10: Una pista en Requejo

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Una pista en Requejo

Plaza de Requejo, Mieres. Observo los alrededores. Este es territorio de Castañeda y del comisario López y no tengo ningún deseo de que me vean. Descendemos las escaleras hacia la plaza. A la izquierda, la estatua del escanciador y, a la derecha, la iglesia de San Juan con sus enormes torres poligonales que flanquean la fachada. Y el perro vagabundo pasea por allí con la cabeza erguida y el rabo en posición de desfile, parece un general el día de la victoria.

—Coronel, esa es la iglesia en la que trabajan los dos curas de los que le hablé.

—¿Trabajar un cura? ¿Ya has bebido, Ramallito? —se queda extasiado contemplando la fachada—. ¿Pero quién fue el majadero que la pintó de rosa? —no me había percatado. Es verdad, un rosa extraño destaca en un mundo negro.

En la plaza, cinco toldos: dos verdes y tres azules. El adoquín se cubre con mesas y sillas de las terrazas de los chigres, y las sombrillas de colores, hasta hay varias de color naranja que dan una imagen festiva. Y el perro vagabundo se convierte en su guardián.

Portal… portal… reviso de nuevo la anotación que hizo el exsargento en la servilleta. Número… aquí es. Una casa con dos plantas, el portal está abierto. Subimos las escaleras de madera hacia el primer piso. El suelo es de pino desgastado y las paredes de cal. Los techos se pierden en el cielo. La puerta del primero no tiene timbre, sólo una mano de bronce que agarra una bola a modo de picaporte. Golpeo dos veces. La puerta se entreabre y una muchacha de unos veinte años asoma sus rizos pelirrojos sobre unos ojos negros que contrastan con su pálida piel.

—¿Qué desean? —le muestro la placa. No estoy de servicio, pero ayuda a que cojan confianza.

—Inspector Ramalho da Costa, preguntaba por la señora Gloria Coto.

—Es mi abuela —exclama extrañada, y sus ojos negros adquieren un brillo especial—, pero ella no ha hecho nada malo.

—Tranquilícese. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre uno de los cuerpos que se encontraron en la fosa común del Valle Negro. Nos han dicho que ella conocía a la difunta.

—Ah, es por eso. Pasen, mi abuela lleva obsesionada con lo de la fosa desde que apareció. Acompáñenme.

La seguimos por un largo pasillo de techos inalcanzables, todo pintado de blanco, excepto por los cuadros de fotos decoloradas por el tiempo en marcos baratos. Llegamos a una salita pequeña en la que una anciana nos da la espalda, pues su vista se pierde en el gentío de la plaza. Larga melena blanca, tez enjuta, labios delgados, ojos grises, mirada despierta y manos que reflejan los años de vida y muerte que ha traspasado.

—Abuela, estos señores quieren hablar contigo —le coloca una mano en el hombro, la señora se la acaricia dirigiéndonos una mirada de desconcierto—. Quieren preguntarte por la fosa del Valle Negro.

—¿Entiende lo que decimos? —pregunto a la nieta ante el silencio de la anciana. La joven esgrime una sonrisa que se me antoja maliciosa.

—Joven, que yo tenga el anca esgonciada no quiere decir que esté tonta —la anciana parece que ha salido del letargo—. Margarita, trae un anisete pa los señores —veo al Coronel relamerse de gusto al oír lo del anís—. Pero siéntense, siéntense —nos acomodamos en dos sillas de mimbre que están a su lado.

—Somos amigos de Encarnita, la hermana de Rosa, que como usted sabe se encontraba en la fosa del Valle Negro —la nieta ha colocado tres copas y la botella de anís, llena una y se la entrega a la anciana—. Pero permítame antes que nos presentemos: yo soy Ramalho da Costa y este es el Coronel.

—¿No será coronel de los civilones? —pregunta con la copa en la mano.

—No señora, fui coronel del Maquis, en el Valle de Arán.

—¡Un guerrillero en mi casa! Tómese una copita —el Coronel no se hace de rogar, bascula la botella en la copa.

—Señora Gloria, por los viejos tiempos —las copas chocan y de un trago engullen el anisete. La anciana arroja la copa hacia atrás, que no se rompe por el impacto. Debe de creer que se encuentra en la antigua Ucrania soviética.

Na zdorovie, Coronel —entona la anciana con voz firme.

—Salud —el Coronel prefiere responder en castellano.

La nieta recoge la copa del suelo y me lanza una sonrisa. Supongo que cuando se llega a esa edad se les permite hacer lo que quieran.

—¿De qué querían hablar conmigo?

—Queríamos que nos hablara de Rosa. Nos dijeron que ella estuvo en el asalto al Banco de España en el 34.

—Y yo también, joven. Yo también estuve allí.

—Nos gustaría aclarar su asesinato. ¿Qué es lo último que recuerda de ella que tenga la certeza de que es verdad?

—Oiga, joven, ya le dije que mis caderas están pal arrastre, pero mi cabeza funciona muy bien —le lanzo una sonrisa cómplice, coloco la mano encima de la suya y el Coronel sirve otra copita.

—Cuéntenos, doña Gloria —dice el Coronel, haciéndole entrega de la copa. Y comienza la narración con la copa de anisete entre los dedos:

«Conocí a Rosa en el tren blindáu que se dirigía a la toma de Oviedo. Saben, todos los paisanos se arrimaban a ella, eran como moscones en la miel. A mí no se me acercaba ninguno. Ella era bonita e iba a la revolución en vestido largo. Yo era militante anarcosindicalista, una miliciana, y ya iba vestida con mi funda azul mahón y mi insignia de la CNT. Mi grito era Ni Dios ni amo. Entre los amos también estaban los machos que nos dominaban, por eso a mí no se acercaba ninguno. La veía incómoda en el asiento de madera del tren rodeada de tanto moscón dinamitero, por eso me acerqué a ella y entablé amistad. El viaje a Oviedo lo hicimos juntas.

»Combatimos en San Esteban de las Cruces y juntas nos subimos al tren blindáu que asaltó la cárcel. Y entramos en la calle Uría con dos granadas al cinto y el fusil en el aire. Rosa había perdió su imagen de pastora, ya iba enfundada en mahón. Ambas ocupamos la Universidad y no la quemamos entera porque aquel día no nos apetecía —da un sorbo al anís—. Ya saben, allí sólo estudiaban los ricos y sus hijos. Era un criadero de déspotas y pedantes que se preparaban en ella para manipularnos mejor. Aquella Universidad no pertenecía al pueblo llano. Colocamos libros gruesos en las ventanas para taparlas y sólo dejamos una pequeña mirilla para disparar a los de Asalto que intentaban reducirnos.

»Recuerdo que después de cinco días en Oviedo, de combates intensos contra los de Asalto y la Guardia Civil, la ciudad era nuestra. Pero el Ejército había llegado y comenzó el cerco. Las bombas de la aviación caían por todos los lados, nadie estaba a salvo. Fue en ese momento cuando el Comité dio la orden de asaltar el Banco de España. Era necesario apoderarnos del dinero por si había que sufragar la huida a Francia. El banco estaba protegido por cuatro carabineros y seis soldados. No ofrecieron resistencia firme cuando la dinamita les empezó a caer por todos los lados y los muros de hormigón se venían abajo. La caja fuerte se abrió también con dinamita. Nos apoderamos de quince millones. En el banco quedaron algunos millones de monedas que no eran de curso legal. Era el día diez y ya se sospechaba que la Revolución no había triunfado en el resto de España y que estábamos aislados. El dinero se necesitaba para sufragar huidas y refugios si el Ejército nos vencía. Todos teníamos muy claro que aquel dinero no nos pertenecía, que era del pueblo y que nosotros éramos meros depositarios.

»El Comité Revolucionario desvió parte del dinero a Sotrondio y el resto quedó en Oviedo, repartiéndose entre los compañeros en cantidades que oscilaban desde las diez mil pesetas al millón. Todo el mundo comprendía que el dinero no era suyo, que pertenecía al conjunto. Yo me quedé con doscientas mil pesetas y Rosa se llevó trescientas mil que tenía que trasladar al Comité en Sotrondio. Ahí ya no la volví a ver más.

»Cuando el Ejército entró en Asturias, la represión encomendada al comandante Doval no tenía por objetivo apresar a los rebeldes, lo único que les interesaba era localizar el dinero. A partir de finales de octubre comenzaron la represión y las torturas. En Sotrondio, a la familia Bahíllo, después de torturarlos, le localizan setecientas mil pesetas; en Sama recuperaron trescientas mil; la captura de Rozada en San Martín les hace apropiarse de un millón más; medio millón en Trubia; cien mil en Las Regueras… Y así sucesivamente hasta finales del 34. En el mes de diciembre sólo quedaban diez millones en manos de los revolucionarios. Ese dinero fue empleado para sufragar la evasión a Francia, Bélgica o Portugal de los que quedaron vivos. Hoy en día se sabe perfectamente dónde quedó todo el dinero, hasta los dos millones que se entregaron al periódico Avance, cantidad de la que era depositario Bernardo Cachón —regresa ese nombre de nuevo—. La única cantidad que nadie supo jamás en qué lugar se ocultó, o para lo que sirvió, fueron las trescientas mil pesetas que llevaba Rosa con destino al Comité de Sotrondio y que nunca llegaron.

»A mí me encarcelaron y vi durante muchas noches el rostro de carnicero del comandante Doval interesándose por el destino del dinero que me había llevao. Al final hablé cuando me amenazaron con violarme. “Estamos sorteando entre nosotros quién va a tener la desgracia de violarte, so machorra”, me decía un cabo con cara de acémila. Recuperaron sus doscientas mil pesetas de mierda. Viví en prisión hasta el triunfo del Frente Popular. Y cuando festejaba la libertad por las calles de Mieres, el gochu de Franco dio su golpe de estado y otra vez todos a la guerra. Luego vino París, y otra guerra. Y cuando llegó la paz, comenzaron a fallarme las caderas. Pero mientras me quede anís…», —lo ha dicho como si parafrasease la escena de Casablanca, sustituyendo París por el anís.

—¿Otra copita, doña Gloria?

—Tanto porfiar, Coronel.

El Coronel la rellena, vuelven a brindar por no se sabe qué y las arrojan hacia atrás. La nieta regresa para recogerlas del suelo, le ayudo con la más próxima. La muchacha me sonríe. No comprendo por qué no se enfada con su abuela cuando arroja las copas, puede romperlas. Pero cuando mis dedos palpan la copa, lo entiendo todo: son de plástico. No le dan a la anciana ninguna de vidrio.

—Señora Gloria…

—Guaje, no me llames señora, que me hace más vieja —lo que me quedaba, una coronela en potencia.

—Gloria, le quería preguntar si Rosa en algún momento le dijo que estaba embarazada.

—Claro que sí, guaje. Las noches de guardia, apostadas sobre las ventanas de la Universidad, eran eternas, nos contábamos todos nuestros secretos. Me lo dijo la primera noche, al parecer estaba embarazada de un guardia civil. ¡Qué risa! ¡De un picoleto! Se iban a casar en unos días, pero la revolución dio al traste con todo. La muchacha quería al guardia, me lo confesó. Es curioso, cuando regresé de Francia a principios de los setenta, el civilón se presentó en mi casa. En un principio creí que venía a detenerme, pero no. Venía a preguntarme por Rosa. Habían pasado cuarenta años y seguía buscándola. Creo que él también la amaba. Venía a preguntarme si era verdad que Rosa se había escapado a Francia con el dinero. Al pobre es lo que le habían dicho las malas lenguas. Una pena. Parecía buena persona, y es raro que alguien como él terminase luciendo el tricornio.

—Cuando usted… Cuando estuviste detenida, ¿no oíste nada sobre ella?

—Todos dábamos por supuesto que había conseguido huir con el dinero y que lo estaba poniendo a disposición de los compañeros que intentaban escapar de la represión. Después pasó el tiempo, la guerra y todo lo demás, y nadie se volvió a acordar de ella hasta que apareció en la fosa.

—Cuando huyó con el dinero, ¿iba alguien con ella?

—Todos los que se dirigían a Sotrondio. Supongo que en algún lugar se dispersaron para no ser descubiertos y capturados.

—¿Sabes si queda vivo alguien de aquel grupo? ¿Alguien que conocieras?

—Sí, Bernardo Cachón, de Turón —el mismo nombre que me dijo el cura.

—Otra cuestión, Gloria… Cuando saliste de la cárcel, ¿fuiste a buscar a Rosa?

—Sí, claro que sí. En cuanto me soltaron de prisión fui a buscar a todos y cada uno de los que conocía y que habían sido compañeros en el tren blindáu o en el asalto a Oviedo. Quedaban pocos. Me acuerdo que pregunté por ella y me dijeron que no había aparecido. Las malas lenguas aseguraban que se había largao con el dinero del banco. Yo no me lo creía. Me acerqué hasta el barracón en el que vivía su familia. Allí encontré a su madre y a su hermana, asténicas, despeluchadas, sucias y con los ojos rojos de hurgar por los talleres y hornos buscando carbón y metales que vender. Me recuerdan ahora a esas rumanas que pueblan nuestras calles limpiando parabrisas de los coches o solicitando limosna. Les pregunté por Rosa, pero no tenían noticias. Había demasiado dolor en aquella casa. Estaban solas ante el mundo. Hasta el padre de Rosa había muerto en las calles de Oviedo.

—De los otros cadáveres de la fosa común, ¿sabes quiénes eran?

—Fugaos. Eran todos fugaos. Hombres que quedaron por las montañas defendiendo lo indefendible. Al final los fascistas les dieron caza y los pasearon para escarmiento de los que aún quedaban por el monte.

—Gracias, Gloria.

Le coloco la mano en el hombro. Miro para el Coronel, se levanta también y ambos nos despedimos de Gloria, pero ella no se queda en su mecedora. Coge sus dos muletas y, con dificultad, nos acompaña por el largo pasillo. Su nieta nos abre la puerta.

Otra vez la plaza de Requejo que bulle esplendorosa con la gente sentada en las sillas de las terrazas o apoyada en toneles volteados con un vaso de vino o un culete. El perro vagabundo sigue paseando en medio del gentío.

—No hemos comido nada —me sugiere el Coronel.

—Tiene razón. Si le apetece entramos en un chigre y pedimos algo de comer.

La sidrería más próxima parece que tiene alguna mesa libre. La ocupamos. Antes de que llegue el camarero a tomarnos nota de las viandas me aborda Castañeda, como si surgiera repentinamente de los urinarios. ¿Me estará espiando?

—Qué sorpresa, Da Costa. ¿Cómo por aquí?

—He venido con el Coronel para que conozca esta plaza tan emblemática. Ya sabes que él es de Madrid y todo esto le parece muy pintoresco.

—Sí, estuvimos contemplando el retablo de la iglesia de San Juan y su fachada rosa, que es preciosa —regresa la guasa del Coronel.

—Ah, pues que lo disfrute. Si necesitáis un guía, no dudéis en decírmelo —claro, en eso estaba yo pensando, Castañeda.

—¿Tú vienes mucho por aquí? —si la respuesta es positiva, no volveré más por este lugar para no encontrármelo.

—No, es que andamos recopilando información por unos billetes de lotería.

—¿Algo grave?

—Lo de siempre: gente que compra billetes premiados para blanquear dinero. Nada especial —el camarero ha llegado con el bloc de notas—. Os dejo, que querréis comer.

—Adiós, Castañeda —lo digo con énfasis para que no se arrepienta, pero se arrepiente.

—Ah, Da Costa. Te lo digo para que andes con ojo. Resulta que el Gran Duque de Comillas ha llamado enojado al comisario López diciéndole que andas molestando a su nieto, pero ya le dije yo lo del juicio y quedó más tranquilo —ahora resulta que es un agente de los dos bandos.

—Gracias. Gracias por tu apoyo.

«Blanquear dinero», «billetes de lotería»… ¿Por qué se me han quedado grabadas esas dos expresiones del lameculos de Castañeda? He quedado absorto, ni siquiera he escuchado al camarero mientras recitaba el menú.

—Eh, Ramallito, despierta. ¿Qué quieres comer?

—¿Qué pidió usted, Coronel?

Unes fabes con centollu. Me han dicho que es la especialidad de la casa.

—Para mí también —le digo al camarero.

—¿De beber?

—Sidra, mucha sidra —dice ilusionado el Coronel. Asiento a sus palabras. El camarero se aleja—. Venga, Ramallito, ¿qué te preocupa de este puzzle?

—¿Puzzle? No, Coronel. Esto no es ningún rompecabezas.

—Sí, ya sé que me dijiste que es un rompecabezas con una sola pieza: la víctima. Y a su alrededor hay que ir colocando las otras.

—En algunas ocasiones, la investigación es una partida de póquer.

—¿Una partida de póquer?

—Sí, nadie enseña las cartas. Hay una especie de comunicación asemántica que sólo comprenden los jugadores, y la partida no siempre la gana el que mejor jugada tiene. El juego suele ser del más hábil de todos.

—Ya me has mosqueado. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Hay que ir esta noche al pub en el que trabajaba Clarita, al último lugar en el que la vieron con vida.

—¿Y sobre Rosa y la fosa común?

—Pensaba si… Déjelo, es igual.

—Habla, Ramallito, que me tienes en vilo.

—Pensaba en su hermana Encarnita. Da la impresión de que se maneja muy bien económicamente.

—Huy, tiene mucha pasta. En su administración se han dado muchos premios gordos de la lotería.

—¿Seguro, Coronel?

—¿En qué estás pensando?

—¿Recuerda las palabras de Gloria cuando la vio a ella y a su madre después de salir de la cárcel?

—Sí. Dijo que no tenían dónde caerse muertas.

—Y ahora navega entre millones.

—No estarás insinuando que…

—No insinúo nada, Coronel.

«Blanqueo de dinero», «billetes de lotería premiados», algo me desconcierta en todo este asunto.