12: Baile en el valle

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Baile en el valle

Debería estar camino de Oviedo, al encuentro del condecito, pero el Coronel siempre tiene que alterar mis planes. Ha llamado a Turón, al bibliotecario, desconozco qué relación tiene o ha tenido con él, y le ha facilitado la entrevista con Bernardo Cachón, el otro superviviente del 34 que de una forma u otra estuvo relacionado con el asalto al Banco de España.

El Coronel sigue revisando sus fichas de colegial, menos mal que no ha comenzado a hurgar en la radio para colocar radiocilicio, como él lo llama, y me ha dejado el cede con tangos. Por lo menos me relajan un poco. «Llévate las medicinas, fíu», me insistió mi tía. Le tuve que hacer caso, pero no he tomado ninguna ni me he inyectado la heparina. No puedo permitirme el lujo de que mi mente se sumerja en el abotargamiento, casi prefiero los dolores en el hombro.

A primera hora de la mañana fue la incineración del cuerpo de Clarita. Mis tíos, el cura Antonio, su primo Manu, varios vecinos y familiares, algunos amigos y amigas de la Facultad, su madre María, el Coronel y yo acudimos al crematorio. No era mucha gente, pero no pretendían un acto social multitudinario. Yo cerraba los ojos para contener el llanto, pero daba igual, las lágrimas brotaban sin piedad. Mi mente se remontó diez años atrás, al último día que vi a Clarita con vida, y retornó como un golpe de viento su cara alegre iluminada por esa sonrisa que nunca se marchitaba. Y la recordé mostrándome una medalla de cartón con una cinta que había construido. «Si se sueña con mucha fuerza con algo, siempre se consigue», me dijo antes de que me subiera al autobús que me llevaría hasta Barajas. «Cuando estés en la final, porque sé que llegarás a la final, recuerda que yo estaré aquí soñando con que esta medalla de cartón se transforme en oro», y en Atlanta, entre los golpes y la sangre, esa imagen nunca se separó de mí.

Todo terminó hacia las diez de la mañana, cuando su madre recibió el jarrón con las cenizas. Silencio y dolor. Demasiado dolor.

Más lágrimas empapándolo todo. El silencio se adueñaba de las paredes del crematorio. Me sentía mal, inútil. Una verdadera nulidad. La única manera que tengo de ayudar es resolviendo el caso, por eso estaba deseando escapar para sumergirme en la investigación.

Antes de despedirnos, su madre me entregó un sobre con todo lo que le había pedido: listado de facturas de teléfono, cuenta de correo electrónico y movimientos de cuentas corrientes. No he tenido tiempo de revisarlo, espero encontrar un hueco esta tarde o mañana.

Después llegó lo de mi tío, que se marchaba con los chicos del gimnasio a Madrid, a los campeonatos nacionales para aficionados. «Diles algo, Trini. Esperan que les digas unas palabras, recuerda que para ellos has sido un ejemplo a seguir», me dijo a la puerta del Calabozo. No me apetecía. ¿Qué quería que les dijese? «Dejad el boxeo, estudiad una carrera», y alguno me hubiese respondido: «¿Para qué? Si mi primo o mi hermano ha estudiado tal o cual y no tiene trabajo». «Diles algo», insistía. «Prométeme que no habrá más doping para nadie, ni esteroides, ni anfetas, ni hormona del crecimiento, ni Epo, ni nada, que cada uno siga su camino, pero sin drogas», le insistía. «Hace mucho que ninguno de los míos toma nada. Eso se acabó», me aseguró. Le creí, o quise creerle.

Cuatro muchachos de no más de veinte años se encontraban en el gimnasio doblando sus ropas y guardando vendas, protectores y guantes en sus bolsas. Observé a uno introducir en ellas un inyectable de Testovirón Depot, mi tío me había mentido. Hice como si nada ocurriese, no tenía ganas de más broncas. Todos estaban en camiseta de tirantes, con el logotipo de la Federación Asturiana. Les saludé uno por uno, con el gesto de siempre: sobre sus puños a la altura de la cintura, golpeé con la base de los míos. Todos con la cabeza rapada y tatuados, para adquirir una apariencia más terrible. Eso me trajo recuerdos poco gratos. «Dadles duro, muchachos» y «suerte», fueron las dos tonterías que se me ocurrieron antes de que emprendieran el viaje. «Gracias, Trini, no sabes lo que significa para ellos conocerte», así me despidió mi tío. Por lo menos este viaje ha tenido algo bueno: he suavizado con él la tensión de los últimos diez años. Aunque sospecho que nada ha cambiado.

—Figaredo, Turón, Urbiés, ya estamos llegando —vocea el Coronel ante los letreros informativos de la carretera—. ¿Sabes que hay un Turón en Granada y otro en Kansas?

—¿Dónde hemos quedado? ¿En el de Granada o en el de Kansas?

—Ramallito, hoy te has levantado graciosito. He quedado en la puerta de la biblioteca.

Casas oscuras en medio del valle con fachadas de diferentes colores y tejados de teja o pizarra; sendas que bordean las carreteras; espacios llanos de tierra virgen sin hierba, para el juego de bolos; castilletes de pozos cerrados, veo a lo lejos uno de Hulleras de Turón; minas olvidadas, desde aquí no localizo la mina Fortuna; hasta se conserva algún bebedero para el ganado en medio el monte; pasamos al lado de los barracones de San José. Hacía tiempo que no recorría esta carretera. Turón. No pregunto al Coronel, me dejo guiar por los letreros informativos de las calles. «Biblioteca», leo. Giro e intento localizar un hueco para aparcar.

—¿De qué conoce al bibliotecario? —le pregunto mientras recorremos andando los cincuenta metros que nos separan de la biblioteca.

—De nada, no lo conozco.

—¿Entonces?

No le da tiempo a responder. Un muchacho joven, escoltado por dos parroquianos enfundados en boinas y americanas de pana, nos sale al paso.

—Supongo que ustedes son los antropólogos —¿antropólogos? Lo que me faltaba, la última pifia del Coronel.

—Efectivamente. Usted será José Emilio, el bibliotecario —asiente, extendiéndole la mano—. Aquí el señor Ramalho da Costa, becario de la Universidad —un día lo mato, palabra de honor.

—Vengan, que les voy a presentar a los Cachón —¿los Cachón? Pero si sólo queríamos hablar con Bernardo. Los dos vestidos casi igual, a excepción de la camisa, que uno la lleva rayada y otro adornada con cuadros, semejan dos gotas de agua, deben de ser gemelos—. Bernardo y Leoncio, aquí los investigadores de la Universidad de Calatayud de los que les hablé. —¿Universidad de Calatayud? ¿Cuántas tonterías más habrá contado el Coronel?—. Pasen para la salita.

Los dos van en silencio con las boinas caladas. Sus americanas de pana indican que se han vestido como para una boda. Siguen al bibliotecario, nosotros vamos detrás. El joven nos deja en una pequeña sala llena de revistas y tebeos, debe de ser la sala infantil.

—Yo tengo que volver, hay gente esperándome en préstamos —se excusa, dejándonos con los dos mohínos.

—Como les habrá dicho José Emilio —inicio yo la conversación o el interrogatorio—, andamos investigando la causa de las muertes de los cuerpos encontrados en la fosa común —asienten los dos—. Nos gustaría que nos contasen qué conocen de Rosa o de los otros cadáveres —asienten de nuevo—. ¿Conocieron a Rosa?

—Sí —dicen a dúo. Esto se pone difícil.

—¿Y a los otros?

—Sí.

—¿Conocen lo del Banco de España?

—Sí.

—¿Y lo de las trescientas mil pesetas?

—Sí.

Espero que no sea todo el interrogatorio así. No sé por dónde continuar. Me dan ganas de agarrarlos por la solapa y decirles: «Empiecen a cantar», pero se cerrarían aún más bajo las boinas.

—Camaradas —irrumpe el Coronel, y los dos elevan las cejas hasta hacer tope con las boinas—, sabemos que fuisteis héroes del pueblo, vanguardia de un proletariado consciente y vivo, que vuestra participación en la Revolución del 34 fue decisiva, así como vuestra lucha contra el franquismo. Ya os habrá dicho el camarada José Emilio que vamos a hacer un libro en el que queremos escribir sobre vuestra vida y lucha. Queremos que nos lo contéis todo, y nosotros, mientras habláis, iremos tomando notas y os grabaremos —extrae una grabadora de su mochila y la coloca encima de la mesa—. ¿Quién empieza?

—Yo —dice el de la derecha.

—Comience, Leoncio. Y hágalo desde el principio —¿cómo es capaz de distinguirlos? Será por las camisas. Y el Coronel pulsa el play de la grabadora.

«En el 34, las relaciones con la empresa Hullera de Turón eran muy tensas y no digamos en el pozo San Vicente o en la mina Riquela —cuando el Coronel le dijo que contara todo desde el principio, este debió de entenderle que lo hiciera desde el principio de los tiempos—, pero los cinco mil mineros estábamos afiliados a alguno de los tres sindicatos, como debe hacer el proletariado consciente en la lucha por su liberación. Los de la Hullera contrataron a cuarenta guardas jurados armados para asegurar el orden burgués —tengo la impresión de que estos van a ir contándonos la historia a su manera y sólo me va a interesar un pequeño episodio, pero cierro la boca, es mejor no interrumpir, no vaya a ser que cualquier despiste le desagrade, y luego sea imposible que abra la boca—. Antes de que amaneciese el día cuatro, tomamos las oficinas. Lo hicimos los jóvenes, en especial las milicias de las Juventudes Socialistas Unificadas. Pero toda la revolución fue fruto de los jóvenes que teníamos entre quince y veintitantos. Como les decía, después del asalto a las oficinas nos apoderamos de cuarenta winchesters de repetición y con ellos nos lanzamos a la toma del cuartel de Rabaldana.

»En el asalto les ofrecimos la posibilidad de que sus mujeres y niños salieran, pero no quisieron. El sargento Hernández se negó a dejarlos salir. Aquel edificio de dos plantas comenzó a derrumbarse por el efecto de la dinamita. Pronto los guardias tuvieron que bajar al primer piso pues el segundo amenazaba ruina. Al final entramos en el cuartel, era el último que resistía en Mieres, y nos apoderamos de las armas. El resultado fue de cuatro muertos y tres heridos. Nunca lo hemos entendido. La Guardia Civil resistía en sus posiciones mucho más que los de Asalto, en una defensa de sus cuarteles casi absurda. Al final, en el concejo de Mieres, habían sufrido sesenta y cinco bajas, mientras que las nuestras no fueron más de quince.

»Después de la caída del cuartel se creó una cárcel del pueblo a la que fueron a parar ocho clérigos de la Doctrina Cristiana y un cura pasionista de Mieres. Allí se encontraron con varios vigilantes que no quisieron entregar las armas y algún ingeniero de Hulleras. Ya saben ustedes que el Comité Revolucionario de Turón decidió el fusilamiento de todos. Eso les valió la enemistad del resto de comités revolucionarios de las cuencas, que los tacharon de sanguinarios. Pero en esas matanzas de clérigos nosotros no tuvimos nada que ver, nosotros estábamos en el frente.

»Nos dirigimos a Mieres con dos fusiles y cartuchos de dinamita, los trenes blindados salían en dirección a Oviedo o al frente Sur, a Campomanes. Íbamos a coger los dos el de Campomanes, pero sólo pude subir yo, pues a mi hermano no le dejaron porque se necesitaba gente para la toma de Oviedo y el primer Comité Revolucionario así nos lo ordenó —está claro que fueron disciplinados con sus comités hasta la médula.

»El general Bosch entró con su ejército por el Pajares y nos sorprendió en un primer momento, por eso cuando descendió por el puerto no encontró resistencia. De ahí sus famosas palabras: “A comer a Mieres y a tomar el café a Oviedo”. En realidad lo que tomó fue por… —si tuviera más confianza con nosotros habría terminado la frase, pero prefiere callar, después de echarle un vistazo a la grabadora—. Esa confianza lo mató, pues sus columnas iban demasiado lentas, lo que permitió que en Pola de Lena nos reorganizáramos con grupos que llegaban de Aller, de Ujo y de Figaredo. Bosch decidió continuar adelante porque, al fin y al cabo, sólo le hacían frente un centenar de escopetas. Ese fue su error, salir de Campomanes a Vega del Rey en dirección a Pola. En esos tres kilómetros cayó en un cerco del que no pudo salir. Nosotros probábamos diferentes artilugios explosivos contra ellos. Me acuerdo del burro dinamitero, no sé si conocen que hasta el camarada poeta Rafael Alberti le dedicó unos versos —y los dos comienzan a recitar el soneto. Si siguen así, esto no se terminará nunca.

Este es el burro hinchado en dinamita

con ojos para lo que el ojete;

verga mortal en cada saca y mete,

bomba dentro del cuerpo que visita.

Sonrío, no quiero interrumpirles, pues lleva hablando Leoncio un rato y no nos ha dicho nada de interés. Espero que comience a decir algo después de los versitos. ¡Lo que me quedaba! Ahora se les une el Coronel.

Mas siendo un artificio también mea,

desprende en plastas moscas de veneno…

Y no lo toques más que el burro explota.

Los tres rompen en una carcajada que se ha debido de escuchar en toda la biblioteca. Leoncio, con una sonrisa y ánimos renovados por los versitos, prosigue la narración:

»Después ensayamos las catapultas con cartuchos de dinamita y hasta bombas rodantes. Todo aquel ingenio desconcertó a Bosch y quedó aprisionado en tres kilómetros, en una bolsa que le cerraba el paso por detrás y hacia delante.

»Hacia el día diez la revolución estaba sofocada en las cuencas de León y Palencia. El Ejército realizaba peinadas de asentamiento y limpieza en Villablino, Guardo, Bembibre y Santa Lucía. Es decir, en las zonas de fuera de Asturias en las que también había triunfado la revolución. Nos iban aislando. El único triunfo ese día fue el asalto al tren de Limanes, en el que nos apoderamos de fusiles y víveres. A partir del día once, el Ejército concentró veinte mil efectivos en nuestra contra. El infierno había comenzado.

»Yo caí prisionero antes de que las fuerzas del general Balmes acudieran a socorrer a Bosch. Fui uno de los treinta y cinco de Vega del Rey. Ya saben lo que ocurrió con nosotros —no lo sé, cuéntalo, ya puestos—. Nos ataron con cuerdas y nos pasearon entre las líneas nuestras y las suyas, en mitad de la carretera. Así nos tuvieron cuatro horas. Al final cayeron muertos veintiuno en el alquitrán y nosotros los arrastrábamos por la carretera. A los supervivientes nos llevaron a una casucha de Vega del Rey y en el transcurso de la noche murieron cuatro más. Dos guardias remataron a otros dos de madrugada, a los heridos más graves. Recuerdo que alguien nos arrojó por la ventana un paquete de galletas. Fue lo único que comimos en varios días. Luego nos trasladaron en camiones hasta León. Por el camino, antes de llegar al alto de Pajares, el sargento que nos tenía bajo su custodia disparó en la sien contra uno y arrojaron el cuerpo a la carretera. A los que quedamos vivos nos encerraron en la cárcel de Astorga».

La versión de Leoncio es un dato para la historia, pero no arroja luz sobre el asesinato de Rosa. Permanezco con la boca cerrada, espero que sea el Coronel quien reanude la conversación, él es capaz de llegar a ellos mejor que yo, pero es Bernardo el que comienza a hablar:

«Como les dijo mi hermano, yo embarqué en el tren blindado que nos llevaba a la toma de Oviedo. Allí conocí a Rosa. No parecía que fuese a la toma de ninguna ciudad, porque llevaba un vestido largo de flores. Sólo le faltaba una cestita para que pareciese que iba a una jira de prau, pero empuñaba un fusil, eso era suficiente para que todos nos diéramos por enterados. Éramos jóvenes, así que todos queríamos ir con ella, hasta que una miliciana de la CNT —supongo que se referirá a la señora Gloria— se pegó a ella y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Al llegar a Oviedo nos fuimos desplegando en grupos, yo terminé en San Esteban de las Cruces, en nuestro grupo iba Rosa, pero ya no llevaba aquel vestido de flores. Había recogido un uniforme de mahón de uno de los fallecidos. Aún recuerdo que los orificios rodeados de sangre que tenía aquel traje permanecieron en sus ropas toda la contienda.

»Yo también pertenecía al grupo que recibió la orden del Comité para presentarse en uno de los burdeles de la calle Uría para arrestar a los revolucionarios que, en vez de estar en su puesto de combate, habían preferido disfrutar de los lujos burgueses. Rosa fue la más dura de todos nosotros con ellos, aún la estoy viendo: “Compañeros, sois una vergüenza para la nueva sociedad que queremos construir. Tenéis un minuto para recoger vuestras armas y regresar a la primera línea de fuego o yo misma me encargaré de volaros la cabeza”. Nadie rechistó. Todos recogieron sus fusiles y los cartuchos de dinamita que tenían a su cargo y, con la cabeza gacha, salieron del cabaret sin ser capaces de mirarnos a los ojos.

»En escuadras de cuatro asaltábamos los cuarteles, las posiciones de los soldados y las de la Guardia Civil o las de los de Asalto. La dinamita era la mejor arma a media distancia, ya saben, sobre los treinta metros. Nosotros no hicimos catapultas como los que combatieron en el frente Sur. Y llegó la aviación, primero nos lanzaron folletos para desanimarnos, con la propaganda de que la revuelta había fracasado en el resto de España y de que nos rindiéramos sin ofrecer resistencia. Supongo que el Comité tenía información al respecto cuando nos ordenó asaltar el Banco de España. Con nosotros también vino Rosa, parecía que había nacido para la guerra. Abrimos la caja fuerte con dinamita y nos llevamos el dinero, que se repartió entre varios militantes para sufragar los posibles gastos de huidas a Francia. Rosa se llevó trescientas mil pesetas, y yo llevaba dos millones para el periódico Avance, con el fin de seguir sufragando su tirada. Allí nos separamos todos, cada uno sabía cuál era su destino y misión.

»Yo conseguí entregar el dinero, pero después me apresaron. Lo único que les importaba a nuestros carceleros y torturadores era saber dónde habíamos guardado los billetes. El resto les importaba bien poco, pues la revuelta estaba sofocada. Permanecí encerrado hasta el triunfo del Frente Popular».

Demasiados datos históricos que no me sirven. Lo que han dicho no nos ha aclarado nada de lo que hemos venido a investigar. No sé si levantarme de la mesa o permanecer escuchando, veo que el Coronel no se mueve, espero. Leoncio retoma la palabra.

—Luego vino la guerra civil y mi hermano y yo luchamos en el Batallón de…

Salgo un momento de la sala después de hurtarle un Camel sin boquilla al Coronel. No tengo ningún deseo de escuchar todas las hazañas bélicas de los dos hermanos. Poco han aportado sobre Rosa, ha sido una decepción mayúscula. Veo al bibliotecario en la sala de enfrente. Me dirijo a él.

—No sé por qué le han dicho que somos antropólogos.

—No me lo dijo nadie. Fui yo —ahora si que me ha desconcertado—. Es que si les dice a los Cachón que usted es policía no les saca una palabra ni bajo tortura. Es mejor que sigan creyendo que van a escribir un libro sobre este valle, es la única forma de que hablen —a lo mejor tiene razón, pero de poco ha servido.

—Me llevo este libro, ¿qué tal está? —dice una muchacha de ojos negros y tez morena.

—Creo que muy bien, es de los más solicitados en préstamo —dice el bibliotecario. Leo el título: Caballeros de la muerte. No lo conocía, debe de ser de un autor nuevo.

Me dirijo a la puerta y enciendo el pitillo. Supongo que ya deben de ir por la defensa del frente Norte en Llanes, Ribadedeva o en otro lugar. El cigarro se ha terminado. Regreso. Sospecho que no me habré perdido nada. De todas formas, revisaré luego la grabación del Coronel. Entro despacio. Tomo asiento. Leoncio sigue hablando. Me fijo por un instante en la grabadora. La cinta ya se ha debido de terminar hace un rato, pero aún no la ha cambiado. ¡Pero qué carajo! ¡Si no ha metido ninguna cinta! Aquí los tiene hablando sin parar, sin colocar la cinta. Lo del Coronel es de juzgado de guardia. Ahora parece que abordan una etapa que me interesa. Presto atención, pero no sé si es Leoncio o Bernardo quien habla.

»Terminada la guerra nos encerraron en la prisión de Oviedo, después nos trasladaron a Turón, a unas mazmorras de la casa consistorial que ya no existen. Nuestra condena fue a treinta años. No éramos presos políticos porque el régimen nos consideraba igual que a los ladrones o asaltantes de caminos o a cualquier preso común, por eso compartíamos celda con todo tipo de delincuentes. Sería sobre el año 45 cuando a nuestro calabozo trajeron fugaos, guerrilleros de los montes capturados en las batidas de la Falange o de la Guardia Civil. Una noche llegaron los guardias al mando de un sargento y los sacaron de las celdas. Oímos que habían sacado más de otras prisiones, de las de Lena y Aller. Lo que hicieron con todos esos fugaos fue fusilarlos para que sirvieran de escarmiento al resto que aún quedaba por los montes. Dos de los que han aparecido en la fosa común del Valle Negro estuvieron con nosotros en la prisión de Turón y estaban en el grupo que sacaron aquella noche.

»Aún tenemos grabado en nuestra mente el rostro del sargento que se los llevó. Era el sargento Ángel Gallardo, un andaluz cuya familia había venido hasta Asturias para trabajar en las minas y que había terminado enrolándose en la Guardia Civil».

El Coronel me mira. Le devuelvo la mirada. Nuestro amigo Ángel, el guardia, nos tiene que aclarar muchas cosas. Pese al amor que le profesaba a Rosa y las lágrimas que derramó, no nos contó toda la verdad. Si él estuvo en los fusilamientos del 45, él conocía la fosa común, él sabe más de lo que nos dijo.

Este caso se enreda a cada momento, Ángel Gallardo nos tiene que explicar mucho sobre la fosa y sus ocupantes. Y Encarnita aún nos debe revelar de dónde nació su fortuna.