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Cómo tratar la ansiedad producida
por la muerte: consejos para terapeutas

Soy humano, y nada humano me es ajeno

TERENCIO

Aunque este capítulo final está dedicado a los terapeutas, procuré escribirlo sin recurrir a la jerga del oficio, con la esperanza de que cualquier lector pueda entender y apreciar mis palabras. Entonces, aun si no eres terapeuta, sigue leyendo.

Mi enfoque de la psicoterapia no es el habitual. Los programas educativos en psicoterapia que enfatizan (o siquiera mencionan) el aspecto existencial son pocos. Por lo tanto, es posible que a muchos terapeutas les parezcan extraños mis comentarios y descripciones clínicas. Para explicar mi enfoque, en primer lugar debo aclarar qué significa el término «existencial», que está rodeado de mucha confusión.

¿Qué significa «existencial»?

Para muchos individuos familiarizados con la filosofía, «existencial» evoca muchas cosas: el existencialismo cristiano de Kierkegaard, que enfatiza el libre albedrío; el determinismo iconoclasta de Nietzsche; la manera en que Heidegger se centra en la temporalidad y la autenticidad; la sensación de absurdo de Camus; el énfasis de Jean-Paul Sartre en el compromiso, aun cuando todo parece absolutamente gratuito.

Sin embargo, en mi trabajo terapéutico, empleo la palabra «existencial» para referirme simplemente al existir. Aunque los pensadores existenciales enfatizan distintas perspectivas, comparten una misma premisa básica: los seres humanos somos los únicos seres para quienes la propia existencia es un problema. De modo que mi concepto clave es la existencia. También podría usar términos como «terapia de la existencia» o «terapia enfocada en la existencia», pero los encuentro incómodos, de modo que me ciño al más ágil: «psicoterapia existencial».

El existencial es uno de los muchos enfoques psicoterapéuticos, todos los cuales tienen la misma razón de ser: aliviar la desesperación humana. La psicoterapia existencial afirma que lo que nos aflige surge no sólo de nuestro sustrato biológico genérico (modelo psicofarmacológico), no sólo de nuestras luchas con tendencias instintivas reprimidas (modelo freudiano), no sólo de internalizar modelos paternos de descuido, desamor o neurosis (modelo de relación objetiva), no sólo de desórdenes perceptuales (modelo cognitivo-conductivo), no sólo de los fragmentos de recuerdos traumáticos o de crisis vitales vinculadas a la propia carrera o a las relaciones interpersonales significativas, sino también —repito, sino también— de enfrentarnos con nuestra propia existencia.

Entonces, el modelo de base de la psicoterapia existencial plantea que, además de las otras fuentes de nuestra desesperación, sufrimos por nuestro inevitable enfrentamiento con la condición humana, con los «elementos intrínsecos» de la existencia.

¿Qué son, precisamente, estos «elementos intrínsecos»?

Es fácil encontrar la respuesta a esta pregunta en nuestro propio interior. Tómate un momento para meditar sobre tu propia existencia. Aparta las distracciones, prescinde de teorías y creencias recibidas, reflexiona sobre tu propia «situación» en el mundo. Inevitablemente, te enfrentarás con las estructuras profundas del existir, o, en el feliz término acuñado por el teólogo Paul Tillich, las «preocupaciones de base». En mi opinión, la práctica de la psicoterapia se enfoca en cuatro de estas preocupaciones de base: la muerte, el aislamiento, el sentido de la vida y la libertad. Estos cuatro elementos constituyen la columna vertebral de mi libro de texto Psicoterapia existencial (1980), en el que describo en detalle la fenomenología y las implicaciones terapéuticas de cada una de estas preocupaciones.

Aunque en la práctica clínica cotidiana las cuatro «preocupaciones de base» se entrelazan, la más prominente y angustiosa de ellas es el temor ante la muerte. Sin embargo, a medida que la terapia progresa, también comienzan a emerger las preocupaciones sobre el sentido de la vida, el aislamiento y la libertad. Los terapeutas orientados a lo existencial desde otra perspectiva pueden considerar que el orden de prioridad de estas preocupaciones no es el mismo que para mí. Carl Jung y Víctor Frankl, por ejemplo, enfatizan la alta incidencia de pacientes que acuden a terapia impulsados por la sensación de que sus vidas no tienen sentido.

La visión existencial del mundo en la que baso mi trabajo clínico recurre a la racionalidad, no cree en lo sobrenatural y plantea que la vida en general, y la vida humana en particular, ha surgido de eventos aleatorios; que aunque anhelamos continuar existiendo, somos criaturas finitas; que somos arrojados solos a la existencia, sin una estructura preexistente de vida y destino; que cada uno de nosotros debe decidir cómo vivir de la forma más plena, feliz, ética y significativa que le sea posible.

¿Existe la terapia existencial? Aunque me refiero repetida y familiarmente a la psicoterapia existencial (y escribí un voluminoso libro de texto que se llama así) nunca consideré que se tratara de una escuela ideológica independiente. Más bien, creo y espero que un terapeuta bien entrenado que tenga conocimiento de distintos enfoques y experiencia en ellos, también debería estudiar para ser sensible a los temas existenciales.

Mi intención en el presente capítulo es aumentar la sensibilidad de los terapeutas respecto a vitales cuestiones existenciales e instarlos a que se ocupen de ellas. Pero creo que tal sensibilidad rara vez es suficiente para lograr un resultado positivo general. En casi toda terapia se hará necesario recurrir a otros enfoques y orientaciones.

Distinguir entre contenido y proceso

Cuando discurro sobre la necesidad de tomar en cuenta la condición humana en la terapia, mis estudiantes podrían (y deberían) plantear lo siguiente: «Estas ideas sobre nuestro lugar en la existencia suenan verdaderas, pero parecen ligeras, insustanciales. ¿Qué hace un terapeuta existencial durante una sesión de tratamiento?», o podrían preguntar: «Si yo fuese una mosca posada en la pared de tu consultorio, ¿qué vería que ocurre durante las sesiones de terapia?».

En primer lugar, respondo dando una sugerencia sobre la manera en que deben ser observadas y entendidas las sesiones de psicoterapia. Se trata de un recurso que los psicoterapeutas aprenden al inicio de sus estudios y que les sigue siendo útil a lo largo de toda una vida de práctica. Es un consejo engañosamente simple: distingue entre contenido y proceso. (Empleo la palabra «proceso» para referirme a la naturaleza de la relación terapéutica).

El significado de «contenido» es obvio: se refiere, simplemente, a los temas y problemas que se discuten. Hay períodos en que mis pacientes y yo pasamos mucho tiempo discutiendo las ideas expresadas en la presente obra, pero a menudo transcurren semanas enteras sin tocar temas existenciales. Entonces, los pacientes hablan de temas vinculados a las relaciones, el amor, el sexo, la vocación, problemas con los hijos o el dinero.

En otras palabras, el contenido existencial puede ser especialmente destacado en algunos de los pacientes (pero no en todos) y en algunas de las etapas de su terapia (pero no en todas). Así debe ser. El terapeuta eficaz jamás debe forzar la aparición de una u otra área de contenido. La terapia no debe ser impulsada por las teorías, sino por la vinculación entre terapeuta y paciente.

Pero las cosas son muy diferentes cuando se examina una sesión desde el punto de vista de la «relación» (es decir, lo que en la literatura profesional se suele denominar «proceso») más que desde la perspectiva del «contenido».

Hasta ahora, vengo diciendo mucho acerca del contenido existencial. La mayor parte de las descripciones que incluí se centran en el poder transformador de las ideas; entre ellas, los principios del epicureísmo, la propagación por ondas concéntricas, el realizar el propio destino. Pero, por lo general, las ideas no bastan. Lo que tiene verdadero poder terapéutico es la sinergia «ideas más relación». En este capítulo, ofrezco una serie de sugerencias para ayudarte a ti, terapeuta, a aumentar el sentido y la eficacia de tu relación terapéutica, lo que, a su vez, aumentará tu capacidad de ayudar a tus pacientes a enfrentar y vencer el terror a la muerte.

La idea de que la textura de la relación es crucial para la transformación terapéutica no es nueva. Durante un siglo, clínicos y maestros de psicoterapia han enfatizado que lo que cura no son tanto la teoría y las ideas sino la relación. Ya los primeros analistas sabían que es crucial establecer una alianza terapéutica sólida, y, en consecuencia, escrutaron en minucioso detalle la interacción entre terapeuta y paciente.

Si aceptamos la premisa (y el persuasivo cuerpo de evidencia que la acompaña) de que la relación terapéutica es fundamental para la psicoterapia, es evidente que el paso siguiente es preguntar: ¿cuál es la clase de relación más efectiva? Hace más de sesenta años, Carl Rogers, un pionero de la investigación psicoterapéutica, demostró que el éxito de una terapia está asociado a una tríada de conductas del terapeuta: ser genuino, tener empatía en el momento adecuado y mantener una actitud positiva incondicional hacia el paciente.

Estas características son importantes en todas las formas de terapia, y soy el primero en recomendarlas. Sin embargo, creo que al trabajar con la ansiedad ante la muerte o en cualquier otro tema existencial, el concepto de ser genuino toma un significado distinto, más profundo, que deriva en cambios radicales en la naturaleza de la relación terapéutica.

El poder de la conexión como medio
para sobreponerse a la ansiedad ante al muerte

Cuando fijo mi mirada en los hechos existenciales de la vida, no percibo un límite preciso entre los pacientes, que son quienes sufren, y yo, que los curo. Las descripciones preestablecidas de los respectivos papeles y los diagnósticos caracterológicos obstaculizan la terapia en lugar de facilitarla. Como creo que el antídoto para semejante angustia es la pura conexión, procuro vivir cada sesión sin erigir barreras artificiales e innecesarias entre mis pacientes y yo. En el proceso de la terapia, soy el guía, experto, pero no infalible, de mi paciente. Se trata de un viaje que hice muchas veces, durante mis exploraciones de mí mismo y también al guiar a otros.

Al trabajar con mis pacientes, lo que busco ante todo es conectarme. Para lograrlo, actúo de buena fe: nada de uniformes ni disfraces, nada de exhibir diplomas, títulos profesionales ni premios, nada de fingir saber lo que no sé, nada de negar que los dilemas existenciales también me afligen, nada de negarme a responder preguntas, nada de esconderme detrás de mi papel. Y, finalmente, nada de ocultar que también yo soy humano y vulnerable.

PERROS SALVAJES LADRAN EN EL SÓTANO: MARK

Comenzaré por describir una sesión de terapia que ilustra diversos aspectos de la sensibilidad existencial en la relación terapéutica, incluyendo un mayor foco en el aquí y ahora, y una mayor autorrevelación del terapeuta. Esta sesión tuvo lugar en el segundo año de terapia de John, un psicoterapeuta de cuarenta años que acudió a tratarse por su persistente ansiedad ante la muerte y su duelo no resuelto por su hermana. Lo menciono brevemente en el capítulo 3.

Desde unos meses atrás, su preocupación con la muerte había sido reemplazada por un nuevo tema: la atracción sexual que sentía hacia una de sus pacientes, Ruth.

Comencé la sesión de manera desacostumbrada, diciéndole que esa mañana le había derivado un paciente de treinta años de edad para terapia de grupo.

—Si te contacta —le dije—, por favor, telefonéame y te daré más información acerca de lo que llevo conversado con él.

Cuando Mark asintió con la cabeza, proseguí:

—Bien, ¿por dónde comenzamos hoy?

—Con lo mismo de antes. Como de costumbre, mientras conducía para llegar aquí, no dejé de pensar en Ruth. Me cuesta quitármela de la cabeza. Anoche fui a cenar con algunos de mis excondiscípulos de la secundaria, y todos nos pusimos a recordar nuestras experiencias con las chicas por aquel entonces. Eso me hizo pensar de manera obsesiva en Ruth otra vez… la deseaba tanto que me hacía daño.

—¿Podrías describir tu obsesión? Dime exactamente qué ocurre en tu mente.

—Oh, es ese estúpido e infantil sentimiento de embobamiento. Me siento un estúpido. Soy un adulto. Soy psicólogo. Es mi paciente y sé que esto no tendría futuro.

—Comienza con lo del embobamiento —le dije—. Métete ahí. Dime qué te ocurre.

Cerró los ojos.

—Ligereza. Siento que vuelo… no pienso en mi pobre hermana muerta… no pienso en la muerte… de pronto, veo una escena: estoy sentado en el regazo de mi madre, y ella me abraza. Debo de tener cinco o seis años de edad. Es antes de que ella tenga cáncer.

—Entonces —me aventuré—, cuando sientes ese embobamiento, desaparece la muerte y, con ella, todo pensamiento acerca del fallecimiento de tu hermana. Vuelves a ser un niño pequeño, abrazado por tu madre, que aún no tiene cáncer.

—Bueno, sí. No se me había ocurrido verlo desde ese punto de vista.

—Mark, me pregunto si esa sensación de embobamiento no tendrá que ver con la fusión, con la experiencia de que el solitario «yo» se disuelve en el «nosotros». Y me parece que el otro gran protagonista es el sexo, esa fuerza tan vital que puede, temporalmente, apartar a la muerte del escenario de tu mente. En consecuencia, pienso que tu enamoramiento de Ruth combate tu ansiedad ante la muerte de dos maneras poderosas. No me extraña que te apegues a esa obsesión con tanta tenacidad.

—No te equivocas cuando afirmas que el sexo aparta la muerte de mi mente en forma «temporal». Tuve una buena semana, pero los pensamientos sobre la muerte no dejaban de regresar, de entrometerse. El domingo llevé a mi hija a dar un paseo en moto hasta La Honda, y, desde ahí, hasta el mar, en Santa Cruz. Fue un día glorioso, pero la idea de la muerte no dejaba de acosarme. No cesaba de preguntarme «¿cuántas veces más podrás hacer esto? Todo pasa, envejezco, mi hija crece».

—Sigamos analizando estos pensamientos de muerte —dije—; diseccionémoslos. Sé que la idea de la muerte parece abrumadora. Pero mírala de frente y dime, en particular, qué es lo que te da más miedo.

—Supongo que debe de ser el dolor de morir. Mi madre sufrió mucho dolor… pero no, eso no es lo más importante. Lo principal es mi temor respecto de cómo lo tomará mi hija. Casi siempre que pienso en qué hará después de que yo muera, se me llenan los ojos de lágrimas.

—Mark, creo que sufriste de una sobreexposición a la muerte. Tu madre padeció de cáncer cuando eras niño y pasaste diez años viéndola morir. Y no tenías padre. Pero la madre de tu hija no es la tuya, y goza de buena salud. Y tu hija tiene un padre que la lleva al mar en moto en una bella mañana de domingo y está presente en todo sentido. Creo que le estás atribuyendo tu propia experiencia a ella… es decir, que proyectas tus temores y pensamientos en ella.

Mark asintió con la cabeza y quedó en silencio durante un momento antes de decirme:

—Quiero preguntarte una cosa: ¿cómo lidias tú con el tema? ¿No te afecta el temor a la muerte?

—También yo he sufrido mis crisis de ansiedad ante la muerte a las tres de la madrugada. Pero ya casi no las tengo, y, a medida que envejezco, mirar la muerte de frente me ha dado algunos resultados positivos. Siento la vida con más intensidad. La muerte hace que viva más a fondo cada momento, valorando y apreciando el puro placer de estar vivo.

—¿Y qué hay de tus hijos? ¿No te preocupa el modo en que los pueda afectar tu muerte?

—No me preocupa demasiado. Creo que la tarea de los padres es ayudar a los hijos a volverse autónomos, a crecer por su cuenta y a tener sus propias vidas. Al respecto, mis hijos están bien. Lo lamentarán, pero seguirán adelante con sus vidas, tal como lo hará tu hija.

—Tienes razón. Con mi mente racional, sé que ella estará bien. De hecho, últimamente he pensado que quizá yo pueda constituirme en modelo para que ella aprenda a enfrentar la muerte.

—Qué idea maravillosa, Mark. Sería un regalo magnífico para tu hija.

Tras una breve pausa, proseguí:

—Te quiero preguntar algo acerca del aquí y ahora, sobre tú y yo hoy, en este lugar. Esta sesión fue distinta de todas las otras. Tú me hiciste muchas preguntas. Y procuré responderlas. ¿Qué te pareció?

—Fue bueno. Muy bueno. Siempre que compartes tus cosas conmigo de esa manera, me doy cuenta de que debo mostrarme más abierto con mis pacientes.

—Ésa es otra de las cosas que te quería preguntar. Cuando comenzamos la sesión, me dijiste que, de camino aquí, pensabas en Ruth «como de costumbre». ¿Qué opinas de eso? ¿Por qué piensas en ella cuando estás viajando hacia aquí?

Mark quedó en silencio. Meneaba un poco la cabeza.

—¿Tal vez te alivia de la difícil tarea que sabes que debes enfrentar aquí?

—No, no se trata de eso. Te diré qué es. —Mark se detuvo, como si tomara fuerzas—. Es para distraerme de otra cuestión.

Y la cuestión es ésta: ¿cómo te sientes tú, cómo me juzgas en cuanto terapeuta, por el episodio con Ruth?

—Te comprendo Mark. Yo, y todos los terapeutas que conozco, nos hemos excitado sexualmente alguna vez con algún paciente. Ahora bien, no cabe duda de que, como tú mismo lo dices, lo que te ocurre va más allá de lo normal, pues se convirtió en una obsesión. Pero claro que el sexo tiene la costumbre de sobreponerse a la razón. Sé que tienes la suficiente integridad como para que tu enamoramiento de una paciente no lleve a nada más. Y creo que, tal vez, de una forma inesperada, el trabajo que estamos haciendo haya contribuido a que te metas tanto en esa obsesión. Lo que quiero decir es que actúas en forma desinhibida porque sabes que, cada semana, puedes recurrir a la red de seguridad de la terapia que haces conmigo.

—¿Pero no te parezco incompetente?

—¿Acaso no te derivé un paciente hoy mismo?

—Sí, es cierto. Aún tengo que procesar eso. Sé que es un mensaje muy fuerte, y apenas si encuentro las palabras para decirte qué respaldado me siento. Aun así —prosiguió—, una pequeña voz en mi cabeza me sigue diciendo que debes de pensar que soy una mierda.

—No. No creo eso. Tienes que borrar ese pensamiento. Ya se nos acaba el tiempo, pero quiero decirte algo más: este viaje en que estás metido, la experiencia con Ruth, no es todo malo. De veras creo que vas a aprender y crecer por lo ocurrido. Parafraseando a Nietzsche: «Para volverte sabio, debes aprender a escuchar a los perros salvajes que ladran en tu sótano».

La frase lo impactó. Mark la repitió en voz baja. Se marchó del consultorio con los ojos llenos de lágrimas.

Esta sesión no sólo sirve de ejemplo respecto de la conexión, sino de otros temas existenciales: la dicha amorosa, la muerte y el sexo, la disección del temor a la muerte, el acto terapéutico y la palabra terapéutica, el empleo del aquí y ahora en terapia, la máxima de Terencio y la autorrevelación del terapeuta.

Dicha amorosa

El mecanismo que Mark describió el comienzo de la sesión, su sensación de «embobamiento» y el gozo ilimitado que le producía su enamoramiento, asociado al recuerdo de una dicha similar experimentada en el regazo de su madre en los buenos tiempos, antes del cáncer, suele estar presente en los enamoramientos. Todas las otras preocupaciones se ven desplazadas de la mente de quien se obsesiona con un amor. La amada —cada una de sus palabras, modismos e incluso peculiaridades—, concentra toda su atención. Así, cuando Mark se veía confortablemente alojado en el regazo de su madre, el dolor del aislamiento se evaporaba, porque ya no era un «yo» solo. Mi observación de que «el solitario “yo” se disuelve en el nosotros» aclaró la forma en que su obsesión aliviaba su dolor. No sé si la frase me pertenece, o si la leí hace mucho en algún lugar ya olvidado, pero me ha resultado útil a la hora de tratar a muchos pacientes embobados por el amor.

Sexo y muerte

En lo que hace al tema de la muerte y el sexo, la fusión amorosa no sólo alivió la ansiedad existencial de Mark, sino que hizo surgir otro calmante de la ansiedad ante la muerte: el poder de la sexualidad. El sexo, que es la energía vital misma, suele contrarrestar la idea de la muerte. He visto muchos ejemplos de este mecanismo: el paciente que sufrió un grave infarto cardíaco y que, mientras lo llevaban en ambulancia, procuró manosear a la enfermera; la viuda que se sintió embargada de sensaciones sexuales mientras se dirigía al funeral de su esposo; o el viudo viejo, aterrado ante la muerte, que tuvo tantos romances y causó tantos problemas en el hogar de ancianos donde vivía que los directores le exigieron que se sometiera a una terapia psicológica. O el caso de otra mujer que, cuando su hermana gemela murió como consecuencia de un accidente cerebrovascular, experimentó tantos orgasmos al masturbarse con un vibrador que temió correr la misma suerte que aquélla. Preocupada por la posibilidad de que sus hijas encontrasen su cadáver junto al vibrador, se deshizo de él.

Diseccionar el temor a la muerte

Para tratar el temor a la muerte de Mark, le pedí —tal como lo hice con otros pacientes en ejemplos anteriores— que me dijera qué era precisamente lo que lo atemorizaba de la muerte. La respuesta de Mark no fue como la de los que dijeron «todas las cosas que no llegué a hacer» o «quiero ver cómo terminan todas las historias», o «no habrá más “yo”». En cambio, lo afligía el pensamiento de qué haría su hija sin él. Me ocupé de su miedo ayudándolo a ver que era irracional y que proyectaba un temor propio sobre su hija (que tenía un padre y una madre presentes en todo sentido). Apoyé decididamente su idea de darle a su hija un regalo: constituirse en modelo de cómo enfrentar la muerte con ecuanimidad. (En el capítulo 5, me referí a un grupo de pacientes terminales que tomaron esa misma decisión).

El acto terapéutico y la palabra terapéutica

Comencé la sesión diciéndole a Mark que le había derivado un paciente para terapia de grupo. Casi todos los profesores de psicoterapia desaprueban con severidad el establecimiento de una relación doble, es decir, cualquier tipo de relación extraterapéutica con un paciente. Derivarle un paciente a Mark era potencialmente peligroso. Por ejemplo, podía ocurrir que, en su ansiedad por quedar bien conmigo, Mark no estuviese plenamente presente al tratar con el paciente. Así, habría sido una relación tripartita: Mark, el paciente y mi espectro, planeando por sobre ellos e influyendo sobre las palabras y sentimientos de mi colega.

De hecho, las relaciones dobles no suelen ser buenas para el proceso terapéutico. Pero, en este caso, consideré que el riesgo era bajo y los potenciales beneficios, altos. Antes de que Mark se convirtiera en mi paciente, yo había supervisado su trabajo como terapeuta grupal y lo consideraba competente. Además, antes de tratarse conmigo, siempre hizo un excelente trabajo con los pacientes que le derivé. Cuando, al final mismo de la sesión, expresó opiniones autodenigratorias y persistió en su creencia de que yo tenía mala opinión de él, tuve una respuesta poderosa para darle: le recordé que le acababa de derivar a un paciente. Se trató de un acto de respaldo infinitamente más significativo que ninguna palabra que pudiera haberle dicho. El acto terapéutico es mucho más efectivo que la palabra terapéutica[50].

Usar el aquí y ahora en terapia

Vale la pena notar las dos maneras en que pasé al aquí y ahora durante la sesión. Mark comenzó la hora diciendo que, «como de costumbre», cuando venía de camino al consultorio se había sumido en una agradable ensoñación sobre su paciente, Ruth. Resultaba evidente que ese comentario era relevante a nuestra relación. En consecuencia, tomé nota mental y, más adelantada la sesión, le pregunté a Mark por qué solía fantasear de manera obsesiva con Ruth cuando venía de camino a nuestra sesión.

Después Mark me hizo varias preguntas acerca de mi propia ansiedad ante la muerte y mis hijos. Las respondí todas, pero indagando, en el paso siguiente, en cómo se sentía respecto de hacérmelas, y a de lo que yo le respondía. La terapia siempre es una secuencia de interacciones alternadas, y una reflexión sobre tal interacción. (Expandiré este concepto cuando discuta el aquí-y-ahora en este mismo capítulo). Finalmente, esta sesión con Mark ejemplifica la sinergia entre ideas y relación: ambos factores estuvieron en juego en esta sesión, y lo mismo ocurre en la mayor parte de las sesiones de terapia.

La máxima de Terencio y la autorrevelación
del terapeuta

Terencio, un dramaturgo romano del siglo II, tiene un aforismo que es muy importante para el trabajo interno del terapeuta: Soy humano, y nada humano me es ajeno.

Así, sobre el fin de la sesión, Mark reunió valor para hacerme una pregunta que reprimía hacía ya tiempo: «Dado el episodio con Ruth ¿qué opinión te merece mi desempeño como terapeuta?». Escogí responder que empatizaba con él porque ha habido ocasiones en que me excité sexualmente por alguna paciente. Y añadí que eso mismo les ocurrió a todos los terapeutas que conozco.

Mark planteó una pregunta incómoda pero, ante ella, seguí la máxima de Terencio e indagué en mi mente en busca de algún recuerdo parecido para compartirlo con él. Por brutal, cruel, prohibida o ajena que sea la experiencia de un paciente, uno siempre puede encontrar alguna afinidad en uno mismo si tiene la disposición de indagar en la propia oscuridad.

Los terapeutas novatos harán bien en emplear el axioma de Terencio a modo de jaculatoria. Los ayudará a empatizar con sus pacientes al localizar las experiencias propias que se parecen a las de ellos. Este aforismo esta indicado en especial para el trabajo con pacientes que sufren de ansiedad ante la muerte. Si quieres estar verdaderamente presente en el tratamiento, debes abrirte a tu propia ansiedad ante la muerte. No lo digo a la ligera: no es una tarea fácil, y no hay programa educativo que prepare al terapeuta para ella.

Seguimiento

A lo largo de los siguientes diez años, atendí a Mark dos veces para hacer terapias breves por el resurgimiento de su ansiedad ante la muerte. Una, cuando murió uno de sus amigos más cercanos; otra, cuando fue operado de un tumor benigno. En cada ocasión, respondió al cabo de pocas sesiones. Con el tiempo, se sintió lo suficientemente fuerte como para atender a varios de sus pacientes que enfrentaban la ansiedad ante la muerte, pues estaban siendo sometidos a quimioterapia.

EL MOMENTO JUSTO Y LA EXPERIENCIA DE DESPERTAR: PATRICK

Hasta ahora, y por razones pedagógicas, he planteado las ideas y las relaciones por separado, pero ha llegado el momento de juntarlas. Antes que nada, un axioma fundamental: las ideas sólo son efectivas si la alianza terapéutica es sólida. Mi trabajo con Patrick, un piloto de aviación, ilustra mi equivocación a la hora de escoger el momento justo. Traté de forzar ideas sin tener una alianza terapéutica sólida.

Aunque sus viajes internacionales complicaban nuestra agenda terapéutica, yo venía tratando esporádicamente a Patrick, un piloto de cincuenta años de edad, hacía ya dos años. Cuando la empresa para la que trabajaba lo destinó durante seis meses a tareas en tierra, decidimos aprovechar ese tiempo para encontrarnos cada semana.

Como la mayor parte de los pilotos, Patrick había quedado traumatizado por una nueva crisis de la industria aeronáutica. La empresa rebajó su salario a la mitad, lo despojó de la pensión que acumulaba desde treinta años atrás, y lo hizo volar con tanta frecuencia que las interrupciones de su ritmo circadiano lo llevaron a sufrir de una severa perturbación del sueño, condición exacerbada por un incesante tinnitus producido por su trabajo. La empresa no sólo se negaba a asumir la responsabilidad por sus problemas, sino que, según él, trataba de forzar a sus pilotos a volar aún más.

¿Qué pretendía de la terapia? Aunque todavía le encantaba volar, era consciente de que su estado de salud exigía que cambiase de empleo. Además, no estaba conforme con la inerte relación de convivencia que lo unía hacía ya tres años con su novia, Marie. Patrick quería mejorar esa relación o terminarla y pasar a otra cosa.

La terapia avanzaba con lentitud. Bregué en vano por establecer una alianza terapéutica sólida. Pero Patrick era capitán de aviación, se había formado como piloto militar y era cauteloso a la hora de revelar puntos vulnerables. Además, tenía buenas razones para ser cauto. Si su diagnóstico revelaba que padecía de alguno de los desórdenes listados en el manual oficial de perturbaciones mentales, ello podía resultar en que no se le permitiera volar, o incluso, que se le retirara su certificado de piloto comercial y, por lo tanto, perdiera su trabajo. Los obstáculos eran muchos, y Patrick se mostraba distante en nuestras sesiones. Me era imposible llegar a él. Yo sabía que no esperaba nuestros encuentros con ansias, ni tampoco reflexionaba sobre la terapia entre una y otra sesión.

En lo que a mí respecta, aunque Patrick me preocupaba, no podía salvar la distancia que nos separaba. Era raro que me complaciera verlo, y nuestro trabajo me hacía sentir frustrado e inútil.

Un día, durante el tercer mes de terapia, Patrick comenzó a sentir un agudo dolor abdominal. Fue a la guardia de un hospital, donde un cirujano examinó su abdomen, detectó un bulto y, con expresión muy preocupada, ordenó que se hiciese una tomografía de inmediato. En las cuatro horas que transcurrieron hasta que tuvo los resultados, Patrick se aterró ante la posibilidad de padecer de cáncer, pensó que iba a morir, y tomó muchas decisiones de transformación vital. Finalmente, se enteró de que lo que tenía era un quiste benigno, que le fue extraído mediante cirugía.

Aun así, esas cuatro horas que pasó frente a la muerte influyeron notablemente en Patrick. En nuestra siguiente sesión, se mostró, por primera vez, abierto a la posibilidad de cambiar. Habló, por ejemplo, de la conmoción que experimentó al darse cuenta de que enfrentaría la muerte sin haber realizado muchas cosas para las que tenía potencial. Tomó real conciencia de que su trabajo perjudicaba su salud y resolvió abandonarlo, aunque había significado mucho para él durante muchos años. Se sentía afortunado por saber que contaba con una opción: la invitación abierta de su hermano a que trabajara con él en su comercio.

Patrick también decidió reparar la ruptura con su padre, que había tenido lugar hacía muchos años a causa de una discusión estúpida, y que seguía lesionando y contaminando su relación con toda la familia. Y además, durante su espera de los resultados de la tomografía, Patrick se decidió a cambiar su relación con Marie. O hacía un esfuerzo para relacionarse con ella de modo más auténtico y afectuoso, o la dejaba para buscar una pareja más compatible.

A lo largo de la siguiente semana, la terapia cobró un nuevo impulso. Cumplió con muchas de las cosas que se propuso. Restableció las relaciones con su padre y con el resto de su familia asistiendo a una cena de día de Acción de Gracias por primera vez en una década. Dejó de volar y aceptó, aunque ello implicaba un salario más bajo, un empleo en una de las franquicias de su hermano. Sin embargo, postergaba encarar su declinante relación con Marie. En pocas semanas comenzó a experimentar una regresión y nuestro trabajo terapéutico volvió a su desganado ritmo inicial.

Como sólo nos quedaban tres sesiones antes de que se mudara a otra parte del país, donde desarrollaría su nuevo trabajo, procuré catalizar la terapia de modo de llevarlo otra vez al estado mental que le produjo su enfrentamiento con la muerte. Con ese fin, le envié un mensaje de correo electrónico en el que incluí las extensas notas que tomé en la sesión después de su emergencia médica en que se mostró tan abierto y decidido.

He empleado esta técnica con éxito, logrando que los pacientes reingresen en un estado mental previo. Además, llevo décadas enviando resúmenes de nuestros encuentros a mis pacientes de terapia de grupo[51]. Pero quedé sorprendido al ver que mi intento había sido totalmente contraproducente. Patrick respondió con enfado a mi mensaje. Interpretó que mi intención era castigarlo y sólo vio críticas en mi acción. Creyó que le estaba dando un sermón por no haber cambiado su relación con Marie. En retrospectiva, ahora me doy cuenta de que yo nunca establecí una alianza terapéutica sólida con Patrick. Así que, nota bene, cuando no hay confianza y, más aún, cuando existe competencia en la relación terapeuta-paciente, los esfuerzos terapéuticos, por bienintencionados y racionales que sean, pueden fallar porque el paciente se siente derrotado por tus observaciones y busca una manera de derrotarte a ti.

Trabajar con el aquí y ahora

A menudo he oído esta pregunta: alguien que tiene amigos íntimos ¿necesita terapia? Las amistades íntimas son esenciales para vivir bien. Además, si uno está rodeado de buenos amigos o, más precisamente, tiene la capacidad de entablar relaciones íntimas duraderas, es mucho menos probable que necesite terapia. ¿Cuál es, entonces, la diferencia entre un buen amigo y un terapeuta? Los buenos amigos (o tu masajista, peluquero o entrenador personal) pueden ofrecerte apoyo y comprensión. Los buenos amigos pueden ser confidentes que te aman y se preocupan por ti, y puedes contar con ellos cuando los necesitas. Pero hay una diferencia fundamental: probablemente, sólo un terapeuta sepa cómo tratar contigo en el aquí y ahora.

Las interacciones en el aquí y ahora (es decir, los comentarios sobre la conducta inmediata de una persona) rara vez ocurren en la vida social. Cuando es así, indican que existe gran intimidad, o que hay un conflicto inminente (por ejemplo, «no me agrada cómo me miras») o que se trata de la interacción de un padre y un hijo («no pongas esa cara cuando te estoy hablando»).

¿Y por qué es importante el aquí y ahora? Un elemento fundamental del entrenamiento psicoterapéutico es que la sesión de terapia es un microcosmos social. Es decir que, tarde o temprano, los pacientes exhibirán en terapia la misma conducta que en su vida cotidiana. Quien sea tímido, arrogante, timorato, seductor o exigente mostrará, en algún momento, esa misma manera de proceder con respecto al terapeuta. En ese punto, el terapeuta puede enfocarse en el papel que desempeña el paciente en la creación del problema que surge durante la sesión.

Éste es el primer paso para ayudar al paciente a aceptar que es responsable de la situación en que se encuentra su vida. En última instancia, se trata de que el paciente sea receptivo a un postulado fundamental: si eres responsable de lo que va mal en tu vida, nadie que no seas tú puede cambiarlo.

Lo que es más —y esto es crucial— la información que el psiquiatra obtiene del aquí y ahora es muy precisa. Aunque los pacientes suelen hablar mucho de sus interacciones con los demás —amantes, amigos, maestros, padres— tú, el terapeuta, sólo los conoces (a ellos y a sus interacciones con el paciente) a través de los ojos del paciente. Tales relatos de hechos exteriores son datos indirectos, a menudo distorsionados y muy poco confiables.

Muchas veces oí que un paciente describe a una persona, un cónyuge, por ejemplo, y, cuando la conozco en una sesión de pareja, meneo la cabeza, incrédulo. ¿Esta persona encantadora y vibrante es ese mismo individuo irritante, inerte e indiferente que me describieron durante meses? El terapeuta llega a conocer a sus pacientes más a fondo observando su conducta durante las sesiones de terapia. Son, con mucho, los datos más confiables con que puedes contar. Tienes experiencia directa del paciente y de cómo interactúa contigo, y, por lo tanto, de la forma en que probablemente interactúe con los demás.

El uso adecuado del aquí y ahora durante la terapia crea un laboratorio seguro, un escenario confortable en que los pacientes pueden asumir riesgos, revelar lo más oscuro y lo más luminoso de sí, escuchar y aceptar observaciones, y, lo más importante, experimentar con la transformación personal. Cuanto más te enfoques en el aquí y ahora (y yo me cercioro de hacerlo en cada sesión), más se unirán tu paciente y tú en una relación de intimidad y confianza.

Una buena terapia tiene una cadencia reconocible. Los pacientes revelan sentimientos que antes negaron o reprimieron. El terapeuta entiende y acepta estos sentimientos oscuros o tiernos. Fortificados por esa aceptación, los pacientes se sienten seguros y contenidos, y asumen más riesgos. La intimidad, la vinculación que hace surgir el aquí y ahora, hace que los pacientes se comprometan con el proceso de terapia. Provee un punto de referencia interno al que el paciente puede referirse e intentar recrear en su mundo social.

Por supuesto que una buena relación con el propio terapeuta no es el objetivo final de la terapia. Casi nunca un paciente y su terapeuta establecen una amistad duradera en la vida real. Pero el vínculo entre ambos sirve de ensayo general para las relaciones sociales externas del paciente.

Estoy de acuerdo con Frieda Fromm-Reichmann, que dice que el terapeuta debe luchar por hacer que cada sesión sea memorable. La clave para una sesión así se encuentra en el poder del aquí y ahora. Ya he analizado extensamente en otra parte[52] el aspecto técnico del trabajo en el aquí y ahora, de modo que aquí sólo me concentraré en algunos de los pasos cruciales de aquél.

DESARROLLAR SENSIBILIDAD AL AQUI Y AHORA

No me fue difícil enfocarme en el aquí y ahora durante mi sesión con Mark. Primero sólo indagué en su comentario de que solía pensar en Ruth cuando se dirigía a verme; después, reflexioné sobre su cambio de conducta durante la sesión (me refiero al hecho de que me hiciera varias preguntas personales). Pero a menudo, el terapeuta deberá estar atento a transiciones más sutiles.

Tras años de práctica, identifiqué normas que definen las diversas conductas con que me encuentro en mis sesiones terapéuticas, y me mantengo alerta a todo lo que se desvía de aquéllas. Pensemos, por ejemplo, en algo aparentemente tan trivial e irrelevante como la forma en que uno estaciona. Hace quince años que tengo mi consultorio en una casita ubicada a sesenta metros del frente de mi casa, que tiene una larga y estrecha senda que la comunica con la calle. Aunque hay mucho espacio para estacionar en el terreno que separa mi casa y el consultorio, cada tanto noto que algún paciente lo hace en la calle, lejos.

Encuentro útil preguntar en algún momento acerca de esta elección. Un paciente me dijo que no quería que nadie viese su auto estacionado cerca del consultorio, porque temía que alguien, que quizá fuese de visita a mi casa, reconociera su vehículo y se diera cuenta de que estaba tratándose con un psiquiatra. Otro afirmó que no quería entrometerse en mi privacidad. A otro le daba vergüenza que yo viese su caro Maserati. Todos estos motivos tenían una clara relevancia para la relación terapéutica.

PASAR DEL MATERIAL EXTERNO AL INTERNO

Los terapeutas expertos están alertas al equivalente en el aquí y ahora de cualquier tema que surja en la sesiones. Navegar desde la vida exterior o el pasado distante del paciente hasta el aquí y ahora incrementa el nivel de compromiso y la eficacia del trabajo. Una sesión con Ellen, una mujer de cuarenta años a quien trataba desde hacía uno por sus ataques de pánico producidos por el temor a la muerte, ilustra esta estrategia de navegación.

La mujer que no podía quejarse: Ellen

Ellen comenzó una sesión diciendo que había estado a punto de no venir porque se sentía mal.

—¿Y ahora cómo te sientes? —pregunté.

Le quitó importancia a mi pregunta:

—Mejor.

—Dime qué ocurre en tu casa cuando enfermas —le pedí.

—Mi marido no me cuida mucho. Por lo general, ni se da cuenta.

—¿Tú que haces? ¿Cómo haces para que lo note?

—Nunca me gustó quejarme. Pero no me molestaría que hiciese algo por mí cuando no me encuentro bien.

—De modo que quieres que hagan algo por ti, pero sin que tú tengas que pedirlo ni sugerirlo.

Asintió con la cabeza.

Al llegar a este punto, yo tenía varias opciones. Podía, por ejemplo, indagar en su comentario de que su marido no cuidaba de ella o centrarme en la historia de sus enfermedades. Pero escogí pasar al aquí y ahora.

—Dime, Ellen, ¿cómo funciona eso con respecto a lo que hacemos aquí? No te quejas mucho en este consultorio, por más que oficialmente soy el encargado de cuidarte.

—Ya te dije que hoy estuve a punto de cancelar la sesión por enfermedad.

—Pero cuando te pregunté cómo te sentías, le quitaste importancia al asunto sin más. Me pregunto qué ocurriría si te quejaras y me dijeras qué quieres de mí en verdad.

—Eso sería como mendigar —replicó al instante.

—¿Mendigar? ¿Aun cuando me pagas por atenderte? Cuéntame más sobre lo de «mendigar». ¿En qué te hace pensar esa palabra?

—Yo era una de cinco hermanos, y una de las muchas reglas que debíamos seguir era «no te quejes». Aún puedo oír la voz de mi padrastro: «¡Crece de una vez! No puedes pasarte toda la vida gimoteando». No puedo ni empezar a contar las veces que lo oí decir eso. Mi madre lo apoyaba. Se sentía afortunada por haber podido casarse otra vez y no quería que nosotros lo hiciésemos enfadar. Eramos equipaje no deseado, y él era muy mezquino y áspero. Lo último que yo quería era que se fijara en mí.

—Entonces, acudes a este consultorio en busca de ayuda, pero sofocas tus quejas. Esta conversación me recuerda lo ocurrido hace unos meses, cuando tuviste el problema de cuello y llevabas una minerva, pero nunca lo mencionaste. Recuerdo haberme preguntado si te dolería. Nunca te quejas. Pero, dime, si te quejaras, ¿qué crees que haría o diría yo?

Ellen alisó su falda de estampado floral —siempre vestía inmaculadamente y lucía atildada y muy limpia—, cerró los ojos, respiró hondo y dijo:

—Hace dos o tres semanas tuve un sueño que no te conté. Estaba en tu baño, y perdía sangre menstrual. No podía restañarla. No podía lavarme. Me empapaba los calcetines y manchaba las zapatillas. Tú estabas al lado, en el consultorio, pero no sabías que eso estaba ocurriendo. Entonces, oí unas voces que sonaban desde ahí. Quizá fuese tu próximo paciente o algunos amigos de tu mujer.

El sueño representaba sus preocupaciones acerca de cosas vergonzosas, sucias y ocultas que terminarían por aparecer en terapia. Pero a ella, yo le parecía indiferente. No preguntaba qué le ocurría, estaba muy atareado con otro paciente o con amigos, y no quería ni podía ayudarla.

A partir del momento en que Ellen me contó este sueño, ingresamos en una nueva y constructiva fase de la terapia, en la que exploró sus sensaciones de desconfianza y temor ante los hombres y su miedo a intimar conmigo.

Este ejemplo ilustra un importante principio de la navegación por el aquí y ahora: cuando un paciente trae a colación un tema vital, busca algún equivalente de éste en el aquí y ahora, de modo de traer el tema a la relación terapéutica. Cuando Ellen sacó el tema de su enfermedad y de la falta de atención de su esposo, de inmediato me centré en la atención en nuestra terapia.

REFERIRSE CON FRECUENCIA AL AQUI Y AHORA

Me empeño en referirme al aquí y ahora al menos una vez por sesión. A veces, me limito a decir: «Nos acercamos al fin de la sesión y me gustaría concentrarme un poco en lo que ambos estamos haciendo aquí hoy» o «¿Cuánta distancia hay entre nosotros hoy?». A veces, esto no lleva a nada. Pero aun así, la invitación queda formulada y se establece la norma de que examinamos todo lo que ocurre ente nosotros.

Pero a menudo, algo sale de esta indagación, en especial si añado algunas observaciones, por ejemplo: «Noto que estamos dando vueltas en tomo de lo que hablamos la semana pasada. ¿Tú también lo sientes?», o «Noto que no mencionas tu ansiedad ante la muerte desde hace un par de semanas. ¿Por qué crees que sea? ¿Es posible que te parezca que es demasiado para mí?», o «Tengo la sensación de que al comienzo de la sesión estábamos muy próximos, pero que hemos retrocedido en los últimos veinte minutos. ¿Estás de acuerdo? ¿Tú también tienes esa impresión?».

En la actualidad, el entrenamiento en psicoterapia está tan enfocado en terapias breves y estructuradas que muchos terapeutas jóvenes consideran que mi foco en la relación en el aquí y ahora es irrelevante, melindroso o, incluso, incomprensible. «¿Para qué tanta autorreferencia?», suelen preguntar. «¿Por qué referir todo a la relación irreal con el terapeuta? Al fin y al cabo, nuestro papel no es preparar al paciente para una vida de terapia. El mundo exterior es duro, y en él los pacientes deben enfrentar competencia, conflictos, dureza». Y mi respuesta, claro, es que, como lo sugiere el caso de Patrick, una alianza terapéutica sólida es un prerrequisito para que cualquier terapia sea eficaz. No se trata de un fin, sino de un medio. Cuando los pacientes entablan una relación genuina y de confianza con el terapeuta, pueden experimentar una importante transformación interna que los hace entender que pueden revelarle cualquier cosa y que, aun así, serán aceptados y contenidos. Tales pacientes experimentan nuevas áreas de sí mismos, partes que antes negaban o distorsionaban. Comienzan a valorarse a sí mismos y a sus propias percepciones en lugar de atribuirle un valor excesivo a lo que opinan los otros. Los pacientes transforman la valoración positiva del terapeuta en autoestima. Además, desarrollan una nueva norma interna en lo que hace a la calidad de una relación genuina. La intimidad con el terapeuta les sirve como punto de referencia interno. Al saber que tienen la capacidad de formar relaciones, desarrollan la confidencia y la disposición a entablar otras relaciones igualmente buenas en el futuro.

APRENDER A USAR TUS PROPIAS SENSACIONES DE AQUI Y AHORA

Tu herramienta más valiosa en cuanto terapeuta es tu propia reacción a tu paciente. Si te sientes intimidado, enfadado, seducido, desconcertado, hechizado o cualquier otro de los infinitos sentimientos posibles, debes tomarte muy en serio esas reacciones. Son datos importantes y debes buscar el modo de volverlos útiles para la terapia.

Pero, ante todo, les sugiero a los estudiantes de psicoterapia que determinen de dónde provienen tales sentimientos. ¿Hasta qué punto tu propia idiosincrasia y tus neurosis les dan forma? En otras palabras, ¿eres buen observador? ¿Tus sentimientos hablan de tu paciente o de ti mismo? Aquí, claro, ingresamos en el dominio de la transferencia y la contratransferencia.

Llamamos «transferencia» a lo que ocurre cuando un paciente responde al terapeuta de una manera inapropiada e irracional. Un ejemplo claro de la distorsión que implica la transferencia es cuando el paciente, sin motivo aparente, siente un intenso recelo ante un terapeuta que, por lo general, inspira confianza en sus pacientes. Y cuando ese paciente, además, se muestra habitualmente receloso con los varones que ocupan una posición de autoridad. El término «transferencia», por supuesto, se refiere a la opinión de Freud de que los sentimientos importantes respecto de los adultos que se experimentan en la primera infancia son «transferidos» o proyectados sobre los demás.

Viceversa, puede ocurrir lo contrario. ¿El terapeuta tiene una marcada tendencia a la distorsión en las relaciones interpersonales? ¿O es una persona llena de ira, confundida y defensiva (o que tiene un mal día) que ve al paciente a través de lentes deformantes? Claro que nunca se trata de un fenómeno de todo o nada. Es posible que coexistan elementos de transferencia y contratransferencia.

Nunca me canso de decirles a mis estudiantes que su principal instrumento es su propio ser y que deben mantenerlo bien afinado. Los terapeutas deben tener un considerable conocimiento de sí, confiar en su capacidad de observación, y relacionarse con sus pacientes de manera afectuosa y profesional. Precisamente ése es el motivo por el cual los terapeutas no sólo deben someterse a años de terapia personal (incluyendo terapia de grupo) durante su formación, sino también regresar a ésta periódicamente. Una vez que te tengas confianza en cuanto terapeuta y respecto de tus observaciones y tu objetividad, te sentirás más libre de emplear con confianza lo que sientes sobre tus pacientes.

«Me has decepcionado mucho»: Naomi

Una sesión con Naomi, una profesora de inglés jubilada de sesenta y ocho años, que padecía de una elevada ansiedad ante la muerte, hipertensión severa y muchos otros trastornos somáticos, ilustra buena parte de la problemática vinculada a los sentimientos sobre el aquí y ahora. Un día, entró en mi consultorio luciendo su habitual sonrisa cálida. Se sentó; y, con la cabeza erguida, me miró de frente y sin que le temblara la voz, se embarcó en una sorprendente diatriba.

—Estoy muy decepcionada por la manera en que actuaste durante nuestra ultima sesión. Extremadamente decepcionada. No estabas presente, no me diste lo que necesitaba, no demostraste que te dieras cuenta de cuán terrible es para una mujer de mi edad enfrentar estos debilitantes problemas gastrointestinales, ni cómo me siento yo al hablar de ellos. Me fui pensando en un incidente que ocurrió hace años. Fui a ver a mi dermatólogo por una fea lesión en la vagina, e invitó a todos sus estudiantes de medicina a ver el espectáculo. Fue un horror. Bueno, así me sentí en la sesión pasada. No estuviste a la altura de mis expectativas.

Quedé azorado. Reflexionando sobre qué responderle, repasé rápidamente la última sesión en mi mente. (Claro que también había leído mis notas antes de que ella llegara). Mi visión de este encuentro era totalmente distinta de la suya. Me pareció una excelente sesión en la que hicimos un buen trabajo. Naomi había hecho extensas revelaciones sobre el desaliento que le producía el envejecimiento de su cuerpo, sus problemas gastrointestinales de gases, constipación y hemorroides, lo mucho que le costaba administrarse a sí misma un enema y su recuerdo de cuando se los aplicaban en su infancia. No eran temas fáciles, y le dije que la admiraba por su disposición a plantearlos. Como dijo que lo que desencadenó esos síntomas era una nueva medicación para su arritmia cardíaca, saqué de mi escritorio el vademécum de medicamentos y revisé junto a ella los efectos secundarios de la droga en cuestión. Recordé mi sensación de empatía ante el hecho de que ella debiera enfrentar nuevos problemas cuando la lista de sus afecciones ya era larga.

¿Qué hacer, pues? ¿Analizar la sesión previa? ¿Centrarnos en sus expectativas sobre mí? ¿Indagar en la marcada diferencia de las formas en que ambos interpretamos la sesión? Pero había algo más urgente: mis propios sentimientos. Me embargó una profunda irritación hacia Naomi. Ahí, desde su trono, pensé, me juzga sin importarle en absoluto cuáles son mis sentimientos.

Además, no era la primera vez que lo hacía. En nuestros tres años de terapia, había comenzado muchas sesiones de este modo. Pero nunca me irritó tanto. Quizá fuese porque, durante la semana anterior, yo me había tomado el trabajo de investigar su problema, consultando a un amigo gastroenterólogo sobre sus síntomas. No me había dado tiempo de comentárselo.

Decidí que era importante darle a conocer mis sentimientos a Naomi. Para empezar, me pareció que los detectaría; era excepcionalmente perceptiva. Por otra parte, no me cabía duda de que, así como me irritaba a mí, exasperaba a otros en su vida diaria. Pero como puede ser devastador para un paciente oír que el terapeuta está irritado con él, traté de ser amable.

—Naomi, tus comentarios me sorprenden y perturban. Dices estas cosas de un modo, eh…, tan imperioso. Me parece que la última vez que nos vimos trabajé mucho para darte lo mejor. Además, no es la primera vez que comienzas una sesión de esta manera tan crítica. Y otra cosa que debo mencionar es que en muchas ocasiones, comenzaste del modo exactamente opuesto. Me refiero a que a veces expresas tu gratitud por una sesión maravillosa, cuando yo no noté que hubiera habido nada de excepcional en ella.

Naomi pareció alarmarse. Tenía las pupilas muy dilatadas.

—¿Me estás diciendo que no debo expresarte lo que siento?

—No, de ninguna manera. Ni tú ni yo debemos censurarnos. Ambos debemos compartir nuestros sentimientos y analizamos. Lo que más me llama la atención es tu modo. Podrías haber hablado de muchas maneras distintas. Por ejemplo, me podrías haber dicho que te pareció que no trabajamos bien la semana pasada, o que te sientes distante o…

—Mira —dijo con voz estridente—, estoy harta de que mi cuerpo se esté cayendo a pedazos. Tengo dos cirugías en las coronarías, un marcapasos, una cadera artificial y otra que me mata de dolor. Los medicamentos me hinchan, y las ventosidades que me producen hacen que me sienta humillada cuando salgo a la calle. ¿Tengo que andarme con vueltas?

—Soy consciente de lo que sientes respecto de lo que le ocurre a tu cuerpo. Siento tu dolor, y así te lo dije la semana pasada.

—¿Y qué quieres decir con lo de «imperioso»?

—La forma en que me miras y hablas, como si estuvieses pronunciando una sentencia. Me pareció que no te importa en lo más mínimo qué pueden hacerme sentir tus palabras.

Su semblante se oscureció.

—En lo que hace a la forma en que te hablé y a mi actitud —su voz se transformó en un siseo—, bueno, te lo mereces. Te lo buscaste.

—Lo dices con mucho sentimiento, Naomi —afirmé.

—Es que tus críticas me perturban. Siempre me sentí muy libre aquí. Éste es el lugar donde siempre pude hablar abiertamente. Y ahora me dices que si estoy enfadada, lo mejor es que me calle la boca. Eso me perturba. No es la manera en que venimos conduciendo esta terapia. Tampoco la forma en que debe llevarse adelante ninguna terapia.

—Nunca dije que debieras callarte la boca. Pero supongo que querrás saber de qué manera me afectaron tus palabras. No creo que tú quieras que yo me calle. Al fin y al cabo, las palabras tienen consecuencias.

—¿A qué te refieres?

—Bueno, las palabras con que comenzaste la sesión me hacen sentir lejos de ti. ¿Eso es lo que quieres?

—Explícate mejor. Estás hablando en acertijos.

—El dilema es éste: sé que quieres que yo esté cerca, que intime contigo; lo dijiste muchas veces. Pero tus palabras me ponen a la defensiva, me hacen sentir que tengo que andarme con cuidado contigo, no vaya a ser que me muerdas.

—Ahora, todo será distinto aquí —dijo Naomi agachando la cabeza—. Nada volverá a ser igual.

—¿Quieres decir que lo que siento ahora es irrevocable? ¿Qué se endurece, como cemento? Recuerda lo que ocurrió el año pasado cuando tu amiga Marjorie se enfadó contigo porque insistías en ver cierta película, y el terror que sentiste ante la idea de que nunca volvería a hablarte. Pero, de hecho, después de eso intimaron como nunca. Recuerda también que lo que ocurre en esta habitación sirve para lidiar con las cosas porque aquí imperan reglas que no funcionan en ningún otro lado. Me refiero a que es obligatorio seguir comunicándose, ocurra lo que ocurra. Pero, Naomi —proseguí—, me estoy alejando del tema de tu ira. Eso que dijiste, que me lo merezco, fue bastante intenso. Te salió de muy adentro.

—Yo misma estoy atónita ante la intensidad de mi reacción. La ira… no, fue más que ira, fue furia que simplemente hizo erupción.

—¿Eso sólo ocurrió aquí, conmigo, o también en otros lugares?

—No, no. No ocurrió sólo aquí, contigo. Surge todo el tiempo. Ayer, mi sobrina me llevaba al médico y la camioneta averiada de un jardinero nos interrumpió el paso. Me enfadé tanto con el conductor que sentía deseos de darle puñetazos. Me puse a buscarlo, pero no lo vi. Y también me enfadé con mi sobrina por detenerse en lugar de sortear la camioneta, aun si debía subir su auto al cordón para hacerlo. Ella decía que no había lugar. Insistí, y nos embarcamos en una discusión, al punto de que ella bajó del auto y me mostró, midiendo con pasos, que los autos estacionados no nos permitían pasar. Además, el cordón era demasiado alto para subirse a él. Me decía una y otra vez: «Cálmate, tía Naomi, el jardinero sólo está trabajando. No es que haya averiado su vehículo a propósito. Está tratando de solucionar el problema». Pero yo no podía evitarlo. Me sentía furiosa con el dueño de la camioneta y no paraba de decirme a mí misma: «¿Cómo puede hacerme esto? Éste no es modo de comportarse». Por supuesto que mi sobrina tenía razón. El conductor regresó enseguida, acompañado de dos ayudantes, y entre los tres empujaron la camioneta para dejarnos pasar. Me sentí avergonzada de ser una vieja cascarrabias. Me encolerizo todo el tiempo: con los camareros, porque no se apresuran a traerme mi té helado; con el empleado del estacionamiento, por lo mucho que tarda en atenderme, al cajero del cine por tomarse tanto tiempo para contar el cambio y darme mi entrada, vaya, tardó tanto que podría haber vendido mi auto durante ese lapso.

La hora había transcurrido.

—Lamento que terminemos ahora, Naomi. Hoy surgieron sentimientos muy intensos. Sé que no fue agradable para ti, pero es un trabajo importante. Continuemos la semana próxima. Tenemos que dilucidar juntos qué hace surgir tanta ira.

Naomi asintió, pero me telefoneó al día siguiente para decir que se sentía demasiado movilizada como para aguardar una semana más, así que fijamos una sesión para el día siguiente.

Comenzó de una manera inusual:

—Tal vez conozcas el poema de Dylan Thomas que se llama «No entres mansamente[53]».

Antes de que pudiera responderle, recitó la primera línea:

No entres mansamente en esa noche quieta,

la vejez debe arder y maldecir cuando cae el día;

rabia, rabia contra la muerte de la luz.

Aunque, al fin, los sabios saben

que está bien que oscurezca,

sus palabras no encienden la luz, así que

no entres mansamente en esa noche quieta.

—Podría proseguir —dijo Naomi—. Lo sé de memoria, pero… —Se interrumpió.

Oh, por favor, por favor sigue, pensé. Había recitado las líneas de manera muy bella, y pocas cosas me gustan más que oír poesía. Era curioso que me pagaran por algo tan agradable.

—Esas líneas contienen mi respuesta a tu, o nuestra, pregunta acerca de mi ira —continuó Naomi—. Anoche, mientras pensaba en nuestra sesión, ese poema me vino a la mente. Es curioso. Llevo años enseñándoselo a mis estudiantes de inglés, pero nunca pensé en el significado de lo que dice. O, al menos, no me lo apliqué a mí.

—Creo que sé a qué apuntas, pero preferiría que lo digas tú.

—Pienso… mejor dicho, estoy absolutamente segura de que mi rabia proviene de mi situación en la vida. Estoy siendo despojada de todo: mi cadera, mi función digestiva, mi libido, mi poder, mi oído, mi vista. Estoy débil, estoy indefensa, estoy esperando la muerte. Así que sigo el consejo de Dylan Thomas: no voy con mansedumbre. Rabio y maldigo mientras mi día termina. Y sin duda que mis patéticas, impotentes palabras no hacen surgir la luz. No quiero morir. Y supongo que debo de creer que rabiar me servirá de algo. Pero quizá sólo sirva para inspirar buena poesía.

En las siguientes sesiones nos enfocamos en el terror que expresaba su ira. La estrategia de Naomi (y la de Dylan Thomas) para enfrentar la ansiedad ante la muerte la ayudaba a paliar su sensación de disminución e indefensión. Pero no tardó en volverse contraproducente cuando perjudicó su vital sentido de conexión con sus seres más cercanos, los que podían ayudarla. Para ser verdaderamente efectiva, la terapia no sólo tiene que ocuparse del síntoma visible (en este caso, la ira), sino también del subyacente temor a la muerte en que éste se origina.

Me arriesgué cuando le dije a Naomi que su modo era imperioso y le recordé las consecuencias de sus palabras. Pero contaba con un amplio margen de seguridad. Veníamos estableciendo una conexión íntima y confiable hacía ya mucho tiempo. Como a nadie le agrada que le dediquen comentarios negativos, quizá menos aún cuando quien los hace es un terapeuta, tomé varios recaudos. Empleé un lenguaje que no la ofendería. Al decir, por ejemplo, que me sentía «distante», afirmaba en forma tácita que quería estar más cerca e intimar, y ¿quién puede ofenderse con eso?

Además, y esto es importante, no hice una crítica general de su persona, sino que me cuidé de sólo comentar conductas puntuales. De hecho, mi mensaje fue que, cuando ella se comportaba de cierta manera, me hacía sentir de tal y tal otra forma a mí. Y me apresuré a añadir que ello iba contra sus propios intereses, ya que me parecía evidente que ella no querría que yo me sintiera distanciado, perturbado o temeroso ante ella.

Observen mi énfasis en la empatía en el caso de Naomi. Ello es vital para una relación terapéutica eficaz, en la que exista una conexión con el paciente. Cuando me referí a las ideas de Carl Rogers respecto de la conducta terapéutica eficaz, enfaticé el papel que desempeña una empatía precisa por parte del terapeuta, además de una actitud de valoración positiva y autenticidad. Pero el trabajo de empatía es bidireccional. No sólo debes experimentar el mundo del paciente, sino también ayudarlo a que desarrolle su propia empatía con los demás.

Un procedimiento eficaz es preguntar: «¿Qué crees que me hace sentir tu comentario?». Por eso es que procuré que Naomi se diera cuenta de que sus comentarios tenían consecuencias. Su primera respuesta, dictada por su ira, fue «te lo mereces». Pero cuando, más tarde, reflexionó sobre sus palabras, se sintió perturbada tanto por su tono como por su contenido virulento. Se inquietó ante el hecho de haberme producido sensaciones negativas, pues temió que ello hiciera peligrar el seguro espacio de contención que ofrece la terapia.

Autorrevelación del terapeuta

Los terapeutas deben revelarse a sí mismos, como procuré hacerlo con Naomi. La autorrevelación del terapeuta es un tema complejo y discutido. Pocas de las sugerencias que les hago a los terapeutas los inquietan tanto como la de que se muestren tal como son ante sus pacientes. Los pone nerviosos. Hace surgir el espectro de que los pacientes invadan su vida personal. Más adelante, me referiré a esas objeciones en detalle, pero por ahora baste con decir que no pretendo que los terapeutas se revelen en forma indiscriminada. Deben hacerlo sólo si lo que revelan puede serle de utilidad al paciente.

Recuerden que la autorrevelación del terapeuta no es unidimensional. La discusión del caso de Naomi se centra en la revelación del terapeuta en el aquí y ahora. Pero hay otras dos categorías de autorrevelación del terapeuta: apertura acerca de los mecanismos de la terapia y apertura acerca de la vida personal pasada y presente del terapeuta.

APERTURA RESPECTO DEL MECANISMO DE LA TERAPIA

¿Debemos ser abiertos y transparentes respecto del modo en que la terapia ayuda? El Gran Inquisidor de Dostoyevski cree que lo que la humanidad realmente quiere es «magia, misterio y autoridad». De hecho, los primitivos curadores y figuras religiosas distribuían esos inasibles bienes a manos llenas. Los chamanes eran maestros de la magia y el misterio. Más tarde, los médicos se ataviaron con largas chaquetas blancas, adoptaron un aire de omnisciencia y deslumbraron a sus pacientes con impresionantes recetas escritas en latín. Más recientemente, los terapeutas han seguido —con su reticencia, sus interpretaciones aparentemente profundas, sus diplomas y retratos de diversos maestros y gurúes colgados de las paredes de sus consultorios—, manteniéndose apartados y por encima de sus pacientes.

Incluso hoy, hay terapeutas que sólo les proveen a sus pacientes una descripción abreviada del funcionamiento de la terapia, porque aceptan la creencia de Freud de que la ambigüedad y opacidad del terapeuta ayudan a consolidar la transferencia. Freud consideraba que la transferencia es importante porque al investigarla se obtiene información invalorable sobre el mundo interior y las experiencias tempranas del paciente.

Sin embargo, yo creo que un terapeuta tiene todo para ganar y nada para perder si se muestra totalmente transparente respecto del proceso de la terapia. Hay abundantes y persuasivas investigaciones en terapia individual y de grupo que dejan claro que los terapeutas que preparan a sus pacientes para el tratamiento en forma concienzuda y sistemática obtienen mejores resultados. En cuanto a la transferencia, creo que es un organismo resistente y sé que crece con fuerza incluso a plena luz del sol.

En consecuencia, en lo personal, soy transparente respecto del mecanismo de la terapia. Les explico a los pacientes cómo funciona, cuál es mi papel en el proceso y, lo más importante, qué deben hacer para facilitar su propio tratamiento. Si me parece adecuado, no vacilo en recomendarles publicaciones selectas sobre el tema.

Me empeño en dejar claro mi foco en el aquí y ahora e incluso en la primera sesión, le pregunto al paciente qué le parece nuestro desempeño conjunto. Hago preguntas como «¿Qué esperas de mí?», «¿Te parece que estoy a la altura de esas expectativas?», «¿Te parece que vamos bien?», «¿Debemos indagar en lo que sientes sobre mí?».

A continuación, digo algo así: «Verás que hago esto a menudo. Formulo estas preguntas sobre el aquí y el ahora porque creo que explorar nuestra relación nos dará información valiosa y precisa. Tú me puedes contar de los temas que surjan con tus amigos, tu jefe o tu cónyuge, pero siempre habrá una limitación: no los conozco, y tú no puedes sino darme información que refleja tu propio punto de vista. Todos lo hacemos. Es inevitable. Pero lo que ocurre aquí en el consultorio es confiable porque ambos experimentamos la misma información y podemos trabajar sobre ella en forma inmediata». Todos mis pacientes han entendido y aceptado esta explicación.

APERTURA RESPECTO DE LA VIDA PERSONAL DEL TERAPEUTA

Algunos terapeutas temen que si abren un poco la puerta de su vida personal, los pacientes querrán meterse cada día más. «¿Eres feliz?», «¿Cómo va tu matrimonio?», «¿Y tu vida social?», «¿Tu vida sexual?».

En mi experiencia, se trata de un temor que no tiene fundamento. Aunque insto a mis pacientes a que pregunten lo que quieran, ninguno ha pretendido enterarse de detalles íntimos de mi vida. Si ello ocurriera, yo respondería enfocándome en el proceso. Es decir, indagaría en aquello por lo cual el paciente se muestra insistente o trata de avergonzarme. También en este caso, les enfatizo a mis alumnos: «Hagan revelaciones personales si ello es útil para la terapia, no porque el paciente te presione o porque tú mismo lo necesitas o porque fijaste reglas que dicen que debes hacerlo».

Aunque tal apertura puede enriquecer la terapia, contribuyendo a su eficacia, es un acto complejo, como veremos por el relato de una sesión con James, el hombre de cuarenta y seis años que perdió a su hermano en un accidente automovilístico a los dieciséis y al que menciono en el capítulo 3.

James hace una pregunta difícil

Aunque dos de mis valores más fundamentales en cuanto terapeuta son la tolerancia y la aceptación incondicional, aún tengo mis prejuicios. Siento particular rechazo por la creencias extrañas: terapia áurica, gurúes semidivinos, curanderos, profetas, nutricionistas que defienden postulados no comprobados, aromaterapia, homeopatía y diversas creencias absurdas en cosas como viajes astrales, el poder curativo de los cristales, los milagros religiosos, ángeles, feng shui, transmisión de mensajes del más allá, visión a distancia, levitación meditativa, psicoquinesis, duendes, terapia de vidas anteriores, y ovnis y extraterrestres como inspiradores de las civilizaciones de la antigüedad, trazadores de patrones en campos sembrados y constructores de las pirámides egipcias.

Así y todo, siempre he creído que soy capaz de dejar mis prejuicios de lado y trabajar con cualquiera, sea cual fuere su sistema de creencias. Pero el día que James, con su fervorosa pasión por lo paranormal, entró en mi consultorio, me di cuenta de que mi neutralidad terapéutica se enfrentaría con una difícil prueba.

Aunque James no acudió a terapia a causa de sus creencias en lo paranormal, algunos aspectos vinculados al asunto surgían en casi todas las sesiones. Valga como ejemplo nuestro trabajo sobre el siguiente sueño:

Vuelo por el aire. Voy a visitar a mi padre en la ciudad de México. Planeo sobre la ciudad hasta que llego a la ventana de su dormitorio. Veo que está llorando y sé sin necesidad de preguntarlo que llora por mí, por haberme abandonado cuando era niño. A continuación, me encuentro en el cementerio de Guadalajara, donde está sepultado mi hermano. Por algún motivo, llamo a mi propio teléfono celular y oigo mi mensaje: «Soy James G. Estoy sufriendo. Por favor manden ayuda».

Al referirse este sueño, James habló con amargura de su padre, que abandonó a su familia cuando aquél era niño. La última noticia que James había tenido de él era que vivía en algún lugar de la Ciudad de México. James no recordaba haber recibido nunca una palabra tierna y paternal ni un regalo de él.

—Bueno —dije después de que discutiéramos el sueño durante unos pocos minutos—, el sueño parece expresar tu esperanza de ver algo de tu padre, algún indicio de que piensa en ti, de que se arrepiente de no haber sido mejor padre. ¡Y tu mensaje de pedido de ayuda en el celular! —proseguí—. Lo que me llama la atención es que a menudo mencionas lo mucho que te cuesta pedir ayuda. De hecho, la otra semana dijiste que soy la única persona a la que le pediste ayuda en forma explícita. Pero en el sueño te muestras más abierto a ese respecto. ¿Será que el sueño muestra un cambio? ¿Dice algo acerca de tú y yo? ¿Tal vez sugiere un paralelo entre lo que obtienes, o pretendes, de mí y lo que anhelaste recibir de tu padre? También visitaste la tumba de tu hermano. ¿Qué piensas de eso? ¿Estás pidiendo ayuda para lidiar con la muerte de tu hermano?

James estuvo de acuerdo en que tratarse conmigo había despertado su percepción y añoranza de lo que nunca recibió de su padre. También dijo que otra cosa había cambiado desde que comenzó su terapia: ahora, estaba más dispuesto a compartir sus problemas con su esposa y su madre. Pero añadió:

—Estás sugiriendo una manera de ver mi sueño. No digo que no sea la correcta. No digo que no sea útil. Pero yo tengo otra explicación que me parece que es la verdadera. Creo que lo que tú llamas sueño no es realmente un sueño. Es una memoria, un recuerdo de que anoche hice un viaje astral a la casa de mi padre y a la tumba de mi hermano.

Cuidé de no poner los ojos en blanco ni tomarme la cabeza con las manos. Me pregunté si lo de llamar a su propio teléfono celular también sería un recuerdo, pero como tenía la certeza de que tenderle una astuta trampa o sacar a colación la diferencia entre nuestras creencias hubiera sido contraproducente, no dije nada. Más bien, debí pasar nuestros meses de terapia conteniéndome para no expresar mi escepticismo. Traté de entrar en su mente e imaginar cómo sería vivir en un mundo de espíritus que revolotean por ahí y viajes astrales, y también procuré explorar de manera discreta los orígenes psicológicos y la historia de sus creencias.

Más adelante en la sesión, expresó la vergüenza que le causaban beber y ser perezoso, y dijo que se sentiría incómodo cuando, en el cielo, se reencontrara con su hermano y sus abuelos.

Al cabo de un par de minutos comentó:

—Noté que entornabas los ojos cuando hablé de reunirme con mis abuelos.

—No me di cuenta de que lo hacía, James.

—¡Te vi! Y me parece que también lo hiciste cuando hablé de mi viaje astral. Dime la verdad, Irv, ¿qué pensaste cuando hablé del cielo?

Podría haber eludido su pregunta, refiriéndome, como solemos hacer los terapeutas, al proceso que lo llevó a formularla. Pero decidí que el mejor curso de acción era ser completamente franco. Era indudable que él había detectado mi escepticismo en más de una ocasión. Negar su percepción habría sido antiterapéutico, pues habría puesto en duda su (precisa) apreciación de la realidad.

—James, te diré lo que pueda de lo que pensé. Cuando hablaste de cómo tu abuelo y tu hermano saben todo acerca de tu vida actual, me sobresalté. Ésas no son mis creencias. Pero lo que traté de hacer mientras hablabas fue intentar, con todas mis fuerzas, sumergirme en tu experiencia, imaginar cómo sería vivir en un mundo habitado por espíritus, un mundo en el que tus parientes muertos conocen tu vida y tu pensamiento.

—¿No crees que hay vida después de la muerte?

—No. Pero también siento que no son cosas sobre las que se pueda afirmar nada con certeza. Me imagino que te brinda un gran consuelo, y estoy de parte de cualquier cosa que ofrezca paz mental y satisfacción y ayude a vivir una existencia virtuosa. Pero, en lo personal, no encuentro que la idea de una reunión en el cielo sea creíble. Considero que es una expresión de deseos.

—Entonces, ¿en qué religión crees?

—No creo en ninguna religión ni en ningún dios. Mi visión del mundo es totalmente secular.

—Pero ¿cómo es posible vivir así, sin normas morales prefijadas? ¿Cómo puedes encontrar que la vida es tolerable o tiene sentido sin la esperanza de que mejore después de la muerte?

Me empecé a poner incómodo con la conversación. No estaba seguro de que el sesgo que iba tomando fuera a ayudar a James. Aun así, decidí que, de todas maneras, lo mejor era continuar siendo franco.

—Lo que me interesa de verdad es esta vida, mejorarla para mí y para los demás. Te diré algo acerca de tu pregunta de cómo puedo encontrarle sentido a la vida sin religión. No creo que el sentido y la moral surjan de la religión. No creo que haya una conexión esencial o, mejor dicho, exclusiva, entre religión, sentido y moral. Creo que vivo una vida satisfactoria y virtuosa. Estoy plenamente consagrado a ayudar a los otros, entre ellos tú, a vivir una existencia más satisfactoria. Diría que lo que le da sentido a la vida para mí es este mundo humano, aquí mismo, ahora mismo. Creo que lo que le da sentido a mi vida es ayudar a los demás a que encuentren lo que la vuelve significativa para ellos. Creo que la preocupación por una vida futura puede interferir con una participación plena en ésta.

James parecía tan interesado que seguí adelante, describiendo algunas de mis recientes lecturas de Nietzsche y Epicuro que enfatizaban precisamente ese punto. Mencioné cómo Nietzsche admiraba a Cristo, pero consideraba que Pablo y las autoridades cristianas posteriores habían diluido su mensaje, negando el sentido de nuestra vida en el mundo. De hecho, señalé que Nietzsche sentía un gran rechazo por Sócrates y Platón porque desdeñaban el cuerpo, enfatizaban la inmortalidad del alma y se concentraban en la preparación para la vida futura. Precisamente esas creencias fueron las que desarrollaron los neoplatónicos, transmitiéndolas más tarde a la primitiva escatología cristiana.

Me detuve y miré a James, suponiendo que procuraría rebatirme. Pero, ante mi gran asombro, estalló en un repentino llanto. Le alcancé un pañuelo de papel tras otro mientras aguardaba a que sus sollozos se detuvieran.

—Trata de seguir hablándome, James. ¿Qué dicen tus lágrimas?

—Dicen: «Hace tanto que espero esta conversación… hace tanto que espero tener una conversación seria e intelectual sobre las cosas que cuentan». Todo lo que me rodea, toda nuestra cultura, la televisión, los juegos de computadora, la pornografía, va dirigido al denominador común más bajo. Todo lo que hago en el trabajo, todas las minucias de contratos, pleitos y mediaciones en divorcios, es todo dinero, todo mierda, todo nada, todo sin sentido alguno.

Así, lo que influyó a James no fue el contenido sino el proceso, es decir, el hecho de que yo lo tomara en serio. Consideró que el hecho de que yo compartiera con él mis ideas y creencias era una dádiva, y nuestras vastas diferencias ideológicas resultaron ser irrelevantes. Estuvimos de acuerdo en diferir; él me trajo un libro sobre ovnis, y yo le presté uno del escéptico contemporáneo Richard Dawkins. Nuestra relación, mi atención y el hecho de que lo proveyera de aquello que su padre no le dio resultaron ser los factores cruciales de la terapia. Como dije en el capítulo 3, tuvo una gran mejora, pero cuando completó su terapia, sus creencias en lo paranormal continuaban intactas e indiscutidas.

EMPUJADO A LOS LIMITES DE LA AUTORREVELACIÓN

Amelia es enfermera del sistema de salud pública. Tiene cincuenta y un años, es negra, robusta y muy inteligente, aunque tímida. Treinta y cinco años antes de que yo la tratara había sido, durante dos largos años, una adicta a la heroína sin hogar y también (para financiar su hábito) prostituta. Creo que cualquiera que la hubiese visto en las calles de Harlem —una integrante más de la vasta hueste desmoralizada de prostitutas heroinómanas, andrajosas y escuálidas— habría apostado a que estaba condenada. Sin embargo, gracias a la desintoxicación forzosa sufrida durante seis meses de encarcelamiento, a Narcóticos Anónimos, a un coraje extraordinario y una feroz voluntad de vivir, Amelia cambió de vida y de identidad, se mudó a la costa Oeste y comenzó una carrera como cantante en clubes. Su trabajo le permitió pagarse la escuela secundaria y, después, completar estudios de enfermería. Durante los últimos veinticinco años se había dedicado exclusivamente a trabajar en hospicios y refugios para indigentes y personas sin techo.

En nuestra primera sesión, me enteré de que sufría de un severo insomnio. Lo típico era que la despertara una pesadilla, cuyos detalles rara vez recordaba, pero que tenían que ver con que era perseguida y corría para que no la mataran. Entonces, surgía en ella tal ansiedad ante la muerte que no podía volver a dormirse. Cuando la situación se agravó al punto de que temía irse a la cama, buscó ayuda. Al leer mi cuento llamado «En busca del soñador[54]», decidió que yo podría ayudarla.

La primera vez que acudió a mi consultorio, se dejó caer en el sillón, diciendo que esperaba no quedarse dormida durante la sesión, pues estaba exhausta, ya que había pasado despierta casi toda la noche, recuperándose de una pesadilla. Por lo general, según dijo, no recordaba sus sueños, pero éste sí.

Estoy acostada, mirando mis cortinas. Están hechas de bandas paralelas de color rosado-rojizo, y por entre ellas entran haces de luz amarilla. Las bandas rojizas son más anchas que las franjas de luz. Pero lo raro es que de la cortina sale música. Oigo la vieja canción de Roberta Flack, Matándome suavemente, que entra junto a los haces de luz. Yo solía cantar esta canción en los clubes de Oakland cuando estaba siguiendo mis estudios secundarios. En el sueño, me asusto al ver que la música va reemplazando a la luz. De pronto, deja de sonar, y sé que quien la estaba produciendo viene a por mí. Me despierto, muy atemorizada, cerca de las cuatro de la madrugada. No me volví a dormir.

Las pesadillas y el insomnio no eran los únicos motivos que la llevaron a terapia. Tenía otro problema significativo: quería establecer una relación con un hombre. Pero aunque había comenzado varias, éstas nunca, según dijo, despegaron de verdad.

Durante las primeras sesiones exploré su historia, su temor a la muerte y sus recuerdos de haberle escapado por poco durante sus años de prostituta. Pero percibí una gran resistencia. No parecía sentir una ansiedad consciente ante la muerte. Por el contrario, había escogido trabajar en hospicios.

Durante los primeros tres meses de terapia, el mero proceso de hablar conmigo y de compartir por primera vez los detalles de su vida en la calle pareció confortarla, y su sueño mejoró. Se daba cuenta de que seguía soñando, pero no podía recordar más que breves escenas aisladas.

Su temor a la intimidad se hizo evidente de inmediato en nuestra relación terapéutica. Rara vez me miraba, y yo sentía que entre nosotros se abría un abismo. Al comienzo de este capítulo, discutí la forma en que mis pacientes estacionan. De todos ellos, Amelia era la que dejaba más lejos su auto.

Recordando la lección que me enseñó Patrick y que discutí en este mismo capítulo, acerca de que las ideas no son eficaces si no existe una íntima relación de confianza, decidí trabajar sobre sus problemas de intimidad, enfocándome en particular en su relación conmigo. Sin embargo, apenas si progresamos hasta la memorable sesión que paso a describir.

En cuanto Amelia entró en el consultorio, su celular sonó, y ella me preguntó si podía atender la llamada. Lo hizo y mantuvo una breve conversación referida a un encuentro que debía tener más tarde con alguien. Su modo era tan formal y lacónico que supuse que estaría hablando con su jefe. Pero en cuanto cortó, me informó que no era su jefe, sino su novio más reciente, con quien se había citado para cenar.

—Tiene que haber alguna diferencia entre el modo en que le hablas a él y como lo haces con tu jefe —dije—. ¿Qué tal algún término afectuoso? ¿Cariño? ¿Amor? ¿Querido?

Me miró como si yo fuese un recién llegado de un universo paralelo y, cambiando de tema, pasó a describir su reunión, el día anterior, con un grupo de Narcóticos Anónimos. Aunque hacía treinta años que no consumía drogas, cada tanto iba a un encuentro de NA o de Alcohólicos Anónimos. Éste había tenido lugar en una parte de la ciudad que le recordaba mucho el vecindario de Harlem que frecuentaba durante sus días de adicta y prostituta. Cuando, de camino a la reunión, cruzó un vecindario castigado por las drogas, experimentó, como siempre le ocurría, una extraña añoranza y se encontró estudiando entradas y callejones donde pudiera pasar la noche.

—No es que quiera regresar ahí, doctor Yalom.

—Me sigues llamando doctor Yalom aunque yo te digo Amelia —la interrumpí—. No parece una forma equitativa de comunicarse.

—Ya le dije que me dé tiempo. Debo conocerlo mejor. Pero, como le decía, cada vez que voy a estas zonas eh… sórdidas de la ciudad, me veo embargada por sentimientos que no son del todo negativos. Es difícil describirlos pero… no sé… es como si extrañara.

—¿Como si extrañaras? ¿Y eso qué te parecé, Amelia?

—No estoy muy segura. Le diré qué oigo: una voz en mi cabeza que dice: «Lo logré». Siempre oigo eso. «Lo logré».

—Pareciera que te estás diciendo: «Estuve en el infierno, regresé y sobreviví».

—Sí, es algo así. Pero también hay algo más. Tal vez le cueste creer esto, pero mi existencia era mucho más simple y fácil cuando vivía en la calle. No tenía que ocuparme de presupuestos y reuniones, ni de entrenar nuevas enfermeras que, al cabo de una semana, no pueden más. Ni tampoco pensar en autos, muebles, deducciones impositivas. Ni preocuparme por qué puedo hacer legalmente, y qué no, por las personas. Ni besarles el culo a los doctores. Cuando vivía en las calles de Harlem, sólo tenía que pensar en una cosa. Sólo una: mi próxima dosis de heroína. Y, claro, en cuándo vendría el próximo cliente, que me permitiría pagarla. La vida era simple, al día, sobreviviendo minuto a minuto.

—Tus recuerdos son un poco selectivos a ese respecto, Amelia. ¿Y qué me dices de la mugre, el frío glacial de dormir en la calle, las botellas vacías, los que no te pagaban, los que te violaban, el hedor de la orina y de la cerveza derramada? Y la muerte que te acechaba a cada paso. Los cadáveres que viste. Tú misma, que estuviste a punto de ser asesinada tres veces. ¿No tomas en cuenta todo eso?

—Sí, sí. Ya lo sé, no recuerdo esas cosas. Y las olvidaba en cuanto ocurrían. Algún degenerado estaba a punto de matarme, y, al minuto siguiente, yo regresaba la calle.

—Por cuanto recuerdo, viste cuando tiraron a una amiga tuya desde el techo de un edificio, y tú misma casi fuiste asesinada en tres ocasiones. Recuerdo el aterrador relato de cuando un demente con un cuchillo te persiguió por el parque, y cómo te quitaste los zapatos y corriste descalza durante media hora. Sin embargo, después de cada uno de esos episodios regresaste enseguida a tu trabajo. Es como si la heroína apartase todo lo demás de tu mente. Incluso el temor a la muerte.

—Es cierto. Como te dije, sólo pensaba en una cosa: mi próxima dosis de heroína. No pensaba en la muerte. No le temía a la muerte.

—Pero ahora la muerte te acosa en sueños.

—Sí, es extraño. Como también lo es esta… nostalgia.

—¿El orgullo juega algún papel en esto? —le pregunté—. Debes de sentirte orgullosa por haber logrado salir de ahí.

—Algo de eso hay. Pero diría que no lo suficiente. No tengo tiempo libre para reflexionar. Sólo puedo pensar en números y trabajo, y, a veces, también en Hal [su novio]. Y en tratar de mantenerme con vida. Lejos de las drogas.

—¿Venir aquí y verme te ayuda a mantenerte con vida? ¿Te mantiene lejos de las drogas?

—Todo me ayuda: mi vida, mi trabajo con grupos, también la terapia.

—Eso no es lo que te pregunté, Amelia. Lo que quiero saber es si yo te ayudo a mantenerte alejada de las drogas.

—Ya le respondí. Dije que ayuda. Que todo ayuda.

—Ese añadido de que «todo ayuda»… ¿no te das cuenta de que diluye las cosas, que nos priva de algo, que nos mantiene distanciados? Eludes mi pregunta. ¿No puedes tratar de hablar más de lo que sientes respecto de mí en lo que va de esta sesión? ¿O en la última sesión, o quizá lo que hayas pensado sobre nuestros encuentros durante la semana?

—Oh, no. Otra vez empieza usted con eso.

—Te aseguro que es importante, Amelia.

—¿Me está diciendo que todos los pacientes piensan en su terapeuta?

—Sí, exacto. Ésa es mi experiencia. Sé que yo pensaba mucho en mi terapeuta.

Amelia estaba encorvada en el sillón, achicándose como lo hacía cada vez que yo llevaba la conversación hacia nosotros, pero ahora se enderezó. Había logrado captar su atención.

—¿Su terapia? ¿Cuándo? ¿Qué pensaba?

—Me traté con un buen tipo, psiquiatra, hace unos quince años. Rollo May. Esperaba con ansias nuestras sesiones. Me gustaba su amabilidad, que estuviera atento a todo. Me agradaba como vestía, con suéters de cuello alto y un collar indio de turquesas. Me agradaba oírlo decir que teníamos una relación especial porque compartíamos los mismos intereses profesionales. Me encantó que leyera el borrador de uno de mis libros y lo elogiase.

Silencio. Amelia permaneció inmóvil. Miraba por la ventana.

—¿Y tú? —pregunté—. Es tu turno.

—Bueno. A mí también me agrada su amabilidad. —Se avergonzó y desvió la mirada al decirlo.

—Prosigue. Di más.

—Me da vergüenza.

—Lo sé. Pero que te dé vergüenza significa que nos estamos diciendo cosas importantes el uno al otro. Creo que la vergüenza es nuestro objetivo, nuestra presa. Tenemos que trabajar sobre ella, así que internémonos en el meollo de tu vergüenza. Trata de seguir.

—Bueno, me agradó la ocasión en que me ayudó a ponerme el abrigo. También me gustó cómo se rió cuando acomodé esa esquina vuelta hacia arriba de su alfombra. No puedo entender cómo ver eso no lo incomoda. Podría ordenar un poco su consultorio. Ese escritorio es un desastre… está bien, está bien, no me desviaré del tema. Recuerdo la ocasión en que el dentista me dio un frasco con cincuenta comprimidos de un analgésico opiáceo y cuánto insistió usted en que se lo entregara. Digo, el dentista lo deja caer en mi regazo… ¿usted se cree que lo iba a entregar sin resistirme? Recuerdo cómo, al fin de la sesión, usted retuvo mi mano al despedirse para impedirme que saliera corriendo del consultorio. Le diré una cosa: agradezco que no haya puesto en juego la terapia, que no me haya dado un ultimátum, diciendo que si quería seguir tratándome con usted, tenía que darle ese frasco. Otros terapeutas hubieran hecho eso. Y le diré algo: los habría abandonado. Y a usted también.

—Me agrada que me digas estas cosas, Amelia. Me conmueve, me alegra. ¿Qué te han parecido estos últimos minutos?

—Embarazosos, nada más.

—¿Por qué?

—Porque ahora usted puede burlarse de mí.

—¿Alguna vez se burlaron de ti?

Entonces, Amelia discutió algunos incidentes de su infancia y adolescencia en que sufrió burlas. No me parecieron muy llamativos, y me pregunté en voz alta si su vergüenza no surgiría más bien de los días oscuros en que era adicta a la heroína. Como en anteriores ocasiones, no estuvo de acuerdo con mi sugerencia, y afirmó que tenía sensaciones de vergüenza desde mucho antes de que comenzara a usar drogas. Luego, adoptando un aire pensativo, se volvió para mirarme de frente y dijo:

—Tengo una pregunta que hacerle.

Captó mi atención. Nunca había dicho eso antes. No tenía idea de qué esperar, y aguardé, ansioso. Adoro los momentos como ése.

—No estoy muy segura de que usted pueda con esto, pero aquí va. ¿Está listo?

Asentí.

—¿Le agradaría que yo me convirtiese en miembro de su familia? Digo, ya sabe a qué me refiero. En teoría.

Me tomé algún tiempo para pensarlo. Quería ser franco y genuino. La miré: la cabeza erguida, los grandes ojos fijos en mí en lugar de evitarme, como de costumbre. La reluciente piel marrón de su frente y sus mejillas se veía como recién lavada. Examiné mis sentimientos con cuidado antes de decir:

—La respuesta es que sí, Amelia. Te considero una persona valerosa. Y una persona adorable. Siento una gran admiración por la forma en que te sobrepusiste a tu anterior vida y por lo que hiciste desde entonces. De modo que sí, te daría la bienvenida a mi familia.

Los ojos de Amelia se llenaron de lágrimas. Tomó un pañuelo de papel y volvió el rostro hasta serenarse. Al cabo de unos segundos dijo:

—Claro que tiene que responder eso. Es su trabajo.

—¿Ves cómo me apartas, Amelia? Tanta intimidad te pone incómoda, ¿no?

La sesión llegaba a su fin. Llovía a cántaros y Amelia se dirigió a la silla donde había dejado su impermeable. Lo tomé y se lo ofrecí para que se lo pusiese. Se encogió y adoptó una expresión de incomodidad.

—¿Ve? —dijo—. ¿Ve? A eso me refería. Se está burlando de mí.

—Nada más lejos de mí, Amelia. Pero me alegro de que lo hayas dicho. Es bueno expresar las cosas. Me gusta tu franqueza.

Al llegar a la puerta, se volvió hacia mí y dijo:

—Quiero un abrazo.

Eso sí que era inesperado. Me agradó que lo dijese y la abracé, sintiendo su calidez y su tamaño.

Cuando descendía los peldaños de la entrada le dije:

—Hoy hiciste un buen trabajo.

Oí sus pasos sobre la grava del sendero, y entonces, sin volverse por completo, me dijo por encima del hombro:

—Tú también hiciste un buen trabajo.

Entre los temas que surgieron en esta sesión estaba la extraña añoranza que sentía por su antigua vida de adicta. Su explicación de que quizás anhelase una vida simple nos remite a las primeras líneas del presente libro y al pensamiento de Heidegger, quien afirma que cuando uno se sumerge en lo cotidiano les vuelve la espalda a los asuntos más profundos y al autoexamen incisivo.

Mi incursión en el aquí y ahora desplazó diametralmente el eje de nuestra sesión. Ella se negó a compartir sus sentimientos conmigo, e incluso evitó responder cuando le pregunté: «¿Venir aquí y verme te ayuda a mantenerte con vida? ¿Te mantiene lejos de las drogas?». Decidí correr el riesgo de compartir con ella mis sentimientos hacia mi terapeuta.

Ese ejemplo la ayudó a arriesgarse e indagar en un nuevo terreno. Reunió el valor para formularme una pregunta asombrosa, una pregunta sobre la que reflexionaba desde mucho tiempo atrás: «¿Le agradaría que yo me convirtiese en miembro de su familia?». Y, por supuesto, debí enfrentarla con la mayor seriedad. Sentía un gran respeto por ella, no sólo porque logró salir del pozo de la adicción a la heroína, sino por la forma en que vivía a partir de entonces, llevando una existencia moral dedicada a ayudar y confortar a los demás. Le respondí con franqueza.

Ésa fue una de las muchas sesiones que dedicamos a explorar su temor ante la intimidad. Fue una sesión memorable, y la evocamos a menudo. En nuestro trabajo subsiguiente, Amelia reveló mucho más acerca de sus temores más oscuros. Comenzó a recordar muchos más sueños, así como también el horror de sus años de vida en las calles. Inicialmente, sus memorias incrementaron su ansiedad —esa ansiedad que antes disolvía con heroína—, pero en última instancia este proceso le sirvió para derribar los compartimientos interiores que la separaban de sí misma. Cuando finalizamos la terapia, había pasado un año sin pesadillas ni terrores nocturnos a la muerte; y, tres años más tarde, tuve el placer de asistir a su boda.

AUTORREVELACIÓN COMO MODELO

El momento en que el terapeuta se revela y el grado en que debe hacerlo son cosas que sólo enseña la experiencia. Debe recordarse que el propósito de esa revelación siempre es facilitar la labor terapéutica. Revelarse en una etapa demasiado temprana puede desalentar o asustar al paciente que necesite tiempo para comprender que la terapia es un ámbito seguro. La revelación por parte del terapeuta engendra la revelación por parte del paciente.

Un ejemplo de esta apertura del terapeuta aparece en una carta publicada en una reciente edición de una revista de psicoterapia[55]. El autor de la carta describe un evento ocurrido hace veinticinco años. En una sesión de terapia grupal, notó que el orientador (Hugh Mullen, un conocido terapeuta) no sólo se reclinaba confortablemente en su asiento, sino que mantenía los ojos cerrados. El autor de la carta le preguntó a Mullen:

—¿Por qué estás tan relajado hoy, Hugh?

—Porque estoy sentado junto a una mujer —respondió de inmediato éste.

En ese momento, el interlocutor de Mullen consideró que la respuesta de éste había sido, por decir lo menos, extraña, al punto de que se preguntó si haría bien en continuar en ese grupo. Sin embargo, se fue dando cuenta poco a poco de que la manera en que este orientador compartía sin temor sus sentimientos y fantasías con los integrantes del grupo era maravillosamente liberadora para ellos.

Este único comentario tuvo un gran poder de propagación por ondas concéntricas. Ejerció tal impacto en la carrera terapéutica del autor de la carta que éste, veinticinco años después del episodio, quiso mostrar su agradecimiento compartiéndolo con los lectores de la revista.

Los sueños: el camino real al aquí y ahora

Los sueños son extraordinariamente valiosos y es una pena que muchos terapeutas, en especial al comienzo de sus carreras, los dejen de lado. Para empezar, es infrecuente que los terapeutas de las nuevas generaciones sean entrenados para trabajar con los sueños. De hecho, muchos programas de psicología clínica, psiquiatría y apoyo no mencionan en absoluto el valor de los sueños para la terapia. Sin formación, los jóvenes terapeutas se sienten frustrados ante la naturaleza misteriosa de los sueños, ante la compleja y difícil literatura sobre su simbolismo e interpretación, y por el tiempo que lleva tratar de interpretar todos los aspectos de un sueño.

Trato de llevar a los jóvenes terapeutas hacia el trabajo con los sueños instándolos a no preocuparse con la interpretación. ¿Un sueño que se entiende plenamente? ¡Olvídalo! No existe. El sueño de Irma, descrito en La interpretación de los sueños (1900), la obra maestra de Freud, y que es el que éste se esforzó más por interpretar plenamente, es fuente de controversia hace ya más de un siglo, y muchos distinguidos clínicos siguen postulando distintas opiniones sobre su significado.

Les digo a mis estudiantes que piensen en los sueños de manera pragmática. Que los consideren meramente como una rica fuente de información sobre personas, lugares y experiencias que pasaron por la vida del paciente. Además, la ansiedad ante la muerte aflora en muchos sueños. Mientras que la mayor parte de los sueños tratan de mantener dormido al soñador, las pesadillas son sueños en que la desnuda ansiedad ante la muerte se escapa de su corral y aterra y despierta a quien sueña. Otros sueños, como dije en el capítulo 3, anuncian una experiencia de despertar. Transmiten mensajes de las partes profundas de la conciencia, que están en contacto con los hechos existenciales de la vida.

Por lo general, los sueños más fructíferos para el proceso de terapia son las pesadillas, los sueños recurrentes o poderosos, sueños impresionantes que quedan grabados en el recuerdo. Cuando un paciente trae varios sueños a una sesión, encuentro que, por lo general, el más reciente o vivido es el que brinda asociaciones más esclarecedoras. Hay en nosotros una poderosa fuerza inconsciente que pugna por ocultar los mensajes de los sueños de maneras ingeniosas. Los sueños no sólo contienen símbolos oscuros y otros recursos de ocultamiento, sino que, además, son evanescentes. Los olvidamos, e incluso cuando los anotamos, no es raro que olvidemos llevar nuestras notas a nuestra próxima sesión de terapia.

Los sueños son tan ricos en representaciones de imágenes inconscientes que Freud los llamó la vía regia —el camino real— al inconsciente. Pero, lo que es más importante para la presente obra, también son el camino real para comprender la relación paciente-terapeuta. Les presto especial atención a los sueños que contienen representaciones de la terapia o del terapeuta. Por lo general, con el avance de la terapia, los sueños que tratan de ella se hacen más frecuentes.

Debe recordarse que los sueños son casi totalmente visuales. De alguna manera, la mente les atribuye imágenes visuales a conceptos abstractos. Así, la terapia suele aparecer como un viaje, o como obras de reparación en la propia casa, o un viaje de descubrimiento en que uno encuentra habitaciones en desuso y desconocidas en la propia casa. Por ejemplo, el sueño de Ellen, descripto en este capítulo, representaba su vergüenza bajo el disfraz de sangre menstrual que empapaba sus ropas en mi cuarto de baño. Su desconfianza ante mi capacidad era representada por el hecho de que yo no iba a ayudarla pues estaba ocupado hablando con otras personas. El siguiente ejemplo ilustra un tema importante para los terapeutas que tratan a pacientes que sufren de ansiedad ante la muerte: la mortalidad del terapeuta.

UN SUEÑO ACERCA DE LA VULNERABILIDAD DEL TERAPEUTA: JOAN

A los cincuenta años de edad, Joan acudió a terapia por su persistente miedo a la muerte y pánicos nocturnos. Llevaba trabajando varias semanas seguidas sobre estos temas cuando, una noche, este sueño la despertó.

Estoy con mi terapeuta (estoy segura de que eres tú, aunque no se te parece mucho) y juego con unos bizcochos que hay sobre una gran bandeja. Tomó un par de ellos y les mordisqueo un ángulo a cada uno antes de romperlos en migas que mezclo con mis dedos. Entonces, el terapeuta toma el plato y se traga todas las migajas y bizcochos de un bocado. Al cabo de unos minutos, cae de espaldas, enfermo. Cada vez está más enfermo y comienza a adquirir un aspecto siniestro. Le crecen largas uñas verdes, sus ojos adquieren un aspecto fantasmal y sus piernas desaparecen. Larry [el marido de la paciente] entra y lo ayuda y consuela. Lo hace mucho mejor que yo. Estoy paralizada. Me despierto con el corazón latiendo con fuerza y paso las siguientes dos horas obsesionada con la muerte.

—¿Qué ideas te suscita este sueño, Joan?

—Bueno, los ojos fantasmales y lo de las piernas me trajeron cosas a la memoria. Recordarás que hace unos meses visité a mi madre, que había sufrido un accidente cerebrovascular. Estuvo en coma por una semana antes de morir. Poco antes del fin, sus ojos se entreabrieron, dándole un aspecto «fantasmal». Y mi padre sufrió un grave accidente cerebral hace veinte años y perdió el uso de sus piernas. Pasó sus últimos meses en silla de ruedas.

—Dices que pasaste un par de horas pensando obsesivamente en la muerte cuando despertaste de ese sueño. Cuéntame todo lo que recuerdes de esas dos horas.

—Es lo mismo que te digo siempre: mi terror de sumirme en la negrura para siempre, y también una gran aflicción al pensar que mi familia ya no podrá contar conmigo. Creo que eso es lo que me atormentaba anoche. Antes de irme a dormir me quedé mirando viejas fotos familiares y pensé que mi padre, aunque era terrible con mi madre y conmigo, también había tenido una existencia. Fue casi como si me diera cuenta de ello por primera vez. Quizá ver esas fotos de mi padre me hizo entender que, a pesar de todo, dejó huellas, no todas malas. Sí, la idea de dejar huella ayuda. Me conforta ponerme la vieja bata de mi madre, que aún uso, y también ver que mi hija conduce el viejo Buick de mi madre.

Continuó:

—Aunque eso de que los grandes pensadores lidiaron con esta misma cuestión me es de alguna ayuda, a veces las ideas no alcanzan para aplacar el terror. El misterio es demasiado aterrador. La muerte es una oscuridad tan desconocida, tan imposible de conocer.

—Sin embargo, cuando te vas a dormir por la noche, experimentas un anticipo de la muerte. ¿Sabías que, en la mitología griega, Hipnos y Tánatos, sueño y muerte, son gemelos?

—Tal vez sea por eso que me resisto a irme a dormir. Que yo deba morir es una barbaridad, una injusticia.

—Todos nos sentimos así. Al menos yo lo hago. Pero así es la existencia. Así somos los seres humanos. Así es todo lo que vive… o haya vivido alguna vez.

—Aun así, es injusto.

—Todos, tú, yo, somos parte de la naturaleza, con toda su indiferencia, su ausencia de justicia o injusticia.

—Lo sé. Ya sé todo eso. Pero entro en un estado mental infantil, como si descubriera esas verdades por primera vez. Es como si cada vez fuese la primera. Ya sabes que no puedo hablar así con nadie más. Creo que tu disposición a acompañarme a cada paso me está ayudando de maneras de las que nunca te hablé. Por ejemplo, estoy progresando en mi trabajo.

—Me alegra oírlo, Joan. Sigamos trabajando. Regresemos al sueño —dije—. En el sueño, yo no te acompañaba, sino que comenzaba a desintegrarme. ¿Qué intuiciones tienes respecto de los bizcochos y el modo en que afectaban mis ojos y piernas?

—Bueno, yo sólo los mordisqueaba y después revolvía las migajas y jugaba con ellas. Pero tú tomaste la bandeja y te tragaste todo, y mira lo que te ocurrió. Creo que mi sueño refleja una preocupación de que yo pueda ser demasiado para ti, que te exijo demasiado. Yo apenas mordisqueo este tema atemorizante, pero tú te zambulles en él una y otra vez… y no sólo conmigo sino también con tus otros pacientes. Supongo que me preocupa tu muerte, el que vayas a desaparecer como mis padres, cómo todos.

—Bueno, eso va a suceder algún día. Sé que te preocupas porque soy viejo, y porque voy a morir, y por el efecto que me pueda producir que me hables de la muerte. Pero yo estoy comprometido a seguir acompañándote mientras me sea físicamente posible. No eres una carga para mí. Por el contrario, me es muy importante que me confíes tus pensamientos más íntimos. Aún tengo piernas y los ojos me funcionan.

La preocupación de Joan acerca de la posibilidad de arrastrar a su terapeuta a su propia desesperación tiene alguna validez. Los terapeutas que no han lidiado con su propia mortalidad bien pueden sentirse abrumados por la ansiedad a ese respecto.

LA PESADILLA DE LA VIUDA: CAROL

Los pacientes no sólo se preocupan por la posibilidad de que estén abrumando a su terapeuta, sino que en última instancia, como lo muestra el sueño de Carol, se enfrentan con los límites de lo que aquél puede hacer.

Carol, una viuda de sesenta años, había estado cuidando de su anciana madre desde que su marido había muerto, cuatro años atrás. En el transcurso de nuestra terapia, su madre murió, y, como no quería vivir sola, Carol decidió irse a vivir con su hijo y sus nietos a otro estado. En una de nuestras últimas sesiones, me contó este sueño:

Hay cuatro personas —yo, un carcelero, una presa y tú— que vamos hacia un lugar seguro. Nos encontramos en la sala de estar de la casa de mi hijo. Es segura y tiene barrotes en las ventanas. Tú sales durante un momento, quizá porque vas al baño. De pronto, un disparo rompe la ventana y mata a la presa. Regresas y, al verla caída, tratas de ayudarla. Pero muere tan deprisa que no tienes tiempo de hacer nada por ella, ni siquiera de hablarle.

—¿Qué sentimientos te produjo este sueño, Carol?

—Era una pesadilla. Desperté asustada, con el corazón palpitando de tal manera que la cama se sacudía. No me pude volver a dormir por mucho tiempo.

—¿Cuál es el elemento más notable del sueño?

—La intensa protección, tanta como es posible. Tú estabas ahí, también había un carcelero y barrotes en la ventana. Pero a pesar de toda esa protección, nadie pudo salvarle la vida a la presa.

En nuestra ulterior discusión del sueño, Carol dijo que sentía que su núcleo, su mensaje vital, era que su propia muerte, como la de la presa, no podía ser evitada. Sabía que en su sueño era ella misma, pero también la presa. Aparecer por partida doble en un sueño es un fenómeno habitual. De hecho, el fundador de la terapia guestáltica, Fritz Perls, consideraba que cada individuo u objeto físico de un sueño representaba algún aspecto del soñador.

Ante todo, el sueño de Carol desmentía el mito de que yo la protegería siempre de algún modo. El sueño tenía muchos aspectos intrigantes; por ejemplo, que sus problemas con la imagen de sí misma se vieran representados en su doble identidad como presa, o que su vida con su hijo evocara la imagen de ventanas con barrotes. Pero dado que el fin de la terapia era inminente, escogí enfocarme en nuestra relación, en particular en los límites de lo que yo podía ofrecer. Carol se dio cuenta de que lo que el sueño le decía era que, aun si no se mudaba a lo de su hijo y proseguía vinculada a mí, yo no podría protegerla de la muerte.

Pasamos nuestras tres últimas sesiones trabajando sobre las implicaciones de esta revelación. Ello no sólo le hizo más fácil finalizar su tratamiento conmigo, sino que le sirvió de experiencia de despertar. Entendió como nunca lo había hecho los límites de lo que le podían dar los demás. Aunque la conexión puede paliar el dolor, no puede hacer desaparecer los aspectos más dolorosos de la condición humana. Esta percepción le dio una fuerza que podría llevar consigo dondequiera que viviese.

DIME QUE LA VIDA NO ES SÓLO UNA MIERDA: PHIL

Finalmente, el ejemplo de un sueño que ilumina aspectos de la relación terapeuta-paciente.

Eres un paciente que está muy enfermo en un hospital y yo soy tu médico. Pero en lugar de cuidarte, yo no hago más que preguntarte, con mucha insistencia, si tuviste una vida feliz. Quiero decirte que la vida no es sólo una mierda.

Cuando le pregunté a Phil, un hombre de ochenta años aterrado por la muerte, qué pensaba del sueño, respondió de inmediato que sentía que me chupaba la sangre, me exigía demasiado. Representa esa preocupación con una narrativa en la que, aunque el enfermo soy yo y él es el médico, sus necesidades son lo más importante, por lo que insiste en pedirme algo. Está desesperado por su mala salud y porque todos sus amigos murieron o están inválidos, y quiere que yo le dé esperanza al decirle que la vida no es sólo una mierda.

Inspirado por el sueño, me preguntó directamente:

—¿Soy una carga demasiado pesada para ti?

—Todos acarreamos la misma carga —le respondí— y aunque tu enfrentamiento con el gusano que está en el corazón de la manzana [una metáfora para la muerte que ya habíamos usado] es pesado, me resulta esclarecedor. Espero con ansias nuestras sesiones, y ayudarte a recuperar tu entusiasmo y reconectarte con la sabiduría que te dio tu experiencia de vida es lo que le da sentido a la mía.

Comencé el presente libro observando que la ansiedad ante la muerte rara vez figura en el discurso de la psicoterapia. Los terapeutas evitan el tema por diversas razones: niegan la existencia o la relevancia de la ansiedad ante la muerte; afirman que ésta es, en realidad, ansiedad acerca de alguna otra cosa; pueden temer hacer surgir sus propios temores; o la mortalidad les produce demasiada perplejidad o desesperanza.

Con la presente obra, espero haber logrado transmitir que es necesario y posible enfrentar y explorar todos los temores, incluso los más oscuros. Pero necesitamos nuevas herramientas: nuevas ideas y un nuevo tipo de relación terapeuta-paciente. Sugiero que prestemos atención a las ideas de los grandes pensadores que enfrentaron a la muerte con franqueza y que construyamos una relación terapéutica basada en los hechos existenciales de la vida. Todos estamos destinados a enfrentar tanto la alegría de la vida como el temor a la muerte.

La veracidad, tan crucial para que una terapia sea efectiva, toma una nueva dimensión cuando el terapeuta lidia con franqueza con los problemas existenciales. Debemos dejar de lado hasta el último vestigio de un modelo médico que supone que esos pacientes sufren de una extraña dolencia y que requieren un curador desapasionado, inmaculado e intocable. Todos enfrentamos un mismo terror: la herida de la mortalidad, el gusano que roe el corazón de la existencia.