15: La indecisión y la sangre

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La indecisión y la sangre

Otra vez la blanca doble puerta de acceso a la sala de vistas, parece que me parieron aquí desde que llegué a esta tierra. Miro el reloj, 10:45, indica la pantallita. Llevamos casi una hora de retraso y yo tengo prisa. He de entrevistarme con Gallardo, nuestro mentiroso guardia civil, por el caso de Rosa. Después he de girar visita al cura Antonio en Mieres, por lo de Clarita.

La agente judicial de hace unos días vocea mi nombre. «Soy yo», respondo mostrándole mi documento de identidad. Traspaso la puerta y me dirijo hacia el banquillo de los acusados mientras oigo cómo a mi espalda se cita a Gomillas. Dirijo la mirada hacia la mesa del tribunal. La misma composición del otro día: el juez calvo cejijunto, el ínclito Falcone, preside la sala; a su derecha, el secretario con su toga llena de caspa y sus gafas colgadas de la nariz; en un extremo, la fiscal rubia, con gafas de diseño modernista que sólo se pone para leer el pliego de cargos, y, por fin, enfrente de ella, los dos abogados de Gomillas, desplegando sobre la mesa todo su arsenal. Esta vez me crujen.

—Juicio de faltas número… —el secretario recita el consabido enunciado. A mi derecha se ha colocado el Coronel, seguro que ha preparado alguna de sus maniobras, y a la izquierda Gomillas, que conserva su estampa de anuncio de ropa de diseño iluminada con la sonrisa del que se siente triunfador—. Por orden de su señoría se unen, los procedimientos sobre… —la misma opereta del otro día, el Coronel ha presentado una denuncia ficticia que el juez ha unido en el mismo juicio.

—Vaya, vaya, otra vez los tres por aquí. Menos mal que no regalamos viajes, porque ustedes tendrían todos los boletos —Falcone sonríe a modo de saludo—. A ver, señor Coronel, ¿qué ocurrió?

—Con la venia, Señoría —ya comienza la historieta verosímil, pero irreal, del Coronel. No se enrolle, por favor, que no va a servir de nada. En cuanto visionen la grabación, estoy perdido—. Paseaba tranquilamente por la zona peatonal de una de las transversales a la calle Uría cuando este señor llegó con su Porsche biplaza descapotable… —los abogados de Gomillas sonríen, si tienen el deuvedé en su poder, todo el entramado del Coronel se irá directo al retrete— y atravesó la zona peatonal atropellándome y causándome diversas lesiones en las caderas que posiblemente me hagan necesitar una prótesis. Después le ocurrió lo mismo del otro día: al querer salir del coche sin abrir la puerta, tropezó con ella y se estampó contra el suelo. Cuando le fui a recriminar su actitud se encaró conmigo profiriendo insultos contra mi madre. El señor Ramalho intentó calmarlo, pero se volteó contra él…

—Está bastante claro —puntualiza Falcone—. A ver, señor Gomillas, ¿cuál es su versión de los hechos? —el condecito se ajusta las gafas de sol sobre la cabeza y estira su jersey sobre los hombros antes de comenzar a hablar mostrando sus blancos dientes protésicos.

—Esto… Señoría —parece que el condecito viene con la lección bien aprendida—, el inspector Ramalho me introdujo a empujones hasta el portal de mi inmueble y allí dentro me golpeó produciéndome lesiones en la nariz, pero lo que no sabía es que acababan de instalar en el portal una cámara de vigilancia interna que graba veinticuatro horas.

—Con su permiso, Señoría, si nos lo permite —interrumpe uno de los abogados de Gomillas—, nos gustaría que este tribunal visualizara el disco de grabación de la cámara que se adjuntó como prueba por parte de nuestro representado.

—Adelante —dice el juez, y el secretario del tribunal hace entrega del deuvedé al abogado, que seguidamente lo introduce en el reproductor que han traído hasta la sala.

—En él se ven perfectamente los empujones y puñetazos que el señor Ramalho infligió a nuestro cliente y que le causaron las lesiones de las que ha sido víctima nuestro representado —cacarea el leguleyo mientras aprieta el play y la pantalla se ilumina.

Venga. Deprisa. Colocad el deuvedé de una puñetera vez y que Falcone me condene cuanto antes. No tengo ganas de seguir perdiendo tiempo en la sala.

Dirijo la mirada hacia el techo. No quiero verme en la pantalla. ¡Cómo carajo no me fijé en la maldita cámara de seguridad! Bajo la vista hacia el juez. Su monoceja ha trepado hasta la mitad de su frente y sus ojos quieren escapar de las órbitas. El secretario suda y se abanica con los papeles del procedimiento. La fiscal se ha colocado sus gafas modernistas y no separa la vista de la pantalla.

Oigo risas en la sala. ¿De qué se reirán? Miro hacia la pantalla. ¡Oh, no! Un mandingo de dos metros embarra de vaselina su verga de casi cuarenta centímetros que apenas abarca con sus manos. Una rubia siliconada le espera desnuda encima de la cama a cuatro patas. El negro le introduce su falo por detrás, mientras la rubia recoge suavemente su pelo mirando a la cámara y suspirando. «Toma, guarra, toma», exclama el mandingo cada vez que le da un achuchón. «Así, así, cabrón mío», susurra la rubia sin quitar sus ojos del objetivo y simulando miles de pequeños orgasmos. De repente, la imagen de la pantalla desaparece y surgen miles de estrellas que indican el fin de la grabación.

—Interesante prueba —Falcone ha cambiado el tono, ya no se muestra tan condescendiente—. Supongo que el negro será el señor Ramalho y la rubia siliconada es su cliente. ¿Es así, señores letrados?

—Perdone, Señoría. No sabemos qué ha podido ocurrir con…

Miro al Coronel. Sigue con la cabeza descubierta y sus pelos en guerrilla. Sujeta la boina con sus manos a la altura de la cintura y muerde su labio inferior para no estallar en una carcajada. El condecito se ha puesto colorado y da la impresión de encogerse como si quisiera desaparecer.

—Señores letrados, me parece que ustedes se han tomado a chirigota este tribunal y eso no me gusta. Me importa un pito que sean el bufete más caro de la ciudad y que en un día puedan ganar más que yo en un mes. Eso no les da derecho a esta tomadura de pelo que raya en el desacato —los leguleyos están desconcertados, se miran entre sí, se preguntan qué ha podido ocurrir—. Al terminar este juicio quiero hablar con ustedes dos en mi despacho —el juez cambia la dirección de su mirada y la dirige hacia mí—. A ver, señor Ramalho, ¿qué leches ocurrió?

—Los hechos ocurrieron tal y como ha narrado el señor Coronel —de perdidos al río, habrá que continuar con la farsa.

—Conclusiones del ministerio fiscal —ante la solicitud del juez, la fiscal comienza a enumerar una petición de cargos contra Gomillas, que parece la aplicación de la ley de Fugas de otro tiempo—. De acuerdo, señores letrados, ¿quieren decir algo o nos van a deleitar con otra prueba casera? —los abogados, tartamudeando, piden la absolución para su cliente y una multa con indemnización para mí.

Silencio en la sala.

Treinta segundos.

Un minuto. Falcone tiene sus manos colocadas en la barbilla como sujetando la cabeza y su vista se dirige a la esquina derecha de la sala. Quita las manos del mentón, las planta sobre la mesa y mira para Gomillas.

Otros quince segundos de silencio.

—Señor Gomillas, es la segunda vez que comparece ante mí en pocos días. De momento, le condeno a todo lo que ha pedido el ministerio fiscal y añado una orden de alejamiento de quinientos metros del señor Coronel, ya que parece que su deporte consiste en atropellarle. Y le advierto de que, si vuelve usted por aquí con esos patanes de abogados que tiene o quebranta esta medida de alejamiento, lo envío directamente a prisión para que sus abogados hagan algo de provecho en su vida y dediquen su tiempo a solicitar el indulto. ¿Está claro?

—Sí, Señoría —dice el condecito bajando la vista.

—Hala, que pase el siguiente condenado. Y ustedes dos, a mi despacho —les ordena a los abogados.

Fuera de la sala de vistas, el Coronel se coloca la boina en la cabeza, enciende su Camel sin boquilla y aspira el humo con cierta ansiedad.

—Supongo que ha sido usted quien ha cambiado el deuvedé —le digo.

—Te equivocas, Ramallito. Te doy mi palabra de caballero andante de que yo no he tenido nada que ver.

—¿Su amigo, el juez siciliano?

—Tal vez.

—¿Se puede saber qué le ocurre a ese juez?

—A lo mejor es que leyó al viejo Goethe.

—¿Qué carajo tiene que ver Goethe con todo esto?

—«Prefiero la injusticia al desorden», barruntaba el sabio Goethe.

Debo ordenar mis pensamientos. Todas estas bufonadas me despistan y he de centrarme en lo que llevo entre manos. Gallardo y el cura Antonio son la principal anomalía en este momento de cada uno de los asesinatos. He de dirigirme al Miramar a toda velocidad. Hoy no se debe escapar mi amigo el guardia civil, él es la clave en el asesinato de Rosa en el 34.

Ángel Gallardo, hijo de inmigrantes andaluces en las cuencas mineras, guardia civil a las órdenes del capitán Alonso Nart, combatiente en el bando franquista en el Guadarrama y el Jarama, ascendido a sargento por méritos de guerra y posible jefe del pelotón que fusiló a los doce de la fosa común. No pienso ser tan condescendiente con él como lo fui hace unos días, cuando derramaba lágrimas cada vez que el nombre de Rosa era pronunciado. Estaría buscando durante años el paradero de su prometida, pero el ser responsable del fusilamiento de los doce le convierte en un asesino.

Entramos en el Miramar. Allí se encuentra, en la mesa del otro día. Nos acercamos y observa nuestro gesto: no hemos venido a charlar, es él quien se tiene que explicar. Nos sentamos enfrente sin saludarle.

—Señor Gallardo… —no me deja continuar.

—Veo que se ha terminado el tuteo —sonríe, y extrae despacio un cigarro negro de una pitillera dorada. Lo enciende—. La vida militar me enseñó lo que significa eso: se ha perdido la confianza entre las partes y conviene mantener las distancias.

—Tal vez, pero ahora me interesa que me explique su participación en el fusilamiento de los doce de la fosa común.

—Ah, era eso —lo ha dicho como si no le diera importancia. Da otra calada al cigarro, esta más lenta que la anterior—. Sabía que tarde o temprano iban a salir a relucir mis miserias. ¿Y qué quieren saber?

—Su participación en la ejecución.

—Y, sobre todo, quién eligió la ubicación de la fosa —el Coronel me vuelve a interrumpir, parece que quiere la respuesta cuanto antes.

—¿La elección de la ubicación de la fosa? —ha bajado el cigarro hasta la mesa—. No entiendo qué tiene que ver eso con…

—Lo que tenga que ver ya se lo diré yo —le espeto.

—Hola, Trini. Quería entregarte este… —¡oh, no! Otra vez Manu por aquí.

—Manu, ahora no podemos atenderte, estamos ocupados —soy tajante, no le doy lugar a réplica.

—No importa, Trini, estoy acostumbrado. El verdadero valor consiste en saber sufrir —me comienza a sacar de quicio. Ese victimismo, que desvía toda culpa existente hacia sí mismo, me desgasta cada vez más. Se aleja.

—Nosotros a lo nuestro —interviene el Coronel—. Comience a hablar, señor Gallardo. Nos gustaría que se explicase, si es que todo tiene alguna explicación.

Da otra calada y mira hacia el exterior, como si las calles que circundan el Miramar le trajeran los recuerdos de cuando huía junto a Nart por ellas, antes de lanzar las granadas contra este local.

Y comienza a hablar:

«La entrada del general López Ochoa en Sama supuso el fin de la Revolución del 34. Un final pactado con Belarmino Tomás, ya saben: prohibido que el general introdujese las tropas moras en la ciudad, a cambio se daría una rendición sin sangre, se entregarían las armas y se liberaría a todos los guardias y soldados detenidos en las cárceles del pueblo. Yo fui uno de los guardias liberados. De inmediato me encaminé hasta la vivienda de mi familia. Mi padre había muerto de una bala perdida en cualquier enfrentamiento, mi hermano mayor temblaba por una posible represión, ya que se había destacado en los enfrentamientos con la Guardia Civil, y mi otro hermano estaba desaparecido.

»El día 23 de octubre, varios guardias civiles y soldados al mando de Rafael Alonso Nart, hermano del capitán del cuartel de Sama, vinieron a buscarme. Querían que los acompañara para localizar a varios revolucionarios y fusilarlos en venganza por la muerte de su hermano y el asalto al cuartel. Qué razón tenía el poeta cuando dijo que quien se venga después de la victoria es indigno de vencer —“no fue ningún poeta, fue Voltaire”, murmura el Coronel detrás de mí—. Pero yo no pensaba eso en aquel momento, era un estúpido crío de diecinueve años, y les acompañé.

»Íbamos casa por casa buscando mineros que hubiesen apoyado la revuelta. No se hacían distingos de ideologías, daba igual si eran anarquistas o socialistas o comunistas. Hasta se sacó de su casa, en plena noche, a un militante de la CEDA. Ya ven, hasta un militante de derechas. Cuando entramos en el domicilio de este cedista, encontré allí a mi hermano desaparecido. Se refugiaba en casa del derechista para protegerse de la represión y este le había dado cobijo. También apresaron a mi hermano. En total fueron veintidós. ¿Saben por qué sólo fueron veintidós? Porque no cabían más en la furgoneta, aún recuerdo la matrícula: 0-8999.

»Quise liberar a mi hermano, pero me lo impidieron con una pistola en la cabeza y me obligaron a acompañarles para que diera testimonio de lo que iban a hacer. Los veintidós iban en la furgoneta con las manos atrás, atadas con cuerdas. Y al llegar a Carbayín Alto, a la Coruxiona, allí me encontré con una fosa abierta. Era la prueba de la premeditación más absoluta. Los fusilaron a todos. Después los descuartizaron para que fueran irreconocibles para sus familias. Y yo fui testigo y partícipe de todo, hasta del fusilamiento de mi hermano…

»Dieron parte de mi cobardía al comandante Doval y me cambió de destino. Me envió a Ávila con una orden de prisión. Allí estuve hasta que estalló la guerra civil. De la prisión militar me sacaron para incorporarme al frente en el Guadarrama. Si combatía, me devolverían mi honor, dijeron. Yo sólo quería regresar a Asturias a localizar a Rosa y ver a mi madre —veo, por el rabillo del ojo, a Manu paseando intranquilo por la sidrería. Apuesto lo que sea a que está pensando qué hizo mal para que yo no le escuchase. Le hago un gesto al Coronel, para que se dirija a él y lo tranquilice, mientras sigo escuchando al guardia.

»La lucha por el Guadarrama fue cruel, y en el Jarama, atroz. El frente cambiaba de línea cada noche. Aquello se eternizaba. Quería que todo terminase cuanto antes para regresar a esta tierra. Al final cayó Madrid y pasamos, como era nuestro cántico. Los tres años de guerra me sirvieron para ganar los galones de sargento y restituir mi honor, como me aseguraron. Todo se había construido a golpe de cadáveres y sangre. Me daba asco a mí mismo, pero conseguí lo que me interesaba: regresar a Asturias.

»Estábamos en el 41. Mi madre había fallecido, posiblemente de asco por la vida que le tocó vivir. Rosa no estaba en ningún sitio. Nadie me daba su paradero. De su madre y su hermana Encarnita me dijeron que habían ido a Madrid para servir en casa de un acaudalado viudo del Régimen, pero era mentira. Su pista me llevaba hasta Barcelona, luego a Marsella.

»La década de los cuarenta comenzaba en Asturias. Las minas estaban militarizadas. La sangre se olía en cada colina. El odio se encontraba en cada mirada bajo una boina y los cadáveres eran el pan nuestro de cada día. La guerra había terminado, pero por las montañas aún quedaban guerrilleros resistiendo, los fugaos, los llamaban.

»En el 45 terminó la segunda guerra mundial. Se sospechaba que las potencias ganadoras iban a invadir España, ya que era el último refugio del fascismo europeo. Y el único apoyo que podían encontrar en el interior eran las partidas guerrilleras, por eso a partir de esa fecha, aniquilarlas se convirtió en una prioridad. Aquella noche se me dio la orden desde la Comandancia: buscar a una docena de fugaos por las prisiones de los valles y sacarlos de sus celdas en plena noche. Lo que había que hacer con ellos ya lo comunicarían.

»A las seis de la mañana, al teniente le llegó la orden: había que fusilarlos de inmediato. La historia se volvía a repetir en mi vida: todo era igual que en Carbayín Alto en aquel octubre del 34, pero con dos diferencias: yo ya no era un crío y el teniente me encomendó dirigir el pelotón de fusilamiento.

»Ganamos una guerra, pero no convencimos a nadie —¡hala!, ahora parafrasea a Unamuno. Vete al grano, amigo, y déjate de frases célebres—. Aquella madrugada llevamos a los doce a la vaguada del río Negro. Se me dio la orden de mandar el pelotón. Me negué. El teniente colocó su pistola en mi nuca y me gritó: “Usted va a cumplir mi orden, vivo o muerto”. Y sintiendo el cañón en mi nuca, cerré los ojos, elevé el sable y ordené: ¡Fuego! En aquel momento creí que, además de las balas de los máuser, la pistola del teniente iba a abrir fuego contra mi cabeza. Los doce cayeron. El teniente no me disparó, pero me formaron un consejo de guerra y me despojaron de mis galones. Tres años en galeras. Cartagena fue mi destino, o el lugar de reclusión.

»Regresé a Asturias en el 50, pero de guardia raso. Lo único que me importaba era localizar a Rosa, y dedicaba todo mi tiempo a indagar sobre ella —el Coronel ha regresado de su conversación con Manu, lleva un pequeño cuaderno en la mano. Supongo que luego me explicará qué ha sucedido. Manu parece más tranquilo, se ha ido paseando por el puente sobre el Nalón. Sospecho que lo que pretendía era entregarme ese cuaderno.

»Ustedes han preguntado: ¿quién indicó la ubicación de la fosa común? Nunca me hice esa pregunta, pero comprendo el porqué se la hacen: quien designara el sitio, sabía que Rosa estaba allí. Lo acabo de comprender todo, ustedes me lo han hecho ver. Les doy mis más sinceras gracias. Pero… —da otra calada y su mirada se pierde entre la cristalera y sus ojos se ocultan entre lágrimas que surgen sin llamarlas, y prosigue con dificultad la exposición.

»Hay un problema. Y es que, con esta fosa común ocurrió lo mismo que en la matanza de Carbayín: la fosa estaba cavada antes del fusilamiento —miro al Coronel, su mirada se cruza con la mía y ambos volvemos a mirar a Gallardo. Está pensativo, en silencio. No le interrumpimos. Da la última calada al cigarro y estampa la colilla en el cenicero.

»La única persona con poder de decisión, en aquel momento, sobre la ubicación de la fosa era el teniente, pero no tiene ningún sentido. El teniente era un joven fanático fascista de apenas veintidós años. En la Revolución del 34 ni se encontraba en Asturias ni tenía relación con los hechos relacionados con Rosa. Él no pudo ser».

—¿Alguien de la Comandancia? —pregunta el Coronel.

—No —es rotundo—. Desde la Comandancia sólo se ordenó el escarmiento de doce para que llegase hasta los oídos de los guerrilleros del monte y la población de los valles. En ningún momento se ordenó la ubicación de la fosa.

—Luego tiene que encontrarse entre la gente que estaba en el pelotón de fusilamiento. Piense, por favor —casi le suplico.

—Ya lo hago, ya lo hago —enciende otro cigarro, su mirada regresa al exterior—. Es curioso, ahora que ustedes me han hecho ver la realidad me doy cuenta de que aquella fosa tenía casi unos cuatro metros por tres, pero sólo uno de fondo. Está claro que quien dirigió u ordenó la excavación sabía que un poco más abajo estaba Rosa, por eso la fosa no era más profunda. ¿Pero quién? ¿Quién? —aprieta los dientes, otra vez las lágrimas regresan a sus ojos.

—Si hace un repaso de los que estaban allí presentes, a lo mejor llegamos a la respuesta —le sugiero.

—Había guardias y falangistas. La mayoría han muerto. Hasta el teniente falleció en un enfrentamiento dos años más tarde con la guerrilla. Yo creo que el único que debe quedar vivo es Benjamín Yuste, de aquella era un entusiasta falangista que se presentaba voluntario para todas las batidas que dábamos por los montes en busca de guerrilleros. Y recuerdo que él se encontraba en el lugar esperándonos con una pala en la mano. Estoy seguro, él fue uno de los que habían cavado la fosa cuando llegamos.

—¿Sabe cómo lo podríamos localizar?

—Lo último que supe de él es que vivía en el poblado minero de Bustiello, en las viviendas construidas bajo el patronazgo del Marqués de Comillas —la aristocracia nos persigue a cada paso que damos.

—Iremos en su búsqueda —remata el Coronel, al mismo tiempo que nos levantamos.

—Pensaba si… —Gallardo nos interpela—, nada, no puede ser. Me planteaba si pudiera ser que todo se debiera a una casualidad y lo de Rosa y la fosa común no tuvieran relación.

—¿Usted cree en el azar? —pregunto, pero sospecho la respuesta.

—No, yo soy de la opinión de que Dios no juega a los dados.

—¿Por qué parafrasea tanto a hombres insignes? —si no interviene, el Coronel revienta.

—Es lo que nos ocurre a todos los que no tenemos un pensamiento propio, debemos recurrir a las palabras de otros.

—Touché —remata el Coronel.

Próxima parada: Bustiello, entrevista con Benjamín Yuste. Espero que pueda aclarar algo de la fosa común. Y que no se me olvide el cura de Mieres, tiene que explicar mucho de la noche que asesinaron a Clarita.

—Ah, Coronel, ¿qué quería Manu?

—Entregarnos esto —y me muestra una especie de agenda encuadernada en piel. Leo las letras grabadas en oro de la portada: Diario de un proscrito. 1934-52.

—No me diga que nos ha dado a leer el manuscrito de su próximo libro.

—No. Me ha dicho que es el diario de su bisabuelo.

—¡Lo que nos quedaba! Ahora resulta que su bisabuelo también era un pensador.

—Sugirió que leyéramos el diario, que nos iba a ayudar a desvelar lo ocurrido con la fosa común.

—Pues lo lee usted, que para eso es su caso. ¿Le dijo algo más?

—Sí, sigue con la obsesión del móvil de Clarita.

¡Qué cruz! Dos casos a la vez, esto se está convirtiendo en una locura. Próximo paso en el caso de Clarita: ir en busca del cura joven de Mieres. Y siguiente en el asesinato de Rosa: acercarnos al poblado minero a entrevistarnos con el tal Benjamín Yuste.