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No salen las cuentas
Anochece. En casa de mis tíos, con el Coronel, doña Gloria y mi tía en la cocina preparando unes casadielles, aprovecho para repasar los datos que le solicité a la señora María, la madre de Clarita. Los hechos acontecidos horas antes pasean por mi mente, como si fueran la proyección de un documental, mientras entro en la cuenta de correo electrónico y ordeno por fechas las cartas y los recibos bancarios de la muchacha.
Lo que me provoca una sonrisa maliciosa es constatar que la señora Gloria y el Coronel han congeniado muy bien. Cuando dejamos al condecito en Oviedo nos dirigimos hasta Mieres, a la iglesia de San Juan, la que un majadero pintó de rosa, como diría el Coronel, pero sus puertas estaban cerradas, así que nos fue imposible localizar al cura joven, el que estudió con Clarita. Teníamos que esperar al día siguiente y nos fuimos hasta la plaza de Requejo para que mi amigo el guerrillero del Valle de Arán mojase el gaznate con un poco de sidra.
Ahí fue cuando doña Gloria nos vio desde su ventana y gritó: «Coronel, ¿no le apetece una copita de anisete? Suba, suba». Y subimos. Su nieta nos recibió en la casa de techos altos y paredes blancas. «Hoy tiene un día de perros. Desde que habló con ustedes no se está quieta ni un momento», recuerdo que nos dijo. «Entonces, ¿qué le pasa?», le pregunté, creyendo que estaba enferma o algo parecido. «Está todo el rato repitiendo: Por fin llegaron los míos y van a averiguar lo que ocurrió con Rosa y los de la fosa común. Por los míos se refiere a ustedes», remató, para mi sorpresa.
Nos encaminamos por el largo pasillo adornado con fotos sepia en marcos baratos de madera de pino sin barnizar. Doña Gloria relucía en su silla de ruedas con una copa de anís en la mano. «Coronel, ¿hace una copita?», fue su bienvenida. Desconozco si el rostro de agobio de su nieta influyó en mis palabras. Lo único que sé es que las pronuncié: «¿Por qué no se baja con nosotros a la plaza a tomar unos culetes?». La cara de la muchacha se iluminó, como si alguien acudiera en su rescate. «Tanto porfiar», respondió la señora Gloria con seguridad mientras giraba las ruedas de la silla por el pasillo. «No saben cómo se lo agradezco, así podré terminar el relato que estoy escribiendo», dijo la nieta, y estimuló mi curiosidad. «¿Qué escribes?», le pregunté. «Es un relato breve sobre minería que quiero enviar al concurso Manuel Nevado Madrid, el que organiza todos los años la Fundación Juan Muñiz Zapico», me respondió. La muchacha parecía más consecuente que el memo de Manu, que seguiría preocupado por el tiempo de la Creación o sobre lo que ven los ciegos en el reino de los tuertos. «Pues despreocúpate de tu abuela, que nos vamos los dos de fiesta. A lo mejor te la devolvemos mañana», remató el Coronel, apresando la silla de ruedas. «Ay, cómo es usted, Coronel», concluyó la anciana, cuyo semblante alborozado le restaba veinte años.
Después bajamos a la plaza de Requejo y bebimos sidra, y siguieron bebiendo sidra, y reían, y cantaban, o machacaban canciones de chigre que doña Gloria le enseñaba al Coronel.
Morrió el obispo d’Uviéu
morrió nuestru xenerale
morrió la cabrita mocha
morrió la yegua q’andaré
¡ei!
El perro vagabundo se detenía ante las patadas a los pentagramas que llegaban a sus orejas, pero continuaba camino indiferente entre los parroquianos y me transmitía la sensación de que conocía más del lugar que los propios lugareños. «Era el perro guía de un violinista ciego que siempre tocaba en el quiosco de la música. Cuando murió el viejo, el perro quedó solo. Pero no se molesten en darle comida, no la aceptará. Sólo agradece una caricia, si se la dan. Es parte ya de esta plaza», aseguró doña Gloria cuando le pregunté por él. Más tarde, cuando a los dos les sobraba la sidra, les traje en el coche hasta la casa de mi tía mientras me atronaban en el coche con el No Pasarán.
La visita a mi tía le vino de perlas. La hospitalidad de estos valles es algo que jamás se debería perder, aunque por las alcantarillas de la historia y la economía se desagüe todo el carbón. Han congeniado a la perfección y ahí están los tres en la cocina con una botella de anís del Mono guardada en otro tiempo para endulzar las rosquillas. Mi tía ejerce de cocinera mayor y el Coronel va siguiendo sus instrucciones, con la señora Gloria de pinche de cocina. Espero que entre los tres terminen algún día les casadielles que aseguraron iban a preparar.
Yo reviso los documentos que me trajo la madre de Clarita, aparentemente no encuentro nada anormal. En la lista de llamadas no hay un teléfono que se repita en exceso, salvo el de su madre. Todos los días le hacía una llamada. Lo que ocurre con esta relación pormenorizada en las facturas de la compañía es que no se indican los números desde los que llamaron a la muchacha.
—No hace falta freírlas mucho, señor Coronel. Luego las saca y las baña en azúcar —mi tía dando instrucciones.
—Ay, cuando regrese a Vallecas voy a ser el repostero del barrio. A lo mejor cierro la librería y abro una pastelería.
—Écheles más anís, Coronel.
—¿Por qué no nos ayudas, fíu? —en eso estaba pensando yo precisamente, en preparar unes casadielles, no le respondo—. Este fíu míu necesita echarse moza.
—Ya tiene una, Manolita —¡será bocazas el Coronel!
—No me diga, cuente, cuente —¡lo que faltaba!
—Sí. Es una muchacha que conoció en El Bierzo, en una misión en la que estuvo destinado seis meses, se llama Luci y… —si fuera un terrorista lo apodarían «Bocabomba».
—Ah, pues no nos dijo nada. ¿Sabe, Coronel? Aquí tuvo moza desde guaje. Se llamaba Belinda, pero el cafre de él nos abandonó y la dejó en la estacada —ya sabía yo que lo de Belinda iba a salir tarde o temprano. ¿Qué será de ella? Otra de las razones por las que me daba pánico el regreso.
Los tres siguen en la cocina, no sé lo que aprenderá el Coronel de dulces autóctonos, pero por lo menos me deja en paz un rato.
No veo nada anómalo en los correos electrónicos que recibía Clarita. El pesado de Manu le enviaba un poema todos los días, qué cruz tenía la pobre con él. Toc, toc. La puerta.
—¿Vas tú, fíu?
—Sí, tía.
Abro. Otra pareja de la Policía con la citación para el juicio rápido por denuncia del condecito. Leo deprisa la denuncia… «según prueba grabada que se adjunta… a las 10 horas en…». Date por jodido, Ramalho, el niño bien ha adjuntado la grabación del estacazo que le diste, murmuro para mis adentros. Ya me preocuparé del juicio en su momento, ahora debo seguir revisando la documentación de Clarita. Me parece más productivo que preocuparme por un juicio en el que voy a ser condenado con toda seguridad.
—Ramallito, prueba les casadielles y me das tu opinión de cómo me quedaron.
—¿No ve que estoy ocupado? —le respondo, dirigiendo una mirada escurridiza al plato rebosante que me presenta.
—Prueba una, cojones, no seas desagradecido —le hago caso para quitármelo de encima cuanto antes. La muerdo y escupo, todo al mismo tiempo.
—¿Pero qué mierda es esto?
—¿Qué pasa, tan mal me quedaron?
—Si exceptuamos que echó sal en vez de azúcar, la estética es buena.
—Gloria —grita el Coronel—, deja de darle al Mono Seco, que me diste sal fina en vez de azúcar.
El Coronel regresa hacia la cocina con el plato de casadielles, todas directas al cubo de la basura. Por lo menos tengo un rato más de respiro mientras preparan otras de nuevo.
Toc, toc. Otra vez la puerta.
—¿Vas tú, fíu?
—Sí, abro yo.
Un gorila enorme, enfundado en un traje gris de esos en los que la arruga es bella, con gafas de espejo, zapato negro, corbata roja sobre camisa verde, me espera en la puerta.
—¿Qué desea?
—El señor Gran Duque quiere hablar con usted. Venga conmigo hasta el coche —observo el Mercedes blindado con los cristales negros que está aparcado frente a la casa. Sospecho que en él se encontrará el Gran Duque, abuelo del condecito.
—Dígale al Gran Duque que hay la misma distancia desde aquí al coche que desde el coche aquí —el gorila no comprende mi expresión, pero la intuye por las palabras del Coronel.
—Así me gusta, Ramallito. Marcando el territorio.
—O me acompaña o le llevo a rastras.
Miro al gorila, que más bien parece un oso de los pies a la cabeza: ciento treinta kilos, debe de ser un buen luchador en el cuerpo a cuerpo, pero a media distancia no sé qué tal encajaría un gancho o un croché o un directo. Y comete un error muy grave: me agarra por mi brazo herido. Veo las estrellas. El dolor me obliga a apretar los dientes. Ha debido de soltarme algún punto, y no me contengo. Agarro su corbata y doy un tirón brusco hacia abajo. El gorila se inclina y mi puño derecho no duda: se mueve por instinto, directo a su barbilla. Barbilla de cristal. Le remato con un croché. No necesito más. Ha quedado de rodillas en medio de la acera preguntándose qué ha ocurrido.
—Y eso que yo no he tenido que intervenir —como siempre, la última palabra es del Coronel.
El Gran Duque ha observado todo desde su coche. El conductor con gorra de plato y traje azul marino, siguiendo sus instrucciones, sale del blindado y le abre la puerta. Lleva abrigo beige sobre traje azul de Armani. Le calculo sesenta años bien llevados, es decir, poco trabajados. Se queda mirando al guardaespaldas con desprecio, tal vez piense que no va a subirle el IPC en el próximo convenio colectivo de gorilas. Se acerca hasta la puerta.
—¿Puedo hablar un momento con usted?
—Por supuesto —le digo.
—Pero me gustaría que fuera a solas —y le da un cachete al gorila en el cogote para que regrese al coche y abandone la posición tan lastimera que tiene.
—Es mi amigo el Coronel, lo que tenga que decirme lo puede hacer con él presente —el Coronel saca pecho.
—Como usted guste. Mire, comprendo que quiera averiguar qué ocurrió con esa muchacha de nombre Clara, pero mi nieto no tiene nada que ver. Usted lo lleva hostigando desde que llegó, incluso mañana tiene un juicio que va a perder y me voy a asegurar de que le cuelguen la placa. Mañana, cuando el juez visione la grabación, usted será un hombre perdido. Me gustaría que no empeorase más su situación y dejase a los miembros de mi familia en paz. De lo contrario, me veré en la obligación de intervenir.
—¡Huy, qué miedo! —ya está el Coronel apaciguando los ánimos.
—Y si no le hago caso, ¿qué piensa hacer?
—Ya lo verá y ya lo sufrirá —da media vuelta y se dirige al coche.
La señora Gloria ha salido a la calle en su silla de ruedas y comienza a gritarle al Gran Duque:
—A ustedes, en la Revolución, los pasábamos a cuchillo.
—Coronel, llévesela para adentro y guárdele la botella. Yo creo que ya ha bebido bastante.
No puedo reprocharle nada a doña Gloria por sus gritos fuera de tono, pues ahí radicaba el odio en este país: unos podían vivir y el resto se conformaba con las migajas. Nuestros desheredados lo fueron de verdad, aunque ahora nos quieran hacer creer que todo aquello constituyó una leyenda.
Los tres regresan a la cocina con les casadielles y yo vuelvo a la documentación personal de Clarita.
En la libreta de ahorros veo algo extraño. Hay un ingreso de dieciocho mil euros un día y desaparece al día siguiente. Luego hay ciertos ingresos periódicos que indican intereses por inversiones. Si no tenía dinero, ¿de dónde provienen estas cantidades? Otra anomalía más. Entre los dos casos voy a terminar chifláu, que diría mi tía.
Y mañana el juicio.
Debo aclarar esto de los dieciocho mil euros, lo mejor será llamar a la señora María.
—Buenas noches, señora María.
—Hola, Trini.
—Revisando la documentación que me ha dejado usted, veo algo que me llama la atención y quisiera que me lo aclarase.
—¿Qué es, fíu?
—Hay un ingreso de dieciocho mil euros en la libreta, que luego desaparece, pero mensualmente hay una serie de transferencias que provienen de posibles intereses sobre inversiones.
—Ah, sí. Ya sé lo que es. Ese dinero lo heredó Clarita de un tío suyo que falleció en un accidente en la mina y no tenía hijos. Clarita era muy ahorradora y lo invirtió, ya que le habían prometido unos réditos muy sustanciosos por ese dinero. También le habían dicho que lo podía recuperar todo cuando quisiera, pero cuando la nena exigió a la empresa la devolución del dinero todo fueron pegas y excusas. Daba la impresión de que no se lo querían devolver.
—¿En qué banco hizo la inversión?
—No fue un banco, era una financiera.
—¿Se acuerda de cómo se llamaba?
—Sí. Inversiones Gomillas, S. A.