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Conciencia de la muerte:
una autobiografía

A medida que me acerco al final, voy cerrando un círculo

que me aproxima al comienzo. Pareciera tener que ver

con allanar y preparar el camino. A mi corazón acuden

muchos recuerdos que hasta ahora dormían.

CHARLES DICKENS, Historia de dos ciudades.

No dejaremos de explorar.

Y el final de nuestra exploración

será el de llegar al sitio desde donde partimos

y conocer el lugar por primera vez.

T. S. ELIOT, «Little Gidding», Cuatro cuartetos.

Nietzsche afirmó una vez que para entender la obra de un filósofo, hay que estudiar su autobiografía[41]. Lo mismo puede decirse de los psiquiatras. Es bien sabido que en un amplio rango de actividades, desde la física cuántica a la economía, la psicología y la sociología, el observador influye en lo que observa. Tras presentar mis observaciones acerca de las vidas y los pensamientos de los pacientes, llegó la hora de invertir el proceso y revelar mis ideas personales acerca de la muerte, sus orígenes y el modo en que afectaron mi vida.

Las muertes que enfrenté

Por cuanto puedo recordar, tuve mi primer encuentro con la muerte a los cinco o seis años, cuando Stripy, uno de los gatos que vivían en la verdulería de mi padre, fue arrollado por un auto. Cuando lo vi tendido en el asfalto con un delgado hilo de sangre que le salía de la boca, le acerqué un pedacito de hamburguesa. Pero ni lo notó: sólo podía estar atento a su propia muerte. Recuerdo mi sensación de paralizante impotencia al no poder hacer nada por Stripy, pero no recuerdo haber sacado la obvia conclusión de que, ya que todas las criaturas vivientes morirían, eso mismo me ocurriría a mí. Sin embargo, me acuerdo de cada detalle de la muerte de ese gato con anormal claridad.

Mi primera experiencia con la muerte tuvo lugar en primero o segundo grado, cuando un condiscípulo al que conocíamos como L. C. falleció. No recuerdo qué significaban esas iniciales. Quizá nunca lo haya sabido. Ni siquiera estoy seguro de si éramos o no amigos o si jugábamos juntos. Sólo me quedan unos pocos recuerdos nítidos: que L. C. era albino y tenía los ojos rojos, y que llevaba sándwiches de fiambre como almuerzo. Eso me parecía extraño: hasta entonces, no sabía que era posible que los encurtidos habitaran en sándwiches.

Un día, L. C. dejó de asistir a la escuela, y una semana más tarde, la maestra nos dijo que había muerto. Eso fue todo. No dijo nada más. No lo volvió a mencionar. Nunca. Como un cadáver amortajado que se arroja por la borda en alta mar, desapareció en silencio. Pero sobrevive en mi mente con gran claridad. Han pasado unos setenta años, pero casi siento que puedo tender la mano y acariciar su áspera cabellera de un blanco fantasmal. Como si lo hubiese visto ayer, su imagen perdura en mi mente, y veo su piel blanca, sus zapatos abotinados y, sobre todo, la expresión de perpetua sorpresa de su rostro. Quizá no sea más que una reconstrucción. Quizá sólo imagino lo atónito que habrá quedado al toparse tan pronto con el señor Muerte.

Lo de «señor Muerte» es un término que comencé a emplear al comienzo de mi adolescencia. Lo tomé de un poema de E. E. Cummings sobre Búfalo Bill[42], que me impactó tanto que lo memoricé de inmediato:

Buffalo Bill

ha muerto

y solía

cabalgar un potro liso y plateado

como el agua

y acertarles a

unadostrescuatrocinco

palomasinapuntarles

por Dios,

vaya si era apuesto

y lo que quiero saber es

si te gusta ese muchacho de ojos azules,

señor Muerte.

No recuerdo haber sentido mucha emoción ante la desaparición de L. C. Freud afirmó que borramos de nuestra memoria las emociones desagradables. Me parece que eso es lo que me ocurrió y, también, que es lo que explica la paradoja de que conserve imágenes tan vividas de su persona, pero no de mis emociones. Creo que sería razonable suponer que la muerte de un coetáneo tiene que haberme afectado mucho. No es casual que recuerde a L. C. con tanta claridad, mientras que no conservo ni el más mínimo recuerdo de mis otros condiscípulos. Quizá, la nitidez de esa imagen es todo lo que quede de la impactante comprensión de que yo mismo, mis maestros y mis compañeros terminaríamos por desaparecer como L. C.

Quizás el poema de E. E. Cummings se instaló para siempre en mi mente porque, durante mi adolescencia, el señor Muerte visitó a otro muchacho conocido. Allen Marinoff era un «muchacho de ojos azules» que padecía de un defecto cardíaco y siempre estaba enfermo. Recuerdo su rostro puntiagudo y melancólico, los mechones de cabello castaño claro que se apartaba con los dedos cuando le caían sobre los ojos, su viejo y gastado portafolios escolar, tan incongruentemente grande y pesado para su frágil cuerpo. Una noche que dormí en su casa intenté, sin mayor entusiasmo, creo, preguntarle qué le ocurría. «¿Qué es lo te pasa, Allen? ¿Qué significa eso de que tienes un agujero en el corazón?». Todo era demasiado terrible.

Como mirar al sol. No recuerdo qué respondió. No recuerdo qué sentí ni qué pensé. Pero es indudable que en mi interior había fuerzas que resonaban como lo hacen los muebles pesados cuando uno los arrastra para cambiarlos de lugar, y que explican que mis recuerdos sean tan selectivos. Allen murió a los quince años.

A diferencia de otros niños, nunca había sido expuesto a la muerte asistiendo a funerales; en la cultura de mis padres, los niños estaban excluidos de tales sucesos. Pero algo importante ocurrió cuando tenía nueve o diez años. Una noche, el teléfono sonó y mi padre atendió. De inmediato, prorrumpió en un largo y estridente grito que me aterró. Su hermano, mi tío Meyer, había muerto. Incapaz de soportar los gemidos de mi padre, salí y me puse a dar vueltas a la manzana, una y otra vez.

Mi padre era un hombre amable y silencioso y esta conmocionante e inédita pérdida de control indicaba que acababa de ocurrir algo inmenso, portentoso, monstruoso. Mi hermana, que me lleva siete años, estaba en casa en ese momento pero no recuerda nada de esto, aunque sí muchas otras cosas que yo no registré. Así de poderosa es la represión, el proceso exquisitamente selectivo que, al decidir qué recordamos y qué olvidamos, desempeña un papel central en la construcción del mundo personal único de cada uno de nosotros.

Mi padre estuvo a punto de morir por un infarto cardíaco a los cuarenta y seis años. Ocurrió en mitad de la noche. Yo, que tenía catorce años, me aterré, y mi madre se sintió tan afligida que se puso a buscar un responsable, alguien a quien culpar por ese golpe del destino. Yo era quien estaba más a mano, y me dijo que mi rebeldía, mis faltas de respeto y la forma en que perturbaba a toda la casa eran las causas de esta catástrofe. Esa noche, mientras mi padre se retorcía de dolor, mi madre me gritó en repetidas ocasiones: «¡Tú lo mataste!».

Doce años después, cuando comencé a hacer terapia, mi descripción de este episodio produjo un desacostumbrado arranque de ternura en mi psicoanalista, la freudiana ultra ortodoxa Olive Smith. Chasqueando la lengua, se inclinó sobre mí y dijo: «Qué horror. Debe de haber sido terrible para ti». No recuerdo ni una sola de sus interpretaciones reflexivas, densas y cuidadosamente expresadas. Pero, al cabo de casi cincuenta años, atesoro la forma en que me consoló en ese momento.

La noche del infarto de mi padre, él, mi madre y yo aguardamos, desesperados, la llegada del doctor Manchester. Finalmente, oí el sonido de su auto, que estacionaba haciendo crujir las hojas caídas de otoño. Me precipité escaleras abajo, saltando los peldaños de tres en tres, para abrirle la puerta. La familiar visión de su rostro redondo, sonriente y familiar disolvió mi pánico. Poniéndome la mano en la cabeza, me desordenó el cabello, tranquilizó a mi madre, le dio una inyección a mi padre (posiblemente de morfina) y lo auscultó con su estetoscopio. Me hizo escuchar a mí también. «¿Oyes? Parejo como el tictac de un reloj. Se pondrá bien».

Ése fue un hecho que cambió mi vida de muchas maneras, pero lo que más recuerdo de él es el inefable alivio que experimenté cuando el doctor Manchester entró en la casa. En ese preciso instante decidí ser, como él, un médico, para darles a los demás el consuelo que él me había dado a mí.

Mi padre sobrevivió a esa noche, pero veinte años más tarde murió en forma repentina frente a toda la familia. Yo visitaba, acompañado de mi esposa y nuestros tres niños pequeños, a mi hermana en Washington D. C. Mi padre y mi madre también estaban ahí; él se sentó en la sala de estar, quejándose de que le dolía la cabeza, y se derrumbó en forma repentina.

El marido de mi hermana, también médico, quedó azorado. Después me dijo que era la primera vez en sus treinta años de práctica que veía el instante en que se producía una muerte. Sin perder la calma, le di puñetazos en el pecho a mi padre (por entonces, no se practicaba la resucitación cardiopulmonar) y, al ver que no respondía, tomé el maletín negro de mi cuñado, saqué una jeringa y, desgarrando la camisa de mi padre, le inyecté adrenalina en el corazón. No sirvió de nada.

Más tarde me reproché ese acto innecesario. Al revivir esa escena, recordé lo suficiente de mi entrenamiento en neurología como para darme cuenta de que el problema no estaba en el corazón, sino en el cerebro. Vi cómo los ojos de mi padre miraron de pronto hacia la derecha, y ello me debió haber indicado que ningún estimulante cardíaco serviría de nada. Había tenido una hemorragia (o trombosis) cerebral del lado derecho. Los ojos siempre miran en dirección al derrame.

Durante el entierro de mi padre no mostré tanta calma. Me cuentan que, cuando llegó el momento en que debí tirar la primera palada de tierra sobre el ataúd, estuve a punto de desmayarme, y hubiese caído a su tumba abierta de no haber sido porque uno de mis familiares me sostuvo.

Mi madre vivió mucho más, pues murió a los noventa y tres años. Recuerdo dos episodios memorables ligados a su funeral.

El primero tuvo que ver con hornear. La noche anterior al sepelio, sentí una súbita necesidad de hacer una hornada del delicioso kichel que ella solía preparar. Sospecho que necesitaba distraerme. Además, lo de preparar kichel junto a mi madre era un recuerdo feliz, y yo quería estar junto a ella un poco más. Hice la masa, la dejé levar toda la noche, y, por la mañana temprano, la estiré, le añadí canela, mermelada de pifia y pasas de uvas y la horneé para servírsela a los familiares y amigos que regresaban a la casa para acompañamos después del funeral.

¡Pero el kichel fue un fiasco! ¡Olvidé, por única vez, añadirle azúcar! Quizá fuese un mensaje simbólico dirigido a mí mismo y que expresaba que me había concentrado demasiado en la severidad de mi madre. Era como si mi inconsciente me regañara: «Ves, olvidas lo bueno: cómo te cuidó, su infinita, a veces muda, devoción».

El segundo suceso fue un sueño que tuve la noche después del entierro. Ello ocurrió hace quince años, pero esta imagen onírica no se opaca, y sigue brillando con fuerza en el ojo de mi mente.

Oigo a mi madre gritar mi nombre. Corro hacia mi casa de la infancia por el sendero de entrada, abro la puerta, y allí, frente a mí, sentados en la escalera, en sucesivas filas, veo a los integrantes de mi familia (para entonces, todos habían fallecido; de todos nuestros parientes, mi madre fue la última en morir) al contemplar esos amables rostros, veo a mi tía Minnie sentada en el centro mismo. Vibra como un abejorro, moviéndose tan deprisa que sus facciones se ven borrosas.

Mi tía Minnie había muerto hacía pocos meses. Su muerte me horrorizó. Quedó paralizada por un grave derrame cerebral, y, aunque no perdió la conciencia, no podía mover ni un solo músculo de su cuerpo, a excepción de los párpados. Esto se conoce como «síndrome de encierro». Permaneció así hasta su muerte, dos meses más tarde.

Pero en el sueño, estaba en el centro y adelante, moviéndose frenéticamente. Creo que era un sueño de desafío a la muerte: Minnie, ahí en las escaleras, no sólo no estaba paralizada, sino que se movía con tal velocidad que apenas si el ojo llegaba a distinguirla. De hecho, todo el sueño apuntaba a deshacer la muerte. Mi madre no estaba muerta; vivía, y me llamaba como siempre lo hacía. Y también vi a todos mis familiares muertos, sentados en las escaleras, sonriendo, mostrándome que seguían con vida.

Creo que había un mensaje más, un mensaje de intención recordatoria. Mi madre me llamaba para decirme: «Recuérdame. Recuérdanos a todos. No nos dejes perecer». Y le hice caso.

La frase «recuérdame» siempre me conmueve. En mi novela El día que Nietzsche lloró, hago aparecer a Nietzsche vagando por un cementerio, contemplando las lápidas mientras compone un breve poema que termina así:

Aunque las piedras no oyen ni pueden ver

todas sollozan: «Recuérdame».

«Recuérdame».

Escribí esas líneas, que le atribuí a Nietzsche, en un instante, y me agradó tener ocasión de publicar mi primer poema. Luego, casi un año después, hice un extraño descubrimiento. Stanford trasladaba su Departamento de Psiquiatría a un nuevo edificio y, durante la mudanza, la secretaria encontró, detrás de mi archivador, un abultado sobre sellado que el tiempo había amarilleado. En su interior había un paquete de poesías, que daba por perdidas, escritas por mí entre el fin de la adolescencia y el comienzo de mi juventud. Entre ellas estaban los versos, idénticos en cada una de sus palabras, que yo creía haber compuesto para la novela. Los había escrito en ocasión de la muerte del padre de mi prometida. ¡Me había plagiado a mí mismo!

Mientras escribía el presente capítulo y pensaba en mi madre, tuve otro sueño perturbador.

Un amigo me visita. Le muestro mi jardín antes de llevarlo a mi estudio. Enseguida veo que mi computadora no está. Tal vez me la robaron. No sólo eso, sino que mi escritorio, por lo general atestado, está totalmente vacío.

Era una pesadilla y desperté en pánico. No cesaba de repetirme: «Cálmate, cálmate, ¿a qué le temes?». Incluso durante el sueño, sabía que mi terror no tenía sentido. Al fin y al cabo, lo único que faltaba era una computadora, y siempre tengo una copia completa de todos sus contenidos a salvo y en otro lugar.

A la mañana siguiente, mientras me preguntaba qué elemento del sueño había sido el que me aterrara, recibí una llamada telefónica de mi hermana, a quien le había enviado un borrador de la primera parte de esta autobiografía. Mis recuerdos la sacudieron, y me contó algunos de los suyos, incluyendo uno que yo había olvidado. Nuestra madre estaba internada en el hospital tras someterse a una cirugía de cadera, y mi hermana y yo nos encontrábamos en su departamento ocupándonos de unos papeles, cuando recibimos un mensaje urgente. Debíamos presentamos de inmediato en el hospital. Nos dirigimos allí a toda prisa y fuimos a su habitación. Sólo encontramos un colchón en la cama. Había muerto y se habían llevado su cuerpo. Nada quedaba de ella.

Mientras escuchaba a mi hermana, percibí el significado de mi sueño. Entendí el motivo de mi terror. No era porque faltara la computadora, sino porque mi escritorio, como la cama de mi madre, había sido limpiado por completo. El sueño predecía mi muerte.

Encuentros personales con la muerte

Me salvé por poco a los catorce años. Había participado en un torneo de ajedrez en el Gordon Hotel, en la calle diecisiete de Washington D. C., y aguardaba el autobús que me llevaría a casa, parado en la acera. Mientras estudiaba mis notas sobre la partida jugada, una hoja se me cayó y voló a la calle, y me agaché instintivamente para recogerla. Un desconocido me apartó de un tirón en el momento mismo en que un taxi pasaba a toda velocidad, a apenas centímetros de mi cabeza. Quedé profundamente sacudido por este incidente, que repetí en mi mente incontables veces. Incluso ahora, el corazón se me acelera al recordarlo.

Hace pocos años, sentí un intenso dolor en mi cadera y consulté con un traumatólogo, quien ordenó que me hiciera una radiografía. Cuando la examinamos juntos, fue tan tonto e insensible como para señalar un pequeño punto oscuro en la radiografía y me comentó en tono fáctico, de médico a médico, que podía tratarse de una lesión metastásica. En otras palabras, una sentencia de muerte. Indicó un estudio mediante resonancia magnética, que, como era viernes, podía realizarse sólo tres días después. Durante esos tres insoportables días, la conciencia de la muerte se adueñó de mi mente. De todas las formas en las que procuré confortarme, la más eficaz resultó ser, curiosamente, leer mi propia novela, que acababa de finalizar.

Julius, el protagonista de Un año con Schopenhauer, es un anciano psiquiatra al que le diagnostican un melanoma maligno fatal. Escribí muchas páginas que describen su lucha por aceptar la idea de la muerte y vivir lo que le queda de vida de una manera significativa. Las ideas no lo ayudaban hasta que hojeó Así hablaba Zarathustra, de Nietzsche, y se encontró con el experimento del eterno retorno (en el capítulo 4 expliqué cómo empleo esa idea en terapia).

Julius reflexiona sobre el planteo de Nietzsche. ¿Estaría dispuesto a vivir su vida tal como lo hizo, una y otra vez? Se da cuenta de que sí, vivió bien su vida y…

Minutos después «recuperó el conocimiento»: ya sabía con exactitud qué hacer y cómo pasar su último año. Viviría tal como lo había hecho el año anterior… y el anterior a ése, y así sucesivamente. Le encantaba ser terapeuta, le encantaba conectarse con otras personas y ayudarlas, y conseguir que algo cobrara vida dentro de ellas. A lo mejor su trabajo era una manera de sublimar la conexión perdida con su esposa; a lo mejor necesitaba el aplauso, la afirmación y gratitud de aquéllos a quienes ayudaba. Así y todo, aun si operaran en él sórdidas motivaciones, daba gracias por su trabajo. ¡Dios lo bendiga!, se dijo.

Leer mis propias palabras me brindó el consuelo que necesitaba. Consuma tu vida. Alcanza tu potencial. Ahora entendía más a fondo el consejo de Nietzsche. Mi propio personaje, Julius, me había señalado el camino. Fue un poderoso e infrecuente caso en que la realidad imitó a la ficción.

Alcanzar mi potencial

Considero que cumplo con creces con lo que me propongo. Soy profesor de Psiquiatría en la universidad de Stanford desde hace décadas y, en general, he sido tratado con gran respeto por mis colegas y estudiantes. Sé que como escritor carezco de la capacidad para la imaginería poética de los grandes contemporáneos, como Roth, Bellow, Ozick, McEwan, Banville, Mitchell e incontables otros cuyos libros leo con asombro y respeto, pero he afinado los recursos con que cuento. Soy un narrador razonablemente bueno, he escrito ficción y no-ficción; y tengo muchos más lectores y aprobación de la crítica de lo que nunca hubiese creído posible.

En el pasado, antes de pronunciar alguna conferencia, solía imaginar que alguna eminencia gris, quizás un destacado catedrático en psicoanálisis, mayor que yo, se pondría de pie y declararía que yo no digo más que disparates. Pero ahora, ya no padezco de ese temor; por un lado, gané confianza; por otro, no suele haber nadie más viejo que yo en el recinto.

Hace ya décadas que recibo muchos elogios de lectores y estudiantes. A veces, me afectan hasta el punto de marearme. Otras, cuando estoy inmerso en lo que escribo en ese momento, apenas si les hago caso. En ocasiones me asombra la manera en que se me atribuye mucha más sabiduría de la que realmente tengo, y debo recordarme a mí mismo que no tengo que tomarme esos elogios con demasiada seriedad. Todos necesitan creer que en algún lugar existen hombres y mujeres verdaderamente sabios. Yo mismo los busqué en mi juventud y, con los años, me he convertido en receptor de los anhelos de los demás.

Creo que la necesidad de mentores que tienen las personas dice mucho acerca de nuestra vulnerabilidad y necesidad de un ser superior o supremo. Muchas personas, entre ellas yo, no sólo veneran a sus mentores, sino que les atribuyen más crédito del que merecen. Hace un par de años, en un acto conmemorativo en honor de cierto profesor de Psiquiatría, oí el elogio que le dedicó uno de mis exestudiantes, a quien llamaré James, hoy día calificado catedrático de Psiquiatría en una universidad de la costa Este. Conocí bien a ambos, y me sorprendí al ver que, en su discurso, James le atribuía buena parte de sus propias ideas creativas a su fallecido maestro.

Esa misma tarde, le mencioné esta percepción a James, quien, con una débil sonrisa dijo:

—Ah, Irv. Me sigues enseñando.

Estuvo de acuerdo con lo que yo decía, pero no sabía cuál sería su propia motivación. Le recordé la forma en que los escritores antiguos les solían atribuir sus propias obras a sus maestros, al punto de que a muchos estudiosos de los clásicos les cuesta determinar la verdadera autoría de varias obras. Por ejemplo, Tomás de Aquino le atribuyó buena parte de sus pensamientos a su maestro intelectual, Aristóteles.

Cuando, en 2005, el Dalai Lama habló en la Universidad de Stanford, se lo trató con extraordinaria reverencia. Cada una de sus palabras fue idealizada. Cuando terminó su discurso, muchos de mis colegas de Stanford —profesores eminentes, decanos, científicos candidatos al Premio Nobel— se apresuraron a formar fila ante él, como escolares, para que les pusiera al cuello una cinta de oraciones mientras ellos se inclinaban y lo llamaban «Su Santidad».

Todos nosotros sentimos un poderoso deseo de reverenciar a algún gran hombre o mujer, de pronunciar las emocionantes palabras «Su Santidad». Quizá se trate de lo que Erich Fromm, en su Miedo a la libertad, llamó «anhelo de sumisión». De ahí surgen las religiones.

En síntesis, siento que, en mi vida y en mi profesión, me realicé y alcancé mi potencial. Tal realización no sólo es satisfactoria, también me defiende de la transitoriedad y de la inminencia de la muerte. De hecho, mi trabajo como terapeuta es, en buena parte, mí modo de lidiar con esos temas. Siento que ser terapeuta es una bendición. Ver cómo los otros se abren a la vida es extraordinariamente satisfactorio. La terapia es la forma más evidente de observar la propagación por ondas concéntricas. En cada una de mis horas de trabajo tengo ocasión de transmitir partes de mí, de lo que aprendí en la vida.

(Por cierto, a menudo me pregunto cuánto tiempo más esto seguirá siendo así para mi profesión. Como terapeuta, he trabajado con muchos colegas, que, tras graduarse en un programa que consiste casi enteramente en el estudio de terapias cognitivas-conductistas, se sienten desesperados ante la perspectiva de trabajar en forma mecánica con sus pacientes según las recetas del conductismo. También me pregunto a quién recurrirán estos terapeutas entrenados para tratar a sus pacientes según el modo impersonal del conductismo cuando ellos mismos necesiten ayuda. Supongo que no a colegas de su misma escuela).

La idea de brindar ayuda a los demás mediante una terapia intensiva que se enfoque en temas interpersonales y existenciales y dé por sentada la existencia del inconsciente (por más que mi visión de los contenidos del inconsciente difiere mucho de la que es tradicional en el psicoanálisis) es muy valiosa para mí. Mi deseo de mantenerla con vida y transmitírsela a otros le da sentido a mi existencia y me insta a seguir trabajando y escribiendo a mi edad, por más que, como dijo Bertrand Russell: «algún día, hasta el sistema solar quedará en ruinas». El argumento de Russell es indiscutible, pero no creo que ese punto de vista cósmico sea relevante. Lo único que me importa es el mundo humano, el mundo de las relaciones humanas. No siento tristeza ni dolor ante la idea de abandonar un mundo vacío, un mundo donde no haya otra mente con la misma autoconciencia subjetiva que la mía. La idea de propagarse en ondas concéntricas, de transmitirles a otros lo importante de la propia vida, conlleva la de conectarse con otros seres con conciencia de sí. Sin eso, la propagación es imposible.

La muerte y mis mentores

Hace unos treinta años, comencé a escribir un libro de texto sobre la psicoterapia existencial. A fin de prepararme para la tarea, trabajé durante muchos años con pacientes terminales que se enfrentaban con una muerte inminente. A muchos de ellos, ese trance los volvió sabios. Fueron mis maestros y tuvieron una perdurable influencia en mi vida y mi trabajo.

Aparte de ellos, tuve tres mentores destacados: Jerome Frank, John Whitehorn y Rollo May. Tuve memorables encuentros con cada uno de ellos cuando se aproximaban a la muerte.

JEROME FRANK

Jerome Frank fue uno de mis profesores en John Hopkins, un pionero en la terapia de grupo, y mi guía en ese campo. Además, durante toda mi vida fue un modelo de integridad personal e intelectual. Después de graduarme, seguí en estrecho contacto con él, visitándolo durante su gradual declinación en un hogar para ancianos en Baltimore.

En su novena década de vida, Jerry padeció de demencia progresiva, y la última vez que lo visité, pocos meses antes de su muerte a los noventa y cinco años, no me reconoció. Me quedé hablando con él mucho tiempo, trayendo a colación mis recuerdos de él y de todos los colegas con quien había trabajado. Poco a poco, recordó quién era yo y, meneando la cabeza con tristeza, se disculpó por su pérdida de memoria.

—Lo lamento, Irv, pero no puedo controlarlo. Cada mañana, mi memoria, la pizarra completa, queda totalmente borrada. —Hizo un gesto como si borrara lo escrito en una pizarra.

—Eso debe de ser terrible para ti, Jerry —dije—. Recuerdo que te enorgullecías de tu extraordinaria memoria.

—Mira, no es tan malo —respondió—. Me despierto y desayuno aquí en la sala con todos estos pacientes y empleados. Por la mañana me parecen desconocidos pero, con el transcurso del día, se me vuelven más familiares. Miro la televisión y después le pido a alguno que acerque mi silla de ruedas a la ventana. Me quedo mirando y disfruto de todo lo que veo. Siento como si viera muchas cosas por primera vez. Me agrada sentarme y mirar. No es tan malo, Irv.

Ésa fue la última vez que vi a Jerry Frank: en una silla de ruedas, tan encorvado que debía esforzarse por alzar la cabeza para mirarme. Sufría de una devastadora demencia, y, sin embargo, me decía que, aun cuando se haya perdido todo, nos queda el placer de, simplemente, ser.

Atesoro ese regalo, ese acto de generosidad final de un mentor extraordinario.

JOHN WHITEHORN

John Whitehorn, un gigante de la psiquiatría y cabeza del Departamento de Psiquiatría de la universidad John Hopkins durante tres décadas, desempeñó un papel central en mi educación. Era un hombre rígido y cortés, cuya calva reluciente estaba rodeada de un anillo de cabello gris prolijamente recortado. Usaba lentes de armazón de oro y ni su rostro, ni el traje castaño que usaba todos los días del año tenían una sola arruga. (Los estudiantes llegamos a la conclusión de que debía de tener dos o tres idénticos en su ropero).

Cuando pronunciaba una conferencia, no hacía gestos superfluos: sólo movía los labios. Mantenía todo lo demás —manos, mejillas, cejas— en una notable inmovilidad. Nunca oí que nadie, ni siquiera sus colegas, lo llamara por su nombre de pila. Todos los estudiantes temían su formal cóctel anual, en el que servía una diminuta copa de jerez y no daba nada de comer.

Durante mi tercer año como residente en Psiquiatría, cinco estudiantes avanzados y yo lo acompañábamos en sus rondas todos los jueves por la tarde. Antes, almorzábamos en su oficina, revestida en roble. Los alimentos eran simples, pero presentados con elegancia sureña: manteles de lino, centelleantes bandejas de plata, platos de porcelana. Durante el almuerzo, manteníamos prolongadas conversaciones informales. Todos teníamos llamadas que responder y pacientes que clamaban por nuestra atención, pero no había manera de apresurar al doctor Whitehorn. Al fin, incluso yo, el más frenético del grupo, aprendí a tomármelo con calma y detener el tiempo.

Esas dos horas eran la oportunidad para preguntarle lo que uno quisiera. Recuerdo haberlo interrogado sobre temas como la génesis de la paranoia, la responsabilidad de los médicos para con los suicidas, la incompatibilidad entre el cambio terapéutico y el determinismo. Aunque siempre respondía en forma exhaustiva a tales preguntas, era evidente que prefería otros temas, como la estrategia militar de los generales de Alejandro Magno, la precisión de los arqueros persas, los principales errores en la batalla de Gettysburg, y más que nada, su versión mejorada de la tabla periódica de los elementos (su primer título fue el de químico).

Después de almorzar, nos sentábamos en círculo para observar cómo el doctor Whitehorn entrevistaba a cuatro o cinco de los pacientes que tenía adjudicados. Era imposible predecir cuánto duraría cada entrevista. Algunas le llevaban quince minutos; otras, dos o tres horas. Nunca se apresuraba. Tenía mucho tiempo. Nada le interesaba tanto como la ocupación o vocación de sus pacientes. Una semana, instaba a un profesor de Historia a que discutiese en detalle el fracaso de la armada española, y a la siguiente, lo veíamos urgiendo a un agricultor sudamericano a que hablase durante una hora acerca de la planta del café, como si su principal objetivo fuese entender la relación entre la altura sobre el nivel del mar y la calidad del grano de café. Su forma de adentrarse en el terreno personal era tan sutil que siempre me dejaba asombrado cuando algún paciente suspicaz y paranoico se ponía a hablar con franqueza de sí mismo y de su mundo psicótico.

Al permitir que el paciente le enseñara, el doctor Whitehorn se relacionaba con la persona más que con la patología de ese paciente. Su estrategia mejoraba invariablemente la imagen de los pacientes, así como su disposición a revelarse.

Podría decirse que era un interrogador «astuto». Pero no lo era. No había duplicidad en él. El doctor Whitehorn realmente quería que le enseñaran. Era un coleccionista de información y, de esa manera, había acumulado un asombroso tesoro de hallazgos y curiosidades.

—Tanto tú mismo como tus pacientes ganarán —solía decir— si les permites enseñarte acerca de sus vidas e intereses. No sólo aprenderás algo, sino que, en última instancia, te informarás de todo lo que necesites saber sobre su enfermedad.

Tuvo una vasta influencia sobre mi educación, y en mi vida. Muchos años después, me enteré de que una entusiasta carta de recomendación escrita por él me facilitó el ingreso en la facultad de Psiquiatría de la Universidad de Stanford. Una vez que comencé mi carrera en Stanford, no tuve más contacto con él durante muchos años, a excepción de unas pocas sesiones con uno de sus exestudiantes, a quien me derivó para que lo tratara.

Entonces, un día, temprano por la mañana, recibí una llamada telefónica de su hija, a quien no conocía. Me dijo que Whitehorn había sufrido un grave accidente cerebrovascular y que había pedido especialmente que yo lo visitara. Me trasladé de inmediato de Baltimore a California, sin dejar de pensar todo el tiempo «¿por qué yo?». Fui directamente a visitarlo al hospital.

Estaba hemipléjico, con medio cuerpo paralizado, y tenía afasia expresiva, lo que obstaculizaba mucho su capacidad para hablar.

Ver a una de las personas con el modo más glorioso de expresarse que nunca hubiese conocido babeándose mientras procuraba hacer surgir las palabras fue una conmoción. Por fin, se las arregló para decir:

—Tengo… tengo… miedo, mucho miedo. —Y yo también sentía miedo al ver a ese monumento derribado, convertido en ruinas.

Pero ¿por qué había querido verme a mí? Había formado a dos generaciones de psiquiatras, muchos de los cuales ocupaban prominentes posiciones en destacadas universidades. ¿Por qué me escogía a mí, el inquieto, acosado por las dudas, hijo de un verdulero inmigrante? ¿Qué creía que podía hacer yo por él?

Lo cierto es que no hice gran cosa. Me comporté como cualquier visitante nervioso que busca con desesperación alguna palabra de consuelo para brindar. Al cabo de veinticinco minutos, se durmió. Más tarde me enteré de que murió dos días después de mi visita.

La pregunta «¿por qué yo?», resonó en mi mente durante años. Tal vez yo había sido el sustituto del hijo que perdió en la terrible batalla del Bulge, en la Segunda Guerra Mundial.

Recuerdo el banquete que dio cuando se jubiló, lo que tuvo lugar durante mi último año de estudios. Cuando la comida y los brindis y discursos de los muchos dignatarios que asistieron terminaron, se puso de pie y comenzó su discurso de despedida con gran formalidad.

—He oído decir —comenzó— que se puede juzgar a una persona por sus amigos. Si eso es cierto —aquí hizo una pausa y contempló a los asistentes con gran deliberación— debo de ser una gran persona. Ha habido ocasiones, no tantas como habría querido, en las que pude aplicar esta idea, diciéndome: «Si tenía tan buena opinión de mí, debo de ser una gran persona».

Mucho después, con la perspectiva que dan los años y mi mayor experiencia con el morir, entendí que el doctor Whitehorn tuvo una muerte solitaria. No lo rodearon amigos cercanos que lo amaran, ni tampoco familiares. Que recurriera a mí, un estudiante al que no había visto en diez años y con quien nunca compartió un momento de intimidad, no indica que yo fuese especial por algún motivo, sino su trágica falta de conexión con las personas que lo querían y a las que quería.

Al mirar atrás, a menudo he pensado que me hubiese gustado tener una segunda oportunidad de visitarlo. Sé que le di algo por mi mera disposición a cruzar todo el país para verlo, pero me hubiese gustado, y mucho, hacer algo más por él. Debí haberlo tocado, haber estrechado su mano, incluso abrazarlo y darle un beso en la mejilla. Pero era tan rígido y severo que dudo que nadie, durante décadas, se haya animado a abrazarlo. En lo que a mí respecta, nunca lo toqué, ni vi que nadie lo hiciera. Tendría que haberle dicho cuánto significaba para mí, hasta qué punto sus ideas se habían propagado en ondas concéntricas hasta mí, lo mucho que lo recordaba al hablarles a mis pacientes en la forma en que él lo hacía con los suyos. De algún modo, su solicitud de que fuera a visitarlo en su lecho de muerte fue el regalo final que me hizo ese mentor, aunque estoy seguro de que, allí, en su trance final, a él ni se le ocurrió que así fuera.

ROLLO MAY

Rollo May fue importante para mí como autor, terapeuta y amigo.

Cuando comencé mis estudios de psiquiatría, los modelos teóricos por entonces vigentes me dejaban confundido e insatisfecho. Me parecía que tanto el modelo biológico como el psicoanalítico dejaban fuera de sus formulaciones demasiadas cosas que hacen a la esencia humana. Cuando el libro de May, Existencia, se publicó durante mi segundo año como residente, lo devoré, y sentí que me abría una perspectiva brillante y totalmente nueva. De inmediato, emprendí mi propia educación filosófica anotándome en un curso de historia de la filosofía occidental. Desde ese momento, he continuado leyendo y asistiendo a cursos sobre el tema, que me han brindado más sabiduría y orientación en mi labor que la literatura profesional especializada.

Me sentí agradecido a Rollo May por ese libro y porque indicaba el camino a un enfoque más sabio de la problemática humana. (Me refiero en particular a sus tres primeros ensayos. Los siguientes fueron traducciones de analistas europeos de la tendencia dasein, que me parecieron menos valiosos). Muchos años después, cuando desarrollé ansiedad ante la muerte durante mi trabajo con pacientes que estaban muriendo de cáncer, decidí hacer terapia con él.

Rollo May vivía y trabajaba en Tiburón, a ochenta minutos de auto de mi oficina de Stanford, pero me parecía que el trayecto bien valía la pena. Lo vi todas las semanas durante tres años, a excepción de los tres meses que se tomaba para sus vacaciones anuales en Nueva Hampshire. Traté de hacer un uso constructivo del tiempo de viaje grabando nuestras sesiones y escuchando la última cuando me dirigía a la siguiente. Más tarde, les recomendé esa técnica a los pacientes que deben conducir un largo trecho para llegar a mi consultorio.

Hablamos mucho sobre la muerte y sobre la ansiedad que el trabajo con tantos moribundos había hecho surgir en mí. Lo que más me afligía era el aislamiento que acompaña la muerte. Durante un período en que padecí de intensas ansiedades nocturnas cuando viajaba para dar conferencias, pasé una noche en un motel cercano a su consultorio, de modo de tener sesiones antes de irme a dormir y también al día siguiente.

Tal como esperaba, sufrí de una considerable ansiedad difusa durante la noche, con aterradores sueños que incluían imágenes persecutorias y la horrible visión de la mano de una bruja que entraba por la ventana. Aunque intentamos explorar la ansiedad ante la muerte, creo que de alguna manera nos conjuramos para no mirar al sol. Evitamos la confrontación directa con el espectro de la muerte que sugiero en la presente obra.

Sin embargo, en términos generales, Rollo fue un excelente terapeuta para mí; y, cuando terminamos la terapia, me ofreció su amistad. Tenía buena opinión de mi Psicoterapia existencial, que me llevó diez años escribir y que acababa de finalizar, y sorteamos con relativa facilidad la transición compleja y llena de acechanzas de una relación de terapeuta-paciente a una de amistad.

Con los años, llegó un momento en que invertimos nuestros roles. Rollo sufrió una serie de pequeños accidentes cerebrovasculares que solían dejarlo confuso y presa del pánico.

Una tarde su mujer, Georgia May, a quien también me unía una estrecha amistad, me telefoneó para decirme que Rollo se aproximaba a la muerte y había pedido que mi esposa y yo fuésemos a verlo. Esa noche, los tres permanecimos juntos, atendiendo por turno a Rollo, que estaba inconsciente y respiraba con dificultad a causa de un edema pulmonar avanzado. Por fin, durante mi turno, exhaló un último y fatigado suspiro, y murió. Georgia y yo lavamos su cuerpo y lo preparamos para el funebrero que iría por la mañana a fin de llevarlo al crematorio.

Esa noche, me fui a dormir muy perturbado con la muerte de Rollo y la idea de su cremación, y tuve este poderoso sueño:

Estoy en un centro comercial con mis padres y hermana, y decidimos ir al piso superior. Me veo en un ascensor, pero estoy solo. Mi familia desapareció. El ascensor sube durante mucho, mucho tiempo. Cuando salgo, me encuentro en una playa tropical. Pero por más que busco y busco a mi familia, no la encuentro. Aunque el paisaje es muy bello —para mí, las playas tropicales son el paraíso—, comienzo a sentir un imparable temor. Me pongo un camisón adornado con el rostro amable y sonriente del Oso Smoky[43]. Esa cara comienza a relucir hasta volverse brillante. Enseguida, todo el sueño se enfoca ahí, como si toda su energía se transfiriera a ese simpático rostro sonriente.

El sueño me despertó, no tanto por lo que tenía de aterrador como por el brillo del reluciente adorno de mi camisón. Era como si hubiesen encendido unas poderosas luces en mi dormitorio. Al comienzo del sueño, me sentía en calma, casi alegre. Pero en cuanto no pude encontrar a mi familia, me embargó una sensación amenazante y aterradora. A continuación, todo quedó dominado, el sueño entero se consumió, por el resplandeciente Oso Smoky.

Estoy bastante seguro de que lo que expresaba la imagen brillante del Oso Smoky era la cremación de Rollo. La muerte de Rollo me enfrentó con la mía, que en el sueño aparecía en la pérdida de mi familia y en la interminable subida del ascensor. La credulidad de mi inconsciente me escandalizó. Me parece bochornoso que una parte de mí haya comprado la versión hollywoodense de la inmortalidad, representada por ese viaje en ascensor y por la interpretación cinematográfica del paraíso como playa tropical. Además, este paraíso, por su total aislamiento, no era verdaderamente paradisíaco.

El sueño parece representar un esfuerzo heroico por disminuir el terror. El horror de la muerte de Rollo y de su inminente cremación me sacudió, y el sueño era un intento de paliar mi terror suavizando la experiencia. La muerte aparece bajo el inofensivo disfraz de un viaje en ascensor y una playa tropical. Hasta el fuego de la cremación se hace más amistoso, y aparece en mi camisón, que me pongo para entrar en sueño que es la muerte, como una simpática imagen del bonito Oso Smoky.

Este sueño parece un ejemplo especialmente apropiado de la creencia de Freud acerca de que los sueños son los custodios del dormir. Mi sueño procuraba por todos los medios que yo siguiera durmiendo al no transformarse en una pesadilla que me hubiese despertado. Como una represa, contenía la marea del terror, pero terminó por resquebrajarse, permitiendo que algo de aquél se filtrara. El adorable oso terminó por recalentarse y estallar en llamas tan brillantes que me despertaron.

Cómo sobrellevo la muerte en lo personal

Pocos de mis lectores dejarán de preguntarse si, al escribir el presente libro a la edad de setenta y cinco años, estoy enfrentando mi propia ansiedad ante la muerte. Debo ser transparente. Suelo preguntarles a mis pacientes: «¿Exactamente qué es lo que más te atemoriza de la muerte?». Me lo preguntaré a mí mismo.

Lo primero que me viene a la mente es la angustia de abandonar a mi esposa, mi compañera del alma desde que ambos teníamos quince años. Una imagen entra en mi mente: la veo subir a su auto y alejarse sola. Me explicaré. Todos los jueves me voy en auto a San Francisco para ver pacientes. Ella toma el tren los viernes, para que nos encontremos durante el fin de semana. Después, nos vamos juntos en auto a Palo Alto, donde la dejo para que recupere su auto del estacionamiento de la estación de ferrocarril. Siempre espero, y me la quedo mirando por el espejo retrovisor para cerciorarme de que ponga el auto en marcha. Sólo entonces me voy. La imagen de ella subiendo sola al auto después de mi muerte, sin que yo la observe ni proteja, me embarga de un dolor inexpresable.

Claro que se podría alegar que, en todo caso, se trata de dolor por su dolor. ¿Y el dolor por mí? Mi respuesta es que no habrá un «yo» que sienta dolor. Coincido con el dictamen de Epicuro: «Cuando la muerte es, yo no soy». No habrá un «yo» que sienta terror, tristeza, duelo, privación. Mi conciencia se extinguirá. El interruptor apagará todas las luces. También me conforta su argumento de la simetría: cuando muera, estaré en el mismo estado de no ser en que me encontraba antes de mi nacimiento.

PROPAGACIÓN POR ONDAS CONCÉNTRICAS

No puedo negar que escribir este libro sobre la muerte me es valioso en lo personal. Creo que tiene la función de desensibilizarme. Supongo que podemos habituarnos a cualquier cosa, incluso a la muerte. Pero mi propósito principal para escribirlo no es trabajar con mi propia ansiedad ante la muerte. Creo que escribo, ante todo, como maestro. He aprendido mucho acerca de cómo atemperar el temor ante la muerte y quiero transmitírselo a los demás mientras me quede vida y mi intelecto se mantenga intacto.

De modo que la empresa de escribir está íntimamente asociada a la propagación por ondas concéntricas. Encuentro gran satisfacción en transmitir algo de mí al futuro. Pero como vengo diciendo en estas páginas, no creo que «yo», mi imagen, mi persona, persistan, sino más bien que lo haga alguna de mis ideas, algo que provea orientación y consuelo. Que algún acto virtuoso o amable, que alguna manera constructiva de lidiar con el terror persista y se propague en ondas, en modos que no puedo predecir y entre personas que no conozco.

Hace poco, un joven me consultó porque tenía problemas matrimoniales. Me dijo que también había acudido a mí para satisfacer su curiosidad. Veinte años antes, su madre (de quien yo no me acordaba) había hecho unas pocas sesiones de terapia conmigo. Le habló de mí a su hijo, diciéndole que la terapia había cambiado su vida. Todo terapeuta (todo maestro) ha escuchado historias parecidas sobre el efecto de propagación en ondas concéntricas a largo plazo.

He renunciado al deseo, a la esperanza, de que yo mismo, mi imagen, vaya a persistir de alguna manera. Sin duda que llegará el momento en que la última persona viviente que me haya conocido muera. Hace décadas leí en la novela de Alan Sharp Un árbol verde en Geddes la descripción de un cementerio rural con dos secciones: los «muertos recordados» y los «muertos de verdad». Las tumbas de los muertos recordados están cuidadas y adornadas con flores, mientras que las de los muertos de verdad están olvidadas, sin flores, infestadas de yerbajos y con las lápidas torcidas y desgastadas. Estos muertos de verdad eran los más antiguos y desconocidos, los que nadie que estuviera vivo había visto nunca. Una persona de edad —toda persona de edad— es el último repositorio de la imagen de muchas otras personas. Cuando los muy viejos mueren, se llevan consigo una multitud.

VÍNCULOS Y TRANSITORIEDAD

Las relaciones íntimas me ayudan a sobreponerme al temor a la muerte. Atesoro mis relaciones con mi familia —mi esposa, nuestros cuatro hijos, nuestros nietos, mi hermana— y con mi red de amigos cercanos. Soy tenaz para mantener y nutrir viejas relaciones. Es imposible hacerse de viejos amigos nuevos.

Las ricas oportunidades de vincularse son precisamente lo que hace que la terapia sea tan satisfactoria para el terapeuta. Procuro relacionarme en forma íntima y auténtica con cada paciente, en cada sesión. Hace poco, le comenté a un íntimo amigo, también terapeuta, que, aunque tengo setenta y cinco años, estoy lejos de pensar en jubilarme.

—El trabajo es tan satisfactorio —dije— que lo haría gratis. Lo considero un privilegio.

Él respondió al instante:

—A veces creo que pagaría por hacerlo.

Pero ¿el valor de la conexión no tiene un límite? Al fin y al cabo, ya que nacemos solos y debemos morir solos, ¿qué valor fundamental y perdurable puede tener la conexión? Siempre que reflexiono sobre esa cuestión, recuerdo el comentario que hizo una mujer moribunda a un grupo de terapia:

—Es una noche negra como la brea. Estoy sola en mi barco flotando en el puerto. Veo las luces de muchos otros barcos. Sé que no puedo llegar a ellos, unírmeles. Pero es consolador ver todas esas otras luces en el puerto.

Estoy de acuerdo con ella. La riqueza de los vínculos atempera el dolor de la transitoriedad. Muchos filósofos han expresado otras ideas para llegar a esa meta. Schopenhauer y Bergson, por ejemplo, consideran que los seres humanos son manifestaciones individuales de una fuerza vital que todo lo abarca (la «voluntad», el «impulso vital») en la que las personas quedan reabsorbidas después de morir. Quienes creen en la reencarnación alegarán que alguna esencia del ser humano —alma, espíritu, chispa divina— persiste y renace en otro ser. Los materialistas podrían decir que, tras nuestra muerte, nuestro ADN, nuestras moléculas orgánicas o incluso nuestros átomos de carbono se dispersan en el cosmos hasta que les toca incorporarse a alguna otra forma de vida.

Para mí, esos modelos de persistencia hacen poco por aliviar el dolor de la transitoriedad; que mis moléculas sobrevivan sin mi conciencia personal no me es un consuelo.

Para mí, la transitoriedad es como una música de fondo: siempre suena, rara vez se nota si no se produce algún hecho excepcional que nos haga tomar conciencia de ella. Esto me hacer recordar un reciente episodio ocurrido en un grupo de terapia. Integro un grupo de apoyo sin jefes hace ya quince años. Hace meses que éste se centra en Jeff, un psiquiatra que está muriendo a causa de un cáncer intratable. Desde que se lo diagnosticaron hace pocos meses, Jeff adoptó implícitamente el papel de guía, enseñándoles a los otros integrantes a enfrentar la muerte de una manera directa, inteligente y valerosa. En las dos sesiones anteriores se vio que Jeff estaba notablemente debilitado.

En el encuentro al que me refiero, me encontré inmerso en una larga ensoñación sobre la transitoriedad, que procuré dejar registrada en cuanto terminó la sesión. Aunque tenemos una regla de confidencialidad, el grupo y Jeff me concedieron una dispensa especial para este caso:

Jeff habló del futuro inmediato, cuando se debilitara demasiado como para participar del grupo, incluso si éste se reunía en su casa. ¿Era éste el comienzo de nuestra despedida? ¿O él eludía el dolor alejándose de nosotros? Habló de cómo nuestra cultura ve a los moribundos como suciedad, basura, y cómo, en consecuencia, nos apartamos de ellos.

—Pero ¿eso ocurrió aquí? —pregunté.

Jeff paseó su mirada por el grupo y meneó la cabeza. —No, aquí no. Aquí, es diferente; todos, cada uno de vosotros me ha acompañado.

Otros hablaron de la necesidad de identificar el límite entre el afecto y la intrusión, o sea, ¿no le estaremos exigiendo demasiado a Jeff? Él es nuestro maestro. Nos enseña a morir. Y lo hace bien. Y nunca olvidaré sus lecciones, ni a él. Pero su energía merma.

Jeff dice que la terapia convencional, que le ha sido útil en el pasado, ya no es relevante. Lo que desea es hablar de cosas espirituales, áreas en las que los terapeutas no se meten.

—¿A qué te refieres con lo de áreas espirituales? —le preguntamos.

Tras una larga pausa dijo:

—Bueno ¿qué es la muerte? Ningún terapeuta habla de ello. Si estoy meditando sobre mi respiración y ésta se hace más lenta o se detiene, ¿qué ocurre entonces con mi mente? ¿Qué pasa después? ¿Habrá alguna forma de conciencia después de que el cuerpo, mera basura, ya no viva? Nadie puede decirlo. ¿Será aceptable que le pida a mi familia que no haga nada con mi cadáver durante tres días (a pesar de la posibilidad de filtraciones o hedores)? Para los budistas, ése es el lapso necesario para que el espíritu abandone el cuerpo. ¿Y qué hay de mis cenizas? ¿Estará dispuesto el grupo a esparcirlas en una ceremonia, tal vez en un bosque de pinos antiguos?

Después, cuando dijo que estaba más presente, más completa y honestamente presente en este grupo que en cualquier otro momento de su vida, se me llenaron los ojos de lágrimas.

De pronto —cuando otro integrante relató una pesadilla en la que era sepultado en su ataúd mientras aún estaba consciente— un recuerdo olvidado hacía mucho surgió en mi mente. Durante el primer año de mis estudios de medicina, escribí un cuento corto inspirado en uno de H. P. Lovecraft sobre el mismo tema: un hombre que es sepultado mientras aún está consciente. Lo envié a una revista de ciencia ficción, lo rechazaron, lo archivé en algún lugar (nunca volví a encontrarlo) y seguí adelante con mis estudios. Durante cuarenta y ocho años lo olvidé, hasta que el recuerdo surgió ahora, en este grupo. Pero recordarlo me enseñó algo acerca de mí mismo: yo ya lidiaba con la ansiedad ante la muerte mucho antes de ser consciente de ello.

Qué sesión extraordinaria, pensé. ¿Algún grupo tuvo una conversación como ésta alguna vez en la historia de la humanidad? Sin reservarse nada. Mirando las cuestiones más duras y sombrías de la condición humana sin parpadear, sin vacilar.

Pensé en una joven paciente a quien había atendido ese mismo día. Pasaba mucho tiempo quejándose de la tosquedad y la falta de sensibilidad de los hombres. Paseé mi mirada por este grupo exclusivamente masculino. Cada uno de estos hombres se había mostrado tan sensible, tan amable, tan cuidadoso, tan extraordinariamente presente. Oh, cuánto deseé que ella hubiese podido verlos. ¡Cuánto deseé que el mundo entero viera a este grupo!

Y fue entonces cuando la idea de la transitoriedad, que acecha, que suena suavemente en el trasfondo, me embargó. Me sentí impactado al darme cuenta de que este extraordinario encuentro era igual de transitorio que ese integrante, que se moría. E igualmente perecederos éramos todos los demás. Sólo que la muerte nos aguardaba un poco más lejos que a él. ¿Y qué se haría de esta sesión perfecta, magnífica, ejemplar? También se desvanecería. Todos nosotros, nuestros cuerpos, nuestros recuerdos de este encuentro, esta nota sobre mis reminiscencias, la experiencia de Jeff y sus enseñanzas, la forma en que le brindamos nuestra presencia… todo se desvanecerá como aire, y sólo quedaran átomos de carbono flotando en la oscuridad.

Una oleada de tristeza me embargó. Debería existir una manera de conservar esto. Si este grupo fuese filmado y luego exhibido por un canal de televisión que se vea en todo el planeta, cambiaría el mundo para siempre. Sí, de eso se trata: conservar, preservar, combatir el olvido. ¿No soy acaso un partidario de la preservación? ¿No es por eso que escribo libros? ¿Por qué escribo esta nota? ¿No se trata acaso de un fútil intento de registrar y preservar?

Pensé en la línea de Dylan Thomas que afirma que, aunque los amantes mueran, el amor sobrevive. Me conmovió la primera vez que la leí, pero ahora me pregunto, ¿dónde sobrevive? ¿Como ideal platónico? ¿Alguien oye la caída de un árbol si no tiene oídos con que hacerlo?

Los pensamientos acerca de la propagación por ondas y las relaciones humanas se filtraron a mi mente, aportándome una sensación de alivio y esperanza. Todos los integrantes del grupo se verán afectados, quizá para siempre, por lo que habíamos presenciado hoy. Todos están conectados, todos los que estuvieron en este encuentro les transmitirán a otros, en forma explícita o tácita, las lecciones de vida que de aquí surgen. Y, a su vez, las personas que se vean afectadas por este relato lo transmitirán a otras. No podemos dejar de comunicar una lección tan potente. Las ondas concéntricas de sabiduría, compasión, virtud, se seguirán propagando hasta que… que… que…

Un epílogo. Dos semanas después, nos reunimos en casa de Jeff, que se aproximaba a la muerte. Le volví a pedir permiso para publicar estas notas. También le pregunté si prefería que me refiriese a él con un nombre ficticio o con el suyo. Me dijo que usara su nombre verdadero, y me agrada pensar que la propagación por ondas que pueda producir este relato le dio algún consuelo.

Religión y fe

No soy un renegado de ninguna religión. Por cuanto puedo recordar, nunca albergué ninguna creencia religiosa. Recuerdo ir con mi padre a la sinagoga en las principales festividades y leer la traducción al inglés del servicio, que consistía en una interminable oda al poder y la gloria de Dios. Me causaba un absoluto desconcierto que la congregación le tributara homenaje a una deidad tan cruel, vanidosa, celosa y sedienta de halagos. Observaba con atención los rostros de mis parientes adultos mientras salmodiaban, con la esperanza de ver que me sonreían. Pero sólo seguían orando. Le echaba un vistazo a mi tío Sam, eterno bromista y amable persona, esperando verlo guiñar un ojo y oír que me susurraba: «No te tomes esto muy en serio, muchacho». Pero eso nunca ocurrió. No me guiñaba el ojo ni sonreía. Miraba al frente y salmodiaba.

De adulto asistí al funeral de un amigo católico y escuché proclamar al sacerdote que todos nos volveríamos a ver en el cielo, donde tendríamos una gozosa reunión. Una vez más, estudié los rostros de quienes me rodeaban, sin ver más que fervorosa creencia. Me sentí rodeado de un engaño. Quizá buena parte de mi escepticismo se origine en la tosquedad de la pedagogía de mis primeros maestros religiosos. Tal vez, si en mi infancia hubiese tenido un buen maestro, sensible y sofisticado, también a mí me habría sido imposible imaginar un mundo sin Dios. En el presente libro acerca del temor a la muerte, he evitado indagar en el consuelo que ofrece la religión debido a un difícil dilema personal. Por un lado, creo que muchas de las ideas expresadas en estas páginas les serán útiles incluso a los lectores con fuertes creencias religiosas, y por eso evité cualquier expresión que pudiera producirles rechazo. Respeto a las personas de fe, aun cuando no comparto su visión. Por otra parte, mi labor está arraigada en una visión del mundo secular, existencial, que rechaza las creencias sobrenaturales. La forma en que veo las cosas supone que toda vida, la humana incluida, surgió de hechos aleatorios y que somos criaturas finitas. Y que, por mucho que lo deseemos, no podemos contar con nada más que nosotros mismos para protegernos, evaluar nuestra conducta y vivir de una manera que tenga sentido. No tenemos un destino predeterminado y cada uno de nosotros debe decidir cómo vivir su vida de la manera más plena, feliz y colmada de sentido que le sea posible.

Algunas personas pueden considerar que ésta es una visión sombría de las cosas, pero eso no es así. Si es cierto el supuesto de Aristóteles de que la facultad que nos hace humanos es la mente racional, entonces, debemos perfeccionarla. Por eso es que las visiones religiosas ortodoxas basadas en ideas irracionales, como los milagros, siempre me han desconcertado. En lo personal, soy incapaz de creer en algo que desafía las leyes de la naturaleza.

Prueba este experimento intelectual. Mira al sol de frente, contempla sin anteojeras tu lugar en la existencia, procura vivir sin la barandilla protectora que ofrecen muchas religiones, como toda idea de continuidad, inmortalidad o reencarnación, todos las cuales niegan que la muerte es definitiva. Creo que podemos vivir bien si esas defensas, y coincido con Thomas Hardy cuando dice: «si existe un camino a lo Mejor, conlleva que miremos de frente lo Peor[44]». No me cabe duda de que las creencias religiosas morigeran el temor a la muerte de muchos. Pero, en mi opinión, lo que hacen es eludir el asunto. Parece tratarse de dar vueltas en torno de la muerte: la muerte no es final, la muerte es negada, la muerte es desmortizada.

¿Cómo trabajo, entonces, con quienes tienen creencias religiosas? Responderé a mi modo preferido, con un relato.

¿POR QUÉ ME ENVÍA DIOS ESTAS VISIONES?: TIM

Hace unos años recibí una llamada de Tim, quien me solicitó una única sesión para que lo ayudara a lidiar con, en sus palabras, «la cuestión más importante de la existencia… o al menos de mi existencia». Añadió:

—Permítame repetirlo, sólo una consulta. Soy un hombre religioso.

Al cabo de una semana se presentó en mi oficina. Vestía un overol salpicado de pintura blanca y llevaba una carpeta llena de dibujos. Era un hombre bajo, regordete, de grandes orejas. Tenía el cabello entrecano cortado al rape y una gran sonrisa que descubría dientes que hacían pensar en una valla blanca a la que le faltaran varias tablas. Sus gafas eran tan gruesas que me hicieron pensar en culos de botellas de Coca-Cola. Traía un pequeño grabador y me pidió permiso para registrar la sesión.

Se lo di y procedí a pedirle sus datos básicos. Tenía sesenta y cinco años y estaba divorciado; se había dedicado a la construcción durante veinte años, antes de retirarse, hacía cuatro, para concentrarse en su arte. Sin que yo lo instara, entró en materia.

—Te telefoneé porque leí tu libro Psicoterapia existencial y me pareció que eres un hombre sabio.

—¿Y cómo es que quieres ver al sabio sólo una vez?

—Porque sólo tengo una pregunta, y confío en que seas lo suficientemente sabio como para responderla en una sola sesión.

Sorprendido ante la velocidad de su respuesta, me quedé mirándolo. Desvió la vista y miró por la ventana, inquieto, antes de pararse y sentarse dos veces. Cada vez estrechaba con más fuerza su carpeta.

—¿Ése es el único motivo?

—Ya sabía que preguntarías eso. A menudo sé de antemano qué dirán las personas. Pero regresemos a tu pregunta de por qué una sola visita. Ya te di la principal respuesta. Pero hay otras. Tres, para ser precisos. Uno: mis finanzas son satisfactorias, aunque no excelentes. Dos: hay sabiduría en tu libro, pero está claro que no eres creyente, y no estoy aquí para defender mi fe. Tres: eres psiquiatra, y todos los psiquiatras que vi me quisieron medicar.

—Me gusta que seas tan claro y franco, Tim. Yo también procuraré serlo. Haré cuanto pueda por ayudarte en una única sesión. ¿Qué es lo que quieres preguntar acerca de la existencia?

—He sido muchas cosas, además de constructor. —Tim hablaba de prisa, como si tuviese ensayado su discurso—. He sido poeta. Músico en mi juventud. Tocaba piano y arpa, compuse música clásica y una ópera que fue representada por un grupo local de aficionados. Pero durante los últimos tres años me he dedicado exclusivamente a pintar. Lo que traigo aquí —dijo e indicó con la cabeza la carpeta, que aún abrazaba estrechamente— es sólo la obra del último mes.

—¿Y la pregunta?

—Todos mis dibujos y pinturas no son más que copias de visiones que Dios me envía. Casi cada noche, en el momento que separa el sueño del despertar, recibo una visión de Dios y me paso todo el día siguiente, o todo el tiempo que haga falta, copiándola. Mi pregunta es ¿por qué me envía Dios estas visiones? Mira.

Abrió con cuidado su carpeta. Era evidente que dudaba de si mostrarme o no todas sus obras. Extrajo un gran dibujo.

—Esto es algo que hice la semana pasada.

Era un notable y meticuloso dibujo a lápiz y tinta. Representaba a un hombre desnudo, de bruces, abrazando el suelo, quizás incluso copulando con la tierra. Los árboles y arbustos alrededor parecían inclinarse hacia él y acariciarlo con ternura. Lo rodeaban animales de distintas clases: jirafas, zorrinos, camellos, tigres. Se agachaban, como si le rindieran pleitesía. En el margen inferior decía: «Amante madre tierra».

Empezó a sacar un dibujo tras otro a toda prisa. Quedé deslumbrado por sus extraños, llamativos, retorcidos dibujos y pinturas al acrílico, llenos de símbolos arquetípicos, iconografía cristiana, mandalas de intensos colores.

Hice un esfuerzo por dejar de mirarlos cuando noté qué hora era:

—Tim, nuestra sesión está por terminar, y quiero intentar responder a tu pregunta. Tengo dos cosas para decir sobre ti. La primera es que eres extraordinariamente creativo y que has mostrado evidencia de ello durante toda tu vida en tu música, tu ópera tu poesía y, ahora, tus extraordinarios dibujos y pinturas. Mi segunda observación es que tu autoestima es muy baja. No me parece que reconozcas y aprecies tu propio talento. ¿Estamos de acuerdo, hasta ahora?

—Diría que sí —respondió con aire avergonzado.

Sin mirarme añadió:

—No es la primera vez que me lo dicen.

—Por lo tanto, según veo las cosas, estas ideas, estas notables obras, surgen del manantial de tu propia creatividad. Pero tu autoestima es tan baja que te crees incapaz de semejantes creaciones, de modo que se las atribuyes a otro. Concretamente, a Dios. A lo que voy es que, por más que quizá Dios sea quien te dio tu creatividad, estoy convencido de que quien creó estas visiones y dibujos fuiste tú y nadie más.

Tim escuchaba con atención. Asintió con la cabeza y señaló al grabador, diciendo:

—Quiero recordar esto y escucharé esta cinta a menudo. Creo que me diste lo que necesitaba.

* * *

Cuando trabajo con una persona religiosa, me ciño al precepto que encabeza mi escala de valores personal: cuidar a mi paciente. No permito que nada interfiera con ello. No puedo imaginarme socavando un sistema de creencias que haga que una persona se sienta mejor, por más que tal sistema no tenga sentido para mí. En consecuencia, cuando alguna persona religiosa me pide ayuda, nunca cuestiono sus creencias fundamentales, que a menudo se adquieren en una etapa temprana de la vida. Por el contrario, busco modos de reforzarlas.

En cierta ocasión trabajé con un sacerdote que siempre se había sentido muy confortado por las conversaciones con Jesús que tenía antes de celebrar misa. Cuando lo atendí, estaba tan abrumado por las tareas administrativas y los conflictos con sus pares de la diócesis que había dado en abreviar u omitir tales conversaciones. Me puse a indagar por qué se había privado de algo que le daba tanta guía y consuelo. Trabajamos juntos en vencer esa resistencia. Nunca se me ocurrió cuestionar su práctica en modo alguno ni instilarle dudas.

Recuerdo, sin embargo, una flagrante excepción, un episodio en que perdí hasta cierto punto mi norte terapéutico.

¿CÓMO PUEDES VIVIR SIN SENTIDO? EL RABINO ORTODOXO

Hace años, un joven rabino ortodoxo que venía del extranjero telefoneó para solicitar un turno. Dijo que estaba estudiando para terapeuta existencial, pero que encontraba algunos conflictos entre su formación religiosa y mis planteos psicológicos. Le di cita, y, al cabo de una semana, acudió a mi oficina. Era un apuesto joven de ojos penetrantes, larga barba, pelos (largas patillas rizadas), yarmulke, y, curiosamente, zapatillas de tenis. Durante treinta minutos hablamos en términos generales de su deseo de convertirse en terapeuta y de muchas afirmaciones específicas de mi libro de texto Psicoterapia existencial.

Su actitud, inicialmente deferente, fue cambiando poco a poco, y comenzó a pregonar sus creencias con tanto celo que comencé a sospechar que el verdadero propósito de su visita era convertirme. (No habría sido la primera vez que un misionero me visitaba). A medida que su voz se alzaba y el ritmo de su discurso se aceleraba, me impacienté, por desgracia, mostrándome mucho más directo e incauto de lo que acostumbro.

—Tu preocupación tiene fundamento, rabino —lo interrumpí—. En efecto, hay un antagonismo de base entre tu manera de ver las cosas y la mía. Tú crees en un Dios personal omnipresente y omnisciente que te mira y vela por ti, dándole sentido a tu vida. Eso es incompatible con el núcleo de mi visión existencial de una humanidad libre y mortal, arrojada sola y al azar a un universo que no es consciente de ella. Según tu visión —continué— la muerte no es final. Me dices que la muerte no es más que una noche entre dos días y que el alma es inmortal. Entonces, ciertamente hay un problema con tu deseo de convertirte en terapeuta existencial. Nuestros puntos de vista son diametralmente opuestos.

—Pero —dijo con expresión intensamente preocupada—, ¿cómo haces para vivir con esa única creencia? ¿Sin sentido? —Me apuntó con el índice—. Piensa bien. ¿Cómo puedes vivir sin creer en algo mayor que tú? Te aseguro que eso no es posible. Es vivir en la oscuridad, como un animal. ¿Qué sentido tendrían las cosas si todo estuviera destinado a desaparecer? Mi religión me da sentido, sabiduría, moral, consuelo divino, una forma de vivir.

—No me parece que ésa sea una respuesta racional, rabino. Esas cosas, sentido, sabiduría, moralidad, vivir bien, no dependen de si se cree o no en Dios. Y sí, por supuesto que las creencias religiosas te hacen sentir bueno, confortado, virtuoso. Ése es precisamente el motivo por el cual se inventaron las religiones. Me preguntas cómo puedo vivir. Creo que vivo bien. Me guían doctrinas generadas por los seres humanos. Me guía el juramento hipocrático que hice al graduarme como médico, y me dedico a ayudar a los demás a curarse y crecer. Vivo una vida moral. Siento compasión por los que me rodean. Me une una relación de amor a mis familiares y amigos. No necesito a la religión como brújula moral.

—¿Cómo puedes decir algo así? —interrumpió—. Me das mucha pena. A veces, siento que, sin mi Dios, mis rituales diarios, mis creencias, no podría vivir.

—Y yo —respondí, perdiendo por completo la paciencia— a veces siento que si tuviese que dedicar mi vida a creer en lo increíble y pasar el día siguiendo seiscientas trece reglas y glorificando a un Dios que se nutre de la alabanza humana, me darían ganas de ahorcarme.

En este momento, el rabino tomó su yarmulke. «Oh, no», pensé, «lo va a tirar. ¡Me pasé de la raya! ¡Fui demasiado lejos! Sin quererlo, dije más de lo que quería». Nunca, jamás, quise socavar la fe religiosa de nadie.

Pero me equivoqué. Lo que el rabino hizo fue quitarse el yarmulke para rascarse la cabeza mientras expresaba su atónito desconcierto ante la vastedad del abismo que nos separaba y el hecho de que yo me hubiese alejado tanto de mi legado y mi trasfondo cultural. Terminamos la sesión amigablemente y nos separamos. Él se fue con rumbo al norte; yo, al sur. Nunca supe si continuó con sus estudios de psicoterapia existencial.

Acerca de escribir un libro sobre la muerte

Una última reflexión acerca del escribir sobre la muerte. Es natural que un hombre de setenta y cinco años de edad, dado a la reflexión, se pregunte sobre la muerte y la transitoriedad. Los datos de la vida cotidiana son demasiado poderosos como para ignorarlos: mi generación se está marchando, amigos y colegas enferman y mueren, veo cada vez menos y recibo cada vez más señales de desgaste de diversos puntos de mi cuerpo: rodillas, hombros, espalda, cuello.

En mi juventud, oí a menudo a los amigos y parientes de mis padres decir que los varones Yalom eran amables, y que morían jóvenes. Creí durante mucho tiempo en eso de que mi muerte vendría pronto. Pero aquí sigo. Tengo setenta y cinco años, muchos más que mi padre al morir, y sé que vivo en tiempo prestado.

¿No está acaso la creación imbricada con nuestra preocupación por la finitud? Eso creía Rollo May, buen escritor y pintor, cuya hermosa representación cubista del monte Saint Michel adorna mi consultorio. Estaba convencido de que el acto de crear nos permite trascender nuestro temor a la muerte y siguió escribiendo casi hasta el fin. Faulkner expresó esa misma creencia: «La meta de todo artista es detener el movimiento, que es la vida, por medios artificiales, fijándola así para que, al cabo de cien años, cuando un desconocido la vea, vuelva a moverse[45]». Y Paul Theroux dijo que la idea de la muerte es tan dolorosa que, en última instancia, nos lleva a «amar la vida y valorarla con tal pasión que, quizá, sea la causa última de todo gozo y todo arte[46]».

El acto mismo de escribir es como una renovación. Amo el proceso creativo, desde el primer atisbo de una idea hasta el manuscrito final. Encuentro que sus aspectos mecánicos son una fuente de placer. Me encanta la carpintería de la escritura: encontrar la palabra perfecta, lijar y pulir las oraciones, jugar con el ritmo y la cadencia de frases y párrafos.

Algunos creen que mi inmersión en la muerte debe de ser una experiencia sombría. Cuando doy conferencias, suele ocurrir que algún colega comente que la vida de alguien que se concentra tanto en temas oscuros debe de ser de lo más lóbrega. Si eso es lo que crees, les respondo, es que no estoy haciendo bien mi trabajo. Y procuro, una vez más, transmitir la idea de que enfrentar la muerte disipa la oscuridad.

A veces pienso que la mejor manera de describir mi estado interior es mediante la metáfora de la técnica de «pantalla dividida». Se trata de una técnica de terapia hipnótica que se emplea para que los pacientes puedan enfrentar algún recuerdo obsesionante y doloroso[47]. El procedimiento es el siguiente: el terapeuta le pide al paciente hipnotizado que cierre los ojos y divida su horizonte visual, o pantalla, en dos partes horizontales. En una mitad, el paciente visualiza la escena oscura o traumática; en la otra, una imagen que le produzca placer o tranquilidad; por ejemplo, la de un paseo por una senda favorita de un bosque o una playa tropical. La presencia continua de la escena tranquila realza y atempera la imagen perturbadora.

La mitad de la pantalla de mi conciencia es sobria y siempre consciente de la transitoriedad. Pero la otra mitad la realza al exhibir otro espectáculo, un escenario que puede ser descripto mediante una metáfora sugerida por los escritos del biólogo evolucionista Richard Dawkins[48]. Nos dice que imaginemos un punto de luz, tan pequeño como el que proyecta un puntero láser, que corre por la inmensa regla que es el tiempo. Todo lo que ese punto ya pasó se pierde en la oscuridad del pasado. Todo lo que aún no alumbra es la oscuridad de lo no nacido. Sólo aquello que está alumbrado por ese punto diminuto vive. Esta imagen disipa la oscuridad y evoca en mí la idea de que soy increíblemente afortunado por estar aquí, vivo, y disfrutando del puro placer de ser. También me hace sentir que sería una trágica estupidez estropear el breve período que estaré en la diminuta luz de la existencia con ideas que niegan la vida al proclamar que ésta se encuentra, en realidad, en algún lugar de la oscuridad infinita que se extiende por delante de mí.

Escribir el presente libro ha sido un viaje, una conmovedora travesía al pasado, a mi infancia, a mis padres. Lo ocurrido hace mucho tira de mí. Quedo atónito al ver lo cerca que he tenido la muerte durante toda mi vida, atónito también ante la persistencia y la claridad de mis recuerdos vinculados a la muerte. También me sorprende mucho lo caprichosa que es la memoria. Por ejemplo, mi hermana y yo, que nos criamos en un mismo hogar, recordamos cosas muy diferentes.

A medida que envejezco, siento cada vez más el pasado en mí, como tan bien lo describe Dickens en el epígrafe que abre el presente capítulo. Quizás estoy haciendo lo que él sugiere: completo el círculo, lijo los puntos ásperos de mi historia, abrazo todo lo que me dio forma y todo aquello en que me convertí. Cuando vuelvo a visitar los lugares de mi infancia y asisto a reuniones de excondiscípulos, me siento más conmovido que antes. Tal vez sea que siento gozo al ver que aún queda algo del pasado, que éste no se desvanece de verdad, que puedo volver a visitarlo cuando quiera. Si, como dice Kundera[49], el terror ante la muerte se origina en la idea de que el pasado desaparece, volver a experimentarlo es un crucial reaseguro. Detiene la transitoriedad… aunque más no sea durante un instante.