocidad, está claro que ha retrocedido para revolucionar el motor. Nos embiste de forma contundente. Pierdo el control del coche. Se me va de atrás. ¡Mierda, mierda, mierda! Nos vamos contra los árboles. El lateral derecho colisiona contra ellos. Espero que el Coronel se encuentre bien. El Nissan nos pasa de largo y nosotros quedamos en la cuneta, entre los robles y manzanos.

—Je, váyase usted al campo y disfrute del aire puro. Allí no hay peligros como aquí, en Vallecas. Al próximo que me lo diga, lo capo.

—¿Está bien, Coronel?

—Sí, sólo herido en mi orgullo. Los años me han hecho perder puntería.

Saco mi arma, la Walter P99. Arrastro la corredera hacia atrás y la suelto. Cartucho listo en la recámara, dispuesto a escupir fuego. No creo que regresen, pero si lo hacen hay que estar preparados.

El Coronel enciende su sempiterno pitillo. Le acepto uno. Los dos quedamos en el vehículo esperando la llegada de la Guardia Civil.

—¿Igual pensaba hacer blanco con esa porquería de pistola?

—¡Un respeto, que es la Sindicalista!

—Qué Sindicalista ni qué niño muerto. ¿De dónde ha sacado ese hierro?

—¿No conoces la Sindicalista?

—Déjese de chorradas.

—¡Ay, Ramallito! ¡Cuánto te queda por conocer de nuestra intrahistoria!

—Ilústreme, tío listo.

—A la Star 9 corto se la conoció con el nombre de la Sindicalista porque, en la guerra civil, los milicianos de los sindicatos obreros la llevaban en el bolsillo atada con una cuerda de la trabilla del cinturón. En el bolsillo hacían un roto, y de esa forma la pistola colgaba por la pernera y no se veía. En caso de necesidad, tiraban de la cuerda y empuñaban el arma.

—No me diga que esa es el arma que usted llevaba.

—Por supuesto.

—¿Y la munición?

—La munición la consigo de un marchante del barrio.

—No quiero saber nada más. Déjelo, porque al final tendré que detenerlos a los dos.

Acaba de llegar una patrulla de la Guardia Civil. Es la que Fierro destinó desde Sama porque ha hecho su aparición por nuestro mismo sentido. Descendemos del coche para recibirlos y, al vernos, aparcan a nuestro lado.

—¿Se encuentran bien? —nos pregunta el copiloto, un guardia gordo con mostacho y risueño, alguien que ha dado gracias al cielo por no encontrarse con la balacera ni el rally.

—Sí, estamos bien. ¿Saben si la patrulla que venía de Mieres ha visto el Nissan?

—Sí, acaban de confirmar por radio que han interceptado el vehículo a dos kilómetros de aquí.

—¿Podría hablar con el subteniente Fierro por su radio?

—Ahora le pongo —responde el conductor, un guardia menudo, que en su rostro refleja toda el hambre de años pasados en este país—. Tengo al subteniente a la escucha, me dice que se ponga el inspector Ramalho, ¿quién de ustedes dos es? —¿quién de los dos soy? ¿Este guardia me estará tomando el pelo? Le hago una indicación con la mano, para que me identifique y cojo el auricular de la emisora. Pulso el PTT.

—Ramalho a la escucha.

—Aquí Fierro, veo que ha sido capaz de sacar a los roedores de la madriguera.

—Sí, pero a qué precio.

—Ustedes están bien, que es lo importante.

—Ya, pero el coche va a necesitar unas horas de chapista. ¿Cómo ha ido todo?

—La patrulla de Mieres ha detenido a los dos ocupantes. Ya están identificados y los de atestados están sacando fotos del vehículo. Es posible que las rodadas coincidan con las que encontramos en Veranes. ¿Qué piensa hacer, inspector?

—No le entiendo.

—¿Piensa poner denuncia por intento de homicidio o dejamos que los ratones regresen a su madriguera?

—Fierro, me gustaría que fuera más explícito.

—Se lo voy a explicar tal y como yo lo veo. Si se les acusa de intento de homicidio, es fácil que se libren. Alegarán que el vehículo se les fue. Y si lo unimos a que no hay heridos ni muertos pues… Vamos, que se van a librar. Pero si lo tramitamos como accidente de tráfico, pudiera suceder que se confíen y se vuelvan más descuidados. Hasta es posible que nos lleven hasta su jefe, si es que lo tienen, o que en el seguimiento encontremos pruebas más sólidas contra ellos.

—¿Cómo lo ve usted?

—Yo no estaba en el coche sufriendo penalidades, como ustedes. Pero para la investigación veo más positivo dejarlos marchar y, ya que los tenemos localizados, establecer un seguimiento. Creo que nos pueden llevar hasta algo más importante.

—¿Quiénes eran, Fierro?

—Nicolai Cherzensco y Vladimir Taquein. Gente del Este. No tienen nada pendiente, pero siempre han estado en el ojo del huracán como sospechosos de trabajar como sicarios para el mejor postor.

—A ver si le entiendo, Fierro. Usted plantea dejarlos en libertad y tenerlos constantemente vigilados para conocer sus movimientos y conseguir que nos lleven hasta quien les ha contratado —los disparos del Coronel con un arma sin legalizar comienzan a preocuparme. Tal vez es mejor aceptar el planteamiento del subteniente.

—Me ha entendido a la primera, inspector Ramalho. Fíese de mi instinto —el instinto, otra chorrada más de los investigadores. Todo el mundo lo cita y nadie sabe lo que es.

—De acuerdo, Fierro. Me fío de usted.

La patrulla de la Guardia Civil, el gordo del mostacho grande y el escuálido, se despide de nosotros después de ayudarnos a colocar el coche en la calzada. Tiene varios abollones, pero el motor no ha sufrido daños. Vamos camino de Mieres, no se me ha de olvidar que el objetivo de este viaje era hablar con el cura joven de la iglesia de San Juan.

El Coronel no va muy satisfecho con el acuerdo al que llegué con Fierro. Su lengua se ha contenido durante tres kilómetros, pero al entrar en Mieres explota.

—No entiendo estos arreglitos a los que llegáis Fierro y tú. A esos dos había que engrilletarlos y meterlos en las mazmorras.

—Coronel, ¿cree que iban a confesar algo? ¿No ve más prudente dejarlos marchar para ver hasta dónde nos llevan?

—Vosotros jugar con ellos, la próxima vez nos llevarán a la tumba.

La iglesia de San Juan está cerrada, me fijo en los horarios pegados en su puerta. Dentro de una media hora hay una misa funeral. Habrá que esperar. Aparco el vehículo en una zona de ORA. Lo mejor será sacar un ticket de aparcamiento, porque con la suerte que tengo últimamente igual me lo multan y se lo llevan con la grúa nada más ver los abollones, sospechando que está abandonado.

Otra vez la plaza de Requejo como lugar de espera. Miro el reloj. La hora de servir comidas se ha terminado, pero preguntamos al camarero esmirriado y con viruelas que pulula por la realidad de las mesas. Nos indica que aún está abierta la cocina y nos pide que nos sentemos. Preferimos la terraza, dentro hay demasiada gente jugando a los naipes y al dominó.

—Comprenderán que a estas horas no tenemos toda la carta. De primero les puedo ofrecer algo de ensaladilla y de segundo unos escalopines al cabrales —voy a terminar de escalopines hasta la coronilla.

—Perfecto —remata el Coronel—, lo de los escalopines me parece magnífico. De beber, mucha sidra. Confío en que usted esté atento para que cuando vea que se nos vacía el vaso salga corriendo a llenárnoslo —el camarero esmirriado sonríe, en un gesto que pretende algo así como mostrar su conformidad con lo dicho por el Coronel.

—Coronel —gritan desde el balcón de la casa de al lado—. Ahora bajo —miro hacia la ventana. ¡Oh, no! La señora Gloria otra vez.

No ha transcurrido ni un minuto y la vemos aparecer por la puerta del portal con sus muletas y dirigirse hasta donde nos encontramos. Ha aparcado su silla de ruedas, por eso espero que hoy no le dé por empinar el codo más de lo habitual.

—Siéntese, doña Gloria —el Coronel se levanta y le ofrece una silla.

—Si llego a saber que venían ustedes, no hubiese comido, les habría esperado.

—Todo ha sido muy rápido y sin organizar.

—¿Y cómo por aquí?

—He de entrevistarme con el cura Antonio, de la parroquia de San Juan —digo.

—Ah, pues ahí dentro no permitirá Dios que les acompañe —nos dice, como si le hubiésemos ofrecido acompañarnos al infierno.

—No se preocupe, doña Gloria, que mientras Ramallito va a ver al clero, yo me quedo con usted.

Casi agradezco el detalle del Coronel. Ambos se han caído bien, pero sólo quedaba que doña Gloria se convirtiera en un lastre acompañándonos por tierra, mar y aire.

Termino de comer y no espero a los cafés. Me dirijo hacia la iglesia. El perro vagabundo pasea por su frontal. La puerta está ya abierta. Veo gente en las escaleras de acceso, hasta hay un vehículo de una funeraria en la puerta. Entro.

Antonio, el cura joven de San Juan, acaba de comenzar la misa por el fallecido. He de esperar. Me aparto de la gente. Al fin y al cabo, no tengo nada que ver en este entierro. Nada más entrar, a la derecha, en una esquina, al lado de la efigie de Judas Tadeo, veo un confesionario en la penumbra. Supongo que en estos momentos nadie va a sentarse para purgar sus pecados. Tomo asiento en la butaca de los pecadores. Y espero.

—La paz sea contigo, Trini —la voz cavernosa de don Marcos sale del confesionario, creí que no había nadie dentro—. ¿Deseas confesión?

—No, don Marcos. Ya sabe que perdí mi pobre fe hace mucho tiempo. Sólo he venido para hablar con su pupilo.

—Ah, con el bueno del hermano Antonio. Será un buen sustituto de este pobre pecador. ¿De qué querías hablar con él?

—De Clarita, la universitaria asesinada en Veranes. Creo que fue el último que la vio con vida.

—Los caminos del Señor son incognoscibles. Ya ves, dos muchachas asesinadas: una hace más de setenta años y la otra hace unos días. Y estos siervos de Dios son los que pueden arrojar un poco de claridad en las tinieblas. Y el Señor envía a uno de sus ángeles para que las sombras se transformen en luz. Pero no nos manda a uno cualquiera, ha elegido al único que conoce la boca del averno —ya me está fastidiando esta monserga dichosa sobre el angelito de los huevos que nos envía Dios.

—A mí no me ha enviado nadie, don Marcos. Estoy aquí por voluntad propia, porque creo que debo averiguar la verdad.

—Y porque eres un cazador de pecadores —está cada día peor. De ángel del averno he pasado a cazador de pecadores. Ahora va a resultar que Dios me entregó una espada y me envió a la tierra a localizar a los malos para desterrarlos del paraíso.

—Yo no cazo nada, don Marcos.

—Cazas almas. Y, como ejemplo, contempla la mía. La muerte me llegará en cualquier instante y mi alma ha de estar limpia, por eso te ha traído hasta mí, para que purgue mi época pecadora y reflexione sobre todo —y comienza a hablar él solo, como si estuviese en el púlpito.

«Cuando leo a San Agustín y su visión de la Ciudad de Dios en oposición a la ciudad pagana, reflexiono sobre el paraíso en la tierra o en el cielo, y creo que lo más parecido a ello deben de ser los catorce días que duró la Revolución del 34. Las dos ciudades se entremezclaron y confundieron en la vida terrenal, ambas coexistiendo en lo cotidiano.

»Tu visita y tus preguntas por Rosa, me obligaron a retrotraer mis recuerdos a aquella época. Y a mi mente llegaron aquellos días de gloria y penuria. Queríamos construir el paraíso en la tierra: se abolió el dinero, eran los comités revolucionarios los que lo sustituyeron por vales firmados por ellos, la igualdad de todos, el reparto y distribución equitativa de los pocos bienes que se tenían; no existía un poder centralizado, todo se organizó de forma espontánea y descentralizada en absoluta libertad; la producción industrial se mantuvo y se cuidaron las fábricas; se potenció la sanidad para todos, incluso se improvisaron centros asistenciales en El Llano en Gijón y en San Lázaro en Oviedo.

»Los viejos mineros, silicosos o inválidos, que no podían estar en el frente, se encargaron de velar por el mantenimiento de las minas. Cuando la revuelta fue vencida, los patrones encontraron los centros de trabajo cuidados. Era una mentalidad que nunca pensaba en destruir el mundo del trabajo. Hasta los turnos fueron de veinticuatro horas fabricando obuses en Trubia o bombas en Mieres o camiones blindados en La Felguera o en Hulleras de Turón.

»Roma caía. Los nuevos bárbaros tomaban las riendas. La necesidad no ha conocido nunca ni horarios ni leyes. Recuerdo que en Fabero, en León, nos llegaban noticias de que los propios mineros autogestionaban las minas y no sólo habían expulsado a los capataces de ellas, también declararon aquel territorio república independiente. A veces se debatía sobre la utilidad de crear un Ejército Rojo o sólo la milicia, vana discusión, pues aquello era todo uno: el pueblo trabajador en armas».

No le presto más atención. Su mente ya no se centra y desvaría. La misa ha terminado. La gente se acerca a dar el pésame a la familia. Me levanto de la butaca y dejo a don Marcos delirando en el interior del confesionario, como si fuera el fantasma de la iglesia de San Juan. Aún quedan unos minutos para que la gente desaloje. Debo esperar. Para hacer un poco de tiempo, me acerco a la imagen de Judas Tadeo, recojo una vela y con ella enciendo las ocho que están apagadas. Arrojo otro billete de diez euros a la caja. Cada día estoy más chifláu.

Por el lateral de la derecha me acerco al altar. El cura Antonio se dispone a entrar en un minúsculo cuarto en la parte de atrás, supongo que para cambiarse de ropa. Se lo impido.

—Antonio, espera un momento.

—Ah, hola. Debes ser breve, Ramalho, he de acompañar a la familia al cementerio.

—Seré breve: ¿por qué ocultaste que tú estabas en Gijón a las tres y media de la mañana el día que asesinaron a Clarita? —le veo cambiar de color, ya no sé si es rojo o malva. Suda. Sus manos tiemblan.

—Supongo que ya no tiene sentido ocultarlo —toma asiento en el primer banco de la iglesia. Le acompaño.

—Pues no. Creo que es el momento de que comiences a decirme la verdad.

—Clara me lo pidió. Ella sabía que Santiago Gomillas iba a ir a esperarla a la salida del pub. Ya no quería verle. Me suplicó que estuviese allí para acompañarla —hace un silencio y agacha la cabeza para ocultar sus lágrimas.

—Continúa.

—Al verme, Santiago Gomillas depuso su actitud y le soltó el brazo por el que la tenía agarrada. Clara vino hacia mí y la acompañé hasta la cafetería Luzdivina, que aún permanecía con las puertas abiertas. Nos sentamos y consiguió tranquilizarse. Tomamos un café y hablamos. Y metí la pata —vuelve a agachar la cabeza y coloca sus manos en el rostro.

—Explícate, por favor.

—Le confesé mi amor hacia ella. No era el momento. No lo era. Nunca debió existir esa confesión. Ella creía que la ayudaba por amistad, por caridad, pero en ese momento se dio cuenta de que yo pretendía algo más —vuelve a gimotear y coloca las palmas de sus manos en la cara. «Llora como bebé las erecciones que no pudiste controlar como hombre», le diría el Coronel si estuviera aquí—. Y escapó de mí corriendo hacia su coche.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis hablando?

—Cerca de media hora.

—¿Por qué no dijiste nada de esto?

—¿Crees que lo primero que debería haber hecho es confesar mi amor por ella y decir que seguramente fui el último en verla con vida?

—¿Qué recuerdas de la conversación con ella?

—Estaba aterrada. Decía que un todoterreno negro llevaba una semana siguiéndola —¿un todoterreno negro?—. Yo me ofrecí a acompañarla a su casa, pero cuando le confesé mis sentimientos huyó despavorida. Eran demasiadas experiencias que no controlaba y yo no le ayudé en nada. Espero que el Señor me perdone algún día.

—¿La viste llegar a su coche?

—La seguí y vi cómo arrancaba su vehículo y se incorporaba a la circulación. De repente, como de la nada, de entre las sombras, surgió un Nissan Pathfinder negro y se colocó detrás de ella. Los vi alejarse a los dos por la avenida que lleva a El Molinón. Y ya no supe más hasta el día siguiente, que me llegó la noticia de su trágica muerte.

Un Nissan Pathfinder negro detrás de ella el día de su asesinato. Luego están las rodadas en la carretera que sube a Veranes, que coinciden con las de ese modelo. Está claro que soy un estúpido y he dejado escapar a los dos sicarios que provocaron su muerte.

Si me valiera sólo de mi rabia, estampaba mi frente contra el suelo por imbécil.