13: La bohemia

13

La bohemia

Irrumpo en el Miramar como un toro de Miura. Ángel Gallardo es mi objetivo. No está. Atravieso la sidrería y entro en el comedor del fondo. De un manotazo aparto la cortina raída que lo aísla. Un camarero con chaleco negro y rayas grises sujeta una sopera y me mira paralizado.

—¿Quiere mesa?

—No. Buscaba a Ángel Gallardo, el que se suele sentar en la mesa pegada a la cristalera de la calle Nart.

—Ah, el guardia —mira el reloj—. Ya es muy tarde para él, no creo que pase hasta mañana. Alejo —grita al camarero situado en la barra de la sidrería, el gemelo de Pujol—, ¿el guardia ya vino a comer?

—Huy, hace media hora que se fue. Hasta mañana no volverá.

—Es mejor que te relajes, Ramallito. Zamora no se hizo en una hora. Creo que deberíamos sentarnos a comer algo.

Es posible que el Coronel tenga razón, tomamos asiento al lado de la cristalera, en el mismo lugar en el que Gallardo suele contemplar la calle y el puente sobre el Nalón.

—Hola, Trini —¡oh, no!, Manu. ¿Es que vive aquí?

—Hola, Manu. Nos disponíamos a comer, si quieres acompañarnos… —no me apetece en absoluto que se siente, pero no puedo quedar de desagradecido con él.

—Gracias, sólo tomaré una menta poleo. No quiero comer nada para que no se me nublen las neuronas. Necesito estar despejado, ya que llevo reflexionando todo el día sobre el tiempo y estoy preocupado —se sienta a nuestro lado. Veo al Coronel menear la boina, ya comienza a desquiciarse con la presencia lastimosa de Manu.

—¿Sobre el tiempo? —el Coronel acerca su rostro a la ventana y dirige su mirada al cielo—. Pues el día está como siempre: nublado.

—No, me refiero a otro tiempo, al de la Creación.

—¿Al tiempo de la Creación? —le pregunta el Coronel al borde de un ataque de histeria. Está dispuesto a rasgarse las vestiduras, pero prefiere agachar la cabeza, colocar su mano en la boina y cerrar los ojos.

—Sí, ando preocupado por si Dios creó el universo en el tiempo o con el tiempo.

—Ah, claro. No me extraña que estés preocupado. A mí me ocurre lo mismo, no sé si mandarte a la mierda o con la mierda.

—Ya sé que molesto. Siempre molesto, os dejo.

—No, Manu, siéntate. No hagas caso al Coronel, es que hoy ha tenido un día muy duro. Explícame eso del tiempo, parece interesante.

—A ver, ¿qué van a comer? —el gemelo de Pujol se ha acercado con un bloc de notas.

—¿Qué nos recomienda?

—De primero, pote. De segundo, escalopines al cabrales.

—¿No nos recomienda nada más? —pregunta el Coronel.

—Es que no hay más.

—Ah, pues traiga eso.

—Y una menta poleo para Manu —le digo al camarero, que mira hacia Manu con un tic en los labios que sólo he visto en el rictus de algunos cadáveres.

—Gracias, Trini.

—Hala, chaval, cuéntanos lo del tiempo —dice el Coronel con una sonrisa.

—Veréis, los astrónomos y astrofísicos teóricos sostienen que el paradigma más creíble sobre la Creación es el Big Bang. Aparentemente esto elimina a Dios. Pero el Vaticano asegura que no son antagónicas ambas teorías, ya que alguien tuvo que provocar esa explosión inicial. Y ahí vuelve a entrar Dios por la puerta trasera. El razonamiento es que, si hay movimiento, entonces ya existía el tiempo. Si paramos el tiempo, hay que detener el movimiento. Si Dios es el que ordena el Big Bang, antes no habría movimiento, luego tampoco tiempo. Y ahí comenzó el movimiento y el tiempo. Dios no puede existir antes del tiempo ni del movimiento, pues sería un ente que ni se movería ni podría pensar, sólo estaría. Y si existe en el mismo instante que ambos, el tiempo y el movimiento son ajenos a Dios. Luego la Creación, si es que hubo, se hizo en el tiempo o con el tiempo.

—Estos escalopines están cojonudos.

—¿Se está riendo de mí? —Manu se encara con el Coronel, hasta parece que adopta un tono demasiado violento—. No me gusta que se rían de mí —se ha puesto de pie y esgrime su pipa plateada en la mano, como si fuera a golpear al Coronel.

—Tranquilo, Manu, no creo que…

—Chaval, es que no me has entendido, tu teoría tiene un pequeño olvido —Manu queda en silencio observándole, parece que depone su actitud agresiva.

—¿De qué olvido habla?

—Del espacio —el Coronel ha conseguido captar su atención, se sienta de nuevo—. La masa puntual de infinito peso y presión que provocó el Big Bang, por muy pequeña que fuera, ocupaba un espacio. Luego, si Dios provocó la explosión, el espacio era primero o al mismo tiempo.

—Interesante lo que me dice —coge su bloc y comienza a anotar lo que le ha dicho el Coronel.

—Claro, chaval, y es que el espacio, el tiempo y el movimiento no dejan de ser cualidades de la materia. De ahí que el debate siempre gire en torno a si Dios creó la materia o si esta existía desde siempre.

—Le entiendo, le entiendo —Manu sigue anotando—. Se nota que es usted un hombre culto. ¿Dónde estudió?

—Me licencié en el Jarama y me doctoré en Arán.

—No conozco esas universidades.

—Es que eran de pago. Los alumnos iban y venían, pero nadie quería quedarse y las cerraron con el tiempo.

—Ah.

El Coronel me saca de quicio, no puede estarse callado ni un segundo. Y tuvo que soltar lo de los escalopines y ahora ha de solventar el enfado de Manu a golpe de tonterías, hasta tendrá que fabricar toda una teoría creacionista para que nuestro seudointelectual quede satisfecho.

—¿Por qué no escribes un libro con tus reflexiones? —intervengo, para que se relaje y adquiera de nuevo confianza con nosotros.

—Ya escribí varios.

—Ah, no lo sabía. ¿Y cómo se titulan?

—El que más éxito tuvo fue Con la batería descargada.

—Promete —el Coronel ha de morderse el labio inferior para no romper en una carcajada.

—Después publiqué Reflexiones ante una cerveza y La visión de los ciegos en el reino de los tuertos —es mejor que no sigas, Manu, o rompo a llorar.

—¿Tienes algo más en mente?

—Quiero escribir una novela negra, ya tengo casi el argumento.

—Una novela negra, interesante.

—Sí, va a tratar de un expolicía exalcohólico devenido en detective privado.

—Original —el Coronel sigue con su sarcasmo—. Yo creo que nadie ha escrito sobre eso. Y si el protagonista es buen cocinero y ofrece a los lectores un par de recetas de cocina y, además, es aficionado al jazz o al blues… entonces, chaval, habrás escrito una obra muy original y buena —Coronel, cierre la boca, por su madre, que sé lo que va a decir: lo original no será bueno y lo bueno no será original. Se ha callado, menos mal. Respiro tranquilo.

—Tomo nota de lo que me dice —y Manu garabatea en una hoja en blanco de su libreta.

—Te doy más ideas —estoy temblando con lo que le puede decir ahora—. Añade una mujer fatal, no hay ningún autor de novela negra que haya incluido este tipo de personaje.

—Muchas gracias —ya no sé si Manu es tonto o se lo hace—. Cuando dijo lo de los escalopines creí que no me prestaba atención y que se reía de mí. Disculpe mi reacción.

—Nada, chaval, estás disculpado.

—Tenéis que perdonarme… Es por lo de Clarita, no dejo de pensar en ella. Estoy obsesionado y descentrado con su muerte.

—Nos ocurre lo mismo —parece que se ha tranquilizado.

—Es que no dejo de pensar por qué no hizo una llamada al 112 o envió un mensaje con el nombre de su asesino.

—Manu, no te obsesiones. Cuando recobró el conocimiento en el maletero y se vio ardiendo por todos los lados, lo último que se le hubiese ocurrido sería llamar al 112 o escribir un mensaje.

—Tal vez tengas razón, Trini —da un trago a la menta y se levanta—. Os dejo, ya nos veremos. Gracias por la invitación.

Y se aleja con la pipa en la mano y su mochila al hombro. Desde la cristalera le veo abrir el bloc y caminar calle abajo repasando las anotaciones.

—Vaya obsesión que ha cogido este tarao con el puñetero móvil. Cómo se nota que él nunca estuvo envuelto en llamas.

—Siempre fue así, se obsesionaba con cualquier cosa. Pero usted tenga un poco de cuidado, Coronel. No puede estar todo el rato provocándole o diciéndole chorradas.

—Es superior a mis fuerzas, no lo puedo evitar. Estuve a punto de decirle, cuando lo del argumento de la novela negra, que escribiera sobre una familia que pide un hipotecario y después de estar toda la vida pagándolo, el banco le embarga la casa por no poder hacer frente a los últimos recibos debido a una subida inesperada del euribor. Eso sí que es un argumento negro, no esas chorradas de expolicías exalcohólicos. En fin, vayamos a por los escalopines.

El resto de la comida transcurre en silencio. Tal vez el Coronel se ha evadido por todo lo que nos han contado sobre la Revolución del 34. Está muy claro que la respuesta al asesinato de Rosa se encuentra en el dinero del Banco de España y en quien quiera que ordenase cavar la fosa común, el resto no deja de ser parte del anecdotario histórico.

Sobre el homicidio de Clarita, todo es cuestión de desvelar el tiempo: ¿qué ocurrió en esa hora y dieciséis minutos desde que abandonó el pub? Y el condecito de Comillas tiene mucho que explicarnos. Hay que salir hacia Oviedo.

Seis de la tarde. Calle de las Milicias Nacionales. Oviedo. De nuevo la estatua de Woody Allen sin gafas y el Porsche descapotable del condecito aparcado en zona peatonal.

—Habrá que esperar a que el señorito salga de casa.

—Esto lo soluciono yo —el Coronel se acerca al Porsche y con un adoquín suelto de la calzada le rompe un foco.

—¿Pero qué hace?

—Tú tranquilo, que yo controlo.

Y se aleja por la calle Uría. Yo sigo en el portal esperando al condecito. Aunque tenga que aguardarle durante días enteros, nuestro amigo tendrá que explicar qué ocurrió con Clarita al salir del pub. De repente, se presenta el Coronel con un motorista de la Policía Local de Oviedo y ambos se dirigen al Porsche.

—Sí, señor guardia, como le dije: el conductor de este coche golpeó la estatua de Woody Allen y le desprendió sus gafas. Como puede ver, rompió el foco en el impacto.

—¿Dónde dice que entró?

—En ese portal —el Coronel señala la vivienda en la que suponemos que vive.

M-2 para Omega, solicito el domicilio del titular del vehículo… —el motorista pide el piso del condecito a la Central.

El motorista ha tomado nota de todo lo que le han pasado por la emisora y se dirige escaleras arriba hasta la vivienda. Supongo que comenzará a preguntar en todas las puertas hasta que aparezca el condecito. Miro al Coronel, me sigue asombrando la cantidad de recursos que se le ocurren. Han transcurrido diez minutos y aparecen en la acera el policía y Santiago Gomillas.

—Como le dije, hay testigos que le vieron golpear la estatua. A ver, la documentación.

—¿Pero quién me rompió el foco?

—No disimule, hombre, que fue usted —dice el Coronel. Al pronunciar estas palabras, el condecito lo mira desconcertado.

—¿Otra vez usted?

—Déjese de pamplinas y entrégueme la documentación… —le dice el guardia. El condecito pulsa el mando a distancia del vehículo y se introduce en el coche, abre la guantera y extrae lo que le pide. Entrega los papeles al policía y este comienza a rellenar un parte de daños—. Además le voy a poner una multa por estacionar en zona peatonal.

—Pero…

—¿Acaso va a negar que está estacionado en zona prohibida?

—Ponga las multas que quiera —el condecito no puede ocultar su tono arrogante, es superior a él—, si al final me las van a quitar.

—¿Cómo dice? —al policía se le ha empañado la pantalla del casco, casi se adivina su ira ante las palabras del condecito.

—Nada, no decía nada —nuestro amigo se ha dado cuenta de que le favorece más el silencio. El guardia le entrega varios papeles. Supongo que se tratará de un parte de daños y alguna que otra multa. El policía se aleja hacia su moto y el condecito, con su eterno polo del cocodrilo y su pantalón blanco del Club de Regatas, camina de nuevo hacia el portal de su edificio, momento que aprovecho para entrar tras él.

—¿Otra vez usted? ¿Cuándo me va a dejar en paz?

—Cuando me expliques algunas cosas. Sé que estabas esperando a Clara delante del pub el día de su muerte. Me mentiste. Y eso indica que fuiste el último que la vio con vida, luego eres el primer sospechoso.

—De eso nada. A mí no me enreda. Es verdad que fui a buscarla para hablar con ella. Quería arreglar lo nuestro, pero sólo estuve hablando con ella diez minutos, y cuando apareció el otro…

—¿A qué otro te refieres?

—Al cura amigo suyo.

—¿El cura joven de Mieres allí, a esas horas? Sigue hablando.

—Ya le dije que nuestra relación se rompió por su amistad con ese cura. Yo quería arreglarlo todo con ella, pero me dijo que lo nuestro se había terminado y, en cuanto vi al cura esperándola, me di cuenta de que era así, todo se había terminado entre nosotros. Me fui de allí de inmediato.

—¿Cuánto tiempo estuvisteis hablando o discutiendo?

—Unos diez minutos —ya sólo me queda por explicar una hora y seis. Pero si tengo en cuenta que en el trayecto de Gijón a Veranes se tardan unos veinticinco minutos, me quedan sobre cuarenta y un minutos sin explicar.

—Si me has mentido, volveré a por ti y no seré tan amable —es curioso, ha cantado sin que le pusiera la mano encima. El condecito va aprendiendo. Me giro para salir del portal cuando sus palabras me detienen.

—So sonao, ¿creías que podías marcharte sin que te diera tu merecido? —¿pero qué dice este majadero? Le miro. Está esgrimiendo una navaja de cuatro dedos de hoja—. Como me hagas algo, te rajo —¿pero qué dice? Definitivamente es tonto.

—Guarda eso, no vaya a ser que te cortes.

—Ven a pegarme ahora si tienes huevos —como diría el Coronel: es gelepollas. Y yo que creía que esta vez se había librado del cachete. Está claro que me equivoqué. Le mando un croché a la mandíbula. Cae hacia atrás, menos mal que ha colocado los codos en el felpudo o se hubiese estampado contra el suelo.

—Para otra vez no se te ocurra amenazarme —doy media vuelta para salir de allí, cuando…

—So sonao, cuando te amenacé con la navaja, me coloqué de espaldas para que la cámara que han colocado en el portal no la grabase. Al que ha grabado enterito es a ti, golpeándome. Se te va a caer el pelo.

Miro hacia la esquina del techo. Tiene razón. Hay una cámara que no estaba el otro día grabándolo todo. He caído en la trampa del condecito. Me van a crujir en el juicio como me denuncie por el golpe. Esta vez, las maniobras del Coronel no servirán de nada.

Soy un perfecto imbécil.