1: Muertos del ayer

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Muertos del ayer

Vallecas, el Valle del Kas. Siete de la mañana. Hora puente entre el olor a churros y porras del Lisboa y el ocaso de las últimas almas noctámbulas y pecadoras del BIS-TT. Los primeros rayos del sol se deslizan entre los edificios provocando un cielo rojizo que se pierde en el alba. Ya no encuentro la luna.

Miro la palma de mi mano: dos pastillas rojas de antibióticos, una blanca del antiinflamatorio, dos azules de analgésicos. Las trago de golpe acompañadas de un vaso de agua. Preparo la jeringuilla y me inyecto la heparina. Dicen que es para prevenir los trombos cuando se pierde demasiada sangre. A mí me da exactamente igual, sólo quiero terminar cuanto antes con la medicación y que mi hombro se recupere de la gracia que le infligió una 9 mm parabellum[1].

Observo desde mi balconada, con una taza de café humeante, los tejados del barrio convertidos en un bosque poblado de antenas de televisión. En las fachadas de los edificios cuelgan, como cuadros surrealistas, los aparatos de aire acondicionado. Algunos balcones se convierten en tanatorios de bombonas de butano y macetas de geranios y las parabólicas atornilladas al alféizar de las ventanas son las orejas de los edificios.

Ahí, en algún escondrijo de esta ciudad, se encuentra el asesino bautizado por la prensa como Cero, una especie de justiciero que tiene en jaque a toda la Policía. Él es mi próxima misión, mi inmediata presa, la piel se me eriza sólo con pensarlo, casi percibo su olor, soy una especie de chacal que huele su sangre. Debo recuperarme cuanto antes para salir de mi madriguera en su búsqueda, por eso no debo entretenerme, el fisioterapeuta me espera.

En el portal, la señora Benita, embutida en su delantal azul desgastado y con la redecilla sobre los rulos de su pelo, pasea la escoba por el suelo.

—Buenos días, señora Benita. Mucho ha madrugado usted.

—Buenos días. Es por el Poeta, hoy no se me escapa sin que pague el alquiler —el Poeta, el moroso del ático—. ¿Y usted dónde va tan temprano?

—Al médico, y a hacer un poco de rehabilitación.

—Pues tenga cuidado, lleva la zapatilla desatada —¡maldita sea!, con la herida del hombro no puedo estirar bien el brazo y el nudo de la deportiva ha quedado flojo.

—Es por el hombro, aún no estiro bien el brazo.

—A ver, siéntese en los escalones que se la ato yo.

Me acomodo en el cuarto escalón, un fuerte olor a lejía llega a mi nariz. Dejo que la zapatilla repose en el segundo peldaño para que la señora Benita no tenga que doblarse en exceso. Se inclina y la medalla de la Virgen del Rocío, del Rosío, como dice ella, oscila entre sus enormes pechos.

—¿Por qué disen que usted es polisía secreto, si todo el mundo lo sabe? —las cosas de la señora Benita.

—A lo mejor es que no soy tan secreto.

—Ya me paresía a mí.

—Buen día, señora Benita, señor Da Costa —es el señor Rogelio, alias «el Flecha», que como cada mañana inicia su paseo en busca de La Razón y del chocolate con porras del Lisboa, trajeado, con su sombrero de ala corta y el paraguas colgando del antebrazo, llueva o no.

—Buenos días —respondemos a coro los dos cuando el Flecha pasa a nuestra altura.

—Señora Benita, debe cuidar de que al anochecer el portal quede cerrado, pues esta noche otra vez ha debido de entrar el perro vagabundo de siempre y ha vuelto a orinar en mi felpudo. Y el problema llega cuando el orín seca, emite un hedor insoportable. Ya llevo comprados tres felpudos en lo que va de mes.

—Lo siento, señor Rogelio. Me aseguraré de que la puerta quede serrada a las onse.

—Así lo espero —dice a modo de despedida, elevando un centímetro el sombrero.

—Qué hombre tan educado —exclama la señora Benita mientras se yergue y sacude sus manos—. Ya tiene las zapatillas bien atadas.

—Muchas gracias.

Y salgo a la calle a paso ligero. La mañana se me va a extraviar entre el médico y el gimnasio, exclamo para mis adentros.

Las doce y diez, mis obligaciones matutinas han terminado. Antes de ir a casa he de pasar por la librería-quiosco «El Coronel», una librería de viejo metamorfoseada con golosinas para los niños y diarios y revistas recientes. Entro. Dos niños y una niña, de unos diez años, aguardan turno ante el mostrador. Dos muchachos de unos dieciséis se incorporan detrás de mí, soy el cuarto en la cola.

—Señor Coronel, ¿por qué le llaman Coronel? —dice la niña depositando las gominolas encima del mostrador.

—Y a tu madre, ¿por qué la llaman la tetuda? —responde el Coronel.

—Porque tiene las tetas muy grandes.

—Pues eso.

—Ah, ¿usted también tiene las tetas muy grandes?

—Hala, niña, dame cuarenta céntimos y vete a dar una vuelta por el parque —la niña deja el dinero en el mostrador y sale con la boca llena de gominolas.

Dicen las malas lenguas que le llaman el Coronel por ser el mayor hijoputa parido con dolor en los callejones de Vallecas, pero sus amigos argumentan que de joven fue el capitán de la calle y ascendió con la edad. Sea como fuere, nada en el barrio le es ajeno.

—Coronel, ¿a cuánto vale el regaliz? —grita uno de los niños mientras introduce su mano en un tarro de cristal.

—A ver, atorrantes, no metáis la mano en el frasco sin guante de plástico. A saber dónde la tuvisteis metida antes.

Los dos niños colocan una barra de regaliz en la boca y caminan hacia la calle repartiéndose las piezas de dulce en partes iguales. Es mi turno.

—¿Consiguió mis libros?

—Aquí los tengo, Ramallito —dice colocando los cuatro libros encima del mostrador.

—Le he dicho mil veces que no me llame «Ramallito».

—A ver… Prótesis, de Andreu Martín; Expediente Barcelona, de Ledesma, y los dos tomos de la primera edición en castellano de la Crítica de la Razón Dialéctica de Sartre. Me debes treinta euros.

—Tenga —le entrego un billete de cincuenta. Da un golpe en la registradora dorada sustraída a algún anticuario y el cajón se abre. Sin girarse, alza la voz, dirigiéndose a los dos jóvenes que están detrás de mí.

—Vosotros, so gelepollas. ¿Quién colocó la pintada de NO A LA GUERRA en la fachada de la Junta Vecinal?

—No se dice gelepollas, Coronel, es gilipollas —corrige uno de los jóvenes.

—Vosotros qué sabréis. A lo mejor a tocino si os untan… Gelepollas viene de la voz latina «gelare», que significa helar. Y la polla ya se llamaba así en los tiempos de Nerón, por lo que sois unos pollas-heladas —ese es el Coronel—. Pero no os escabulláis a mi pregunta: ¿quién hizo la pintada?

—Los dos —responden con una sonrisa.

—Lo dicho: sois unos gelepollas. Las pintadas se hacen en las fachadas de los bancos o de las grandes superficies, nunca en la Junta Vecinal, que luego la limpieza la tenemos que pagar entre todos. Que sea la última vez. Las pintaditas en las fachadas de los que tengan dinero —me deja los veinte euros de vuelta en el mostrador, los recojo.

—Que tenga un buen día, Coronel —digo a modo de despedida.

—Espera un momento, Ramallito, ¿a qué hora estarás en casa?

—No pienso salir en todo el día. Mi idea es comenzar a leer estos libros.

—Pues luego, más tarde, pasaré por allí con Encarnita, que quiere hablar contigo.

—¿Encarnita?

—Sí, hombre, la lotera —debe de tener setenta años o más y la llama Encarnita, supongo que será porque es más joven que él.

—¿Y sobre qué quiere hablar conmigo?

—Ya te lo explicaremos, no hay prisa.

Salgo a la calle, el sol luce a ratos, hasta que alguna nube se lo traga un momento.

Es la hora de comer. No soy un gourmet, es más, los odio, porque la buena mesa nació con la abundancia de unos pocos y el tiempo para cocinar tuvo su origen en la ociosidad. Abundancia y ociosidad, lujos que nunca me he podido permitir. Por eso, simplemente frío unos huevos y unas salchichas, selecciono una manzana para el postre y me trago otro manjar de grageas con un vaso de agua mientras suena en el reproductor un tango.

Precio de castigo que uno entrega

por un beso que no llega…

Toc, toc. Alguien llama a la puerta. Abro. El Poeta, con su cuerpo escuálido, sus pelos a lo Einstein y sus minúsculas gafas colgadas de la punta de la nariz, se cuela entre mi cuerpo y el marco de la puerta.

—Cierra la puerta, Ramalho, deprisa.

—¿Qué ocurre, Poeta?

—Es Benita, que está haciendo guardia en el portal.

—Ya, ha dicho que de ahí no se mueve hasta que usted no aparezca —pone cara de ensimismado por la música del tango.

—Ah, un tango. Cuánta amargura en unos versos populares, cuánta tierra y malograda ilusión por los seres humanos, por la vida, por la patria convertida en un trapo sucio con lágrimas y barro.

—Poeta, deje de parafrasear a Sábato y desembuche para qué ha venido, que ya sabe que tengo muy malas pulgas.

—Esto… sabes, he ganado el premio de poesía Juan Ramón Jiménez, pero no me hacen entrega de la plata hasta el mes que viene y…

—¿Cuánto necesita?

—Con doscientos para el alquiler, quince para el agua y treinta para la luz, me arreglo. Unos doscientos cuarenta y cinco euros —miro la cartera, saco trescientos y se los entrego.

—Quédese la vuelta y ya me devolverá todo cuando pueda.

—Gracias, Ramalho. Ay, el tango. Triste, dramático, expresa el rasgo del hombre rioplatense: su frustración, su nostalgia, sus desencuentros…

—Poeta, lárguese —abro la puerta, y se vuelve a escapar entre mi cuerpo y el marco escaleras abajo en busca de la señora Benita.

Me voy hacia la mesa, unas salchichas y unos huevos fritos helados me esperan. Toc, toc. Otra vez la puerta. La abro.

—Hermano —lo que me faltaba. Dos mormones con pelo caoba, camisa blanca, pantalón negro, cara de pajilleros y una chapita en el bolsillo de la camisa en la que se lee «Smith»—, queríamos hablar contigo sobre el mensaje evangélico de nuestro Señor…

—Lo siento mucho, pero tengo la comida al fuego y no puedo entretenerme.

—Te comprendemos, hermano. ¿Más tarde, quizá?

—Eso es, dentro de un rato pasen ustedes por aquí y ya les atiendo.

—Así lo haremos, hermano —¡hala!, iros con vuestro Dios por ahí. ¡Qué oportunos! Espero que no vuelvan.

Regreso a la mesa. Los huevos y las salchichas están para recalentarlos en el microondas. Lo conecto, con dos minutos bastará. Toc, toc. ¡Joder! Otra vez la puerta. ¿Es que se han puesto todos de acuerdo para amargarme la comida? Abro. El Flecha.

—Perdone que le moleste, señor Da Costa. Verá, es sobre el asunto del perro callejero que orina en mi felpudo. He ido a ver al ilustrísimo comisario de Vallecas, el señor Nicanor, que es muy amigo mío, y muy amablemente me ha atendido. Le expliqué el problema que tengo y me dijo que él iba a poner solución.

—¿Y qué le dijo?

—Me dijo que, como usted es policía y vive en el mismo bloque, ya hablaría con usted para que estableciera un turno de vigilancia hasta averiguar quién me orina el felpudo —cabrón de comisario.

—No se preocupe, señor Flecha, que ya le vigilo yo el felpudo.

—Pues muchas gracias, señor Da Costa, no esperaba menos de usted —¡hala!, vete tú también con Dios y dejadme comer en paz. Vigilar el felpudo, no tengo otra cosa que hacer. Será cabrón el comisario…

Regreso a los huevos y las salchichas. El microondas terminó su labor hace rato. Otra vez fríos. Lo coloco de nuevo a dos minutos. Toc, toc. ¿Otra vez la puerta? ¿Pero qué está pasando aquí? La abro. El Coronel y la lotera, la señora Encarnita, setenta y tantos, moño, tacón fino y visón.

—¿Importunamos? —dice el Coronel, bajo una sonrisa que deja ver sus grandes dientes amarillentos que sujetan la colilla de un cigarro sin filtro.

—No, pasen y siéntense —¡al carajo los huevos y las salchichas!

—Si no le viene bien ahora, podemos venir en otro momento —dice la lotera. De perdidos al río, pienso.

—No, es un buen momento. Pasen al salón. ¿Hace un café?

—Que si quiere un café —grita el Coronel a Encarnita.

—Muchas gracias, señor Ramalho, pero no puedo tomar café. Los nervios, ya sabe… —y los míos también, señora Encarnita.

—Si tuvieras por ahí, a mí me apetece una copita de ponche —dice el Coronel.

—No tengo ponche —respondo en tono cortante.

—Pues una copita de coñac.

—No tengo coñac.

—Entonces una copita de…

—¿Quiere agua?

—Agua, agua… ¿Crees que soy una rana?

—A ver, déjese de monsergas y dígame que es lo que querían exponerme.

—Pero… así en seco, sin una copita…

—Coronel, tengo más cosas que hacer que colocarle una copita. Cuando acabe aquí se va usted al Lisboa y que le pongan lo que quiera. A ver, ¿de qué querían hablar conmigo?

—Te lo cuenta Encarnita. Está un poco sorda, así que háblale alto —lo que me faltaba—. Encarnita —le grita—, cuéntele a Ramallito la historia —otra vez «Ramallito», un día lo mato.

—Verá, como ya le dije a su abuelo, el Coronel…

—No es mi abuelo, señora.

—¿Qué dice del vuelo que mola?

—Joder, qué desastre —he de alzar la voz si quiero que me entienda, por eso casi le grito al oído—. Que me lo cuente, por favor.

En silencio quita las gomas de una carpeta de cartón desgastado por el tiempo, pero no por el olvido. Extrae una foto, la mira, la besa y la gira para mostrarme el retrato en blanco y negro de la persona que con ojos brillantes posa para la eternidad: una jovencita, con el pelo suelto y ojos de lince, me suplica algo que desconozco desde el papel sepia.

—Era mi hermana Rosa, desapareció en la Revolución del 34 —recojo la foto, la mirada de la muchacha se clava en mí, es como si quisiera decirme algo que no llego a comprender desde la distancia que dan setenta años.

—Cuéntele lo que ocurrió —grita el Coronel.

—En octubre del 34, al día siguiente de triunfar la revolución en las cuencas mineras, desde la estación de ferrocarriles de Mieres salieron los trenes blindados con dirección al frente de Campomanes y a la toma de Oviedo…

—Se llamaban trenes blindados —interrumpe el Coronel— porque los mineros y obreros de las fábricas del metal les habían soldado unas chapas alrededor, con sólo unas aspilleras para disparar los fusiles, protegiéndose así de las balas enemigas. Pero la aviación…

—Coronel, cierre la boca de una vez. Sé de sobra lo que fue el tren blindado. Prosiga, Encarnita.

—Los mineros y obreros jóvenes se subían al tren cargados con cartuchos de dinamita y fusiles incautados en las fábricas de armas o a la Guardia Civil o a los de Asalto. Iban a tomar Oviedo…

—Oviedo —otra vez el Coronel— representaba el símbolo de la opulencia y la ostentación. Allí vivían los propietarios de las minas y sus ingenieros y las queridas de todos, por eso…

—Coronel, o cierra la boca o se la cierro yo.

—¡La Virgen, qué carácter! Siga, siga, Encarnita.

—Aquel día, en la estación del ferrocarril de Mieres, fue el último que vi a mi hermana. Recuerdo que se dirigió a un miliciano que custodiaba los fusiles en el andén y le dijo: «Compañero, dame un fusil». «¿Cuántos años tienes, niña?», preguntó él. «Dieciséis, la mejor edad para morir luchando», respondió mi hermana mientras empuñaba un máuser y comprobaba el cerrojo del cargador. La vi subir al tren. Desde la ventana, cuando el tren emprendió su marcha, nos decía adiós a mi madre y a mí y nos lanzaba besos. Yo tenía sólo cuatro años, pero recuerdo todo como si hubiese ocurrido hace un rato. Hasta tengo grabada la imagen de mi padre, que se sumaba a los revolucionarios para la toma de Oviedo, subiendo al tren.

Toc, toc. Otra vez la puerta. Esto es el colmo.

—Voy yo —dice el Coronel—. Usted siga, Encarnita.

—No volví a ver a mi hermana. Cuando la aviación arrasó Oviedo y las tropas moras entraron en la ciudad, derrotando a los revolucionarios, recuerdo que mi madre me llevaba por las calles buscando a mi padre y a mi hermana. Todo estaba lleno de cadáveres: los caminos, las calles, los cauces de los ríos… Pero nadie nos sabía dar el paradero de ninguno de los dos. Ni en los hospitales, ni en las cárceles, ni en los cementerios…

—Iros a cascárosla por ahí —grita el Coronel, y da un portazo.

—¿Qué pasa, Coronel?

—Dos mormones que deben de trabajar para Correos, porque decían que traían un mensaje de no sé quién. Siga, Encarnita —un día lo mato.

—Después de vagar por las calles de Oviedo, de levantar la cabeza de todos los cuerpos tendidos que nos encontrábamos, apareció mi padre. Había sido atravesado por una docena de balas y alguien de la Caballería Mora le había segado la cabeza. Pero mi hermana no apareció jamás, nadie nos supo decir dónde se encontraba su cuerpo.

—Cuente lo del Valle Negro —grita de nuevo el Coronel.

—Hace unos días encontraron una fosa común en el Valle Negro, con doce cuerpos…

—El Valle Negro, en aquella época, estaba plagado de sindicatos católicos y era la zona más reaccionaria, ya que todas las minas se encontraban bajo el patronazgo del marqués de Comillas y…

—Coronel, no se lo repito más, como vuelva a interrumpir se va a la calle. Y no me explique lo que era el Valle Negro, por favor, que lo conozco de sobra. Continúe, Encarnita.

—¡Joder, Ramallito, lo que debes de llevar sin echar un polvo! —matarlo sería poco.

—Como le decía, encontraron esa fosa común con doce cuerpos, todos presentaban señales de haber sido fusilados, dijeron los forenses y señores entendidos. Pero cuando excavaron un poco más, apareció el cuerpo número trece: mi hermana Rosa. Ella no presentaba signos de haber sido fusilada. La causa de su muerte es una especie de misterio.

—¿Está usted segura de que era Rosa?

—Sí, era ella, lo saben los forenses por el ADN mitocondrial, ya que es el mismo que… —le dirijo una mirada asesina al Coronel—. Vale, ya cierro la boca.

—¿Y qué quiere de mí, Encarnita?

—Su abuelo, el Coronel —y dale con lo de mi abuelo—, me dijo que usted estaba de baja por un tiro que le dieron y que se encontraba muy aburrido. «Vamos a ver a Ramallito, se lo cuentas, y ya verás cómo él descubre quién es el asesino de tu hermana y cómo la mataron», me dijo su abuelo. Por eso estoy aquí —está claro que antes de matar al Coronel le voy a hacer sufrir, y mucho.

—Encarnita —le cojo la mano—, no puedo investigar eso. Soy un inspector de Policía al que no se le permite aceptar encargos particulares. Además, hace más de setenta años que ocurrió todo, no habrá testigos, ni pruebas. Creo que debe usted olvidarlo todo o encargárselo a un detective privado.

—Ya lo hice hace años, pero sólo sirvió para que me sacaran el dinero sin darme soluciones —una lágrima aflora en sus ojos, extrae un pañuelo bordado en oro y lo aplasta con rabia por la mejilla.

—Lo siento, de verdad, pero no puedo ayudarla.

—Si es por dinero… —extrae un fajo de billetes de quinientos euros del bolso, calculo que tendrá en la mano cerca de cien.

—No es por dinero —coloco mi mano sobre la suya, presionándola suavemente para que devuelva los billetes a su sitio—. Verá, usted ya sabe cómo fue todo aquello entonces. La represión después de la revolución no sólo se podría calificar de brutal, también adquirió tintes sádicos. Creo que usted sabe que hasta el Gobierno conservador de la segunda República tuvo que destituir al comandante Doval por ser un auténtico carnicero.

—Pero…

—No había juicios, ni sumarios ni de los otros. Se fusilaba sin piedad a cualquiera del que sospechasen que estaba relacionado con la revuelta. No habrá documentos, ni testigos, nada. Yo creo que debe estar agradecida por encontrar el cuerpo de su hermana, hay muchas familias que no saben lo que ocurrió con sus parientes.

—¡Lo que me faltaba por oír! —exclama el Coronel, saltando del sillón orejero—. Ahora va a resultar que tiene que estar agradecida por encontrar el cadáver de su hermana.

—Pero su abuelo me dijo que…

—No me importa lo que le dijera el Coronel. No puedo encargarme de su caso. Lo siento.

—Vamos, Encarnita, ya encontraremos a alguien que nos ayude —llegan a la puerta, se la abro, el Coronel me dirige una mirada de recriminación y ha de decir la última palabra en el descansillo—. Ramallito, me has fallado.

Les veo alejarse escaleras abajo. Cierro la puerta. Tengo la extraña sensación de que un espíritu en tránsito desfila por el pasillo de mi casa. Hay días que comienzan con escarcha, los hay con sol o lluvia; esos no me molestan. Pero los que traen sangre y cadáveres y terminan con muertos que te hablan en la distancia del tiempo, esos los odio.

El apetito ha desaparecido de golpe, arrojo los huevos fritos helados y las salchichas retorcidas al cubo de la basura. Me tumbo en el sofá a leer mientras mordisqueo una manzana, pero en toda la tarde no soy capaz de concentrarme en la lectura. Los ojos de Rosa desde aquella foto me persiguen por los rincones de la casa.

Ceno y salgo al balcón con mis grageas y un vaso de agua. Son las doce. El Lisboa cierra sus puertas y baja las persianas metálicas. Algunas luces se apagan, la calle va quedando en silencio bajo la escasa iluminación de farolas que esperan su jubilación, el día se cierra en el barrio. Dos clientes salen, abrazados y dando tumbos, del BIS-TT. Cantan, y mal. Reconozco las voces: son el Coronel y el Poeta. Sospecho que han debido de ir a celebrar el premio de poesía. Se detienen abrazados enfrente del balcón de la señora Benita y elevan el tono de su cántico.

Si Benita se fuera con otro,

la seguiría por tierra y por mar,

si por mar en un buque de guerra,

si por tierra en un tren militar…

—¡Silencio! —comienzan a gritar desde los edificios.

Los dos cierran la boca y se introducen en el portal. La calle queda en silencio. La noche ha comenzado. Plof, plof, cataplof. ¿Qué pasa en las escaleras? Abro la puerta. El Coronel está tendido en el descansillo, boca arriba, con una borrachera de espanto. Le ayudo a levantarse.

—Arriba, Coronel. ¿Cómo se le ocurre pillar estas borracheras con su edad?

—Forque me afetecen, hip, ¿fasa algo?

—Vamos, Coronel, que le ayudo a llegar a casa.

Qué extraños compañeros de bloque tengo: el Poeta, el moroso del ático, para él la realidad es onerosa; el Flecha, un conservador a la antigua usanza que ve el mundo indisciplinado; Benita, la portera, la única que pone orden en el desaguisado y a quien todo se le presenta demasiado complejo; el loco simpático del Coronel, que aprendió de la vida lo que los demás olvidaron; y luego estoy yo, un inspector de Policía que parece un yonqui de tanta medicación como tiene que tomar. Me voy para la cama, mañana será otro día. Pero me resulta difícil conciliar el sueño. Los ojos de Rosa y las lágrimas de Encarnita no se apartan de mi mente.

Zun, zuunn, zuuunnn… ¿Qué pasa ahora? El móvil. Las seis y diez de la mañana y no he sido capaz de conciliar el sueño ni un momento. Qué extraño, es una llamada desde Asturias.

—Diga.

—Fíu, perdona que te despierte —la voz de mi tía.

—¿Estáis bien? ¿Ha ocurrido algo para que me llames a estas horas?

—Sí, sí, estamos bien. Te llamo por otra cosa. ¿Te acuerdas de Clarita?

—Por supuesto, cómo me voy a olvidar de ella, si fue como la hermana pequeña que nunca tuve.

—Sabía que no te podías olvidar, fíu. Todavía comentábamos tu tío y yo cómo la ayudabas con los deberes del colegio hace diez años.

—¿Qué es de ella?

—Es que… —comienza a llorar.

—Tranquilízate, por favor. ¿Qué ha pasado?

—Es que… han encontrado su cadáver Dicen que fue asesinada.